7. La novia.

7. LA NOVIA

María Teresa Ramos y Juan Jiménez Sánchez (Albaurín el Grande, Málaga).

13 años escondido

1. La captura

Aquella madrugada del 24 de septiembre de 1957 estaban los dos acostados en la cama. Los registros nocturnos eran ya ocasionales y menos intensos. Hacía dos años que habían logrado imponerse al miedo y tenían abandonadas algunas de las precauciones con las que habían vivido una docena de años: no necesitaban ya comer y dormir en el suelo, porque los guardias llamaban a la puerta y ellos disponían de unos segundos para organizar el escondrijo en un agujero del patio o bien bajo las montañas de algarrobas secas que cubrían dos tercios de la casa. María Teresa Ramos y Juan Cazallero estaban tranquilos en su lecho. El último hombre de las partidas de la sierra malagueña, el único superviviente de los grupos que habían actuado por la zona de Mijas, Coín y Alhaurín, ni siquiera pensaba en sus amigos muertos, porque eran demasiados los amigos que habían ido muriendo en los últimos veinte años. Unos en la lucha contra los nacionalistas. Otros, en la lucha contra los republicanos. Algunos más, en los campos de trabajos forzados. Muchos, en el maquis. Juan Jiménez Sánchez «Cazallero», antes de refugiarse al amparo cálido de su amante, había estado en todas partes. Había sido carabinero republicano y legionario fascista. Había sido guerrillero, hombre de la tierra. Ahora, mientras el alba punteaba de luz los riscos de la Sierra Bermeja, dormía en una verdadera cama.

Pero ni él ni su novia habían perdido los hábitos del fugitivo. Un ojo cerrado y otro abierto. Tranquilos pero acechantes, atentos, en continua vigilancia. Los guardias civiles no tenían normas fijas: llegaban a cualquier hora, con disculpa o sin ella. La búsqueda no había terminado ni terminaría nunca.

De pronto sonaron pasos en las calles empedradas. Un lejano ruido de motores. El taconeo era sordo y monótono. María Teresa se incorporó en el lecho, despertó a su compañero y dijo:

—Suenan muchos zapatos. Parece un entierro.

—¿A estas horas, mujer? —preguntó Juan.

—Será mejor que te escondas —dijo ella.

Juan Cazallero, delgado y alto, estiró el largo y nervudo cuello y saltó al suelo. Estaba en calzoncillos y camiseta. No se entretuvo en vestirse. María Teresa subió al piso superior y por las rendijas de una ventana miró al exterior. La neblina de la aurora le permitió ver que todos los tejados estaban punteados de sombras móviles. Un tricornio brilló un segundo detrás de una chimenea por la que aún no brotaba el humo. Bajó corriendo.

—Son los civiles. No sé qué estarán buscando.

No creía que buscaban a Juan, tantos meses tranquilos habían transcurrido…

—Habrán robado a alguien. Pero es mejor que te escondas.

En medio de las algarrobas, unos sacos llenos de esta legumbre, enterrados, formaban un estrecho hueco junto a una ventana. Juan pretendió saltar al patio y encerrarse bajo el banco de piedra, en la tierra, allí donde tantas horas había pasado. Pero María Teresa le explicó que aquello podía ser peligroso. El patinillo estaba expuesto a las miradas de docenas de guardias apostados en los tejados. Así, pues, el hombre se deslizó entre los sacos, la novia colocó encima una tabla de madera ligera y luego lo cubrió todo con algarrobas. Una vez escondido el hombre, volvió al piso superior y miró fuera con mayor atención. No sólo había guardias en los tejados, sino también en las calles y en las afueras del pueblo, semiocultos entre los árboles y las peñas. Cerca de la ventana, en la calle, un vecino del pueblo había abierto la puerta para asomarse.

—Frasco —pregunta María Teresa—, ¿qué está pasando?

El hombre la miró y cerró la puerta sin responder.

—Ay, madre, qué habrá ocurrido que hay tantísimos civiles —dijo para sí la mujer mientras entrecerraba en silencio la ventana.

Bajó corriendo de nuevo, apañó apresuradamente la cama según tenía por costumbre a fin de que, en el peor de los casos, pudiera pensarse que allí había dormido una sola persona. Ya sólo podía esperar.

Todavía transcurrieron unos minutos. Al fin, golpearon la puerta de la casa.

—¿Quién es?

—¡La Guardia Civil! ¡Abra usted!

María Teresa Ramos, que contaba entonces treinta y dos años, abrió rápidamente. No tenía necesidad de gritar las habituales disculpas, una vez que Juan estaba ya enterrado bajo las algarrobas. Eran las seis de la mañana.

Entraron muchos hombres en la casa. El grupo más numeroso se dirigió al piso de arriba, con el capitán. Registraron con más minuciosidad que otras veces. Recorrieron todo el piso, miraron en todas partes. En un armario encontraron ropas de hombre e hicieron algunas preguntas, pero no hallaban lo que perseguían. María Teresa, entre ellos, los veía sonreír un poco desalentados, como si alguno de ellos hubiera dicho ya que allí no estaba Juan Cazallero y ahora se confirmara su teoría. Efectivamente, allí no estaba el terrible bandolero.

Tal vez había logrado escapar. El soplo indicaba que Juan estaba escondido en el número 18 de la calle, pero hacía tiempo que se había cambiado el número y el tiempo que perdieron buscándolo en una vivienda distinta había aplacado su interés y dado tiempo a María Teresa a esconder a su novio.

Por fin, al cabo de media hora, fueron saliendo todos. Solamente el capitán se quedó en la planta baja. Estaba ya seguro de que el bandido no se encontraba allí, pero el capitán deseaba realizar un registro completo.

»Desde la fecha en que el problema del bandolerismo se había resuelto favorablemente, se había perdido el contacto con el protagonista de este relato. Sin embargo, en los ficheros, tanto él como otros que habían huido o se habían ocultado, permaneciendo alejados de toda actividad e incluso del sol y del aire libre, seguían mereciendo una atención preferente. En sus expedientes personales se anotaban las noticias adquiridas concernientes a su paradero y en relación con sus anteriores fechorías. A lo largo del artículo, en vez de darle el nombre real, lo conoceremos con el supuesto apodo de El Tiarrón. Imaginarios serán también los nombres del lugar, cómplices, víctimas, etcétera. Por excepción, a las partidas con las que actuó les daremos su verdadera denominación. Su teatro de operaciones, igualmente auténtico, lo fue el Sur de nuestra Patria, Andalucía, por el año 1957.

»HECHOS DELICTIVOS. Se conocía que marchó a la sierra en marzo de 1944, uniéndose a un hermano huido con anterioridad y autor del asesinato de un brigada del Cuerpo. Componente de las partidas El Rubio de Brecia, El Mandamás, El Carasucia, poseedor de un máuser español y de una pistola del nueve largo. En junio de 1946, por venganza, asesino a un vecino del pueblo de X. En 1947 participó en el secuestro de un habitante de Z., por cuyo rescate percibieron 84 500 pesetas. Exigió la cantidad de 40 000 y 15 000 pesetas por otros dos secuestros más. En 1949 sostuvo un encuentro con fuerzas del Cuerpo. Mediante amenazas de muerte consiguió la entrega de veinte mil, ocho mil y dieciséis mil pesetas. Consumó repetidos atracos en los que lograron cuantías que oscilaban entre las mil y cinco mil pesetas. Autor de la agresión a un campesino, causándole rotura de la dentadura postiza y abandonándole conmocionado».

—Eso es todo mentira —dice Juan Jiménez, El Tiarrón—. Vamos, se habrán cometido todos esos hechos, no lo niego, pero yo no tengo nada que ver con ellos. Me lo han puesto todo a mí porque soy el único que queda de los hombres de la sierra. A un millonario de la estación de Cárcama, que le decían Chaves, intentaron obligarle para que dijera que era yo, pero él dijo que no podía decirlo. «Los que a mí me hicieron eso eran más jóvenes que éste», dijo en la comisaría. Ése era el de las ochenta mil pesetas. Claro, como era yo el único que quedaba, me lo cargaron todo. Tenían un expediente así de grande. A mí me pegaron, pero me negué a firmar aquel expediente. Estuve cuarenta y ocho horas seguidas en la comisaría y allí no había comido nadie, todos interrogándome. Luego toda la brigadilla se fue y se quedó sólo el escribiente. Yo le rajé tres expedientes. Él quería que se los firmara, me los daba para firmarlos, pero yo decía: «Rajándolos, mientras hace otro, descanso». Hasta que me hizo otro expediente con lo que yo quise poner. Dijo: «¿Qué hechos te pondríamos?» Digo yo: «Lo que usted vea bien». Dijo: «Te voy a poner que para vivir, para mantenerte —porque yo decía que mi padre era el que me daba de comer, como así era verdaderamente— te dedicabas de noche en varias moradas a robar gallinas». Y ése era el agravante que yo llevaba de comisaría. Pero hay que tener mucha sangre fría para aguantar aquello…

«A cierto individuo, como castigo por tener un hermano guardia civil, le robaron prendas de vestir».

«Se tenían noticias de que Leonor, novia del famoso bandolero, habitaba en su pueblo natal, una céntrica casa de dos plantas, dedicándose a la compraventa de granos y cereales. Los astutos, que nunca faltan, advirtieron que cuando alguien iba a ofrecer o comprar mercancía, mientras se discutía el trato, Leonor utilizaba un tono de voz exageradamente alto».

—Sí, con valentía —dice Juan.

—Es que él se quedaba dormido allí abajo, en el agujero del patio, y se ponía a roncar. Yo hablaba alto para que se despertara —dice María Teresa.

«En seguida, con cualquier disculpa, subía a la segunda planta y al bajar, aparte de que ya traía una firme decisión sobre el precio que le convenía y que por nada habría de modificar, se expresaba en forma normal y delicada».

—Lo de subir —dice Juan— es porque ella sabe poco de cuentas y tiene un libro para hacerlo más rápido. Ella subía a calcular y a coger el dinero, que una vez le habían quitado la cartera abajo. Por ahí cogería sospechas la gente. Seguro que fue uno que también vendía, uno de la competencia, para hacemos mal. Yo le dije al juez, allí, en Melilla: «Me cago en Dios, dígame quién fue el hijo de puta que me denunció».

Y el juez dijo: «Mulo, más que mulo, no hables así. Ya te diré quién fue cuando te suelten». Luego no fui a preguntárselo para no ponerlo en un compromiso.

«Pensando, pensando, llegaron a la conclusión de que en el piso alto bien pudiera encontrarse el antiguo novio de Leonor, aquel vecino de Florida conocido por El Tiarrón y que durante la época de los maquis se fue a la sierra. Enterada la Jefatura del Tercio de estas reflexiones, sin pérdida de tiempo lo comunicó a la Comandancia para que interviniera en consecuencia. Miembros del SIGC (Servicio de Información de la Guardia Civil), convenientemente adoptados el modo y estilo de los campesinos, entablaron negociaciones con Leonor, comprobando con asombro que en verdad, al menos en cuanto a las circunstancias de voz, subida a la planta superior y decisión de precios, la versión de la confidencia era cierta y quedaba más que demostrada».

—Éstos eran los dos que vinieron antes, unos días antes. Vinieron dos o tres veces —dice María Teresa—. Eran dos individuos sospechosos que querían comprarme unos garbanzos, y ya nos temíamos algo. Por eso pusimos los sacos entre la algarroba. Ya temíamos que alguien nos había denunciado.

Los mismos «tratantes» del SI, aprovechando sus visitas, levantaron un ligero croquis del edificio, viviendas limítrofes y calles adyacentes, del cual reproducimos copia exacta. Considerando que no cabía hacer más indagaciones sin correr peligro de originar sospechas y de prevenir involuntariamente al bandolero, facilitándole tiempo para huir o cambiar de escondite, se dispuso el servicio. A las cuatro horas del día D, saldría, al mando de un teniente, un Land Rover con remolque y fuerzas de la cabecera de la Comandancia. Al entrar en Florida, sobre las 5,30 horas, se dirigirían a la Casa Cuartel para reunirse con otro grupo de hombres pertenecientes a la planilla del Puesto, aguardando a las órdenes del capitán de aquella compañía a que amaneciese el día. Se adoptaron, punto por punto, las medidas imprescindibles para evitar sobre seguro una posible huida. La preparación fue meticulosa y estudiada detenidamente, valuando y analizándose las noticias poseídas y además los diferentes rumores acerca de que estaba armado, fueran varios los refugiados, etc. La actitud conjunta de la tropa que constituyó la unidad que iba a participar, en resumen, era la siguiente: Que no sería posible estuviera el bandolero donde aseguraban que se ocultaba. Creer eso era supervalorar su hombría y desestimar su inteligencia ante el absurdo de tomar por escondite un punto interior de la población. Que, como sucedían tantas y tantas cosas raras, si ciertamente aquélla era su guarida, aunque dispusieran de un cañón, aunque sumaran cientos, allí estaban ellos decididos a todo.

»LA DETENCIÓN. Con las primeras horas del día quedó distribuida la fuerza. En las bocacalles inmediatas fueron situadas parejas y los pequeños grupos organizados, debidamente autorizados por sus moradores, ocuparon las casas colindantes apostándose en los patios y tejados de tal forma que dominaban el patinillo y la techumbre de la vivienda del maqui, en cuya puerta principal vigilaba con atención otra pareja. Instantes después, se personó el comandante, primer jefe accidental, para practicar el registro domiciliario».

—Buena persona ese comandante, sí, señor, muy buena persona. Se portó muy bien con nosotros. A mí me dio un cigarro —dice Juan.

—Yo le pedí de hacerle café, porque estaba malo, y él me dijo que sí, pero luego dijo: «Deje, señora, ya se lo daremos en la comisaría. No se preocupe». Era una buena persona —dice María Teresa. Se refiere a Ramón Rodríguez-Medel Carmona, autor del texto que tomamos del número de enero de 1969 de «Guardia Civil. Revista Oficial del Cuerpo».

«Es sobradamente comprensible el mal rato que pasarían El Tiarrón y su amante, cuando al preguntar Leonor quién era en contestación de las llamadas de la puerta, recibió la respuesta de “¡La Guardia Civil!”. Aunque aparecieron indicios, el primer registro resultó infructuoso. En el armario del dormitorio principal se encontraron ropas de hombre, pero Leonor lo justificó con la mayor de las tranquilidades adjudicándoselas a unos sobrinos suyos que por vivir en el campo usaban su hogar para cambiarse cuando venían al pueblo los domingos y días festivos. La disculpa era medianamente convincente, ya que correspondían a tres tallas bien diferenciadas y según los informes no existían más familiares que un sobrino y un cuñado».

—La ropa de él la tenía yo guardada en el boquete del patio, no en el armario. Lo del armario era de los sobrinos. ¿Y dice más arriba que rodearon la casa? Pues toda la sierra que hay ahí estaba llena de civiles, toda plagadita de civiles.

Y todos los tejados. Aquí en la puerta había tres coches de la Guardia Civil.

»En el resto de la casa no aparecía nada sospechoso, pero sí algo muy curioso y un poco desconcertante. Abundaban las imágenes en número y tamaño muy superiores a los usuales en los hogares, antojándose poco apropiadas para albergue de un bandido que, para colmo, vivía, si la confidencia era verídica, amancebado.

»El segundo de los registros dio comienzo por un montón de algarrobas que se extendían a lo ancho y a lo largo del vestíbulo, dejando tan sólo una especie de sendero que daba acceso a las restantes habitaciones del inmueble y escalera interior. En altura, las algarrobas rebasaban el poyete de la única ventana del cuarto de entrada, cubierta y adornada con una cortina. El comandante subió por las algarrobas y las recorrió en distintas direcciones a la vez que enterraba los pies e introducía las manos en busca de algún objeto relacionado en cualquier sentido con El Tiarrón. Finalmente, como en prevención, llevaba la pistola en la mano derecha. Al hallarse junto a la ventana, con el cañón del arma alzó la cortina y allí, tapado de algarrobas hasta los hombros con la cabeza reposando en el alféizar, oculta por el lienzo, surgió el bandolero.

»—Levante las manos y entréguese —dijo el jefe.

»—Sí, señor, me entrego. Lo esperaba; tenía que ocurrir».

—Nada de eso, nada de eso —dice Juan Cazallero—. Lo único que dije al capitán fue: «No tenga usted miedo». Él estaba temblando, porque todos los guardias se habían marchado ya al no encontrarme. Él se había quedado solo para hacer del todo el servicio.

—Yo le dije: «No tire usted, no le tire usted, que está aquí amargamente doce años y si no se ha presentado yo soy la culpable» —dice María Teresa—. Yo le agarré de los brazos al capitán para que no disparase. «Si merezco cinco tiros, aquí estoy». Ya no hablé más. Le dije si podía hacerle café a Juan y me puse mala.

»En calzoncillos y camiseta de verano, asomó del escondrijo la muy considerable mole del forajido. Alto, de complexión fuerte y todavía joven, no aparentaba su corpulencia por la debilidad, el mal color y miedo que le invadía. Su aspecto reflejaba indudablemente la voluntaria reclusión.

»Entretanto se vestía, el comandante ordenó localizar y detener al sobrino y cuñado de Leonor por supuestos cómplices. La misma suerte le cupo a ella. Conducidos a la jefatura de la Comandancia, previa instrucción de diligencias, fueron entregados al Excelentísimo Señor Gobernador Militar de la Plaza y por su mandato ingresados en la cárcel provincial. En contra de lo que se creía, carecía de armas en el momento de la detención. Se deshizo de ellas, si hemos de admitir lo manifestado por él, antes de refugiarse junto a Leonor, posiblemente en una huida a Tánger, donde se supone que vivió algún tiempo».

—Eso es mentira. Si yo me voy a Tánger, no vuelvo —dice Juan.

»Merece destacarse el temple y valor de la amante, que sin cesar de mimarle durante el trayecto a la capital, insistía recomendándole no hablase, que lo negara todo, que confiara en ella y tuviera aplomo. A sus familiares les conminó para que se abstuvieran de conversaciones, recalcándoles que las únicas palabras que podían pronunciar consistían en no saber nada.

»Semejantes recomendaciones las hacía delante de nuestros guardias y a pesar de la reiterante prohibición de que hablara, pues las más severas amonestaciones la traían sin cuidado, pareciéndole ridículas y sin importancia en comparación al verdadero problema de la detención de su amante. Por el contrario, El Tiarrón daba la sensación de que ni sentía ni padecía. No obstante, su delicado corazón le traicionaba y con el más insignificante motivo, un bache, un portazo, un ruido cualquiera, brincaba descompuesto del asiento. Era la única reacción. Conforme asimiló la idea de su detención y de que ya, después de haber burlado las leyes en tantas diferentes ocasiones, le llegó el momento de perder, siempre preocupado de no perjudicarse, contó algunos de sus movimientos y hechos menos trascendentales.

»Hasta hacía unos meses había tenido un magnífico escondite en el patio de su casa, apropiadísimo para pasar inadvertido una y otra vez. Consistía en un banco idéntico a los que suelen verse en parques y jardines, con una gran losa como asiento, hueca por dentro, con dos asas interiores que empleaba para taparse él mismo al introducirse en la excavación efectuada en el suelo».

—Era una tabla cubierta de yeso, muy chiquitita, de unos cuarenta centímetros o quizá menos —dice Juan—. Yo me metía en el agujero cavado en la tierra y colocaba encima esta tabla. Luego, ella ponía allí arriba tiestos y macetas, debajo del banco.

»Como no ajustaba perfectamente, permitía la entrada de cierta cantidad de aire, el suficiente para mantenerse enterrado durante el tiempo que podía durar el registro. Sin saber por qué, quizá por exceso de confianza, posiblemente por temor a indiscreciones, a lo mejor por querer autosugestionarse de que no lo necesitaba, lo destruyó».

—Eso estaba todo allí cuando le detuvieron —dice María Teresa—. Se lo enseñé yo misma al comandante. Se asfaltó ya después de cogerlo.

«Premeditadamente quiero ser breve, quiero sólo dejar constancia de la reacción del pueblo. Entiendo que ello lo explica todo y justifica el servicio. Ante aquel extraño y mañanero movimiento de la Guardia Civil, frente al cuartel se congregaron numerosos vecinos, y otros salieron a los balcones. Cuando el Land Rover inició su marcha con los detenidos, sin ponerse nadie de acuerdo, el pueblo prorrumpió en aplausos y vivas al Cuerpo. Así terminó el servicio».

—Sí, hombre —dice María Teresa—. Vivas al Cuerpo… Allí nadie rechistaba, nadie se movía. Todos callados y se quitaron del medio. Eso es mentira. Se están echando flores.

Juan Cazallero, El Tiarrón, abandonaba así Alhaurín el Grande (Florida según el informe), acompañado por la mujer que le había salvado la vida todos los días durante catorce años. No era el terrible legionario de los desiertos africanos, el condenado a trabajos forzados, el luchador republicano que iba a caer preso; no era el terrible maqui, bandolero de la sierra. «Nos llamaban así, bandoleros, pero qué íbamos a ser bandoleros».

Le esperaban siete años de cárcel. Solamente siete años gracias a su buena conducta en los penales El fiscal le había pedido treinta y finalmente lo habían condenado a veinticinco. Era el tipo de condena que otros hombres como él, quizá menos afortunados, habían temido en sus escondites. Estaba uno mejor preso en la propia casa, al lado de la familia, que en las cárceles españolas de la posguerra. También en este peregrinaje le seguiría su novia, una muchacha que sólo parecía vivir para el hombre perseguido.

2. La persecución

Se habían encontrado por vez primera en 1943, cuando ella tenía solamente dieciocho años y Juan había conocido ya casi todo lo que un campesino de su tiempo podía conocer. Había luchado en una guerra sangrienta a favor de los unos y a favor de los otros, había vivido preso en un batallón disciplinario, se había aburrido en los desiertos africanos dentro de un uniforme de legionario aceptado como mal menor. María Teresa era solamente una chiquilla aldeana, hermosa y valiente, enamorada de aquel muchacho alto y enjuto, de mirada directa y un poco desafiante que había hurgado en los ropajes interiores de la muerte, que había tocado la muerte, la había abrazado y finalmente la había ahuyentado. En común sólo parecían tener sus ganas de vivir.

Los dos enamorados se habían conocido en uno de los escasos intervalos de paz y de sosiego en la vida de Juan. Ella estaba pasando el verano en un cortijo y Juan solía rondar por los alrededores en compañía de algunos muchachos de su edad. «Vino con unos mozuelos —dice María Teresa—, vino a verme un día y otro día y ya nos hicimos novios; me hizo la visita y nos ennoviamos».

La visita oficial, la petición de mano: una ceremonia casi religiosa para la que había que vestir el mejor traje y cubrirse con el sombrero más limpio. La pidió a sus padres y ni ellos ni ella pusieron reparo alguno. «Yo no pensaba casarme; yo era una chiquilla y me gustaba Juan». Al confesarlo ahora, tantos años y tantas penas después, sonríe María Teresa con una brizna de picardía y Cazallero baja la cabeza avergonzado. Se aman aún. A ella le gustó su porte orgulloso, sus andares llenos de vigor y fuerza, el gesto casi señorial con que se limpiaba el espeso sudor del rostro, la forma de golpear los juncos del riachuelo que daba fuerza a los huertecillos del valle, a una legua escasa de Alhaurín.

Las visitas apenas duraron medio año. María Teresa, con el otoño, regresó a su casa del pueblo y Juan, unos meses más tarde, se tiró al campo detrás de sus dos hermanos. Se puso delante de la ley y definitivamente delante de sus perseguidores. Era ya una bestia acosada que solamente podría descansar el día en que los civiles lo obligaran a subir al jeep. Durante dos años, desde finales de 1941 hasta principios del 44, Juan Cazallero había llevado una vida relativamente sosegada en el cortijillo en que sus padres trabajaban, una casa modesta rodeada de modestos terrenos de cultivo. Allí trabajaba con ellos y con sus dos hermanos hasta que un día el mayor de ellos, Fernando, por razones que aún hoy nadie quiere revelar del todo, «se echa a la sierra». Cazallero asegura que fueron motivos familiares: una discusión, una pelea, una enemistad. Que alguien le convenció y se fue al campo. También podría tratarse de algo más serio. Éste es el único aspecto sobre el que Juan no quiere recordar detalles.

El segundo hermano, Pepe, siguió muy pronto al primero y Juan quedó solo en casa. «La autoridad —dice María Teresa— agarraba al que podía y le molestaba para que dijera dónde estaban ellos». «Para cortar esta situación (el desarrollo de la guerrilla campesina) se procedió a detener a las esposas y padres de todos los bandoleros y adoptar medidas contra sus haciendas, contrastando así el estímulo que provocaba el dinero de la Agrupación», dice un informe oficial del teniente coronel de la Guardia Civil Eulogio Limia Pérez (Granada, 1951). Cazallero conocía bastante bien a la autoridad de la época. Los guardias civiles llegaban a los cortijos y utilizaban sus métodos habituales para exigirle que les informara del escondite de sus hermanos. Y el pequeño de los tres muy pronto no pudo resistir más. Los primeros días se ocultaba en los desvanes, entre la maleza de los alrededores cuando los veía llegar a lo lejos. Luego, decidió unirse a la partida de sus hermanos para no ser interrogado nunca más. ¿Por qué tomó una decisión que le colocaba definitivamente al margen de la ley y, además, en la más peligrosa de las marginaciones: la guerrilla rural?

—Porque las circunstancias de la vida se presentaron así. Uno mismo no se da bien cuenta de ellas.

—Juan se escondió a la espera de que pasara la atmósfera aquélla —dice María Teresa—, pero como la atmósfera siguió, fue tomando miedo y más miedo y dijo: lo que Dios quiera.

Así de fácil. Cazallero quiere dejar bien sentado que él no es un bandolero como Juan Palomo o como los Siete Niños de Écija. «Bandolero es el que se echa al monte para robar o por haber matado a alguien», señala. Cree, o dice que cree haberlo hecho por ignorancia, por falta de cultura. Por la zona había un centenar largo de hombres en su misma situación. ¿Hombres? «¡Pero si eran unos niños!», asegura María Teresa, que entonces no había cumplido aún los veinte años.

Casi todos ellos, evidentemente, formaban parte de las guerrillas que arrojaron a los campos y montes españoles a millares de excombatientes republicanos. Si entre ellos había algunos huidos por motivos familiares, por bandolerismo puro y simple, la mayor parte de los fugitivos lo eran como solución única de una guerra perdida. No podían escapar al extranjero ya que las fronteras estaban lejos y no tenían cargo político o militar alguno, eran soldados del montón; regresar a sus lugares de origen hubiera significado la muerte o, como mínimo, una larga condena. Animados por líderes anarquistas, comunistas y socialistas, en esta proporción numérica, se agrupaban en partidas más o menos numerosas que sentaban plaza de soberanía en diversas zonas del país especialmente las montañosas: Asturias, León, Andalucía, Toledo, Alicante…

Por lo que se refiere a la zona de actuación de Cazallero, a mediados de 1945 sería declarada zona bélica. Un amplio territorio en el que se situaba más de medio centenar de pueblos —una buena parte de la provincia de Málaga— quedaría materialmente cubierto por seis mil guardias civiles, policías armados, soldados regulares con artillería de campaña, guías, perros amaestrados. Persiguen al Sexto Batallón, compuesto por unos ciento veinte hombres al mando de Ramón Vía y organizado entonces en 65 comités de «Unidad y Lucha». No son más que soldados republicanos intentando mantener encendida la llama sagrada. Vía sería detenido el 15 de noviembre de aquel año y después de torturas espantosas caería a balazos en una calle de Málaga.

El tratamiento que aquellos soldados fugitivos recibían por parte de sus enemigos nada tenía que envidiar a los sistemas empleados contra los bandoleros del siglo XIX. El mismo André Sorel reúne estos dos testimonios[6]: «El 7 de febrero de 1818 fue arrastrado, ahorcado y puestos sus cuartos en los caminos y la cabeza en la hacienda de La Plata, del término de Carmona, Antonio Gutiérrez “el Cojo”, prendido por el alférez de escopeteros de Andalucía don José de Monre, a quien se recompensó con mil ducados». (Villafranca). Y: «El 28 de agosto de 1945, las aguas del Guadalhorce se tiñeron de rojo. ¿Lo recuerdas? Un cortijo sin rueda de carro discreta y artísticamente apoyada en su entrada. Un cortijo donde el sol derrite la esperanza de unos hombres en él encerrados. Son guerrilleros de la 2.ª Compañía. En derredor, solamente guardias civiles. Y una noche para combatir. Tres guardias civiles serán muertos en ella. Uno herido. Seis hombres, sin apellido, sin historia que relatar, serán muertos y después ahorcados donde aterrorizados campesinos contemplarán sus siluetas bamboleantes por unas, para ellos inmedibles, horas».

Este hecho ocurrió en las proximidades de Alhaurín. ¿Estaba Juan Cazallero cerca de aquel cortijo? Femando, el hermano mayor, había sido muerto a tiros en un encuentro con las fuerzas a los seis meses de su fuga. «Fernando sólo duró cosa de medio año», dice Juan. Su cadáver, sangrando aún y atravesado sobre un burro esquelético, fue paseado para general escarmiento por las calles de Alhaurín. María Teresa lo vio de cerca, a unos pasos. «Me impresionaron sobre todo las piernas que colgaban, con heridas y sangre y trozos de ropa desprendida; eso es lo que me espantó más, las ropas destrozadas». Conocía de sobras al hombre abatido y en aquel momento supo que cualquier día podía encontrarse por la larga calle que cruza el pueblo de un extremo a otro con la procesión macabra de su propio novio, una procesión dirigida por guardias civiles y seguida por curiosos… Cualquier día podía ser Juan el vencido, el muerto a balazos y ahorcado después, o descuartizado, o decapitado en público…

Claro que también él se dio cuenta de esta posibilidad. Durante los primeros meses, lo mismo él que los otros dos hermanos y algunos compañeros que ocasionalmente se les unían vagaban durante el día por los campos sembrados, un terreno casi llano, sin muchos escondrijos. De noche se metían en las casas o esperaban en los alrededores de la suya a que la madre se presentara con un capacho de comida para todos.

—La vida que hacíamos era la vida de buscar de comer todos los días. Nada más que eso.

Debidamente armados, cuidadosamente alerta siempre. En la casa, la familia vigilaba y los cuidaba cuando era posible. En Alhaurín, también María Teresa se mantenía en contacto con su novio. No lo vio más que unas pocas veces en aquellos dos años, pero daba y recibía recados a través de la familia de Juan o por otros fugados cuya persecución parecía menos enconada. Mientras los tres hermanos comían, la madre o el padre vigilaban desde lo alto de una ventana. A Juan no lo encontraron nunca porque, como él dice, el campo es muy grande. También porque tuvo suerte. Una mañana, cuando el sol comenzaba a pesar en lo alto, se acercaba sólo a su casa en busca de agua. De pronto se encontró casi de manos a boca con una pareja de la Guardia Civil. Cazallero se inclinó a la vera del camino y comenzó a arrancar yerba, como si recogiera pasto para los conejos. Cuando los civiles llegan a su altura, saludan:

—Buenos días.

—Vayan con Dios —responde Juan Jiménez.

Y luego, apenas los civiles le han dado la espalda, el fugitivo echa a correr a campo través, hacia una loma, sin volver la espalda, sin la elemental precaución de mirar lo que sus enemigos hacen, sin disimulo de ningún género… Afortunadamente, el campo es muy grande. Y muchos los cortijos diseminados por él. Si los guardias vigilaban la casa de los tres hermanos, la partida iba a descansar a la de otro de sus miembros. En todo caso, encontrarían siempre un poco de gazpacho, un poco de pan, una frasca de vino.

Claro que aquello no era vida.

Cazallero, cuyo cuerpo había resistido muchos embates, enfermó. Le dolían mucho el estómago y los riñones. Las noches pasadas a la intemperie, la deficiente alimentación comenzaban a afectarle seriamente. Le resultaba difícil seguir a sus compañeros de un cerro a otro, de un cortijo al siguiente, sin detenerse nunca, sin reposar. Él se había ido al campo porque era más saludable que encerrarse en un agujero, pero no resistía ya la vida en el campo.

—Empezaron las traiciones. Algunos se iban entregando y contaban dónde estaban los otros. Moría mucha gente, mucha, todos los días y todas las noches. Por aquí quedan todavía vivos algunos de aquellos tiempos… Pero para salvar la vida hay que salvarla de alguna manera. Así que me escondí.

En espera de tiempos mejores, «de otra atmósfera», se ocultó en su casa. Los guardias no iban por allí tanto como antes, dado que nadie iba a ofrecerles información de algún tipo. Juan excavó un agujero en la pared de la cuadra y allí se metía cuando aparecían los civiles. La madre, el padre y él mismo estaban alerta siempre desde las ventanas del piso alto o desde la puerta del cortijo, frente al camino. Así vivió ocho meses, hasta mediados del año 46. Pero el escondrijo era fétido, incómodo y, además, poco seguro.

Fue María Teresa la que más insistió en estos extremos. Bajó a verlo desde su casa de Alhaurín, una tarde, y se dio cuenta de que su hombre moriría si continuaba allí agazapado. Estaba muy delgado y muy pálido, amarillento. La madre que lo cuidaba, anciana ya, pasaba los días llorando y lamentándose de su desgracia: un hijo en el maquis, otro escondido y el tercero muerto…

La novia logró convencerla de que era conveniente dejar salir de allí a su hijo. Y Juan Cazallero abandonó su refugio a poco de anochecido un día de finales de octubre de 1946. No necesitaba disfrazarse ni usar guía: conocía a la perfección todas las sendas y vericuetos de los alrededores de Alhaurín, el escenario de su guerra solitaria; conocía sobradamente cómo llegar hasta su novia. Entró a las dos menos cuarto de la madrugada. Desde luego, ella lo estaba esperando levantada y presta.

—Yo creí que iban a ser tres días y fueron doce años, ya ve usted. Mala comparación, es como cuando cría uno un animal y ya no lo va a tirar y se pasan los días. Al final, todos acostumbrados, yo y él.

No se entretuvo Juan Cazallero es calcular el tiempo que iba a pasar allí, ni siquiera en largas efusiones con su joven novia. Para que aquel tiempo probable fuese largo era indispensable hallar un acomodo seguro.

—Lo primero que hice, aquella misma noche, fue preparar el boquete —dice Juan—. Empecé a cavar en seguida, pero encontré una piedra muy dura y tuve que dejarlo, ya por la madrugada. Luego, a la noche siguiente, otra vez a cavar y otra piedra dura. Hasta la tercera noche, que encontré tierra y pude hacer el agujero. Tardé muy poco. Como era trabajo por cuenta propia, fíjese. Esto era ya debajo del poyete, en el patio.

Durante aquella primera noche de éxito, Juan Cazallero no hizo más que un hueco de medio metro de diámetro por unos setenta centímetros de profundidad. Cavaba en silencio mientras María Teresa recogía con las manos la tierra y la echaba en un capacho de esparto para almacenarla a continuación en el interior de la casa. Durante las semanas siguiente se desharía del escombro llevándolo al campo en el fondo de un cestillo de la compra.

Hombre meticuloso y bien organizado, Juan dedicó las noches siguientes a adecentar y acondicionar el agujero. Revistió los bordes con un pequeño muro de ladrillo y redujo la entrada al tamaño de su cuerpo por medio de un anillo de cemento y ladrillo. De ese modo no sonaría a hueco si los guardias golpeaban encima con las culatas de los fusiles. Finalmente, para tapar el reducto fabricó una trampilla con un trozo grueso de madera que pintó de blanco para que no se distinguiera del pavimento del patio, siempre bien enjalbegado. Esa trampilla quedaba exactamente debajo del asiento de piedra del banco o poyete, a unos cuarenta centímetros. Para mayor precaución, María Teresa llenaba de macetas toda la parte inferior del banco, incluida la trampilla. Cada vez que Juan se escondía allí, retiraba primero las macetas y las colocaba luego en su sitio, de modo que resultaba casi imposible averiguar que debajo de aquel banco de piedra, sólidamente encajado en el suelo, se encontraba el refugio secreto del guerrillero.

Nadie más que su novia, la madre de ésta y él mismo conocerían su existencia. Ni siquiera los padres de Juan Cazallero acudirían a visitarlo allí. Los dos iban a morir solos en su cortijo. «Murieron de sufrimientos», dice ahora Juan. Aunque asegura que a él no le daba miedo salir de la casa de su novia para visitar a la madre en su última enfermedad, nadie le avisó de la misma. Sólo supo que estaba muerta a los tres días del entierro. Por lo que se refiere a su hermano Pepe, tampoco supo nada de él. Siguió en el campo, viviendo en el maquis, hasta el año 49 ó 50, en que también fue abatido por la Guardia Civil, lo mismo que Fernando. Juan Jiménez ni siquiera recuerda el año exacto del encuentro armado ni cómo se desarrolló. Para los vecinos de Alhaurín el Grande y de los pueblos próximos, Pepe Jiménez fue uno de tantos guerrilleros caídos. «¿Qué Pepe dice usted?», preguntan. Hubo muchos Pepes, muchos Manueles, muchos Pacos muertos en aquellos años. Sólo alguien recuerda cómo un cadáver se balanceaba en la grupa de un mulo, cómo bajaban de la sierra los jeeps con los guerrilleros acribillados a balazos después de espantosas y desiguales batallas: docenas de jóvenes guardias, perfectamente entrenados y armados, contra pequeñas partidas de fugitivos miserables, hambrientos y armados muchas veces con viejas pistolas o escopetas de caza. Así resistieron una docena de años sin dormir nunca bajo la misma estrella y sin beber dos veces agua de la misma fuente. Pero ésa ya no es la historia de Juan, entregado a los cuidados de una muchacha que solamente vivía para salvarlo a él.

Y muy hábiles habían de ser tales cuidados, pues estaba seriamente enfermo. Cada vez le dolían más el estómago y los riñones y, ahora, sentía fuertes punzadas en la nuca, tan agudas que se mareaba y caía al suelo perdido el conocimiento. En los primeros meses —el primer invierno— vivió continuamente en el agujero, día y noche. Se alimentaba casi exclusivamente de leche condensada disuelta en agua y de fruta. Su estómago no resistía otra cosa y quizá los recursos económicos de su novia no daban para más. Juan vivía a oscuras, constantemente mareado, en silencio, al borde de la muerte siempre.

—Yo pensaba que se me iba a morir de un día a otro, que iba a ir a darle la comida y le iba a encontrar muerto. Entonces yo pensaba tomarlo y arrastrarlo de noche hasta la puerta del cementerio y dejarlo allí para que le echaran la tierra encima. Pero él me decía que no, que para qué me iba a molestar. Él decía que si lo encontraba muerto por la mañana, pues bastaba echar la tierra encima, en el agujero, taparlo todo bien y luego poner cemento por encima para que no se notara. Total, si ya estaba muerto, qué más le daba estar en el cementerio o aquí. Pero yo le decía que no, que lo llevaba en brazos hasta el cementerio por la noche y lo dejaba allí. No pesaba mucho, estaba delgado como una escoba y siempre muy blanco, muy blanco. Casi no tenía fuerzas para hablar ni para mirar cuando levantaba la trampilla del agujero. Él no quería que nadie me viera llevarlo, pero yo decía siempre: ¿Y para qué te quiero yo muerto aquí? Porque vivo, todavía, pero lo que es muerto…

De todas maneras, ella hacía todo lo posible para evitar aquella espantosa probabilidad. María Teresa acudía casi diariamente al médico para contarle su malestar: el estómago, la cabeza, los riñones. El médico recetaba inyecciones. Y la novia las compraba y se las ponía a su hombre.

—Podía haberme matado. No sabía ni dónde pinchaba —recuerda Juan con una sonrisa.

Le inyectaba sobre todo tranquilizante y analgésicos. Tampoco el médico podía ofrecer otra cosa. Entre grandes sufrimientos, pasando horas y días enteros en total inconsciencia, Juan logró mantenerse aferrado a la vida y superar aquel mal cuyo nombre desconoce aún.

Menos fácil fue superar el miedo a las visitas de la Guardia Civil. Ya en los meses anteriores, cuando Juan andaba huido por los campos o escondido en la casa de sus padres, subían los guardias hasta el domicilio de la novia para buscar noticias del guerrillero. Ahora, como si intuyesen que la relación entre los dos había cambiado, tales visitas menudeaban mucho más y las preguntas eran más perentorias.

—Me interrogaban un día sí y otro también y las noches del medio lo mismo —dice María Teresa con gesto duro.

Y hasta tres veces en una misma noche han venido a esta casa. Para eso está la Guardia Civil, nada más, para estar pendiente de dónde anda cada uno. Y como a Juan no lo encontraban por ninguna parte… Algunos interrogatorios eran duros, muy duros, para qué decirle a usted. Ya lo sabrá de otras. Pero no dije una palabra por mucho que me hicieran.

Los interrogatorios más cuidadosos no se practicaban en la casa sino en los cuarteles. De vez en cuando detenían a María Teresa, la conducían a las cárceles de Málaga o de Cártama, la tenían allí unos días y finalmente la devolvían sin haber obtenido respuesta alguna. Probablemente coincidan estas detenciones —mucho más frecuentes en el transcurso de 1950— con chivatazos o soplos como el que terminaría con la libertad de Cazallero. Pero ningún método ablandaba la decisión de la novia. Por lo demás, tanto los guardias como las gentes de Alhaurín la conocían por este nombre. La novia. La novia. No era preciso especificar de quién, ya que el nombre de Cazallero, el maqui, el hombre de la sierra, era maldito.

A ella le parecían perfectamente naturales las pesquisas y métodos de la Guardia Civil y los explica de una manera muy sencilla: «Andaban haciendo la ronda por ahí y se decían: ¿Por qué no vamos a casa de la novia? Y se venían a mi casa a preguntar por Juan».

No pensaban que estuviera allí. Los registros eran leves y rutinarios. Jamás golpearon sobre la trampilla del patio, ni siquiera abrieron los armarios. Preguntaban, preguntaban. Se sabía que Cazallero estaba escondido, que había abandonado las partidas guerrilleras, pero nadie pensaba que pudiese estar en el mismo Alhaurín. Todos lo echaban por Valencia, Bilbao, incluso en Tánger. ¿Para qué revolver la casa, entonces? ¿Para qué incomodar a las dos mujeres? Cada vez que se entregaba o confesaba bajo la tortura uno de los hombres de la sierra, decía: «Pues Juan Cazallero no está. Anda escondido en alguna parte». Las autoridades se preguntaban dónde e iban a hacer la pregunta a la novia. ¿Dónde?

—Yo siempre decía que no sabía nada, que nada tenía que ver con aquel hombre.

Evidentemente, nadie la creía. Otros jóvenes de Alhaurín salían al encuentro de María Teresa, la cortejaban. Algunos incluso se metían en la casa con cualquier disculpa y pedían a la vieja que la permitiera irse con ellos. Juan escuchaba y se enfadaba mucho, aunque jamás María Teresa mostró algún género de aceptación de aquellas solicitudes. Decía por un lado que no tenía novio, que se había olvidado ya de Juan Cazallero, pero no quería vincularse a ningún otro, ni salir con las amigas ni volver a hacer la vida que había hecho.

Y envejecía poco a poco. Veinte años. Veintidós años. Veinticuatro. Y Juan era cada vez más celoso.

—Todavía se preocupa ahora de lo que haga, ahora que soy vieja. Fíjese entonces. Pero a mí nunca se me acabó la paciencia. Algunas veces lloraba sola, lloraba porque quería hablar y no podía, porque quería contar lo que me estaba pasando pero no se lo podía contar a nadie.

Las relaciones con su madre eran quizá las más difíciles. La anciana se ocupaba de alimentar a Juan cuando María Teresa era encarcelada, pero no miraba con buenos ojos la presencia del hombre en su casa. ¿Qué le ocurriría a ella si lo encontraban? ¿De qué servía mantenerlo allí? ¿Por qué no lo denunciaba? La niña se iba marchitando y las visitas de los civiles menudeaban según las épocas. Ella misma se sentía derrotada por aquella insoportable tensión. Su hija dice que su muerte, ocurrida en 1952, estuvo causada por aquel continuo e inaguantable sufrimiento. Los dos novios se quedaron solos.

Por suerte para ellos, unos días antes había finalizado la última detención prolongada de María Teresa. Si las visitas de los guardias se sucedieron regularmente, la novia no sería apresada nunca más. Hablando de los malos momentos pasados en su cautiverio, Juan coloca sobre todos las ausencias de su novia.

—Los peores momentos eran cuando se llevaban a esta mujer y yo no sabía lo que podía pasarle.

En una ocasión, estuvo detenida durante seis meses. Otras veces el encierro duraba un par de semanas, mes y medio, un día… Sólo una vez fue juzgada, en el año 51, al término de la más larga de las detenciones. El consejo de guerra se celebró en Cádiz. El fiscal pedía doce años y un día de prisión por encubridora. A su lado habían viajado en el coche celular cuatro penados capturados en el campo. Para todos ellos se pidió condena a muerte y todos ellos fueron condenados y posteriormente ejecutados. María Teresa recuerda aún aquel viaje de pesadilla a lo largo de la Costa del Sol, de noche, rodeada de los cuatro guerrilleros aterrorizados.

Como última tabla de salvación, escribió antes del juicio al cura de su pueblo una carta llorosa suplicándole que intercediese por ella (y pensando más en Juan que en sí misma). El cura («ese cura era tonto», dice Juan), se inquietó por el día y comenzó a enviar misivas para que le quitaran de la petición ese día. La casualidad hizo que el padre del fiscal, también fiscal militar, se hubiese criado en Alhaurín. Ello le impulsó a rogar a su hijo que mirase el caso con cierta piedad.

—El fiscal era don Antonio Barrero, que hoy es una personalidad jurídica militar. Muy buena persona, muy buena —insiste Cazallero—. Está casado con la hija de un teniente general y vive en Madrid. No me acuerdo ahora de cómo se llama ese general. Y él debe de ser también general a estas horas. Él fue el que la salvó, el que le quitó la condena.

María Teresa regresó a su casa limpia de toda culpa; no pudo probarse cargo alguno contra ella. Juan Cazallero, libre todos esos meses de las visitas policiales, la esperaba intranquilo en la penumbra de su habitación. Del juicio, la novia apenas recordaba algún detalle fugaz. «Doce años, doce años, encubridora, guerrilleros…» Y los rostros de sus compañeros castigados con la última pena, alguno de los cuales había participado con su Juan en las correrías maquisards, años antes. Ahora no sólo no recuerda los aspectos técnicos del consejo de guerra, aspectos que probablemente nunca conoció, sino que ni siquiera detalles más funcionales: la duración, las presiones, los gritos, los lugares. Fue como una pesadilla dentro de la gran pesadilla en que vivía. ¿Por qué iba a concederle una importancia especial? ¿Qué dignidad tenían aquellos sucesos tenebrosos para reservarles algún privilegiado lugar en la memoria?

Era preciso retornar a la vida cotidiana, una vida llena de hambres, de dolores y de incomodidades. Durante largas épocas Juan Cazallero pasaba gran parte del día y de la noche encerrado en el agujero del patio. Otras veces, cuando las pesquisas remitían y cuando los guardias se cansaban, permanecía en una habitación, atento no obstante a cualquier llamada, a cualquier ruido. Todavía no se atrevía a comer a la mesa, a dormir en la cama.

—Pasábamos mucha hambre —dice María Teresa—. Una vecina de aquí al lado nos ha quitado también mucha. Nos daba patatas de la huerta, zanahorias, berzas, todo lo que encontraba. Como si yo fuera su hermana. Pero no sabía lo de Juan. Con lo que yo ganaba no teníamos para nada. Vendía poco y ganaba menos: cinco céntimos el kilo. Vendía fruta, higos, algarrobas, almendras, de todo, de todo. Si no teníamos para comer, nos comíamos la mercancía y la dejábamos sin pagar. Cuando volvimos, después de salir él de la cárcel, debíamos dinero a todo el pueblo, de una esquina a la otra. Pero nadie vino a pedirlo. Lo hemos ido pagando poco a poco, hasta el último duro. Siempre se portaron muy bien conmigo. Fíjese que cuando estuve presa todo el pueblo traía cosas para que mi madre comiera y de paso ella le podía dar de comer a Juan. Siempre se portaron muy bien.

Todos, desde luego, sospechaban algo, pero María Teresa se las arreglaba para eludir curiosidades excesivas. En una ocasión, hacia 1953, le llegaron rumores de que cada vez se hablaba con más insistencia de que Juan Cazallero se ocultaba en la casa. María Teresa, al día siguiente, llamó a dos albañiles y llenó la casa de ladrillos y arena. Tiró dos tabiques, levantó uno en otro sitio, abrió una ventana… Mientras tanto, su novio permanecía bajo tierra. Aquel ajetreo tan violento como innecesario acalló por una temporada las sospechas.

Los guardias mismos eran menos exigentes en sus visitas. Llamaban a la puerta y María Teresa, desde el interior, gritaba:

—Espere un momento, que me visto. Que estoy en ropas menores.

Siempre la misma historia. Y en los dos minutos que dedicaba a «vestirse» tenía tiempo de ocultar a Juan Cazallero en su refugio. Ella dormía siempre vestida. Y dormía en el suelo. Los dos en el suelo. Juntos.

Primero, María Teresa se acostaba en su ancha cama, marcaba en el colchón de borra la huella de su cuerpo y se levantaba. Sobre el suelo de tierra batida estiraba una manta y allí pasaba la noche con Juan. Si los civiles aporreaban la puerta, Juan corría con las mantas al escondrijo del patio mientras ella se vestía o esperaba. Los guardias entraban en la habitación, comprobaban que en aquella cama sólo había estado durmiendo una persona y salían.

Pero ni en esos casos se confiaban los amantes. Sabían que muchas veces los guardias regresaban a la media hora, a las dos horas, al borde del amanecer, cuando más pesado era el sueño. Los guardias andaban toda la noche de ronda por el pueblo y no tenían otra cosa que vigilar que los movimientos de la novia. Para eso estaban. Ése era su oficio.

También las comidas se celebraban siempre en el suelo, sobre una manta. En caso de peligro, se cogía esa manta por sus cuatro esquinas e iba a parar al hoyo del patio con todo lo que la modesta mesa contenía: platos, vaso, comida…

—Había que tener una miajilla de idea —dice Juan riendo muy ufano de sus hallazgos.

La incomodidad de comer y dormir en el suelo era más llevadera que la inquietud y la soledad. Cuando Juan estaba oculto, uno y otra parecían separados por centenas de kilómetros. De tal modo se sentían lejanos que durante la noche María Teresa visitaba cada hora a su novio en el agujero del patio. Tenía un despertador enorme que aún conserva y lo hacía sonar a cada hora. Con una bata sobre los hombros se asomaba al patio, miraba los oscuros tejados y luego entreabría la trampilla.

—¿Estás dormido, Juan? —preguntaba.

—Sí, estoy dormido, mujer.

—Bueno, pues hasta luego.

Cerraba suavemente y volvía a acostarse. Así todas las horas, todas las noches, todos los meses… Meses enteros en que la investigación de la Guardia Civil aumentaba su presión, su urgencia. Y ella la soportaba paciente. Aunque alguna vez, después de dos o tres visitas en una sola noche, no podía menos de gritar su odio:

—¡Leche, niño, qué quieres a estas horas!

Se asomaba a la puerta, contemplaba a la pareja de civiles.

—Ah, ustedes perdonen; creí que eran los niños que no hacen más que molestar. ¿Qué se les ofrece?

Todavía tenía valor para preguntarlo.

—¡Vaya si sabía yo que eran los guardias!

Ellos tenían orden de registrar a la hora que fuese, de noche o de día.

Incluso, en una época, se hicieron con una llave de la casa y ya ni siquiera llamaban. De noche abrían la puerta y se presentaban en el dormitorio de María Teresa.

—¿Dónde está tu novio?

—Qué novio. Yo no tengo novio ninguno.

—Juan Cazallero, bien lo sabes.

—Yo no sé dónde está ese hombre.

Hasta que no cambiaron de cerradura no sintieron una brizna de paz… durante media docena de noches. Porque el sargento se hizo con una llave nueva. Y hubo que esperar a que trasladaran a aquel celoso vigilante para que Juan dejase de dormir bajo el poyete del patio, en un espacio de medio metro cúbico, helado o ahogado por el calor y acompañado por un vasito de leche dulce, por el miedo y la confianza en aquella dulce mujer que lo cuidaba.

¿Fue algún instante peor que otro? Juan mueve la cabeza, medita, sonríe. ¡Fueron tantos y tan malos! Y, naturalmente, recuerda primero las ausencias de su mujer, las detenciones de María Teresa, el espantoso abandono que sentía cuando la llevaban entre dos guardias y él se quedaba solo en su agujero, solo con aquella anciana de cuya fidelidad no estaba seguro. Sentía entonces ganas de volverse al campo, porque el campo es grande y abierto; reunirse otra vez con los fugitivos. Pero escapar hubiese sido como una traición a María Teresa y se quedaba con la mujer, enfermo siempre, acosado por un terror distinto: el de la soledad.

Comparados con esto, todos los sobresaltos parecen ahora pequeños. El susto que le dieron, por ejemplo, un día en que estaba sentado solo en la habitación. María Teresa, como de costumbre, estaba presa en el cuartelillo. Su madre había salido a ver si podía hacer algo por ella. Era en 1950. Oyó Cazallero cómo chirriaba la cerradura de la puerta y corrió al agujero. Puso sobre su cabeza la trampilla de madera, pero nadie vino a colocar encima las macetas florecidas. Le salvó la vida un guardia municipal que acompañaba a los civiles. Juan no sabe ahora si este hombre, muerto ya, conocía su escondite o todo fue una gracia del destino. Parece lo más probable. La novia había sido encerrada con la finalidad de proceder a un registro definitivo. Entraron los guardias y comenzaron a removerlo todo: arrojaron al suelo armarios, levantaron las baldosas que se movían un poco, golpearon a conciencia paredes y suelos, echaron por tierra unas rústicas conejeras en las que María Teresa cuidaba unos pocos roedores, subieron al tejado, revisaron las ventanas… «Un registro bueno, un registro perfecto», puntualiza Juan.

Y el guardia municipal, mientras tanto, hablaba a los civiles sentado en el poyete del patio bajo el que estaba escondido el guerrillero. Recuerda Juan la larga conversación a gritos, las patadas que el hombre daba en la trampilla, cómo espantaba a los aterrorizados conejos, los culatazos de los guardias a su alrededor y en los muros vecinos… Más de tres horas estuvo así. Luego, el municipal se levantó y ayudó a los civiles a cerrar la puerta de la casa. A Juan Cazallero le daba rabia que María Teresa encontrara la casa patas arriba, pero no podía comenzar a ordenarla.

Otra vez, dos años más tarde, la entrada de los guardias fue tan silenciosa y súbita que no tuvo tiempo de llegar hasta el escondrijo del patio. Estaba en el piso superior: se encaramó a una ventana y por ella llegó al tejado. Los guardias subieron por el mismo camino y comenzaron a iluminar con sus linternas los tejados vecinos. Juan Cazallero pudo esconderse, tumbado, detrás de una chimenea cuyos contornos recorrían ansiosos los haces de luz. Los guardias no se acercaron hasta ella y esta negligencia salvó una vez más al hombre.

—Pero fue ésta la que más sufrió —dice Juan después de un largo silencio—. Ella tenía que dar la cara, ella tenía que hablar con los guardias. Fue ella la que peor lo pasó.

—Yo nunca hablaba de él, a nadie. Aquí venían mozuelas y se ponían a contar cosas de novios y yo callaba. Luego también venían otras casadas a contar cosas de maridos y yo callaba. Callaba siempre. No iba a las fiestas, no salía a nada. Primero porque decía que no; luego porque llevaba luto por mi madre. Antes, por mi padre. Aquí los lutos son muy largos, eran muy largos. Que ahora se muere uno y como si nada.

Venían las amigas, venían gentes a comprar, pero nada. También venía una señora todas las semanas a pesarse. Se desnudaba toda y luego, cuando cogieron a Juan, me decía: «Anda, que tu novio me ha visto más en cueros que mi marido».

—Y era verdad, sí —dice Juan.

—Algunos me perseguían, algunos iban detrás de mí, pero cada vez menos. Nunca me preguntaban por mi novio porque aquí en el pueblo todos sabían que mi novio era Juan y que estaba escondido. Si me hablaban de eso, yo decía siempre lo mismo: Eso terminó, eso terminó ya. De novio, nada.

3. La huida

El noviazgo no terminaría realmente hasta tres meses después de aquel penoso viaje de Alhaurín a Málaga en un coche policial y rodeados de hombres vestidos de verde. A María Teresa no le importó demasiado esperar un poco más el día de la boda. Los papeles de Juan Cazallero habían desaparecido en el incendio de la iglesia del pueblo, durante la guerra. Se tardaron tres meses en buscar unos nuevos, a pesar de las prisas del hombre.

—Yo me digo: yo me caso y si me fusilan y ella se queda viuda, por lo menos que le cubra la vejez la Cruz de Méritos de guerra y la otra que tenía yo, que me daban catorce reales diarios. Por lo menos todo quedaba legal…

En los días en que esperaba el consejo de guerra, acosado para que confesase, Juan ni siquiera logró ver a su novia. Intentó una vez escapar de su celda para correr a la prisión de mujeres, donde estaba María Teresa, pero cambió de opinión en el último instante. Huir era imposible. Y ¿huir de qué, al fin y al cabo? A sus cuarenta años de edad, Juan Cazallero se sentía ya derrotado. Un destino ciego parecía haberse ensañado con él y con la mujer que arriesgó su vida por unirla a la suya con una decisión desesperada, con violencia. Ahora, ninguna imposición legal, ningún prejuicio moral conseguiría separarlos. Mientras esperaba el momento del beso de ritual por entre las rejas, Juan repasaba aquella loca carrera que lo había conducido de una nada a otra nada más vacía, de una prisión a otra, de las manos de un policía a las manos de otro.

Criado en un mísero cortijo entre Alhaurín el Grande y Coín, en el que había nacido en 1918, allí pasó su infancia y su juventud sin otro quehacer que su trabajo campesino. Un «buen hombre» le daba lecciones algunas tardes y gracias a esa generosidad aprendió a leer y escribir con cierta soltura. Sólo de tarde en tarde viajaba hasta los pueblos vecinos y únicamente un par de veces en su vida a Málaga…

Cuando se acercaba el momento de cumplir el servicio militar, el momento de la liberación para muchos campesinos, solicitó ingresar en el cuerpo de Carabineros, pensando al mismo tiempo encontrar un empleo seguro que le libraría para siempre del hambre y de las penalidades del campo andaluz. Tenía incluso preparada una recomendación de un clérigo primo de su padre. Pero no habían de cumplirse aquellos proyectos. Antes de acudir al examen estallaba la guerra.

—Cuando empezó la guerra estaba yo preso también, cagüen la mar —dice Cazallero riendo.

Una semana antes había mantenido una pelea por cuestiones políticas en una verbena, junto al río, casi en el sitio exacto en que había de conocer más tarde a María Teresa. En pleno campo se liaron a puñetazos todos los Cazalleros de la región: el padre de Juan, sus hermanos, los hermanos del padre y media docena de parientes próximos. Eran todos de la UGT. «Yo creo que era la UGT, pero ya no me acuerdo bien», dice Juan, que apenas tenía entonces dieciocho años.

—Bueno, el caso es que llegaron los guardias y nos cogieron presos a todos. No teníamos armas, peleábamos a puñetazos, con palos y piedras, a patadas, como se podía. No murió nadie ni nadie quedó desgraciao, pero los guardias nos agarraron a todos y a la cárcel. Y para que no hubiera más peligro, a mí me llevaron a Álava, a una prisión de Vitoria, y allí me agarró lo del Movimiento nacional.

Si el Jefe del Gobierno de la República, Casares Quiroga, respondía cuando le dijeron que los militares se estaban levantando: «Cuando ellos se levantan, yo me acuesto», su gobierno no dudaba en encarcelar por una reyerta verbenera a sus mejores partidarios. Pero una vez que vieron los colmillos del lobo, cuando la sublevación era un hecho innegable, todos aquellos presos fueron puestos en la calle y enfundados en uniformes militares. Cazallero fue enviado por tren a Castellón, se le hizo allí un examen de circunstancias y fue admitido sin problemas en el rígido cuerpo de Carabineros, que pronto habría de convertirse en fuerza de choque del ejército republicano. Luego de tres meses de instrucción intensa, aunque forzadamente breve, fue enviado a los frentes.

Cazallero se exalta al recordar sus hazañas guerreras. Fue su tiempo de libertad, de explosión juvenil, de vertiginoso resplandor en medio de dos largas oscuridades. «Al principio teníamos unos fusiles checos muy largos y muy malos, unas ametralladoras francesas que no servían para nada… Después nos trajeron las máquinas rusas Maxim, que eran muy buenas, mosquetones nuevos, ametralladoras de Polonia o de no sé dónde y…».

—Pasé todo el peso de la guerra en los frentes de Madrid, con los carabineros. Allí, en Morata de Tajuña, cerca del puente de Arganda, se perdió mi brigada entera. La Quinta de Carabineros. El comandante era un escritor, un señor que escribía, llamado don Valentín Pérez Gil. Me parece que lo relevaron del mando después de aquel desastre, por haber perdido a tanta gente.

Madrid, Castellón de nuevo, el frente de Aragón, Belchite, Teruel… Juan Cazallero reconoce, sin vanidad y sin rubor, que fue siempre un excelente soldado y de su boca van brotando los nombres, casi todos los nombres de lugares ilustres —y trágicos siempre— en la historia de la guerra civil.

Muy pronto lo nombraron sargento y pasó al grupo de Ametralladoras. Vestía uniforme de cuero negro, «un traje buenísimo». Como demostró dotes de mando, responsabilidad y valor, le dieron mando de teniente. Juan tenía entonces veinte años. No recuerda si llegó a recibir el nombramiento de oficial, sólo que actuaba como tal cuando cayó prisionero.

—Me cogieron a la vera de Alcañiz, en un pueblecito que se llamaba Asandial. Allí caí herido yo. La noche antes habían cogido prisioneros a un capitán muy amigo mío y a otros oficiales. Íbamos todos a dar un asalto a una fábrica y nos sorprendieron antes de llegar. Al capitán lo mataron allí mismo. A un teniente y al sargento, que también era amigo mío, los cogieron prisioneros. Yo escapé. Me buscaban con una linterna por todas partes, pero yo me tiré al caz de la fábrica, que era muy grande, muy grande, como un pantano casi, y me fui nadando, nadando… Pero me agarraron al día siguiente. Entonces fue cuando se presentó el lío de la grandísima madre. Como nos habían matado a casi todos, yo estaba al mando de la compañía de ametralladoras. Tenía ocho máquinas a mi mando, separadas, en una pequeña cordillera, todas en línea. El comandante estaba a mi lado, viendo qué hacíamos, cómo salíamos de aquélla y entonces llegó un proyectil y se lo llevó por delante, le arrancó la cabeza y la tiró por un barranco. Estaba el hombre pegado a mi lado, tal que así… Era un proyectil de un cañón que llamábamos chis-pun, porque sonaba de esa manera: chissss… pun. Cuando vi aquello perdido, ordené la retirada, pero ya no había tiempo, ya era tarde. Vi a un muchacho herido cerca de mí, un poco más abajo, y vi cómo llegaban ellos y lo mataban. A mí me metieron un pedazo de metralla en el brazo, junto al hueso, y sangraba mucho. Ahí me quedó dos años, hasta que me operé en Marruecos… Bueno, cuando yo vi lo que hacían a los prisioneros, tiré la documentación y me metí en un río, entre los juncos. Salía mucha sangre del brazo y flotaba delante de la boca, todo alrededor de la cabeza… Estaba allí medio desmayado cuando me agarraron. Esto fue en febrero de 1938, cuando se lanzaban por Teruel. Lo primero que hicieron fue cogerme el traje alpino que yo llevaba, de cuero, un traje muy bueno. Me dieron un capote y me pusieron como entregado, como que yo me había pasado a ellos. Yo les dije que era sanitario, no teniente de ametralladoras. Si se lo llego a decir no estamos aquí ahora hablando. Los prisioneros son los prisioneros, en un lado y en otro, se lo digo yo, que conozco los dos, y cuando hay que matarlos se les mata. No te van a dar una medalla por caer prisionero, ¿verdad? Yo tuve suerte de que dijeran entregado, que me había pasado, seguramente por lo del traje que yo les dejé que se lo llevaran. No que me habían cogido prisionero. Eso me salvó.

De todas maneras, no admitieron por las buenas su cambio de bando. «Me hicieron un consejo de guerra, cosa de nada, y me mandaron al penal de Santoña, dos o tres semanas, y luego otro tanto al penal de Burgos». Juan Cazallero pasó encarcelado hasta comienzos de primavera. Para librarse de la inactividad y del aburrimiento, solicitó voluntario destino en un batallón de condenados a trabajos forzados. Con este grupo formado por ladrones, homosexuales, funcionarios republicanos depurados, combatientes del ejército gubernamental capturados y desertores del bando faccioso, Juan pasó medio año de su vida. Primero en Fuenteovejuna, Córdoba, dedicado a «romper piedras con un porrito para construir carreteras». «Allí trabajé mucho, mucho».

Lo enviaron luego a la provincia de Badajoz, a Solana de los Barros. El batallón tenía allí el encargo de adoquinar las calles, pero Juan se hizo amigo de uno de los vigilantes, un sargento de la Legión, que lo llamaba para trabajos particulares.

—Me llevaba a la casa del médico, a enchinarle el patio y me decía: «Aquí tienes que echar veinte días». Y yo echaba veinte días, aunque se podía hacer en cuatro. Me pasaba las horas jugando a la pelota con los niños. Después me llevó a la casa de un capitalista a limpiar un pozo, y lo mismo. Después ya me quedé a ayudar a su mujer. Yo creo que pagaban a aquel sargento por el trabajo que hacía yo, pero se vivía bien y comíamos mucho y bueno. Yo vestía uniforme de soldado, de soldado preso y no parecía que estaba como forzado, sino como soldado.

Pero tampoco gustaba mucho aquello a Cazallero y muy pronto buscó un medio de escapar de allí. Pidió ser enrolado en la Legión; su amigo el sargento le había hablado de las ventajas que aquello significaba y además accedió a recomendarle a él y a otro prisionero amigo suyo. Después de mantenerlos unos días en un pueblo de Toledo, lo mandaron con otros como él al frente de Gandesa.

—Habían dado un golpe ellos cruzando el río Ebro y nada más llegar nosotros empezamos a recuperar el terreno…

«Ellos» eran esta vez aquéllos con los que Juan había estado luchando en la primera mitad de la guerra. «Nosotros», aquéllos que todavía consideraba enemigos…

—Como legionario me cargué toda la ofensiva de Cataluña, desde Balaguer hasta un castillo que había cerca de Gerona… Estuve siempre con un valenciano también prisionero y carabinero. A ése lo mataron más tarde y era un buen hombre…

Pero no se combate con el mismo entusiasmo en un bando y en otro. No se puede servir a la vez a dos señores. Los nuevos compañeros de Juan conocían su procedencia y no se fiaban mucho de él. Al fin y al cabo, era un desertor.

—Es normal que fuera así. Yo peleaba sin ganas por dentro, pero había que luchar, había que cumplir con el reglamento y no se me notaba nada. Nos pagaban tres cincuenta diarias, lo suficiente. Algunas veces nos llamaban rojillos y había que aguantarse… Uno no es muy listo, pero tampoco es tonto, y notaba cómo nos miraban de mal y cómo sospechaban siempre. Nos tenían de proveedores, para llevar la munición, como ayudantes, y eso que éramos mejores que ellos… No nos daban armas… Así, hasta que un día que ya estábamos hartos, me dice mi compañero, que era de Utiel: «¡Málaga!». Y yo: «Qué». «Vamos a demostrar a estos cabrones lo que somos nosotros. Tú te encargas de una sección y yo de otra». Estábamos en una montaña cerca de Gironella… Total, que empezamos el asalto. El teniente que nos mandaba había sido capitán de caballería; lo habían degradado y estaba en la Legión por miedoso. Era un gallego, un muchacho joven… Estábamos en la falda del cerro y llega la aviación nuestra, la aviación alemana, y pom-pom-pom… Allí no se podía menear nadie. Desde arriba, los otros disparaban las ametralladoras y también la artillería. Nosotros estábamos metidos en una cuneta y el teniente, escondido detrás de un olivo, dice: «¡Vamos, vamos!». Y yo le digo: «El que tiene que salir es usted primero que nadie». Entonces, pego un bote y me respaldo con algunos de la sección en el cerrito y las máquinas de arriba no podían batirnos y la artillería no nos tocaba. Nosotros queríamos poner la bandera para que los cañones y la aviación nuestra nos viera y no nos bombardeara más. El de la bandera, un legionario de Úbeda, iba a ponerla, se echaba a temblar y caía rodando. Luego empezaba a gatear y otra vez lo mismo… Yo vi que nos iban a matar a todos, le cogí la bandera de un tirón, le eché rodando para abajo y empecé a subir corriendo hasta el nido de ametralladoras. Allí estaba una Maxim nuevecita con cuatro muchachos muy asustados por tantas bombas y por mí, que llegaba como un loco. Miro para atrás después de estar puesta la bandera y con los muchachillos delante, y veo al teniente que se acerca todo temblando con la pistolilla en la mano: apuntaba a los chicos, que tendrían dieciséis o diecisiete años. Estaba más nervioso que ellos. Yo le digo: «Haga el favor de no matarlos aquí; que los maten en la retaguardia». Los pobres estaban llorando… Conque ya los condujimos a la retaguardia y a mí me dieron una medalla por este acto de valor. Yo lo que quería era que no nos miraran mal, que no me llamaran rojo, pero me dieron la medalla… Ya antes me habían dado otra porque salvé la vida al capitán de mi compañía. Cayó herido en un pequeño combate, también en Gironella, y yo lo arrastré hasta una vaguada… En total tengo dos cruces. En Marruecos me pagaban por una de ellas, pero cuando vine me dejaron de pagar no sé por qué… No recuerdo cómo se llaman esas cruces. Del Valor o de Sufrimiento por la Patria, una cosa de ésas…

Si la guerra se hubiese prolongado algunos meses más, el prisionero de Alhaurín hubiera terminado con algún grado militar de los rebeldes, como le había ocurrido con los carabineros republicanos. Juan Cazallero se siente muy orgulloso al repetir que él siempre fue un buen soldado, de un lado y de otro. Que nunca tuvo miedo. Había que luchar y luchaba…

Concluida la ofensiva de Cataluña y la expulsión de los últimos soldados y civiles republicanos hacia Francia[7], la compañía del legionario Cazallero fue enviada a Numancia, Soria. En aquel histórico y frío descampado se le comunicó el final de la guerra.

—De Numancia ya nos llevaron a Valencia y allí embarcamos para África. Yo estuve en África hasta últimos del año 41, en Villa Cisneros casi todo el tiempo. Allí no hacíamos más que la instrucción. Era muy aburrido y me licencié y me fui a mi casa para ponerme a trabajar en el cortijo y estuve trabajando hasta primeros del año 44, cuando me eché al monte…

En el consejo de guerra que se le hizo en Melilla se pasaron por alto sus aventuras con los carabineros, con los legionarios; no se mencionaron sus cruces ni su adolescencia campesina. Se trataba de acusar a aquel hombre y las acusaciones eran gravísimas: secuestros, asesinatos, robos, enfrentamientos armados con la Guardia Civil, rebelión militar… El fiscal militar pedía treinta años de cárcel. Como único testigo favorable al acusado acudió un hombre rico de Alhaurín el Grande, una buena persona que años atrás había enseñado a leer a Juan y a muchos otros niños pobres como él. Dijo al tribunal que era un buen muchacho, que no tenía malos instintos, que era aplicado y fiel, que se había portado valientemente en la guerra, que no era culpable…

—Pero ya sabe usted que en los juicios militares no vale ni defensa ni nada —dice Juan—. O sí valió, porque el caso es que me rebajaron cinco años de la pena. Me pusieron veinticinco y me devolvieron a Málaga. Y esto que le digo fue muy rápido, muy rápido. Todo se hizo muy de prisa. Luego, en la cárcel de Málaga lo pasé bastante mal. Las cárceles provinciales son todas malas; allí no hay ambiente. Claro que de todas maneras, ya después de haber caído preso, prefería la cárcel. Para qué voy a mentir. Estaba en la cárcel mejor que en casa.

Mientras Juan Cazallero daba otra vez muestras de una gran adaptabilidad («llegué a ser como un funcionario de prisiones»), María Teresa llevaba como siempre la peor parte en esta distribución de sufrimientos. En los primeros meses, ella se quedó en Alhaurín y procuraba bajar cada semana a Málaga para visitar a su esposo y llevarle comida. Pero muchas veces ni tenía dinero para el viaje ni para la comida.

—Una vez —cuenta regocijado Juan— se puso a pedir por las casas para una misa, para decirle una misa por su madre muerta. Claro, como no tenía dinero tenía que estafar a alguien para ir a verme. Engañaba al Señor y hacía muy bien.

—Una me daba una peseta, otra me daba dos realillos… Yo decía que era para pagar una misa a la Virgen de los Remedios. Y una me dice: «Oye, María Teresa, cuando vayas a la misa avísame para que vaya yo contigo». Y yo: «Sí, sí, claro». Que me esperase sentada, que no fuera a quedar cansada…

Algunas otras gentes de Alhaurín iban también a la cárcel a visitar a Juan. Él recuerda especialmente a «casi todos los señoritos de aquí», que incluso mandaban al director de la cárcel «un gallo, unas botellas de aceite…», para recomendar al preso de su pueblo. Estas visitas y estos regalos contribuyeron a que la vida en prisión del guerrillero fuera casi agradable. Se portaba bien y los funcionarios le apreciaban.

Al cabo de ocho meses lo trasladaron a Madrid. María Teresa hizo las maletas y, como siempre, se fue detrás de él. «¡A ver, era mi marido; tenía que seguirle a donde fuera!». Por la sección de anuncios de un periódico encontró trabajo como criada, primero en la casa de una marquesa cuyo marido estaba encarcelado por estafa en la misma prisión que Juan. Esta coincidencia hizo que fueran las dos juntas —ama y criada— a visitar a sus maridos. Y aunque la marquesa no brillaba por su generosidad, algo de lo que llevaba al aristócrata iba a parar a las manos del guerrillero.

Lentamente iban pasando los años. Liberaron al marqués y trasladaron de cárcel a Cazallero. María Teresa cambió también de casa para estar más cerca de él. «Se fue con una señora que no le daba de comer y sí mucho trabajo; pero estaba a la vera mía». Estaba ya embarazada de su hija María Gloría. Las condiciones del preso habían ido suavizándose progresivamente. Su ejemplar comportamiento en la cárcel no sólo le proporcionaba buenos tratos por parte de los guardianes, sino sucesivas reducciones de pena. Incluso le permitían salir de la prisión para hacer recados a sus jefes. En una tabernilla próxima a la cárcel merendaba casi a diario con María Teresa y —poco después— con su hijita. La mujer compraba antes un poco de pan y un poco de queso o chorizo, o bien se llevaba algunas sobras de la casa en que servía. A veces les acompañaban en estos modestos ágapes funcionarios de la prisión.

—Sobre todo uno, un tal Arturo Madrid, que era de León. Era muy bueno; era un tío muy malo, muy malo, pero para mí muy bueno. Me mandaba a por tabaco a la calle y me dejaba pasar toda la tarde con ésta y hasta se venía conmigo a merendar.

El antiguo guerrillero antifascista se había convertido en botones de la prisión. Estaba ya totalmente amansado. Como en el consejo de guerra tampoco pudo probarse que fuera autor de los crímenes que le atribuían —lo cual es sobrada evidencia de que no los cometió— y como su comportamiento resultaba excelente, a los siete años de haber sido condenado salía en libertad merced a un perdón del Día del Caudillo. Juan no lo recuerda con precisión a qué fue debido. De cualquier modo, era en el año 1965.

—De Madrid nos vinimos ésta y yo en tren. La casa se llenó de criaturas que venían a visitarme. Se hizo como una fiesta aquí, con todos los conocidos y la gente del pueblo…

A partir de ese momento podía la novia dedicarse a pagar sus deudas y a enderezar su negocio. Todavía hoy sale de casa en casa a cobrar los plazos de sus ventas, plazos de una peseta diaria, de un duro semanal por cacerolas, cubos de plástico o invenciones más modernas. Ha terminado la gran huida de Juan Cazallero y él intenta no recordarla con demasiado entusiasmo…