6. EL COJO Y LOS CACIQUES
Saturnino de Lucas (S. Martín y Mudrián, Segovia).
34 años escondido
1. El agujero
—Para nada he salido, nunca; ni me he puesto de pie, ni he andado una sola vez durante todo ese tiempo, nada, ni un paso, ni ponerme de pie, nada, nada. Y eso ha sido terrible. Se ha notado mucho este trauma que me ha cogido los riñones, el hígado, el corazón. El no tener contacto con el exterior ha sido fatal. El corazón me ha quedado muy débil, muy débil.
Para nada. Sin salir del agujero durante casi treinta y cuatro años; exactamente durante treinta y tres años, ocho meses y veintiún días. En realidad, salió del primer agujero, un arcón de pienso para el ganado; salió de aquel primer agujero, cruzó la calle renqueando y se metió en este otro agujero. Saturnino de Lucas Gilsanz levanta la muleta en que apoya su hombro derecho y señala a la parte superior de una casucha vieja, de adobe; al tejado descolorido y leproso, al lado mismo de una chimenea torcida de casi un metro de altura, informe, construida con cuatro pilas de adobes recubiertos de barro mezclado con paja de trigo para darle consistencia. Parece un barco náufrago en medio del mar de tejas rojizas. A la izquierda hay otra chimenea más esbelta, ennegrecida por el humo.
La casucha da a tres calles sin nombre. Una puerta se abre en cada fachada. La que se enfrenta a la poderosa mole de la iglesia tiene la cancela entreabierta. También la puerta principal está partida en dos a media altura. La trasera es de dos hojas, metálica, ancha. Ha sido abierta no hace mucho a un callejón irregular y crecido de yerbas amarillas. Por ella pueden entrar carros y quizá tractores. Por ella salió Saturnino de su agujero. El tejado se apoya directamente sobre el dintel, a unos dos metros de altura; luego asciende suavemente hasta unirse con la otra vertiente, a unos cinco metros de altura: la parte más elevada de la construcción si desdeñamos las chimeneas. La cuarta fachada de la casa está pegada a otro edificio de características similares.
Salvo algunos remiendos de ladrillo y un revoque de cemento mal alisado junto a la puerta metálica, toda la construcción es de adobe. En esta casa de cuatro habitaciones y dos desvanes nació Saturnino. En ella ha vivido muerto un tercio de siglo, pero desde luego en una habitación más incómoda y estrecha que aquélla en que viera la primera luz inmisericorde de Castilla la Vieja. Un desván, una buhardilla cuyas dimensiones Saturnino conoce de memoria, un lugar del cual él mismo ha formado parte como cualesquiera otros de los heterogéneos objetos que allí se reunieron.
—De altura tiene unos sesenta y tres centímetros en su parte más alta. Luego, el techo va bajando por los dos lados, con treinta, veinte, diez centímetros, hasta que toca el suelo. De ancho tiene poco más de dos metros y de largo, el doble.
Así, pues, la buhardilla no llega a los nueve metros cuadrados en la mayor parte de los cuales no puede estar una persona ni siquiera sentada. En el centro justo, un tronco de pino, brillante por los roces, sujeta la viga maestra a la que confluyen las dos vertientes del tejado. Ese tronco, plantado allí como ídolo, ha sido el objeto más presente para Saturnino; de él se ha servido para arrastrarse, para apoyar la espalda, como perchero, como punto de referencia de una realidad exterior. El suelo está, al igual que el techo, formado por troncos de pino que corren de un extremo al otro; entre ellos, una estructura de cañas y de yeso —el cielo raso de la habitación de abajo— sobre la que no puede uno apoyarse, porque se hundiría. Las vigas del techo están unidas por tablas y directamente sobre ellas han sido colocadas las tejas de barro cocido. Ninguna ventana, ningún respiradero. La atmósfera está tan cargada que a los cuatro minutos de estar allí arriba tres personas, faltó el oxígeno y tuvimos que bajar apresuradamente por miedo a ahogarnos. Sin embargo el calor de la calle era moderado, propio de un día primaveral. Afuera, corría una brisa aromática.
El único medio de comunicación con el exterior es un pasadizo en línea inclinada que parte de un extremo del desván y desciende a la habitación más grande de la casa, aquélla en la que podría estacionarse un tractor. También por él hay que reptar con cuidado, de una viga a otra, sin poder ponerse de pie, ya que el suelo es de caña y el techo está demasiado bajo.
Este pasadizo desemboca en un boquete por el que cabe apenas un cuerpo humano. Por él bajó a la libertad Saturnino y por él han subido los contados visitantes que quisieron contemplar la misteriosa guarida.
—Este boquete lo hemos abierto ahora, antes no era tan grande. Por él podía pasar un plato lleno de comida, un libro. Poco más.
El pasadizo había sido cerrado con un murete de adobe sólido cuando el Cojo se escondió de la persecución. Uno de esos adobes era postizo, de modo que al separarlo de los otros quedaba abierto aquel hueco. Una vez utilizado, el adobe volvía a encajar exactamente en su lugar y el muro continuaba cerrado. Al otro lado, al extremo de la escalera sin peldaños, desgranaba Saturnino sus días de terror. Para mayores seguridades, la cara externa de este muro no era visible desde la habitación, ya que ante él, como a medio metro de distancia, se erguía otro muro, el verdadero, la verdadera pared del garaje. Entre ambos quedaba, pues, un recoveco lleno de trastos sucios y viejos. Para asomarse al boquete había que encaramarse a una silla desvencijada.
Y al otro lado, perfectamente emparedado, estaba un hombre. Porque todas las precauciones eran pocas. Sus hermanos sabían que los guardias civiles no son estúpidos, que miran en todos los rincones y golpean todas las paredes con las culatas de los fusiles, que abren baúles y levantan suelos falsos. Pero ningún guardia civil pudo imaginar siquiera que detrás de aquel murete de adobe había una habitación estrecha, que allí se escondía un hombre, en el doble techo. Ninguno de los que fueron a buscar a Saturnino pudo sospechar que Saturnino estaba oculto en su propia casa.
—Allí arriba tenía una instalación eléctrica, una bombilla clavada a la pared, encima de la cama. El cable estaba bien disimulado en la habitación de abajo, tapado con barro. Pero sólo la usaba de noche o cuando tenía que hacer algo muy especial. De día separaba una teja y queda un intersticio de un palmo de largo por medio de ancho. Sí, se veía bien; me ponía de frente y se veía.
Una penumbra que para ojos muy acostumbrados era suficiente. Podían distinguirse los objetos.
—Allí tenía un botijo, dos bacinillas, una para excrementos por si mi madre salía y otra para el agua sucia, para orinar. El botijo lo habíamos comprado en el año 29 y después de salir me lo rompió un sobrino cuando fue a buscar agua a la fuente; yo le tenía cariño, ¿saben? Como palangana utilizaba un plato del pinar que me había dado mi abuela, uno de esos platos que sirven para coger la miera (trementina del pino), de barro, todavía lo tengo ahí arriba. En él me lavaba todos los días, echando agua de una vasija. También tenía una máquina de escribir, la primera que compré, una York de esas grandes, de tambor, que también está allí. Y muchas cuartillas, sabe Dios las que hay ahí escritas. Libros. Y todo eso cabía ahí, ya lo creo, pues el sitio es largo, aunque parezca pequeño. Podía tumbarme todo lo que quisiera. De cama, al principio tenía una yacija y dos mantas. Luego, cuando pasaron los años, cuando la cosa se tranquilizó y dejaron de buscarme, me hicieron una colchoneta de lana, que por cierto está deshecha. Allí dormía yo, con unas mantas para arroparme. Y había otras muchas cosas: una radio, un termómetro, periódicos, las cosas del trabajo, cajas vacías… ¿Qué más?
Había también otras cosas menos tangibles: el frío, el calor, el miedo, los olores, los ruidos, la esperanza, el miedo, la esperanza. Todo esto se advierte ahora al primer golpe de vista, incluso antes que los objetos sombríos y sucios, antes que los montones de libros y de revistas, antes que los papeles, el polvo, las telarañas, la mugre. Desde que el Cojo salió del agujero no ha vuelto a subir a él ni tampoco lo hará; todo está tal y como lo dejó aquella mañana de abril de 1970; nadie ha subido a limpiar, a ordenar lo que no se había limpiado ni ordenado en treinta y tres años. El suelo es una alfombra de papeles de todas las procedencias. La bombilla de 15 vatios apenas alcanza con sus rayos los rincones de la buhardilla. Para conseguir un poco de aire a través de la teja removida hay que sacar la nariz y pegar la frente a la madera; un rectángulo de cielo se ve muy cerca, como un trozo de papel azuloso pegado al tejado. Se tiene la impresión de que la buhardilla va a estallar en cualquier momento a causa de la fuerza centrífuga acumulada en el pilar de madera, en la colchoneta raída, en los otros objetos que no pueden tocarse.
—Ahí vivía yo como si estuviera invernado. Si entramos ahora en donde he estado, seguro que habrá cuarenta y cinco grados como mínimo, eso como mínimo. Yo controlaba la temperatura mediante la sugestión. Sí, tenía un termómetro, no me refería a eso. El termómetro no alcanzaba a medir la temperatura, ni en invierno ni en verano. Quiero decir que cuando hacía mucho calor yo me decía: «Se está fresquito, se está muy fresquito aquí», y no me afectaba. Y lo mismo en invierno, cuando tenía encima la nieve y el hielo. Me decía que hacía calor, que hacía calor. Como invernado, ya les digo, una cosa parecida.
Saturnino recuerda particularmente una fecha: el 29 de julio de 1968. Aquel día llegó la temperatura en su cuchitril a sesenta y siete grados centígrados. Y en días menos memorables de invierno, llegó hasta los veinte y veinticinco bajo cero. El vaho de la respiración se helaba enredado a las telarañas.
—Fíjense ustedes, yo tumbado, es un caso extraordinario. Yo creo que nadie ha hecho una cosa semejante, yo creo que ha habido alguien sobre mí, algo sobrenatural, porque era imposible que yo resistiese. Sí, sí, yo sí creo en las cosas sobrenaturales. La fuerza humana también es increíble; nadie está seguro de ello hasta que no lo ve y lo siente. Nadie sabe de lo que somos capaces los humanos, nadie lo sabe.
Saturnino pudo aprenderlo durante su encierro. Más tarde, los médicos se quedarían admirados de su resistencia, pero él no quiso contarles de qué medios se valía para conservar su salud, en qué poderes creía y a qué dioses adoraba.
Tiene ojos de búho, redondos, grandes. Un círculo amoratado los rodea. Lustros de penumbra han ensanchado sus pupilas como las de un gato. La afilada nariz parece buscar lejanos aromas. Las orejas están pegadas al cráneo casi en ángulo recto, como dos grandes pantallas de radar. También los ruidos fueron parte importante de la vida de Saturnino; los ruidos, el olor, los objetos siempre entrevistos.
La palidez ha ido desapareciendo tras algunas semanas de vida al aire libre. No obstante, la piel parece un papel de calco a través del cual se reflejan tejidos amarillentos. La boca es blanda. Se le ha caído el pelo de la parte superior de la cabeza, pero el que le resta es todavía negro, apenas clareado por hilos canosos. El hombre viste pantalón oscuro y camisa blanca, con los faldones fuera y el cuello abierto. Se cubre con un sombrero blanco, transpirable. Reloj automático, calendario. Tampoco tiene ya manos de campesino. Son recias, duras, pero también blancas y lisas. En realidad, podría ser un habitante cualquiera de una ciudad española de provincias. Ningún vínculo aparente lo liga a sus vecinos. Habla como un burócrata con cultura de periódico. Conoce la cortesía y sabe practicarla. Hay que rogarle que se siente, es imposible pagar en su presencia una invitación. Al salir del agujero parecía un Cristo moribundo, con su boina negra y su mirada atónita. Ahora, dos meses después, podría confundirse con cualquier artesano, con cualquier oficinista urbano. Pasó toda su vida en una aldehuela castellana y ni siquiera ahora ha querido salir de allí. Con su pierna derecha colgando, un bastón en la mano izquierda y la muleta bajo la axila, anda a saltos, como un extraño pájaro perseguido.
2. «Te quedas aquí».
Mudrián aparece tan sólo en los buenos mapas de España. Es un conjunto informe de casas diseminadas en la cresta de una colina apenas perceptible. Pueblo pardo, solitario, humilde. Doscientos vecinos. Edificios en su mayoría de adobe, grandes corrales rodeados de tapias, algunas macetas mustias y una fachada con polvoriento emparrado. Calles arenosas y llanas. A lo lejos, detrás de campos de cereal, aparecen las manchas oscuras de los pinares segovianos; son campos tan lisos como la palma de la mano. En Mudrián no hay ríos ni prados ni jardines; sólo tierra, tierra tendida bajo el sol implacable o levantada unos metros para cobijar a los hombres. Para llegar hasta allí hay que preguntar muchas veces. El primer indicador que aparece está a la misma entrada del pueblo, una placa de metal azuloso cuyas blancas letras están desconchadas y apenas legibles. En mejor estado se encuentra el símbolo de la Falange, situado a unos pasos.
Los tres quilómetros de camino que conducen hasta allí están cuajados de piedras y agujereados de baches. Este camino nace en la carretera vecinal que une Navas de Oro con Navalmanzano. Mudrián pertenece al partido judicial de Cuéllar, provincia de Segovia. Situado a cincuenta quilómetros al norte de la capital, es un poblado típicamente castellano: sobrio, pobre, abandonado. El municipio lleva el nombre de San Martín y Mudrián, ya que está formado por dos aldeas separadas un par de quilómetros. Valladolid, la capital castellana del falangismo, queda un centenar de quilómetros más arriba. Y a igual distancia hacia el sur, se destacan las sierras del sistema montañoso central: Somosierra, Navacerrada, Guardarrama, roquedos que todavía muestran las heridas de la guerra civil. Al otro lado de esas montañas, el Valle de los Caídos cobija los restos anónimos o ilustres de setenta mil muertos en la guerra. Más lejos, Madrid.
Mudrián, por consiguiente, dista menos de ciento cincuenta quilómetros de la capital de España, pero es un mundo distinto. No ha cambiado notablemente desde que Saturnino se vio obligado a esconderse. Hay quizá uno o dos automóviles, varios aparatos de televisión, algunas fachadas blanqueadas… Hay también, en la pared principal de la iglesia, el inevitable recuerdo de la tragedia que asoló España durante tres años. Bajo cruz maltesa, una lápida blanca perpetúa los nombres de quienes murieron en el bando vencedor: «Caídos por Dios y por España. José Antonio Primo de Rivera. Patricio Morales Ruanos. Marcelino Sanz Santos. Teodoro de la Flor Escribano». Otros dos nombres borrosos. Y abajo: «Presentes», sin la doble exclamación habitual de otros lugares. Total: cinco personas del grupo nacionalista muertas durante la guerra civil. Otros pueblos salieron peor parados. Porque Mudrián siempre estuvo «del lado nacional», desde el primer momento. Aquí no hubo lucha, y los hombres afiliados a cualesquiera de los partidos izquierdistas o republicanos tuvieron que luchar al lado de los sublevados, porque habían quedado en su zona de influencia. Saturnino de Lucas prefirió esconderse, aunque por otras razones. Sus hermanos marcharon a la guerra cantando el Cara el Sol. Sí, Mudrián ha cambiado poco desde el 14 de abril de 1931, fecha en que nació la Segunda República Española; desde el 4 de abril de 1911, fecha en que nació Saturnino de Lucas Gilsanz. Por eso el Cojo apenas se sorprendió cuando volvió a nacer cincuenta y nueve años más tarde. Algún edificio remozado, unos cuantos motores, nuevas bebidas en el bar, distintas marcas de tabaco, torrezuelas metálicas para captar emisiones de televisión. El polvo, los pinos, el adobe permanecen inmutables. Y quizás también los hombres. Al fin y al cabo, sobre los castellanos han pasado demasiadas historias, demasiadas guerras, demasiadas pobrezas para que unos cuantos años puedan cambiar la raza.
—Me enteré de la guerra por la radio, por la radio de Antonio Morales Roldán. Era el único aparato que había en el pueblo. Nos enteramos por la emisora Radio Madrid (Unión Radio). Nadie vino a avisarme, no. Estábamos hablando y oyendo la radio cuando ¡pumba!, que ha estallado la guerra. Bueno, dijo que había una sublevación, que se habían sublevado contra el gobierno, y todo lo demás… Yo reaccioné muy serenamente, porque yo era muy sereno, muy ecuánime; y le voy a decir a usted más: que no me enfado nunca, ni me alboroto ni altero por nada. Yo pensaba que sería una sublevación que duraría quince u ocho días, ¿verdad?, y que no iba a pasar nada. Luego escuchaba Radio Madrid y Radio Lisboa, que fue la primera en hablar de los sublevados, y estuve al corriente de lo que pasaba hasta nuestros días.
Pero mal pudo Saturnino estar al corriente de lo que pasaba aquel 18 de julio de 1936, por muchas emisoras que sintonizase en el receptor de Morales. En realidad, eran muy pocos los españoles que estaban al corriente. ¿Otra sublevación contra la República igual a la del general Sanjurjo de 1932? Aquella famosa conspiración del 10 de agosto, dirigida por los monárquicos y con marcado carácter militar, aristocrático y terrateniente, había durado unas pocas —y sangrientas— horas. El general Franco, entonces gobernador militar de La Coruña, se había desligado de todo compromiso. El comienzo del nuevo alzamiento parecía presagiar otro nuevo fracaso. Ocho, quince días. Por eso Saturnino, alcalde de Mudrián desde tres meses antes, no se preocupaba. Por otro lado, las noticias eran demasiado confusas. ¿Sublevación en Marruecos español? Quedaba demasiado lejos. Evidentemente, aquello no podía llegar hasta el pueblecito castellano. Por consiguiente, el alcalde conservó su calma y sus principios republicanos, como tantos otros alcaldes, gobernadores y autoridades españolas. Esa baza sumaría muchos puntos en la cuenta final de los alzados.
—Aquí no había más autoridad que yo. Dos días después, el veinte, se presentaron en Mudrián unos cuarenta y cinco segadores de Cuéllar, y otros tantos de Samboal y de Navas de Oro. Venían a ofrecerse, ¿sabe usted?, por si yo los necesitaba para algo. Sí, venían armados de cualquier manera. «Venimos por la cabeza del grajo», decían. Los de Cuéllar habían quitado una escopeta al cura de Domingo García, también un cuchillo o dos a no sé quién, una pistola… Preguntaban si eran necesarios y yo les contesté que no, ya que aquí no pasaba nada, así que tampoco era necesario hacer nada. Les dije que lo único que había que hacer era trabajar y callar. Pero había un señor, el señor Segundo, que oyó decir que habían quitado la escopeta a aquel cura y que si se resiste lo matan. Corrió a decírselo a don Alberto, el cura de aquí: «Don Alberto, que le matan, que ha dicho el señor alcalde que lo van a matar». Yo no había dicho eso, ni mucho menos. Todo lo contrario. Al oírlo el cura, preparó el caballo para escapar. Yo le hice desmontar y ya se quedó el hombre toda la noche conmigo. Le dije que el cura era uno más y que cada uno tenía su misión. «Mientras yo esté aquí, no se toca a nadie, ni de derechas ni de izquierdas, aquí no pasa nada, todos somos del pueblo, todos somos iguales». Y no pasó nada, naturalmente. Aquellos hombres se pasaron aquí toda la noche durmiendo en un corral. Era la noche del día veinte, ya la digo. Por cierto, tuve que darles tres latas de escabeche para cenar, y pan, que todavía se lo debemos a Demetrio, hombre. El vino lo pagó Morales. Así que a la mañana siguiente hice que cada uno se fuera a su casa y aquí no había pasado nada. Y como todo estaba tranquilo, pasábamos el día escuchando la radio.
Esa misma mañana del día veintiuno de julio podía ya trazarse una línea divisoria de los lugares en que el alzamiento había triunfado y fracasado. Nacería hacia la mitad de la frontera con Portugal e iría a morir hacia el centro de los Pirineos, abarcando toda Galicia, Castilla la Vieja, Aragón y Navarra. Incluyendo Cádiz, Sevilla y algunos otros lugares; casi la mitad de España. Sin embargo, esta línea es mucho más teórica que práctica. En realidad, su trazado era sorprendente curvo. Dividía pueblos vecinos, dividía a gentes de la misma aldea, dividía a miembros de la misma familia e incluso partía en dos el corazón de muchos individuos.
Segovia había sido conquistada sin derramar una gota de sangre el día 20, como todas las grandes ciudades de Castilla la Vieja. Los militares se habían hecho dueños de la situación en pocas horas; por lo general, se habían limitado a detener al gobernador civil, a algunos cabecillas de los partidos izquierdistas y a otras autoridades republicanas.
Pero en aldeas como Mudrián no había ningún hombre armado, ni Guardia de Asalto, ni Guardia Civil, y mucho menos había regimientos del Ejército. Todas esas aldeas se mantenían a la espera de la suerte, a la espera de los invasores de uno u otro bando. Alcaldes pacíficos como Saturnino se negaban a intervenir por su cuenta. En Madrid seguía en pie la República y ellos eran autoridades republicanas. En este caso, el cura había tenido buena fortuna. Por lo general, era el párroco, «el grajo», el primero que pagaba las consecuencias de aquel levantamiento. El párroco y el alcalde. En muchos pueblos de Castilla la Vieja los falangistas contaban con algunos miembros destacados, por lo general ricos y jóvenes. Esos hombres serían los encargados de inclinar la balanza hacia el lado nacionalista.
Y entonces tocaba perder a los alcaldes.
Castilla la Vieja fue de las regiones menos castigadas por este odio, si exceptuamos la ciudad de Valladolid, probablemente el primer centro falangista de España. Al quedar muchas provincias automáticamente integradas en la zona nacionalista, las autoridades y los izquierdistas reconocidos tuvieron que huir, ocultarse o bien eran encarcelados o fusilados. Por lo menos, fueron poco frecuentes las confusas luchas callejeras de los primeros momentos. Republicanos o nacionalistas, los pueblos se mantenían a la espera de acontecimientos, como el alcalde cojo de Mudrián.
—Cuando las cosas tomaron un cariz verdaderamente grave, me dije que tendría que ir a Segovia a ver lo que pasaba. Me puse en camino y al llegar a Carbonero, a unos treinta quilómetros, me detuvo la Guardia Civil. «No puedes ir a Segovia, quedas detenido», me dijeron. Segovia estaba ya sublevada. Yo dije a los guardias que si ellos eran guardias civiles yo era el delegado del Frente Popular y el alcalde, y que tenía más poder que ellos. Los guardias también estaban sublevados, pero en ese pueblo había mucha gente conmigo y ellos cogieron miedo, no sabemos lo que hubiera podido pasar… Así que volví a montarme en el burro y regresé a Mudrián por los pinares, porque la carretera era peligrosa.
La guerra, apenas iniciada, estaba a punto de concluir para el Cojo de Mudrián. Cuando llegase la ola de terror a la aldea castellana, su alcalde estaría bien escondido en un lugar del que nadie podría sospechar… No se hizo esperar mucho esa ola de venganzas. La culminación de las luchas entre izquierdas y derechas, entre ricos y pobres, entre falangistas y frentepopulistas, se estaba cobrando sus primeras víctimas. Cualquier disculpa era buena para asesinar a un hombre. Bastaba que fuese cura o que fuese alcalde; bastaba que hubiera defendido a los obreros o que estuviera al lado de los terratenientes. España era una ciudad sin ley y, lo que es peor, fanatizada. Como bestias salvajes se acosaban los que hasta entonces habían sido vecinos, amigos, hermanos. Nadie ha podido comprender la locura colectiva de un pueblo semianalfabeto y desquiciado.
—El día 24 de julio, a la una y pico de la madrugada, me llamó el cura. Hasta entonces no había pasado nada, todo era normal. Me dijo: «Pasa, que tenemos que hablar», pues nos tuteábamos. «Mira una cosa, Cojo, vete ahora mismo a casa de tus padres y les dices que te vas, pero no les digas adonde, y luego te vienes a mi casa; saltas por detrás, por la tapia del huerto y te quedas aquí». «Bueno, ¿y qué pasa?», le pregunté yo. «Fulano de Tal ha dado tantas pesetas —me dijo— y Fulano de Tal tantas y Fulano de Tal tantas otras. En total, han ofrecido sesenta mil pesetas por tu cabeza. La tienen que presentar antes de las diez de la mañana a Basilio Mesa García y luego ponerla aquí en la plaza».
Saturnino no hubiera pensado que valía tanto su cabeza. Sesenta mil pesetas. La cantidad equivalía al salario de cincuenta obreros durante todo un año de trabajo.
—Al cura le había avisado uno de Navas de Oro. Yo me fui a casa, me despedí de mis padres y volví con él. Llevaba como tres cuartos de hora durmiendo cuando llamaron a la puerta. El cura salió y yo me escondí en otra habitación. «Venimos a esto, a ver si usted puede decirnos dónde está Saturnino, el Cojo Charrabacos». Esto de Charrabacos es un apodo que le daban a mi padre. El cura les dice: «Pues no sé, hombre, precisamente no lo he visto esta noche. Pero ¿por qué vienen ustedes a buscar a este hombre?» «Es que no hay más remedio que matarlo hoy —respondieron ellos—, venimos por su cabeza». «¿Y quién lo manda?» «Lo manda quien puede», contestaron ellos, «y usted va a venir con nosotros tanto si quiere como si no quiere; usted va a venir delante de nosotros. Tan pronto lo cojamos, le cortamos la cabeza».
Venían de Navas de Oro a por mí. Eran tres coches. Venían los que llamábamos falangistas, mandados por Basilio Mesa García y otros señores. Él no venía por lo que pudiera ocurrir. El pueblo nada, ni se movió, porque estaba acobardado; así que vinieron e hicieron lo que quisieron esos falangistas mientras yo estaba en la casa del cura. Lo llamaron a él para poder cogerme por sorpresa y que nadie pudiera ayudarme. Cuando el pueblo quisiera darse cuenta, ya me habrían cortado la cabeza y la habrían puesto a la vista del público para que todos supieran lo que había pasado conmigo. El cura salió con ellos a la fuerza y empezaron a buscarme por todas partes. Luego, cuando se marcharon ésos después de dar vueltas por el pueblo, hicieron registros en mi casa y en las casas de los amigos y parientes. Hasta el día 27 o 28 de agosto, en que se llevaron a mi padre, a mi madre y a mi hermano, pero ninguno de ellos sabía dónde estaba yo, así que no se lo podían contar. Yo les había dicho que si me cogían ya les daría noticias. A ellos los apalearon, los torturaron para que dijeran dónde estaba yo, pero no lo sabían.
La suerte de Mudrián quedaba desde aquel momento en manos de los nuevos invasores. El alcalde, único que podía aglutinar las fuerzas gubernamentales, se hallaba en la casa del cura; sus amigos y partidarios estaban atemorizados. Los falangistas tenían las manos libres para comportarse como bien les pareciera. Ninguna ley divina ni humana iba a detenerlos.
Saturnino nada vio de lo sucedido en aquellos primeros meses de la guerra. En todo caso, oyó las canciones callejeras, los gritos, los lamentos. Pero otros vecinos de Mudrián tienen los recuerdos todavía frescos, sobre todo aquéllos que formaban con el Cojo en el Ayuntamiento o Casa del Pueblo, sus amigos. El peligro desde luego no era ficticio. Tampoco el miedo era irracional.
—Yo escapé nada más saber que estaban aquí —dice Tomás Gómez Otero, actualmente próspero negociante en tabacos—. Yo era amigo de Saturnino, pero de política no sabía nada; me había pasado la vida cuidando cerdos y vacas por el campo. Ni siquiera sabía leer. Pero me entró miedo por lo que pudiera pasar y me escapé. Pasé los tres primeros días subido en la copa de un pino, sin bajar para nada, ni para comer ni para dormir, para nada. Yo estaba allí y a veces los veía pasar de lejos con las pistolas y las escopetas. Perseguían a todos los amigos del alcalde. Después, más tarde, me hice falangista para que no me ocurriera nada y del campo de instrucción me mandaron al frente, con los nacionales. Pero me pasé con la República y más tarde volví a pasarme con éstos. Era todo muy complicado y muy difícil. Yo sabía que si me descubrían los del pueblo, me la cargaba. Así que me las tuve que arreglar.
La odisea de Tomás Gómez fue muy larga y compleja. Incluso después de terminada la guerra procuró no reaparecer por Mudrián, aunque era oficialmente falangista, y se fue a Madrid, en donde comenzó vendiendo cigarrillos en los clubs nocturnos. Ahora se siente muy orgulloso de haber ofrecido selecto tabaco de importación ilegal a más de un ministro del nuevo régimen. Y ha corrido a abrazar a su amigo apenas enterado de que continuaba con vida.
Los nuevos dueños de la situación recorrían las silenciosas calles de Mudrián a altas horas de la noche. Golpeaban en las ventanas tras de las cuales sabían que estaba durmiendo un republicano o un no-falangista. Primero les gritaban: «¡Arriba España!», y una vez que habían obtenido respuesta con la misma consigna, los sacaban de la cama y los obligaban a pasear por el pueblo despertando a sus propios compañeros de ideales o de indiferencia, cantando también ellos los himnos nacionalistas. Iban en grupo, rodeados por los recién llegados, insultándose a sí mismos, cantando:
Muera Largo Caballero
y todos sus compañeros.
Los obligaban a cantar durante horas, tarde y noche, sin descanso. Los obligaban a rezar el Credo a voz en cuello, y a quienes lo habían olvidado los golpeaban. Durante la misa, los colocaban al frente del altar con los brazos en cruz «para que hicieran penitencia». Saturnino oía todo aquello y, más tarde, acudía el cura a narrarle cuanto estaba sucediendo en su aldea. Los amigos más fieles estaban lejos de allí. Aquel género de castigo se dedicaba únicamente a los simpatizantes, a los sospechosos, a los menos destacados. Los otros habían huido o habían sido apresados. El Cojo Charrabacos tenía mucho tiempo para meditar en todos los acontecimientos que habían conducido a la catástrofe. No en los grandes hechos de los políticos y de los militares, que él ignoraba casi por completo, sino en los de su propia y pequeña historia.
Todo había comenzado un día lejano en que Saturnino había decidido aprender a leer.
3. «Hay que matarlo, hay que matarlo».
—Pero antes voy a contarles lo que ocurrió nada más proclamarse la República. Se proclamó el día 14 de abril de 1931 y aquí se preparó una organización obrera. A los tres o cuatro meses se creó la U.G.T. que era un sindicato; aquí nunca ha habido partidos políticos. Los trabajadores se unieron al sindicato y la otra mitad del pueblo pues eran los que llamaban de la CEDA o de derechas. Pero ya sabe usted, entre los obreros casi nadie sabía leer y escribir, así que todo marchaba muy mal. No sabían levantar actas ni ocuparse de los escritos. Entonces me llamaron a mí y me dijeron que si quería ser presidente. Yo les dije que bueno, que sería el presidente. Lo primero que hice fue aprenderme de memoria el Código del Trabajo, porque no me gustaban las cosas a medias; a mí me gustaba hacerlo todo bien, ni a favor de la derecha ni a favor de la izquierda, sino con justicia. Y un día vinieron aquí unas personas, don Francisco Martín de Antonio, no sé si lo habrá conocido usted, que era diputado por Segovia. Me invitaron a ir a Segovia a un mitin y, estando allí, hice una cosa parecida a la de Castelar. Según estaban hablando los oradores, salté yo diciendo lo que era la democracia, lo que había que organizar, lo que era el camino de la verdad, bien a las claras. Y todos dijeron quién es ése, qué es, de dónde viene, parece que vale, en fin… Así fue como me hice famoso.
»Mi primera actividad política fue cuando me eligieron presidente de la U.G.T., al año de la República. Una vez formada la Unión empezó a funcionar, pero muy mal, durante un año. Durante ese tiempo yo seguía ocupándome de mis asuntos, cobrando los seguros y todo lo demás, pero seguía estudiando Derecho porque me gustaba mucho. Don Pablo Guillén, que luego sería nombrado alcalde de Sevilla, cuando la guerra, me quiso llevar como secretario particular suyo. Cuando él estaba en Torrijos hice unas oposiciones y las aprobé, pero no pude ingresar, no pudieron darme la plaza porque todavía no había cumplido los veinticinco años. Sólo esperaba cumplir los veinticinco años para ingresar como secretario judicial de aquel pueblo de Toledo. Pero al nombrarme presidente de la U.G.T. y más tarde gestor…
»A la política, a la política no me quería dedicar. Lo que yo quería, mire usted, era un medio de vida para poderme educar bien y colocarme después en un puesto fijo, que era a lo que más aspiraba. Hombre, también pensaba en los demás y me he perjudicado yo mismo por ayudar al prójimo, porque creo que eso es un deber ciudadano: lo que no quieres para ti no lo quieras para los otros. Yo creo que es mejor hacer el bien a un amigo que hacérselo a sí mismo; por lo menos, yo lo entiendo así.
El Cojo y sus hermanos afirman que aceptó aquel nombramiento sindical «para no trabajar». Entendámonos. Durante su corta vida, Saturnino había ido arrastrando su pierna paralítica de pueblo en pueblo para aportar unos reales a la escasa economía familiar; había trabajado mucho, pero no estaba capacitado físicamente para «trabajar»; no podía colocarse como resinero en los pinares, como segador en los campos. Desde hacía muchos años buscaba un empleo burocrático, no «para no trabajar», sino para trabajar en aquello que podía y le gustaba. La U.G.T. de Mudrián le daba aquella oportunidad. Su estrella brillaba con fuerza sobre aquel grupo de obreros analfabetos y tímidos, constantemente explotados por terratenientes y fabricantes.
Y la pequeña luz de esa estrella iba a doler terriblemente a unas personas que se habían esforzado mucho porque Saturnino no saliera de su ignorancia Los caciques de Mudrián y de los alrededores no podían soportar que un muchacho cojo les fuera con exigencias y pretendiese organizar a su modo a los obreros, hasta entonces sumisos, dóciles y medio esclavizados. Efectivamente, allí no había partidos políticos, no había derechas e izquierdas. Únicamente había, como siempre, ricos y pobres. Y los ricos veían de pronto que los pobres también exigían sus derechos, que seguían a un capitán sabedor de extraños oficios: zapatero remendón, agente de seguros, cubicador de piedras, semiabogado… Lo seguían, lo adoraban y corrían peligro de cambiar para siempre los principios feudales que habían reinado en Castilla más o menos desde que aquellas tierras fueron arrebatadas a los moros, en la Baja Edad Media.
¿Quién era, quién era, de dónde venía aquel muchacho poliomielítico que montaba un burro? No era nadie; un hijo de pobre, un emancipado de la incultura, un hombre que buscaba hacerse un huequecito en la burocracia para que su alimento no dependiese más del vigor físico, como ocurría a sus compañeros de destino. Ni era socialista ni había pertenecido jamás a ningún partido político. No obstante, creía que la única ideología que debía llevarse, especialmente al trabajador, era la socialista, pero —eso sí— un socialismo bien organizado. Saturnino no era un ideólogo, sino un aspirante a burócrata. Sólo deseaba organizar bien algo que se le daba embarullado, en este caso el reducido grupo de pobres afiliados a la Unión General de Trabajadores. La U.G.T. contaba en España en 1933 con más de un millón de afiliados, de los cuales ciento cincuenta mil eran trabajadores de la tierra. Estrechamente vinculado al Partido Socialista Obrero Español, era con gran diferencia más poderoso que el sindicato católico y ligeramente inferior en número a la C.N.T., el sindicato anarquista.
Saturnino fue elegido presidente del sindicato local a principios de 1933 y como tal permaneció hasta el día 24 de julio de 1936. El 14 de marzo de 1936 fue elegido por la Comisión gestora de Mudrián como auténtico alcalde del pueblo. Saturnino aceptó aquel cargo obligado por el gobernador, que deseaba aclarar la situación del municipio, en el que existía un desfalco de doscientas mil pesetas. Pero en esos tres años había tenido tiempo el Cojo de hacerse famoso en toda la provincia y de llegar incluso a Madrid. Le gustara o no la política, sabía desenvolverse bien en ella. Hasta el momento de ser nombrado alcalde no tenía enemigos de consideración, o por lo menos sus enemigos guardaban silencio. Pero ser nombrado alcalde a dedo en un régimen democrático es peligroso. Principalmente porque era preciso expulsar al verdadero alcalde. Al primer cacique de Mudrián. Juan Marcelo del Campo, hombre rico, sabía de sobras quién era Saturnino y las razones que Saturnino tenía para alegrarse de expulsarlo del sillón municipal. Juan Marcelo del Campo tiene en la actualidad noventa y ocho años y es ciego. Ciego y prudente. Cuentan en Mudrián que al enterarse de que el Cojo estaba con vida, en 1970, recorría las calles en solitario susurrando entre dientes: «Hay que matarlo, hay que matarlo». Pero su calculada prudencia le impide decirnos a nosotros esas palabras. «Era buen muchacho, era buen muchacho. Sí, me echó de alcalde, pero bien que lo ha pagado. No era mal chico. Y usted, ¿quién es? ¿Con qué derecho me pregunta? Déjeme que le toque. Usted no sabe nada de lo que ocurrió. Sí, por eso me pregunta, pero yo no quiero contestarle». Fue el único que no se puso contento el día que corrió la noticia de que Saturnino de Lucas había resucitado y salido de su infecto agujero.
En febrero de 1936, Saturnino fue nombrado delegado del Frente Popular por el partido de Cuéllar. El día 15 del mes anterior se había firmado el pacto de este Frente entre las fuerzas izquierdistas españolas: los partidos Socialista, Comunista, Izquierda Republicana, Sindicalista, Republicano Federal, P.O.U.M y el sindicato U.G.T. El Cojo Charrabacos pasaba mediante este pacto eminentemente electoral a convertirse en todo un personaje. La propaganda iba a ser más apasionada que nunca. El domingo 9 de febrero se celebran en España 1048 actos de propaganda electoral, pero en ellos «no se produjo ni un solo hecho de sangre, ni el más ligero incidente», según ha escrito José Pla.
—Yo estuve en Madrid unos ocho días y tuvimos un congreso de labradores; por cierto, fue allí donde yo hablé mucho. Hombre, yo creo que hablaba bien, creo que sí. Además, les ponía ejemplos vivos, casos que me habían sucedido a mí y la manera como yo veía la cuestión. No, a mí no me gustaba la exaltación, pero disponía de buena verborrea para los mítines. Jamás hubo un desorden público, no, señor. Bueno, mire usted: la provincia de Segovia tiene doscientos setenta y cinco ayuntamientos y no sé si habrá quedado alguno en el que no haya hablado yo. De la provincia no salí, tan sólo a Madrid y a Albacete. Los falangistas no aparecían, no había. Esto era cuando las elecciones y preelecciones y esas cosas.
Las elecciones del 16 de febrero transcurrieron, pues, con normalidad. Resultados: nueve millones ochocientos mil votantes, un setenta y dos por ciento del censo total; cuatro millones setecientos mil votos para la izquierda, casi cuatro millones y medio para la derecha, y medio millón para el centro, incluidos los nacionalistas vascos[4]. El reparto acababa de encender la mecha de la gran traca. El Cojo, aturdido por los mítines aldeanos, no pudo enterarse bien de lo que estaba ocurriendo en los altos sillones de mando. Generales insatisfechos, prisioneros liberados, aristócratas que huían a Francia, políticos más nerviosos de lo necesario… En realidad, aquel 16 de febrero marcaba una línea divisoria en el país, separaba dos frentes que serían más o menos los del comienzo de la guerra.
Y Mudrián, el villorrio olvidado, quedaba a la derecha, como toda Castillá la Vieja. Saturnino había perdido.
—Los otros me veían mal, pero me tenían miedo. El alcalde era don Juan Marcelo del Campo. Sí, había elecciones, pero a los electores los compraban con trigo, los emborrachaban… O sea, un voto un duro, una fanega de trigo, un saco de patatas…
Y la traca soltaba ya sus primeras explosiones. Altas conspiraciones, asesinatos callejeros, atentados de todo género, quema de iglesias. Los proletarios habían votado al Frente Popular para que la República les diera las tierras que desde siglos venían cultivando, pero la reforma agraria había sido hasta entonces una buena palabra. Y ahora se apoderaban directamente de la tierra, a veces luchando contra la Guardia Civil y contra los terratenientes y sus mercenarios. En muchas provincias, los obreros ocupaban las grandes fincas y comenzaban a trabajarlas dirigidos por sus representantes sindicales, limitándose a dar cuenta de ello al Ministerio de Agricultura para que legalizase la situación. Se trataba efectivamente de la más grave e insospechada subversión del orden social; ni siquiera muchos políticos izquierdistas, que por lo general eran también ricos, habían pensado en ello.
—Naturalmente, al final yo era enemigo de todos ellos. Lo que más me perjudicó fue que, como estaba al tanto del trabajo, es decir, de las leyes vigentes, sabía cómo comportarme. Aquí había casos en que pagaban mal a los obreros y venían de muchos pueblos a consultarme y pedirme que pusiera remedio. Y si era una cosa justa, yo hacía lo que podía. Aquí no había huelgas ni escándalos, los obreros continuaban trabajando en la resina como siempre. Yo conseguí muchas, muchas mejoras. Por ejemplo, conseguí el primer sueldo fijo para los obreros agrícolas y para los resineros. Aunque seguían trabajando los domingos y nunca tenían vacaciones ni les quedaba retiro alguno… Y esto fue por lo que más tarde quisieron perderme, porque llegaba por ejemplo Basilio Mesa, que era uno de los que peor me querían, uno de Navas de Oro que tenía una fábrica grande de resinas, llegaba y como veía que yo le ponía los puntos sobre las íes, como suele decirse, dijo delante de algunas personas que me cortaría la cabeza y ofreció diez mil pesetas. Y Carlos Rodríguez, también de Navas de Oro, dueño de una fábrica de electricidad, que compraba nícalo, centeno y esas cosas… Y esa oposición me daba más fuerzas para luchar.
En cierta ocasión, Rodríguez y Saturnino fueron juntos al Gobierno Civil de Segovia. El fabricante acusó al Cojo ante el gobernador de ser un chantajista y de cobrar el sueldo que le obligaba a él a pagar a los obreros. Saturnino asegura que jamás les cobró un céntimo por sus gestiones, y tan indignado quedó por la acusación que allí mismo le arreó una bofetada y lo arrojó al suelo. No le pasó nada. «¡Hombre, Saturnino, que estamos en el Gobierno!», le dijo alguien. «Pues si estamos para una cosa, también estamos para las otras», respondió el alcalde de Mudrián. A Carlos Rodríguez no se le olvidaría aquella bofetada, desde luego. Apenas iniciada la guerra civil, ofreció treinta mil pesetas por la cabeza del Cojo, que fueron a sumarse a las cantidades que ofrecían otros ricos de la comarca.
—Antes, cuando ofrecieron diez mil pesetas por mi cabeza, solamente razoné con aquel bofetón. Pero es que tardé en saberlo por lo menos treinta días. Yo estaba muy tranquilo, pero cuando andaba por Segovia veía que me escoltaban las Juventudes. Entonces les pregunté que qué pasaba. «Nada, mira, pasa esto: que te quieren cortar la cabeza y tal». Sin embargo, yo no tenía miedo ni cuando iba por los caminos. Nunca iba armado. Además, la gente me quería mucho, encontraba apoyo en todos los sitios adónde iba. No tenía miedo porque sabía que la gente de por aquí no se atrevería a hacerlo, porque yo era como un ídolo, me querían con delirio. Claro, yo siempre me he portado bien con la gente, he ayudado a todo el mundo.
De hecho, el Cojo conocía bien a sus enemigos y el alto precio que valía su cabeza. Dos hombres se habían acercado un día a él para contárselo,
—Mira, Saturnino, Fulano de Tal nos va a pagar tanto dinero si te cortamos la cabeza y te dejamos en el sitio. Nosotros hemos dicho que no porque te queremos, pero ya estás avisado. Es mucho dinero y a cualquiera puede entrarle la tentación.
Sin embargo, no fue así hasta la llegada de aquellos tres vehículos nocturnos. Nadie se había atrevido a tocar un pelo de la cabeza del muchacho. Saturnino tenía entonces veinticinco años.
Era una especie de abogado de los pobres. Acaso deseaba ser abogado de los ricos, estudiaba Derecho para tener un trabajo bien pagado, pero el hecho es que se ocupaba de los pobres.
—Si usted me hubiera visto intervenir en los juicios… He intervenido en muchos, ¿sabe?, aquí en los pueblos, en Mudrián por ejemplo, no como alcalde, sino como defensor de las partes. Como no había aquí abogados particulares, yo mismo me ocupaba de eso, por ejemplo en cuestiones de fincas. Yo iba como defensor. Asunto que me encargaban, asunto que ganaba. Como se dice en los pueblos, abogado de las siete perrillas, que no sabe nada pero usted ya me entiende… A los dieciocho años ya dominaba el Derecho estupendamente. Siempre he tenido una memoria, una reminiscencia, extraordinaria.
Su amigo Tomás confirmaría estas cualidades: «No había abogado que le metiera mano». Saturnino era algo así como asesor jurídico de todos los afiliados al Frente Popular. Además, llevaba pequeños asuntos privados, problemas entre propietarios de escasa tierra. Con todo ello podía vivir holgadamente. Sus hermanos y padres se sentían dichosos. El muchacho cojo que podía haber representado una boca más a la hora de repartir los garbanzos, porque nunca hubiera podido internarse en los pinares a recoger la resina o en los anchos campos a segar el cereal, se había convertido en todo un personaje y eso hasta le permitía cobrar. Siete perrillas, desde luego, pero menos era nada. Ello hacía que los caciques tradicionales pero pobres lo envidiaran y que los caciques ricos lo temieran. Poseía ciertamente el don más peligroso: la cultura. Con todos los códigos legales metidos en la mollera, ésta había pasado a valer muchos miles de pesetas. A ese convencimiento habían llegado también campesinos y resineros, que aclamaban a su líder renco y en modo alguno estaban dispuestos a traicionarlo.
—Sí, yo era un hombre importante, pues tanto en el Ministerio de Trabajo como en la Dirección General del Trabajo me pedían informes sobre la cuestión de los pueblos. Republicano, republicano… Yo nunca he pertenecido a ningún partido. Mentalmente me gustaba la democracia, ya le digo, ideológicamente me gustaba la democracia y creo que es el punto culminante para que un Estado pueda ser lo que debe ser. Yo respetaba a todo el mundo. Aquí hasta los mismos de derechas me querían y me animaban. Yo aquí siempre he tenido amigos hasta que estalló la guerra.
»Como hombres políticos de España creo que admiraba sobre todo a don Marcelino Domingo (diputado republicano durante la monarquía, más tarde radical-socialista), lo consideraba uno de los mejores que había. Luego también a don Julián Besteiro y también a Pablo Iglesias, pero este último tenía a mi juicio ciertos errores en la interpretación del socialismo.
Aunque Saturnino no estuvo afiliado a ningún partido y se consideraba simple demócrata, su admiración por estos tres grandes líderes socialistas del primer tercio de siglo muestra que, en la realidad se consideraba socialista, socialista casi utópico.
—Lo que más he admirado en un hombre político es la sencillez y el amor al prójimo, porque la política, francamente, si hablamos de política, yo creo que lo más propio suyo es mirar por los demás, no por nosotros mismos; apartarse del egoísmo personal y mirar por lo que dice la religión, y hasta que no se llegue a eso no habrá política ni habrá gobiernos ni habrá Estados ni habrá más que una idea: que nos pegamos unos a otros, que nos ofendemos unos a otros. Es una teoría un poco idealista y acaso nunca se llegue a ella, pero algún día llegará.
Evidentemente, el Cojo Charrabacos no sabía una palabra de política, por lo menos de la política que se hacía en su época, antes de su época y en la que se practica hoy y se practicará probablemente siempre. Confundía la política con los buenos sentimientos, cosa comprensible en un autodidacta del campo, pero también radicalmente falsa. Tal vez haya habido alguna vez políticos como los que soñaba Saturnino, preocupados más por los otros que por sí mismos, pero ciertamente esos políticos no triunfaron jamás. Saturnino era un idealista total, como demostraría al narrar sus proyectos una vez salido del agujero; un idealista que no abdicó de sus ideas ni ante la visión de lo que estaba ocurriendo en España en la década del treinta ni ante lo que hubiera podido pensar y recapacitar en su escondrijo. Como tantas otras veces, el hombre puro se integraba a unas organizaciones de mando que ignoraba y cuyos fines no podía presentir. Engañado por los hechos, por la necesidad de ganarse el pan de cada día, el Cojo de Mudrián, aunque no era político, creía en la política. Pagaría muy cara su fe.
Obtuvo algunos éxitos como «político». Cuando la República traicionó a la democracia y se dedicó a expulsar de sus cargos a los alcaldes elegidos en las elecciones del memorable 16 de febrero, simplemente porque eran de derechas, en muchos lugares se crearon Comisiones gestoras, que habían aparecido ya con la Dictadura de Primo de Rivera. Comisiones encargadas de gobernar los municipios y de las que había de salir un nuevo jefe del mismo, un nuevo alcalde. El gobernador de Segovia eligió su Comisión gestora de Mudrián y Saturnino de Lucas sería nombrado alcalde del pueblo. Probablemente aquellas elecciones no fueron legales; probablemente Mudrián era uno de aquellos «burgos podridos» de que hablaba Manuel Azaña en donde los votos se compraban muy baratos.
A nadie sorprendería. Siempre que en España ha habido elecciones han existido manejos de este género. Sobre todo en las regiones campesinas. Una terrateniente beata regalaba un colchón al obrero miserable, en sublime rasgo de caridad, y así se atraía un voto para la causa católica, que era derechista y aristocrática. Otro propietario amenazaba con no dar trabajo a quienes votaran a su oposición. Un tercero se colocaba ante las urnas e iba pagando religiosamente cada voto; el precio solía ser un duro, equivalente a jornada y media de trabajo del obrero. O pagaba en especie: trigo, patatas, garbanzos… La carne estaba demasiado cara y sería un privilegio intolerable.
De todas maneras, los de Mudrián no se acogieron a la ley para impugnar las elecciones, dado que hubieran sido ilegales. Aunque llegaron protestas de varias provincias (Ciudad Real, Albacete, Orense, etc.), únicamente se anularon las de Granada porque los agentes electorales de derechas actuaron armados y con el apoyo de la fuerza pública. Así, pues, Saturnino fue nombrado alcalde el día 14 de marzo de 1936. Y el legítimo dueño de ese cargo, Juan Marcelo del Campo, pasaría a convertirse en teniente de alcalde, lo cual ya era, cuando menos, una hermosa cortesía por parte del Cojo y de toda la Comisión gestora. Claro que ese segundo puesto no satisfacía en absoluto al cacique.
El cargo de delegado provincial del Frente Popular por el partido de Cuéllar situaba a Saturnino en buena posición por toda la comarca. Viajó dos veces a Madrid. La primera, en compañía de Teodosio Marcos, del pueblo de Piniflos, al Congreso del partido Socialista Radical. La segunda vez iba enviado por la U.G.T. como representante provincial de unos cuantos lugares importantes: Samboal, Navas de Oro, Coca, Chañe y, naturalmente, su propio pueblo.
—El 31 de mayo de 1936, después de seis días de reuniones, fui el que creó el Jurado Mixto Circunstancial de Industrias Químicas… Este congreso se celebró en Madrid, en la sede de la Unión General de Trabajadores, en la calle de García de la Hoz. Fui elegido por unanimidad de toda España. Sí, era un Jurado nacional y yo fui el primer presidente que hubo. Fui yo quien lo creó. Es que estaba metido en lo de la resina, ya sabe usted, que era de química, por eso me eligieron. De modo que cuando estalló el Movimiento yo era alcalde de Mudrián, delegado del Frente Popular por Cuéllar y presidente del Jurado.
De los tres cargos, sólo el menos importante era realmente comprometido. Ser alcalde habiendo desbancado a uno de los caciques era más que peligroso. En Mudrián no había ejército ni guardias civiles; el Cojo lo repite sin cesar.
—Aquí no había más que una cosa. A mí me dijo Juan
Marcelo: «Aquí ha mandado mi abuelo, ha mandado también mi padre, ahora mando yo y después mandará mi hijo». ¿Se da usted cuenta de esto?
Ambos hombres se conocían muy bien y de antiguo. Juan Marcelo había sido alcalde durante más de treinta años consecutivos. Y tampoco había de equivocarse en su profecía. Su hijo, Fausto Marcelo, es actualmente alcalde de Mudrián, desde el año 1950. Era lógico que el hombre no se resignase a ver cómo Saturnino, hijo de una de las familias más pobres, se apoderaba del bastón de mando con la disculpa del supuesto desfalco de doscientas mil pesetas. Hasta entonces siempre le había tocado perder, durante los veinticinco años de su vida. Juan había insistido mucho para que el Cojo no aprendiera las primeras letras, pero ahora recibía el justo pago a sus caciquerías antiguas. Con nostalgia quizá, con curiosas palabras, dice ahora Saturnino: «Aquí, sabe usted, siempre hemos estado bajo el mismo aspecto». Bajo la voluntad de los caciques.
Sin embargo, en Mudrián ocurría un caso bastante singular. Los curas no han sido nunca amigos de los caciques. Por lo tanto, eran amigos de los enemigos de los caciques, cosa ciertamente muy sorprendente y rara en nuestro país.
—El cura que había aquí entonces, don Alberto García Matesanz, era un hombre. Y el anterior también lo era. Don Miguel Llorente está ahora de párroco en la Fuencisla de Segovia, debe de tener ya por lo menos ochenta años y dice que no quiere morirse sin verme y que no ha venido porque no puede salir de casa.
El cura Llorente había ayudado al Cojo desde que era un niño. Una vez nombrado alcalde, fue un día a su despacho a pedirle permiso para celebrar la procesión de San José. Saturnino se puso ante una vieja máquina de escribir y le autorizó a que sacara libremente los santos por la calle e hiciese lo que le pareciera más conveniente.
Cuando alguien duda de las palabras de Saturnino, le dice que vaya a preguntar a ese viejo cura. Y el viejo cura ha dado, todavía ahora, magníficos informes a las autoridades sobre la personalidad del exalcalde.
—Al poco tiempo se marchó a Hoyuelos y vino García Matesanz, el cura que me guardó al principio, porque si no es por él me matan. Pues no estaban de parte de los caciques; estos curas eran míos, o sea me querían a mí más que a ellos.
En efecto, así debió de ser, y no por razones pastorales, si es que puede hablarse de este modo, sino por motivos puramente humanos: porque Saturnino merecía aquella protección. El Cojo ni siquiera era católico practicante.
—La misa me gustaba poco; cuando había un compromiso, iba; si no, no. Sí, sí, yo creo en la Divina Providencia, aunque parezca mentira. Yo creo que existe algo sobrenatural en nosotros que es lo que nos protege, ¿me entiende usted? La Iglesia, claro, estaba vinculada a ese grupo de los caciques más de lo justo. Y eso es lo que me llevaba a mí por la calle de la amargura. He discutido muchas veces con los curas sobre ese asunto. No hay que confundir las cosas terrenas con la religiosidad. Bien, esa idea de la Divina Providencia me vino leyendo la Biblia, pues la he leído desde el Génesis hasta el Gran Predicador, conozco todo el Nuevo Testamento. Sí, yo creo todo lo que decía Lutero. No soy protestante, creo que tengo una religión especial, en parte comparto la de Lutero: que cada uno interprete las cosas según la medida de sus sentidos. Directamente no he leído a Lutero, no, pero creo que la cuestión de la religión debe interpretarse según le parezca a uno más conveniente. No creo que la Biblia sea un libro auténticamente sagrado. Además, en la cuestión de la religión creo que falta mucho coraje.
4. «Trabajaremos juntos toda la vida».
En 1936, la noche del 24 de julio de 1936, solamente un ateo podría haber hablado de esta manera. Mejor dicho, sólo un socialista español al que se le habían indigestado los conocimientos adquiridos casi de contrabando, por encima de todas las órdenes del alcalde, a salto de mata. La única explicación de que el cura Alberto García Matesanz arriesgara tanto para darle cobijo ha de estar en las cualidades humanas del Cojo, en su comportamiento personal durante los agitados años en que se dedicó a la política. Se había portado como un caballero obligándolo a desmontar minutos antes de que emprendiera la huida, desde luego; quizás había impedido que lo mataran, pero el caso de un cura que da cobijo a un alcalde frentepopulista en su casa es, por lo que sabemos, único en la historia de la revolución española.
Aquella noche cesaría violentamente Saturnino de todos sus cargos públicos. Ahora se había convertido en un pobre tipo cuya cabeza estaba a precio. No le quedaba ningún amigo, ningún familiar que se atreviera a defenderlo. Sólo un cura al que, en apariencia, nada le vinculaba: ni una amistad, ni una fe, ni un ideal.
—Hace treinta y cuatro años, el 24 de julio, a la una de la mañana, a la una y veinticinco de la mañana, sí, fue cuando me encerré.
En aquella casa vivían tres personas: Alberto García Matesanz, párroco del pueblo, su padre anciano y el ama de llaves. Era una casa como las otras de Mudrián, algo mejor arreglada, algo mejor amueblada. No olía a estiércol, sino levemente al incienso de las ceremonias, a la cera de las velas. Lo que verdaderamente distinguía aquella casa de las demás eran los libros. Don Alberto poseía unos cuantos libros, artículo casi por completo desconocido en las otras viviendas aldeanas. Sin embargo, Saturnino no podía leerlos. Al principio, ni siquiera podía soportar el aburrimiento, la inmovilidad. El hombre de veinticinco años, cojo y todo, había sido hasta entonces activo, ágil; nunca se había estado quieto. Y de pronto se veía condenado a un cajón en el que apenas podía revolverse.
Estaba situado en un rincón de la cuadra, cerca del pesebre del caballo. En épocas de abundancia, el cura guardaba allí cebada y avena para el animal. Era un arcón de recia madera de pino, una especie de armario que a Saturnino le pareció al comienzo un ataúd. No podía ponerse de pie ni tumbarse. Había de estar siempre sentado, con la espalda apoyada en una de las paredes laterales. El cura le llevó una botija pequeña para que no se muriera de sed y otra vasija que el Cojo colocó en un rinconcillo.
—Allí hacía de aguas, es decir, los residuos urinarios los hacía allí todos. Y el mismo cura los echaba afuera por la noche. El cura me parece que tenía entonces treinta y cuatro años.
Casi tres años había de pasar el alcalde en aquel armario. Lo primero que hizo fue perforar el techo de la caja para que le entrara un poco de luz y de aire a través de los agujeros. Luego, el cura le proveyó de una colchoneta de paja y de un par de mantas con vistas al crudo invierno segoviano. Por las mañanas, apenas amanecido, le llevaba él mismo el desayuno: un vasito de leche y una o dos onzas de chocolate. Saturnino dormía muy poco, cuatro o cinco horas, y cuando llegaba el desayuno estaba ya hambriento. La comida de mediodía se retrasaba siempre un poco. Primero comían ellos y luego el sacerdote bajaba con algunas cosas para el hombre oculto. Saturnino fue quizás el hombre que mejor comió en Mudrián durante los tres años de guerra. También sin duda uno de los que mejor comieron en España.
—Unas veces me llevaba merluza, otras veces boquerones, otras jamón. Jamón fue lo que más comí, con pan o sin pan. De vino nada, porque soy abstemio; nunca me ha gustado el vino. Si algo me he metido en la boca, en seguida lo echaba afuera. Ahora sólo bebo limón, naranja y esas cosas embotelladas, pero nunca bebidas alcohólicas.
Entretanto, sus convecinos pasaban hambre. Menos que los otros españoles que vivían en las ciudades, desde luego, pero Mudrián, como todos los pueblos de la península, sufrió carestías y racionamientos. En las capitales la gente se veía obligada a comer cáscaras de naranja, a asar ratones o pájaros. En algunos frentes los soldados degollaban mulas y asnos para resistir los combates. Un trozo de sebo rancio y cubierto de moscas era más precioso que un fajo de billetes… Pero también las aldeas pagaron el gran pecado de la guerra. Llegaban las requisas. Cada pueblo había de contribuir con una parte de cereal y de ganado, y esa parte salía muchas veces de las casas más pobres. Un pastor soriano ha contado más tarde cómo su rebaño de quinientas ovejas quedó reducido a la nada en virtud de tales requisas, en tanto el rebaño del alcalde engrosaba de mes en mes. Pero el hambre de Mudrián tomaba formas sarcásticas. Era relativamente fácil encontrar jamón, tocino y embutidos gracias a la proximidad de Cantimpalos y Carbonero, pueblos muy destacados en las industrias del cerdo, y gracias a las reservas de los campesinos; lo que no aparecía era el pan. Y el jamón sin pan es como masticar un trozo de madera. El pan ha sido siempre la base de la alimentación de los campesinos castellanos. Se le añade alguna otra cosa —jamón, cebollas, tocino, pimientos, chorizo— para que pase mejor, pero si falta hasta el alimento más exquisito resulta insípido. Los campos vacíos de brazos, el trigo sin sembrar…, pero en las despensas, alacenas y orzas quedaba siempre parte de la matanza. «Aquí se pasó pero que muy mal, muy mal, muy mal», repite Saturnino. Incluso en la casa del párroco faltó el pan durante siete largos meses. No obstante, se disponía de carne y de pescado.
También el Cojo disponía de rumores y de noticias. Cuando el ama y el padre del cura iban a acostarse, Alberto bajaba a la cuadra, abría el arcón de Saturnino y salía éste a estirar las piernas. Fumaba junto al párroco el primer cigarrillo del día. Dentro de la caja no podía hacerlo por miedo a que el humo lo delatara, y eso que el alcalde era fumador empedernido.
A la luz de una vela y mientras el caballo los miraba a intervalos con sus ojazos inexpresivos, los dos hombres hablaban de lo que estaba ocurriendo, intentaban adivinar cómo sería el futuro. En realidad, lo único que hacían era esperar, esperar.
—Yo pensaba que aquello podría durar bastante, lo pensé desde el principio. Porque verá usted: cuando el Gobierno no consigue arreglar estas cosas en setenta y dos horas, lo normal es que se alargue mucho, y luego es muy difícil encontrar una forma de arreglo, cuando se recibe ayuda de una manera clara. Por tanto, yo creía desde el principio que la guerra estaba perdida. Y el cura pensaba del mismo modo. Coincidíamos plenamente en que, tal como se estaban desarrollando, los hechos no tendrían un buen final. Cuando no hay unión, no hay fuerza. Y aquí, hay que decir la verdad, estaban divididos. Pero ellos obraban de una manera tan amañada, eran tan mañosos como incultos, ¿me comprende? Sin embargo, para eso fueron maravillosos. Yo siempre he creído, y lo sostendré, por lo menos hasta hoy, que las rupturas en el bando de las derechas eran muy pocas. Nosotros, en cambio…
Expertos más analíticos que Saturnino han dicho también que un factor decisivo de la guerra civil española fue ese mismo: la unión de los unos y la desunión de los otros. Saturnino tenía tiempo de sobras para realizar sus cálculos. En la hedionda oscuridad del cajón, acurrucado durante muchas horas, el Cojo Charrabacos medía el tiempo con el calendario de sus pensamientos. Y al llegar la noche se los exponía al cura. Les daban las doce en esas charlas. Nadie en el mundo fuera del sacerdote sabía que allí estaba el alcalde depuesto. La intimidad de los dos hombres debió de ser muy grande. El sacerdote en ningún momento pretendió confesar o catequizar a Saturnino. Parece incluso que el contacto con aquel hombre inculto, casi ateo, terminó por minar su propia fe. O quizá la marcha de los acontecimientos.
—El cura me admiraba mucho, tanto que me dijo que si esto acababa con bien íbamos a hacer juntos una cosa. «Mira, yo me retiro de sacerdote, pero tú no se lo digas a nadie, ¿eh?, y viviremos juntos toda la vida. ¿Entiendes lo que quiero decirte? Tú te licencias como letrado y yo seré tu pasante, y trabajaremos juntos toda la vida». Eso si ganaba la República, desde luego.
Aquel proyecto no pudo realizarse. Ni la República ganó ni Alberto García Matesanz vivió para tomar decisiones. En Mudrián dicen que murió como un pecador, como un réprobo. Tal vez no le hayan perdonado nunca que salvara la vida de Saturnino. El 1 de abril de 1940 —y su amigo recuerda con precisión la fecha—, el párroco de Mudrián moría, según parece, blasfemando y en medio de tremendos dolores. Saturnino no estaba allí ni da más explicaciones. Tampoco los otros vecinos del pueblo quieren extenderse mucho en ese asunto. Tanto la relación entre los dos hombres como la desaparición del salvador están todavía rodeadas de algunos misterios. Si toda la historia parece increíble, este capítulo más que ningún otro. En todo caso, parece claro que el cura había terminado por volverse loco.
Los ecos de la guerra llegaban a la cuadra del cura a través de la radio y de los periódicos. Muchas de las noticias eran falsas, como ha ocurrido en todas las guerras. El proceso de «moralización» del pueblo surtía efectos contrarios en el hombre oculto. Sabía lo que le había ocurrido a su familia y a los vecinos del pueblo, pero nadie podría jurar que supiera lo que de verdad estaba sucediendo en Guadalajara, en Toledo, en Málaga, en Badajoz, en Cataluña, en Madrid, en el Ebro, en Guernica, en Teruel… Alberto sólo tenía noticias fidedignas acerca de Mudrián y sus gentes, incluidos los padres y los seis hermanos de Saturnino.
Nadie sabía que él estuviera todavía en el pueblo. Se pensaba que había escapado a la sierra, que se había incorporado al frente, que le habían pegado un tiro en cualquier rincón de la patria hundida en sangre. Cada vecino tenía su propia versión. Sólo una posibilidad no lograba asentarse en la imaginación de ninguno: la verdadera. El párroco continuaba desempeñando sus funciones litúrgicas. El párroco veía, cuando se volvía a los feligreses para desearles la paz en las palabras rituales Dominus vobiscum, a unos cuantos «izquierdistas» con los brazos en cruz siguiendo la ceremonia. Algunos de ellos tenían la cabeza afeitada. Casi todos lo miraban con tristeza, con miedo. Ni siquiera eran capaces de odiar.
La única persona que tuvo inconsciente noticia de Saturnino fue el padre del clérigo. Oyó una noche que alguien tosía en la cuadra. Lleno de terror corrió a contárselo a su hijo. Éste, tan asustado como él, aunque por otras razones, recorrió con una vela todos los rincones, revolvió la paja del caballo.
—No hay nadie, padre —le dijo.
Pero el viejo continuaba siendo una presencia peligrosa. Alberto y Saturnino decidieron entonces librarse de él. Como el pueblo se había quedado sin maestro y el viejo estaba fuerte en letras, se decidió que se ocupara de los niños solitarios de Mudrián. De este modo, Saturnino podía sentirse más seguro. Todos los días el padre de Alberto se iba a enseñar las letras a los escolares, mientras el Cojo buscaba un remedio contra el resfriado. Gracias al incidente nacería en el hombre-topo un desmedido interés por la medicina y por la salud del cuerpo, interés que más tarde le haría concebir algunas ideas muy personales y esotéricas sobre el tema.
—Leí en una hoja de periódico que limpiándose las fosas nasales y los pólipos desaparecería la tos. Por las mañanas, lo primero que hay que hacer es estornudar dos o tres veces; luego, la respiración artificial, se respira veinte veces con fuerza. Después se limpia uno las fosas con un papel enrollado en forma de embudo y con agua. De esa manera no vuelve usted a estornudar o toser en veinticuatro horas, por muy acatarrado que esté.
Meses y estaciones se sucedían en la soledad del armario. Saturnino no tenía allí dentro absolutamente nada, ni un calendario, ni un objeto para entretenerse. Tampoco los echaba de menos. Lo único que añoraba eran los libros. Siempre habían sido su gran preocupación, pero la oscuridad de la caja le impedía leer. Durante muchos años había llevado consigo a todas partes la Ley de Enjuiciamiento Criminal, pero esta vez había tenido que dejarla en la casa de sus padres. Saturnino reconoce que todavía ahora está un poco obsesionado por el Derecho. «Una cosa mala, una cosa mala».
Pensamientos, a veces absurdos, cálculos sin base lógica y recuerdos inconexos le asaltaban día y noche. Particularmente sentía nostalgia en ciertas fechas, imaginaba que se hallaba reunido con su familia, que charlaba con sus hermanos. Para suerte suya, Saturnino no tenía novia el día que se encerró. No tenía ni había tenido hasta entonces ni —naturalmente— tendría después.
—Amigas sí, amigas he tenido, pero nunca pensé en casarme, ni siquiera de joven. Sin embargo, me he corrido muchas juergas. Me gustaba la prestidigitación, los juegos de manos, la brujería, ya sabe usted. Cuando estábamos con chicas, yo decía: «¡Felisa, a desnudarse!», y organizábamos buenas juergas. Nos divertíamos con esas cosas. A ellas les gustaba yo porque sabía hacer todo eso, por pasar el rato. Pero siempre he respetado mucho a las mujeres, sí, señor. Creo que la mujer es lo mejor y lo peor; de eso tendríamos mucho que hablar, tengo hecho un estudio sobre ello. Creo que las mujeres son lo más divino y lo más desastroso…
Acaso estas juveniles «hechicerías», absolutamente ingenuas, fueron el nacimiento de ideas y prácticas que más tarde permitirían a Saturnino vivir en soledad total durante tan largos años.
La guerra, entretanto, iba devastando pueblos, campos y ciudades. La aldehuela castellana cuyo trono había ocupado efímeramente el Cojo Charrabacos había de salir con suerte. Aquellos tres coches del amanecer fueron todo el ejército invasor. Ya no sonaría un balazo, ningún paso de soldado en Mudrián. Varios amigos del exalcalde fueron llevados a la cárcel y unos cuantos de ellos estuvieron a punto de ser condenados a muerte. Es sorprendente que su intercesor, y también acaso el salvador auténtico, fuera Marcelino de Lucas, el padre del Cojo. Un hermano de éste era administrador del Marqués de Lozoya y vivía en Segovia. El Marqués, a petición de su empleado, intercedió por Marcelino durante el juicio, y también por los otros amigos encarcelados del Cojo.
Él había estado en la cárcel desde el 27 de agosto hasta el 29 de setiembre de 1936. Como el buen hombre no sabía en dónde podía estar su hijo, nada pudo confesar.
—Le cortaron el pelo, le hicieron unas cuantas herejías, pero terminaron soltándolo —dice Saturnino.
Pero su hermano Pablo recuerda mejor los hechos. El padre, la madre y la hermana mayor fueron detenidos a consecuencia de una denuncia firmada por algunos habitantes de Mudrián. Felipe, Eugenio y Pablo estaban en el frente. En el pueblo se habían quedado los hermanos pequeños: Domitila, Eulogio y Narciso.
—Todos los días, a primera hora de la mañana, los sacaban de la cama y los paseaban por el pueblo en cueros. Así durante todo el mes que duró la detención de los padres.
La acusación principal consistía en que su hijo era presidente de la Casa del Pueblo. Los padres afirmaron que efectivamente había sido así, pero que la intención de Saturnino al aceptar el nombramiento había sido la de disolver dicha Casa. Los libros de la misma, conservados en Mudrián, podrían demostrarlo. A los dos días, y por orden del Gobernador Militar de Segovia, fueron hasta la aldea Leonardo Gutiérrez, recién nombrado Delegado, y dos acompañantes. Esta comisión investigadora comprobó efectivamente que Saturnino había sido nombrado a petición popular, después de haber sido socio de honor, y que ya en la segunda sesión propuso anular la organización.
La denuncia, firmada por veintiuna personas y encabezada por el cacique Marcelo del Campo, añadía otras pintorescas acusaciones. Se afirmaba en ella que Saturnino poseía un arsenal de armas y municiones, pero los investigadores solamente hallaron una escopeta de chimenea, usada en la II Guerra Carlista y fabricada en 1845, completamente oxidada e inservible. Esta arma, junto a la escopeta de caza de Pablo, había sido entregada en el Municipio, según atestiguaban los recibos en poder de Marcelino. Asimismo, y en términos generales, se llamaba a Saturnino hombre sanguinario, medio brujo y se le culpaba de diferentes delitos supuestamente cometidos en sus cuatro meses de mando.
Pero al fin ninguna de las acusaciones prosperó y los padres y hermana del Cojo fueron liberados. A pesar de ello, algunos vecinos del pueblo realizaban periódicos registros en la casa familiar; los insultaban y escupían cuando salían a la calle. Marcelino dio cuenta de estos hechos al Gobernador Militar de la Provincia, ya que ningún registro se había llevado a cabo por orden suya, y jamás entró en la casa fuerza policial alguna, pero aunque se consiguió que los registros cesaran, el ambiente de hostilidad en el pueblo proseguía. Marcelino, perseguido y sin trabajo, se fue a trabajar a Bayubas de Abajo, en la provincia de Soria. La madre y las hijas tuvieron que quedarse para ocuparse del Cojo, todavía oculto en la casa del cura. Pablo continuaba en el frente de Madrid; Felipe, en Asturias y Eugenio, en Teruel, todos ellos con las fuerzas nacionalistas. Más tarde, Felipe sería licenciado y volvería a Mudrián para ocuparse de la familia.
—Es que no había más remedio que incorporarse a filas, era una cosa obligatoria. De Mudrián nadie fue a las filas de la República, nadie podía ir. El noventa por ciento, aunque por mentalidad estaba con los republicanos, se unió a los sublevados. Más que por miedo, por falta de carácter y por falta de decisión.
Como tantos otros, el pueblo se había quedado sin hombres. Y cada hombre luchaba en el lado al que le habían llevado el azar, la suerte, el miedo, la indecisión. Para quien no conoció aquella guerra, éste es el más incongruente de los enigmas. Tal vez ocurra así en todas las guerras civiles. Una circunstancia obliga a que un hermano luche al lado de los hombres que buscan al otro hermano para cortarle el cuello. Y en este caso, las fuerzas estaban muy desniveladas. Únicamente el Cojo seguía siendo enemigo.
En aquellas condiciones, no podía siquiera soñar con escapar. Sus muletas no le hubieran permitido llegar muy lejos.
Y el aislamiento crecía a medida que pasaban los meses de la guerra. Sólo le quedaba un amigo, el cura. El Cojo había de contentarse, pues, con que las sombras lo protegieran. De hecho, seguían buscándolo enconadamente; no lo habían olvidado. Y eso no podía solucionarlo ni el mismo marqués de Lozoya. Todavía alguien soñaba con las sesenta mil pesetas de recompensa, pesetas ahora en moneda nacional; los billetes del Gobierno republicano no servían para nada. Si acaso, para crear problemas a quien aún los conservara, como iba a ocurrir treinta años más tarde al propio Saturnino. En Burgos se había hecho una nueva emisión con otras efigies.
De todas maneras, era el único hombre realmente perseguido de Mudrián. En el pueblo no hubo fusilamientos; los encarcelados fueron pronto liberados. Los que rezaban a gritos el Credo por las calles en sombras habían terminado por «convertirse». Ya sólo quedaban el hambre y la espera, las voces de la radio, los partes de guerra y las cartas del frente.
Y un buen día se supo que la guerra había terminado. Alberto García Matesanz corrió a la cuadra para contárselo a su protegido. Sí, sí, no cabía duda: la República había dejado de existir. Ni él colgaría la sotana ni Saturnino volvería a empuñar la vara de mando. De un plumazo, sangriento plumazo de treinta y tres meses, quedaban enterrados, junto a medio millón de españoles, buena parte de ellos inocentes, la U.G.T., el socialismo utópico, los Jurados Mixtos de las Industrias Químicas, los mítines aldeanos, las esperanzas de muchos y los rencores de otros, aunque éstos no por completo. Mientras para los vencedores en España comenzaba a amanecer, sobre Saturnino caían las más pesadas sombras de la noche, una noche que podía ser definitiva. En realidad, la primera etapa de encierro había sido la mejor.
—¿Qué harás ahora? —preguntaba su amigo.
—Esperar.
Todavía esperar. Sobre todo, esperar. Su cabeza continuaba en situación de peligro. A pesar de haberse dirimido los odios, las envidias, la fuerza de unos ideales, al Cojo, como a tantos otros, continuaban buscándolo y persiguiéndolo. La oferta de los doce mil duros seguía en pie. En aquellos momentos de confusión y de euforia nadie o muy pocos pensaban en el verdadero significado de la palabra inocencia, de la palabra culpa. Las guerras civiles están hechas para eso. Cerrado un capítulo vergonzoso de la historia de España, se iniciaba otro igualmente triste y desdichado. El hambre no sólo no había desaparecido, sino que empezaba a notarse con más fuerza. Las ruinas humeaban aún. De miles de hombres se ignoraba el paradero. ¿Muertos en combate, muertos en una emboscada, en una cárcel, encaramados a un pino, ocultos en una chimenea, presos en un campo de concentración francés, huidos a México, a Rusia, o entonando canciones victoriosas en la otra esquina del país, con nuevos galones, nuevas glorias, nuevos proyectos?
—Si me cogieran y me sometieran a juicio —decía Saturnino a su guardián—, estoy seguro de que no me matarían, porque sabría demostrarles que soy inocente, pero si salgo no me dejarán presentarme a las autoridades; los cobardes me matarán por la espalda como a un perro.
En la memoria de muchos, entre ellos del propio Saturnino, todavía habitan las palabras de amenaza que pronunció el jefe de una de las patrullas: «Si yo lo cogiera, la tajada más grande que haría de él sería como un palillo de dientes». Un buen día se supo que la guerra había terminado, pero la particular guerra de Mudrián seguía vigente.
Y un nuevo peligro surgió en el sombrío horizonte del Cojo. Desde finales del 39, el cura había comenzado a dar muestras de desequilibrio mental. La locura se iba adueñando de aquella mente sometida a tan extraordinaria tensión; de haber sido descubierto el cautivo, Alberto García Matesanz habría corrido un serio peligro. Saturnino hablaba diariamente con él y advertía los progresos de la demencia. Un médico había ordenado que se bañara al enfermo con agua caliente en la que debía disolverse cierta cantidad de resina. Algunas mujeres del pueblo se encargaban de la operación. La madre del Cojo era una de ellas. Cada día, hervían grandes pucheros de agua e iban llenando una tinaja de madera. Entre todas obligaban al cura a introducirse en ella. No era una tarea fácil, porque el hombre gritaba y luchaba contra sus piadosas feligresas, pero después del baño se calmaban sus nervios. Un día de febrero, sin embargo, los gritos fueron comprometedores. Cuando lo estaban desnudando algunas mujeres, el cura comenzó a preguntar: «¿Queréis saber dónde está el Cojo, queréis saber dónde está el Cojo?»
La madre de Saturnino, Venancia, tuvo que actuar con rapidez:
—Vamos, vamos, don Alberto, todo el mundo sabe que está fugado. ¿A qué viene esto ahora? Hale, venga, al baño.
—Luego se volvió a las otras.
—Pobrecillo, cada vez está peor.
Al mismo tiempo, empujó al sacerdote dentro de la tinaja y lo hundió hasta la coronilla en el agua hirviente. El hombre no pudo seguir hablando. Más tarde, cuando hubo finalizado la cura, la madre del Cojo se quedó en la vicaría simulando atender al sacerdote; cuando todos se hubieron ido, se encaminó hasta el refugio de su hijo para comunicarle lo ocurrido. Pero al Cojo se le habían desarrollado extraordinariamente los sentidos, particularmente el auditivo, y se adelantó a la mujer. Lo había oído todo. Tenía que salir de la rectoral lo antes posible, aquella misma noche. Además de la locura del sacerdote, un nuevo hecho había venido a complicar la situación. Aquel día por la mañana había llegado un hermano del cura que no tardaría en enterarse de la presencia del alcalde republicano. Así, pues, era preciso actuar rápidamente. Saturnino dio unas breves instrucciones a su madre.
—Deja la puerta entornada esta noche. A eso de las dos iré a casa.
Venancia puso algunos reparos. Allí lo encontrarían en seguida; era el peor sitio de Mudrián… Pero el Cojo lo había meditado mucho. Ambas casas estaban casi frente por frente, separadas tan sólo por una calle no más ancha de veinte pasos. Sin despedirse de nadie, cuando eran casi las tres de la madrugada del día 3 de febrero de 1940, Saturnino envolvió su muleta con un saco y se asomó a la puerta de la vicaría. Todo permanecía en silencio, ni los perros estaban despiertos. Se cubrió la cabeza con un amplio trapo negro y comenzó a caminar a buen paso, pero sin correr. Si alguien le veía, debía pensar que se trataba de una anciana. Disimulaba la cojera y tenía la barbilla clavada en el pecho, pero bien abiertos los ojos. No tardó más de dos minutos en empujar la puerta de su casa. La atrancó e inmediatamente se puso a trabajar en su pobre mausoleo.
Una barba negra y rizada, crecida durante el encierro, le llegaba hasta la cintura y se le confundía con el cabello sin cortar. Tenía el rostro amarillento, pero la mirada ágil como la de una bestia acosada. Mandó a su madre prepararle una yacija y unas mantas y los hermanos pequeños se las subieron al desván de la casa, después de que abrieron un boquete en el tabique que lo tenía oculto. Los hermanos ni siquiera sabían que existiera tal desván. Ayudaron a Saturnino a encaramarse por el difícil agujero, le dieron las buenas noches y volvieron a colocar los adobes en su sitio. El Cojo había quedado sepultado en vida.
Tumbado en la yacija, mientras pensaba que la temperatura era clemente para olvidar el áspero frío invernal, como un relámpago le llegaban ahora todos los recuerdos de una infancia, de una juventud perdidas para siempre. Veintisiete años de trabajos, de estudios, de esfuerzos para escamotear las garras de un destino que tan cruel se había mostrado se agolpaban ante sus ojos espantados. En aquel instante había perdido su sangre fría. Después de haber animado a su madre y a sus hermanos, se sentía incapaz de enfrentarse a sí mismo.
Aquella primera noche no pudo dormir ni un instante, ni un segundo.
5. «No quiere que sigas en la escuela».
—Yo nací el 4 de abril de 1911, y tengo una historia verdaderamente fatal, fatal y enorme. Mi padre era resinero y barbero, era un obrero; tenía unos tres mil pinos para remangar hasta que se los quitaron. Y de eso nos manteníamos. Éramos ocho hermanos y yo era el segundo de los varones, así que desde los seis años o seis y medio empecé a trabajar. Hacía recados, iba a la botica, a Navas de Oro, a Navalmanzano, a Fuentepelayo, a Carbonero; iba en un burro, en un borrico. Sí, yo ya estaba cojo entonces, me quedé cojo a los quince meses, pero en mi casa las necesidades eran más grandes de lo que parecían. Por los recados algunos me daban un real, otros un trozo de pan, otros nada: de todo había. Siempre he sido un hombre fuerte; cuando me escondí estaba gordísimo. De muchacho jugaba a la pelota en verdaderos desafíos, con la muleta y todo. En la puerta de la iglesia se jugaba a la pelota; había mucha animación, ahora se ha perdido. Yo jugaba estupendamente, pegaba unos rebotes de miedo sin soltar la muleta. Ahora estoy muy torpe, ya me voy soltando, pero entonces andaba muy bien, montaba a caballo sin ayuda y he trabajado en todo. Cuando la gripe del 18 todos estaban enfermos y yo, con seis años, iba a la botica. Después he trabajado en muchos oficios. Cuatro años seguidos he estado remangando pinos, en la hoza de los pinos, labrándolos, picándolos, o sea quitándoles la corteza, como los resineros de ahora, mejor que los resineros de ahora; y después estuve machacando piedras para el camino vecinal y otros seis años cuidando cerdos por el campo, cerdos de otros, no nuestros, que no teníamos; no teníamos ninguna propiedad, ni una huerta; era porquero. ¿Qué más?
No tuvo Saturnino una infancia distinta a la de los demás hijos de obrero nacidos en Mudrián. La parálisis que dejó inútil su pierna derecha cuando apenas había aprendido a dar los primeros pasos no era una disculpa. Y si trepaba a tejados y árboles en busca de nidos, el Cojo —como empezaron a llamarle aún antes de que aprendiese a hablar— debía arrimar el hombro para el sostenimiento de la familia. Marcelino ganaba catorce pesetas semanales para dar de comer a nueve bocas y hubiera necesitado al menos siete duros. Y de nada servía que al regreso del trabajo se pusiera a afeitar a los vecinos. El dinero no llegaba.
La farmacia de Navas de Oro distaba unos once quilómetros, y el recorrido en burro era pesado y lento, sobre todo para un niño. Sin embargo, el pequeño se sentía compensado por la audiencia que sus gracias infantiles recibían entre los contertulios de la rebotica, que detenían su partida de cartas para escuchar las bromas del mensajero. El farmacéutico don Gabriel, el cura, un capitán retirado del ejército y el veterinario, don Manuel, le pedían chistes y chascarrillos. Saturnino gozaba con estas chácharas. Incluso, al partir pedía a algún parroquiano que le ayudase a montar en el jumento y cuando el otro, compadecido de su cojera, iba a izarlo, el muchacho saltaba a él por sus medios y se alejaba riendo. La broma era recibida con aplausos y carcajadas por la desocupada concurrencia.
Así un año y otro, con ocasionales visitas a la escuela de don Francisco Guirao Castaño, que no podía retener a sus alumnos en las aulas porque los padres los necesitaban en el tajo. Saturnino era un muchacho despierto. Incluso el veterinario de Navas fue a hablar con su padre para que le diera estudios, para que hiciese lo posible porque siguiese una carrera. Y tal vez habría sido posible de no haber entrado en escena el antiguo cacique del pueblo.
Fue una historia cuyas consecuencias llegaron demasiado lejos y la raíz del miedo de Saturnino de Lucas. Apenas había cumplido él los nueve años cuando su padre entabló un pleito al alcalde del pueblo, don Juan Marcelo del Campo. El propietario había montado una noria para regar un campo de raíz de achicoria y la noria recogía el agua que, después de llenar un abrevadero, iba a estancarse en dos lagunas, una de ellas pública y la otra privada; esta segunda charca, de la cual era arrendatario, era muy abundante en tencas y de ella sacaba el padre de Saturnino un pequeño sobresueldo. Pero la retención de aguas de la noria puso en peligro el abastecimiento de las dos charcas y el pilón del ganado. Las aguas públicas pasaban, pues, a ser aguas privadas. De ahí surgió, después de varios intentos de amistosa componenda, el pleito. Lo ganó Marcelino, quien ante el juez perdonó al alcalde a condición de que éste retirase la noria.
Naturalmente, era un riesgo excesivo haber vencido al cacique y toda la familia hubo de padecer las consecuencias. Desde aquel momento, padres e hijos habrían de sufrir la continuada venganza de los Marcelo, más acuciada a medida que el tiempo pasaba.
—Había ido a la escuela a los seis años. Sabía leer estupendamente a los quince días y sumaba como un jabato y entonces el maestro dijo que me debían dar estudios. Pero el alcalde no quiso que yo me impusiese. Dijo «en el momento en que éste llegue arriba nos va a hacer polvo». Y yo era muy pequeño, fue antes de lo del juicio, cuando era un niño. Claro, todos eran de derechas, los mandamases, los caciques del pueblo. No querían que la gente pobre estudiase. Y un día pasó un caso muy curioso. Mi padre tenía una barbería y un día el señor maestro fue a que le arreglaran el pelo y a que lo afeitasen. Y mi padre dijo que si me atrevía yo a afeitarle: tuvo que ponerme una banquilla para llegarle a la cara. Yo le estaba afeitando y entonces el maestro se echó a llorar y me dice: «Huy, hijo, lo que ha pasado contigo; pues mira, hijo, ha pasado esto, que el alcalde no quiere que sigas en la escuela». Y me dio treinta céntimos y dijo: «Ahora, tú no te preocupes; tú vente a mi casa y yo haré lo que pueda contigo». Yo iba a la escuela, pero el maestro no me daba la lección porque Juan Marcelo del Campo y un tal Gutiérrez decían que no, que a mí no. Así que por la tarde el maestro iba enseñándome las cosas en su casa, a escondidas porque se lo tenían prohibido. Con eso aprendí bastante en poco tiempo, más que ninguno del pueblo.
A los ocho años, Saturnino se convirtió en el recadero de Mudrián, al tiempo que seguía visitando de tapadillo la casa del maestro. En sus ratos libres, ayudaba al padre en la barbería, aprendía el oficio de zapatero remendón y salía al campo con los cerdos. Por entonces, Marcelino venía ganando dos pesetas diarias y en la familia, con nueve bocas que alimentar, se necesitaba como mínimo un duro. ¿Cómo iba a atender aquel hombre el consejo del veterinario de Navas de Oro de que diera estudios a su hijo paralítico?
Pablo recuerda perfectamente los detalles de la vida de su hermano:
—A nadie negaba un favor. Así sucedió por ejemplo el día 25 de agosto del año 1921, fiesta patronal del pueblo. Sobre las diez de la mañana, un vecino de la localidad se puso enfermo de bastante gravedad y recurrieron a Saturnino para que fuera a Navas de Oro a buscar unas medicinas. Como el caso era de urgencia, le facilitaron un mulo para que fuese más rápido, ya que él siempre iba en burro, pero no le advirtieron que el animal estaba herido en el lomo. Cuando estaba ya de regreso, a mitad del camino, tuvo que apearse a orinar y al tratar de montar de nuevo el animal se resintió de la herida; hizo un extraño violento, le coceó en la pierna derecha y se la partió por encima de la rodilla. Como mi hermano no tenía otros medios para vendarse, se ató la boina sobre la herida con el cinto, montó nuevamente y llegó a casa. Recuerdo que toda la familia estaba comiendo con algunos invitados cuando Saturnino tocó con la vara en la ventana para que salieran a bajarle del mudo. Parecía un cadáver, igual que un cadáver. Él dijo a la madre que no se apurara, que no pasaba más que se había roto una pierna y que corrieran a llevar la medicina al enfermo para ver si podía salvarse. Después, cuando el médico le curó, nos dijo a todos que nos fuéramos al baile, que él saldría más tarde, cuando no le doliera. Él tenía entonces diez años. Y no vaya a creer que se negaba a hacer los encargos de los Marcelo: él servía a todo el mundo, incluso a los que le querían mal y a los que no le daban ni un céntimo por aquellos viajes tan largos.
Dos años más tarde ocurrió un hecho significativo de los odios desencadenados en la pequeña aldea segoviana. Es también Pablo quien lo narra:
—El día 25 de julio de 1923, a eso de las diez de la noche, Saturnino salió de casa en un borrico para llevar la cena a su padre, que estaba de vigilante en una laguna tenquera arrendada a la Unión Resinera Española denominada «Los Añez». Estaba la laguna a un par de quilómetros del pueblo, pero había que pasar por una senda muy estrecha, entre pino bajo y con mucha rama. Cuando mi hermano pasaba por ese paraje, la mano de un hombre agarró la cabezada del borrico y una voz gritó: «Agarra bien, que pájaro muerto no pía». Saturnino, que tenía buenos reflejos, sacó una detonadora de bolsillo y disparó, haciendo huir a los atracadores. Pero los persiguieron los perros del padre, que estaba cerca y había oído las voces y el disparo.
»Pasaron los dos toda la noche en vela y al día siguiente descubrieron una alpargata y un trozo de tela de pana que un perro había arrancado a los asaltantes. Cuando yo llegué, los vi pálidos y formamos juicio de quiénes podían haber sido; por las huellas dejadas lo supimos en seguida, pero decidimos no dar aviso para que los asaltantes no tomaran medidas amañadas y engañosas. No lo habían hecho por la necesidad de sacar cinco pesetas para sus hijos, sino para saciar el capricho de merendar tencas con sus mujeres, que eran caprichosas y glotonas conocidas por el pueblo, lo mismo que sus hijastras.
»Más tarde los rumores llegaron hasta la Guardia Civil y se hizo una reconstrucción de los hechos, actuando yo como asaltante. Se traducía que la persona interesada en demostrar que Saturnino llevaba un arma era el alcalde, pero se demostró que era una simple detonadora, y los guardias dijeron entonces que si queríamos denunciar el asalto. Fueron muchas las opiniones en el pueblo: unos decían que se debía pasear a los culpables por las calles con un letrero en la espalda; otros, que merecían la muerte o unirse todos y pedir el destierro. Pero Saturnino y la familia se conformaron con decirles personalmente con reserva que eran unos cobardes insensatos y que conocían el perjuicio que les podían causar al denunciarlos a la autoridad por el delito cometido y el estado en que dejarían a los hijos si los metían en la cárcel, de modo que no los denunciaron.
El Cojo se aficionó muy pronto a las cuestiones jurídicas. Aun antes de cumplir los diez años tuvo ocasión de conocer a una persona que no ha olvidado, como tampoco los libros que aquel hombre le prestó. Un tal Antolín tenía un pleito complicado y, como era analfabeto, llevaba su correspondencia con el abogado el padre de Saturnino. Un día se presentó en Mudrián este abogado, don Pablo Guillen, y quedó a comer en casa de Saturnino. Se sorprendió muy pronto de su vivacidad.
—¿Qué te gustaría ser a ti? —le preguntó un día.
—A mí, abogado, pero me faltan los libros y el dinero para comprarlos —respondió el chiquillo.
—Yo te procuraré libros de Derecho para que estudies —respondió Guillén.
En los viajes siguientes, el abogado regaló al Cojo algunos de los libros que había utilizado en su carrera. Eran el mejor presente que podían hacerle a Saturnino. Y en muy poco tiempo metió éste en su mollera todos los articulados jurídicos que aquellas obras traían. Al tiempo que aprendía el oficio de zapatero con Agustín Soria, oficio que comenzaba a desarrollar, estudiaba Derecho, Matemáticas y Gramática, todo con libros del abogado. Estaba empeñado éste en que el niño siguiera estudios regulares y, por fin, el cura Miguel Llorente y él mismo le solicitaron una beca.
—Así se hizo —dice Pablo—, pero el señor alcalde emitió sus informes desfavorables y apretados, por lo que mi hermano no consiguió la beca, beca que hubiera sido un prodigio para él y en parte para la nación española.
Estos informes arrancaron la última esperanza a la familia de que el Cojo siguiera estudios regulares. No obstante, pudo aprovechar cumplidamente sus conocimientos de Derecho. En varias ocasiones actuó como abogado defensor en causas de campesinos pobres, no sólo de Mudrián, sino de otros pueblos cercanos. Martín de Santos y Julián Otero, de Navalmanzano, pudieron dar fe de sus conocimientos, puestos al servicio de los humildes, cosa que, por lo demás, no hizo sino acrecentar los odios de los poderosos hacia aquel muchacho cada día más enfrentado a ellos. Pablo recuerda con todo detalle los juicios en que el Cojo intervino y el ambiente de hombre sabio, honrado y prudente que se fue creando a su alrededor. Para la pequeña sociedad pueblerina, enzarzada siempre en envidias, odios pequeños, reyertas familiares y ansias de dominio de los caciques tradicionales sobre los siervos de la gleba, Saturnino de Lucas pasó a convertirse en la suprema instancia de estos últimos y en un peligro constante para aquéllos. Pablo Guillén sería fusilado a comienzos de la guerra civil.
—A los diecisiete años comencé a trabajar como agente comercial y agente de seguros. Me proporcionó éste trabajo un señor de Segovia. Yo hacía los seguros estupendamente: en menos de tres meses hice quinientos y pico. Ganaba muy poquito, muy poco. Me daban el sesenta por ciento de las primas netas y el cinco por cierto de lo que cobraba. Tuve este trabajo hasta que comenzó la guerra. Después me hice agente del Banco de Ahorro y Construcción, que estaba en Madrid, pero trabajaba en esta comarca. Yo cogía una lista de pueblos grandes, Navas de Oro, Samboal, Arroyo de Cuéllar, Chañe, Remondo, Campo de Cuéllar, Chatún, Navalmanzano, Gomezserracín y San Martín y Mudrián… Viajaba constantemente, en burro, siempre en burro, porque entonces no había coches ni cosas de ésas.
»Como eran muchas las necesidades, no había más remedio que trabajar, y yo he trabajado mucho. A nosotros en esta casa, que ya era vieja cuando nací yo, nunca nos ha faltado de nada, gracias a Dios: pan, patatas y garbanzos; patatas, garbanzos y pan, esto es lo que hemos comido. Yo, cuando era mayor, sacaba seis y siete pesetillas diarias. Todo lo hacía a la vez. Durante el día iba a cobrar los seguros de incendios, del pedrisco, y luego en casa arreglaba zapatos. Por las noches leía. Yo siempre he dormido poco, muy poco, tres o cuatro horas diarias nada más. Más que nada por el anhelo de aprender, de estudiar y de ayudar a la familia. Ya había luz eléctrica, la pusieron cuando yo tendría unos doce años. Así trabajaba y me aprendía todos los códigos que había y todas las leyes según iban saliendo, sin dejar una.
»Y pasaron casos excepcionales, fíjese usted. Cuando hicieron el camino vecinal, pues resulta que el contratista, que era don Tomás Fraile, de Cuéllar, necesitaba un señor para cubicar las piedras y entonces me dijeron que fuera yo. Yo conozco la geometría y el álgebra y esas cosas. Y dijeron: bueno pues nadie mejor que el Cojo para cubicar las piedras.
Y se opuso el mismo alcalde de siempre, se opuso totalmente, porque el pueblo estaba dividido en dos partidos y mi padre era del partido de los pobres, ¿sabe? Aquí siempre hemos estado bajo el mismo aspecto. Así que estuve un día trabajando y al siguiente me quitaron. Pero como eran muchas las necesidades en casa y mi padre estaba enfermo, me marché a Bernardos, compré un martillo y unas barras y me puse a picar piedras. Tenía entonces unos quince años, fue antes de lo de los seguros. Y mire usted: machaqué unos 368 metros. Me acuerdo bien porque el ingeniero, cuando vino el hombre y me vio, dijo: «Pero, bueno, ¿hay derecho a que un muchacho como usted, cojo y todo, haya machacado estas piedras y lo lleve mejor que nadie? ¿Es que no hay otro trabajo para usted?» Y entonces el alcalde le contestó que sí, pero…
Tan excepcional como el comportamiento del alcalde era la personalidad de Saturnino, batallador incansable por la justicia e ídolo de los resineros de la comarca. En todas las dificultades lo llamaban, y también en todas las fiestas. No podían faltar en ellas las sesiones de ilusionismo que El Cojo brindaba graciosamente y que todavía hoy llenan de admiración a sus hermanos y familiares. Dice Pablo:
—Cuando se reunía con chicos y chicas jóvenes era ya el colmo. Le pedían por ejemplo que a ver a quién dejaba desnudo, pero él no realizaba esos procedimientos por respeto al sexo femenino, aunque sí les hacía alguna demostración, como acertarlas el color de las prendas interiores. En una fiesta patronal, estaban unos cuarenta de varios pueblos en el bar «Casa Morales» y no creían en los poderes de Saturnino. Entonces él actuó sobre algunos, los durmió y los dejó en calzoncillos. A uno de Samboal que trató de huir lo dejó sin fuerzas para abrir la puerta. Y luego se puso a adivinar todo género de cosas y la gente se moría de risa y lloraba, así hasta la salida del sol.
»Entonces no participaba yo en política. Lo hice más tarde, cuando se propagó la República, cuando me eligieron para representar a la sociedad obrera, pues había aquí una sociedad obrera, y eso por lo poco que yo había estudiado.
—Eso fue —dice Pablo— porque se ocupaba de defender a los resineros y de escribir las cartas y llevar los papeles de los que se lo pedían. Una vez lo llamaron para pedir que escribiese a un Banco a ver si no confiscaban los bienes de ocho padres de familia que tenían un crédito y les había vencido. Saturnino no sólo escribió la carta, sino que se fue al día siguiente a Madrid con siete duros que juntamos entre él y yo y convenció a los del Banco para que se volvieran atrás. Y no fue nada bien pagado por los interesados, que estaban del lado del alcalde. Cinco de ellos figuraban entre los veintiún firmantes de la denuncia cuando ya estaba encerrado en casa del señor cura.
»Eso fue en 1932, pero la primera cosa verdaderamente política ocurrió un año más tarde, el 6 de abril de 1933. Se declaró una huelga por el cese de uno de los obreros resineros de Mudrián provocada por el alcalde del pueblo, que procedió a dar la mata de pinos que trabajaba a uno de Navalmanzano. Los afiliados a la U.G.T. solicitaron la huelga, después de hacer gestiones para que se quedara el titular de la mata de pinos, pero el señor Marcelo se mantuvo en sus trece. Los hombres se manifestaban por la calle desde las ocho de la mañana sin ninguna alteración del orden de las otras actividades del pueblo.
»Cuando entró la noche, los componentes de la huelga se dieron cuenta de que el señor alcalde tenía proyectada la huida del pueblo, sin duda para que no hubiera medio de reposición del obrero y predominara su acción, y el de Mudrián se quedara sin trabajo, a sabiendas que no tenía otro medio de vida ni conocimientos que pudiera ejercer. Como la cosa estaba clara, los huelguistas decidieron cercar la casa del alcalde para que no huyera.
»El secretario se dio cuenta de que si el alcalde se marchaba daba motivos para que surgiera algo desagradable si los huelguistas trataban de retenerlo. Entonces, sobre las dos de la mañana, recurrió a Saturnino, que estaba en la cama.
Al llamar a la puerta contestaron los padres de Saturnino:
—¿Qué quieren?
—Hablar con el Cojo.
Me levanté yo y me informé de lo que era. Cuando supe que era relacionado con la huelga, dije:
—Mi hermano no pertenece a tal sociedad, por lo tanto nada puede hacer en este problema.
—Mira que se trata de evitar algo desagradable —dijeron ellos—, que se están extremando las cosas por parte del señor Juanillo. Así se le llamaba al alcalde en el pueblo.
Saturnino estaba escuchando el diálogo y contestó desde la cama:
—Esperar un momento, que me estoy vistiendo.
Cuando hizo acto de presencia en la puerta, preguntó lo que pasaba. Y el señor Arranz dijo:
—La cosa es grave. El señor alcalde se está preparando para escapar del pueblo, dejando aquí el lío que ha formado. En cuanto ponga los pies en la calle lo cogerán y sabe Dios lo que puede pasar, porque a lo mejor, sin quererlo hacer, puede ser que le causen la muerte, ya que él hará resistencia. Como de mí no hace caso, quiero que vengas conmigo a ver si podemos evitar que se marche.
En efecto, Saturnino no dudó y decidió ir con el secretario a la casa del señor Marcelo, que tras mucha insistencia les franqueó la puerta. Pasaron hasta el corral donde estaba ensillando una yegua que tenía de su propiedad, bastante vieja, pequeña y tuerta del ojo izquierdo, arropada en una capa antigua de paño. Saturnino le convenció de que se metiera en el cuerpo de casa y le propuso que a las nueve y media fuera al Ayuntamiento para arreglarlo todo.
—Si yo salgo de casa, me matan —decía el alcalde.
—No tenga miedo, que no le pasará nada. Ahora, cuando salgamos de aquí, veremos a esos hombres, para que lleguen a un acuerdo. A usted le acompañará una pareja de la Guardia Civil hasta el Ayuntamiento, que presenciará todo garantizándole que no sucederá nada malo.
Así que salieron de la casa el Cojo y el secretario y se dirigieron donde estaban los huelguistas rodeando una hoguera que tenían para combatir el frío, donde a la vez contaban chistes, etcétera. Saturnino les dirigió la palabra, dijo que fueran a buscar a la Guardia Civil a Navalmanzano y que se presentaran todos en el Ayuntamiento a las 9,30.
—Mañana todos aquí para pactar las cosas, pero quiero paciencia y serenidad.
—Si tú te comprometes, lo que tú hagas lo damos por hecho —dijeron ellos.
Cuando se reunieron todos a la mañana siguiente, dijo el secretario:
—Bueno, Cojo, en ti ponemos esto para que seas tú el que dé comienzo y propongas lo que estimes conveniente de lo que se ha de hacer.
Saturnino preguntó si todos se hallaban conformes en que terminara la huelga. Los obreros dijeron que sí y el alcalde no dijo nada. Después de una pequeña pausa, Saturnino preguntó:
—¿Cuántas matas de pinos hay en el pinar de propios?
—Ocho —contestaron.
—¿Cuántos pinos tiene cada mata?
—Tres mil seiscientos —dijeron.
—Pues cada uno de ustedes cederá cuatrocientos pinos y el nuevo resinero dejará quinientos; de esa forma ustedes trabajarán tres mil cuatrocientos y el intruso, como ustedes dicen, trabajará tres mil trescientos, y el cesante tres mil quinientos. ¿Se hallan conformes con esta distribución?
Todos dieron su conformidad.
—Visto que os halláis conformes, proceded a dar por terminada la huelga con las mismas formalidades con que la habéis iniciado.
Y luego echó un discurso para recomendar prudencia y resaltar los inconvenientes que pueden resultar de estas cosas, que era por lo que él había intervenido; dando una lección a todos, al alcalde también, a pesar de lo que había hecho con él.
Por este suceso y otros, la sociedad de la U.G.T. tomó el acuerdo de hacerle socio honorífico, que él no quiso aceptar al principio. Pero insistieron mucho y le convencieron y más tarde decidieron que fuera el presidente de aquella asociación. También se opuso y por fin aceptó. Yo le dije:
—¿Para qué quieres complicarte la vida de esta manera?
—Para disolver la sociedad —respondió él.
Tomó posesión del cargo y a la tercera reunión propuso que se disolviera el organismo. Se aprobó y no tardó en realizarse y se pararon las funciones de la Casa del Pueblo, todo hecho con los trámites legales para que no se pudiera revocar y todos estaban satisfechísimo de haberlo hecho.
Con estas cosas, le llamó el gobernador de Segovia para decirle que quedaba nombrado alcalde del pueblo. Saturnino dijo que no.
—Le doy a usted media hora para pensarlo —dijo el gobernador.
Saturnino salió a la sala de espera y estando allí sentado se le acercó un conserje y le dijo:
—Prepárate, que el señor gobernador ha llamado al jefe de Policía para que te lleve a la cárcel si no recibes el nombramiento; así que piensa lo que vas a hacer.
Sin decir nada a nadie, tomó la escalera y se fue a la calle: montó en un taxi y no paró hasta Carbonero el Mayor, que dista treinta quilómetros de la capital. Desde allí tomó el coche de viajeros que le condujo hasta Navalmanzano, esto después de haber hecho unas compras de cueros para la reparación del calzado. Llegó a casa con el mismo temperamento de siempre, sin demostrar nada de lo ocurrido durante el viaje.
A los dos días se presenta la Guardia Civil con un oficio del señor gobernador citándole con toda clase de apercibimientos si no concurría al Gobierno Civil en la fecha prevista. Entonces fue cuando me contó lo ocurrido la vez anterior.
—Me ha dicho que tengo que ser alcalde de todas maneras, así que no me queda otro remedio que aceptarlo. Esto me restará tiempo para otros asuntos más importantes que ser alcalde.
Cuando Saturnino se presentó en Segovia, el gobernador estaba muy serio y lo primero que le preguntó fue por qué no se había esperado la vez anterior. El Cojo contestó:
—Como ya lo tenía pensado, no tenía que pensarlo más y decidí marcharme a hacer mis cosas particulares, que me interesaban más que ir a dormir a la cárcel, que eran las intenciones que tenía su Excelentísima Autoridad, y como no aspiro a cargos que no sean elegidos por el pueblo, no estoy dispuesto a aceptar, ya que las leyes vigentes lo disponen así.
Entonces el gobernador le contestó que no era él quien lo elegía, que era el pueblo el que lo había proclamado en un escrito firmado por el ochenta y dos por ciento de los vecinos. Le mostró el documento con dos pliegos adjuntos llenos de firmas. Y como tenía que ser el alcalde del pueblo, lo fue.
La manada de caciques que manipulaba el pueblo se sintió tan afectada que pensaba que el nuevo alcalde iba a producir grandes trastornos cuando descubriera la cantidad de chanchullos que había ocultos. Pero no fue así. Él se limitó a poner las cosas en su puesto a partir de aquella fecha del 14 de marzo del año 1936, que fue el día que tomó posesión de la presidencia del pueblo, hasta el 24 de julio de aquel año, en que se encerró en la casa del señor cura.
En sólo cuatro meses de alcalde había construido unos lavaderos cubiertos, que eran obra que no sabía apreciar el pueblo; aumentó la beneficencia de los pobres y el socorro a la Iglesia en el importe de la separación que se tenía proyectada; ordenó dar a la Guardia Civil un carro de leña por cada guardia y señalar un presupuesto para darles comida y alojamiento cuando fueran requeridos por el Ayuntamiento a prestar servicios en el pueblo; y por último, decidió montar servicio telefónico en Mudrián. Claro que llegó la guerra y pasó lo que pasó.
6. Treinta años: un día en la vida
Yo me despertaba por regla general sobre las seis y media o las siete de la mañana. Hacía un resumen mental del día anterior y luego me forjaba lo que había de hacer durante todo el día y el tiempo venidero. Casi todos los días pensaba lo que debía hacer y lo llevaba a la práctica; yo lo llevaba todo completamente hilvanado y así, claro, no fracasaban las cosas. Así que como resumen puedo decirle a usted que lo he pasado estupendamente bien.
Siempre hacía lo mismo, siempre lo mismo. Pensaba lo que había hecho el día anterior y eso venía a durar hasta las once y pico, pensando sentado. En el intermedio desayunaba, lo cual no quitaba para seguir pensando. Me subían el desayuno mi padre o mi madre o mi hermana. No me preguntaban qué tal estaba, sino que decían «buenos días», tal y cual. Nos saludábamos, nos decíamos cuatro chistes, cuatro bromas, pues yo siempre trataba que mi madre y mi padre estuviesen contentos; les decía algo para hacerles reír. Sí, mi madre y yo nos contábamos muchas cosas. Yo le decía chistes y cuentos que me había figurado para que ella estuviera alegre.
Sobre las nueve o nueve y cuarto desayunaba y a las once o cosa así me ponía a hacer las cosas que tenía que hacer.
Lo primero que hacía nada más levantarme era lavarme. Siempre, siempre. Además, le voy a decir una cosa muy importante, que a lo mejor alguien la juzga mal, pero yo creo que es muy importante. Lo primero que hacía al levantarme era mojar una esponja y después mojarme la nuca y frotarme el cuello. Eso tiene una finalidad muy importante: primero, el cerebro se mantendrá siempre despejado y no podrá haber embolias; en cuanto a la cuestión del cuello, no tendrá nunca arrugas la cara y la circulación sanguínea irá siempre bien. Eso lo había leído yo en un folleto.
Después de hecho esto, me lavaba la boca, me lavaba la dentadura con pasta corriente, de cualquier clase. Después me desayunaba. No, antes tenía costumbre de beber un vaso de agua nada más lavarme el cuello, un trago del botijo, un trago grande que se calcula en un vaso de agua. Esto lo he hecho todos los días hasta que he salido. Ahora ya no lo hago, pero sí me mojo la nuca.
Desayunaba mi leche templada. El café no me ha gustado nunca, porque creo que el café es lo que decía don Gregorio Marañón, que es nocivo. Tomaba leche con unas galletas o unas magdalenas o unas pastas. Era lo único que tomaba. Y en seguida, eso sí, el primer pitillo. Eso, constante.
Y a las once comenzaba a trabajar. Cogía la máquina encima de las piernas y empezaba la cosa comercial. Y después estudiaba. Y cuando no tenía que estudiar o me cansaba de estudiar, pues hacía malla. También trabajaba después de comer. Llegaba por ejemplo la una y media o las dos y comía. Comía más bien pobre que rico. Carne comía poca. Pescado más que otra cosa, congelado ahora a lo último, antes no. Y bastante fruta.
Luego, después de comer, me ponía a leer el periódico, leía alguna noticia para entretenerme. El periódico llega aquí en invierno por las mañanas y en el buen tiempo por la tarde. Estaba suscrito a nombre de mi hermano Eulogio. Después seguía trabajando hasta las cinco, las seis o la puesta del sol; eso dependía de lo que hubiera que hacer. Cuando ya me cansaba de leer y de escribir, me ponía a hacer malla para pescar y arreglaba los zapatos de los sobrinos. Los ruidos no se oían desde afuera porque desde allá arriba… Y que las paredes son anchas, no como ahora que se hacen las casas pegadas y cosidas.
A la puesta del sol, cuando se acababa el trabajo, encendía la luz, una bombilla pequeña, y seguía escribiendo o haciendo malla o con los zapatos de los chicos. Luego llegaba la cena y, después de la cena, eso sí, tenía costumbre de hablar un rato con mis hermanos por ese huequecito, el hueco de un adobe; yo estaba sentado, pero tenía que agacharme un poco. Así charlábamos un rato todas las noches, contándonos lo que pasaba en el pueblo. Por la mañana, salvo un caso de urgencia, no solíamos hablar porque ellos tenían que ir al trabajo, pero por la noche sí, porque iba uno o el otro y se juntaban allí a charlar.
De los sobrinos no iba ninguno, no sabían nada. Yo los conocía a todos, de verlos cuando eran pequeños, cuando me los llevaban allí de pequeños. Después cuando ya podían hablar, pues no. Sabíamos lo que había ocurrido a aquel amigo de Segovia que se escondió detrás de un armario y tenía un niño de cuatro años; claro, fueron a buscarle como fueron a buscarme a mí y el chiquito dijo que su padre estaba allí, detrás del armario. Le dieron dos cuchilladas y le dejaron morir a la vuelta del camino los falangistas. Así que cualquiera.
Por regla general solía acostarme a las dos de la madrugada. Después de acabar la conversación con mis hermanos me lavaba la boca porque siempre me ha gustado y me iba a tumbar. Tenía reloj, ahí arriba está todavía, tenía uno de pulsera y otro de pared. Se oía estupendamente el tictac.
* * *
Portaba una barba que le llegaba a la cintura, negra como una mora, rizada y muy bien tratada. Entró en casa. Como la madre estaba pendiente de su llegada, en seguida se percató, salió al encuentro, porque no se había acostado esperando su llegada, y preguntó:
—¿Dónde te vas a meter?
—No te preocupes —dijo Saturnino—, que dado como está esto, me meteré en la buhardilla hasta que Dios quiera.
Aquella misma noche abrió el tabique y eligió el sitio en el que ha permanecido hasta el 3 de abril de 1970.
Decidió cortarse el pelo y la barba. Con ello hizo unas pelucas que aprovechó para ponérselas a unas muñecas que fabricó, en madera, con una navaja corriente y vulgar, pulidas a mano y dadas de cera. También hizo una pareja de muñeco y muñeca con los brazos articulados y las piernas, con una guía de alambre y puestos sobre una tabla, que se accionaba por el que la sostenía. Bailaban maravillosamente. El tamaño de estos muñecos era de unos cuarenta centímetros. Éstos fueron los primeros trabajos manuales que él hizo en el tiempo de su encierro. Acto seguido fabricó una pila con su cruz y un rosario verdaderamente maravilloso y artístico, todos los que lo han visto se han asombrado del ingenio de tan maravillosa obra, del trabajo tan grande realizado con una navaja corriente y vulgar acompañada de lija fina para poder sacar el círculo de las cuentas del rosario, y las labores del mueble de la pila, que formaba parte del equipo de la obra.
No sólo realizó esos trabajos, sino también hacía pelotas para jugar en los frontones, a mano, que por su calidad se las pedían desde muchos puntos de España. Tejía red para formar los aparejos de pesca, como las remangas, redes de arrastre, garlitos o buzones, reteles, todos en primera calidad.
Lo que más ejercitaba era el estudio, que para él era, podíamos decir, su profesión, ya que su ilusión estaba basada en la ciencia, que le parecía poco todo lo que sabía y todo lo que podía enseñar.
El día 24 de agosto de 1940 tuvimos la oportunidad de reunimos los hermanos. Hicimos la comida en compañía y, después de comer, aprovechando la ocasión de estar todos, yo me puse y les dije:
—Ahora que estamos todos reunidos en familia, me creo en el deber de hacer una observación, que redunda en beneficio de todos si la cumplimos, como es nuestro deber. Hoy estamos solteros, mañana u otro día podemos estar casados. Es ley de vida. Por ello tenemos que tener en cuenta que estamos bajo la misión de un secreto. Por lo tanto, os ruego que me prometáis que ni aún casados se lo digáis a vuestras mujeres, dónde se encuentra nuestro hermano. Bien sabéis que las mujeres, en un noventa y cinco por ciento, no sirven para guardar un secreto. Comprenderéis que no es de su sangre en primer lugar; y en segundo, que por su debilidad de sexo, se lo contará a su madre, a la hermana, aunque lo haga con advertencia de secreto; la madre o la hermana hará lo mismo y en poco tiempo será descubierto todo, trascendiendo la cosa, con cargo a la vida de ese hombre, mártir, bienhechor para todos, amante de los pobres como lo fue Jesucristo. Bien sabéis que la rivalidad y la envidia es tal que le matarían. Sabemos que sería injusto, pero lo harían, ya que no ignoráis que han sido y siguen siendo muchas las persecuciones que contra él hay.
Todos con la cabeza inclinada para abajo permanecieron en silencio unos instantes, hasta que Felipe dijo:
—Lo haremos.
Todos con las lágrimas en los ojos, e incluso los padres, que se hallaban presentes, no pudieron contestar, pero sí los hijos; fueron dando su promesa de hacerlo, como así fue.
Terminado este coloquio con la familia, subí al lugar donde nos entrevistábamos con Saturnino para darle un cigarro puro, como lo hacía siempre que iba al pueblo. Saturnino dándome un apretón de manos dijo:
—He escuchado todo lo que has dicho a los hermanos.
Espero que se cumpla todo como has propuesto, que yo iba a proponer lo mismo. Pues a medida que se fueron poniendo las cosas para casarse iba a darles a conocer el procedimiento a seguir en evitación de posible descubrimiento por la sensibilidad de las mujeres. Aunque yo creo estar protegido por la Divina Providencia y no pasaría nada, pero más vale prevenir que curar, como dice el adagio. Ahora vosotros os vais al frontón a ver el partido de pelota y alternar con todos los del pueblo sin distinción ni recelo de nadie. Yo con veros a vosotros y escuchar al pueblo estoy divertido, porque desde aquí veo más cosas que vosotros que estáis en la calle.
Después nos fuimos a tomar café todos juntos formando mesa redonda, sin que allí se hablara nada de Saturnino. Pero no faltó quien hacía comentarios acerca de la reunión: «Ya parece que se les ha olvidado el hermano; claro, son más de tres años que lleva criando malvas, pero siempre son los mismos, unidos como un solo hombre». Ésta ha sido la envidia del pueblo, siempre, que éramos muchos y era como si fuéramos uno solo; entre nosotros no había desacuerdo nunca.
* * *
Mi caso no lo sabían más que mi padre, mi madre y mis hermanos. Las cuñadas, ninguna. La gente decía que me había marchado al extranjero, luego hablaba de que si estaba en la radio, que si había hablado desde Casablanca, por Radio Pirenaica. La gente no creía que yo estaba muerto y en Gomezserracín un señor llegó a decir que habían perdido la guerra al no haberme cogido a mí. Y le preguntó uno, que fue el que me lo ha contado a mí, que por qué.
—Pues porque al no coger al Cojo Charrabacos, el día que venga seremos pasto de las llamas de él. Nos va a quemar a todos.
Sí, hombre, eso dijo.
Si a mí me cogen me preparan una como a Grimau. Hasta que no se dio el decreto del uno de abril de 1969 dije que no salía. Porque ahora ya es muy difícil. Yo no temía al juicio, no, sino un golpe de mano. Que te han matado y ya está, ¿no? No era miedo, era precaución. La razón de que estuviera tantos años escondido es ésta: querían perderme del todo.
Los toques de alarma eran los siguientes. Pegaba sobre el carrizo si me hacía falta algo, una sola vez. Si era algo urgente pegaba dos veces. Hubo varias urgencias, claro. Una vez había un chico que llevaba una borrachera bastante grande. Dormía en la casa de al lado, a unos tres metros o cosa así. No había más que un tabique entre medias. Yo le sentí subir y caer. La borrachera era bastante fuerte y le sentí respirar con asfixia y cayó entre un baúl y una pared, y cayó boca abajo. Devolvió y llamé urgentemente y se levantó mi hermano Eulogio. El chico vivía solo, su madre se había marchado a Navalmanzano con una hija que tiene y se había quedado allí.
Cuando subió mi hermano ya estaba sin sentido ni nada. Le limpió, le hizo la respiración artificial, le metió en la cama y ahí está el chico tan tranquilo. Lo hice porque era primo nuestro. Él lo ha sabido ahora, cuando he salido. Decía que le había salvado la vida Eulogio.
Otra urgencia fue cuando se quemó la chimenea de mi tía Juana, que estaba yo encima. Eso fue terrible, pues estaba a unos metros de mí, o sea que si se prende del todo yo no hubiera tenido salvación. Me tenía que haber ido por donde hubiera podido. Y llamé urgentemente y subió Narciso en seguida. Dije:
—¡Arrear!
Llegaron, cogieron unas mantas mojadas y la taparon por arriba. Si no, pues se quema.
Y otra vez también fue urgente, muy urgente. Fue cuando se quemó la cuadra de mi tía Petronila. Echó la ceniza precisamente junto al tabique donde yo estaba y en seguida me dio a mí la cuestión del fuego y la llamé urgentemente. Ya estaba ardiendo la pesebrera.
También está el incendio de Hipólito, que lo descubrí yo. Y el de la iglesia, que si no es por mí se quema entera. Yo siempre veía el humo por el agujero de la teja, lo olía antes que nadie porque tenía un olfato fenomenal. Sentía el olor como nadie, aunque viniera de lejos. Y los ruidos, pues lo mismo. Desde arriba no se me pasaba una. Me asomaba muchas veces y estaba al tanto de todo, no se me pasaba una.
El incendio de la iglesia ocurrió hará unos cinco años. Yo estaba ahí arriba, como siempre, y siento pas, pas, unos golpes en la iglesia. Como siempre que había algo raro, hice un cucurucho de papel y lo corté un poco por abajo. Me metí la punta por la nariz, por un agujero y tapándome el otro agujero podía oler a doscientos metros de distancia. Así sabe usted si es pintura, o resina, o paja… Lo localiza usted estupendamente. Yo localicé que era pintura y que era la iglesia la que se estaba quemando. Di los dos golpes de peligro, tac, tac, que mi padre y Eulogio ya estaban avisados y subieron corriendo.
—¿Qué pasa?
Yo dije:
—Vete corriendo, que se está quemando la iglesia, que se está quemando la pintura por dentro, porque por fuera no se ve nada. Yo lo sé por el olor y el desprendimiento de la pintura.
Salió corriendo y en seguida gritó por las calles «¡fuego!». Salió el señor cura y todo el pueblo y lo cortaron.
Yo lo oía todo, hasta los quejidos de los niños al nacer, todo. Me hacía una idea total del pueblo, lo iba calculando. No sé la cantidad de cuartillas que se han perdido donde lo iba apuntando. Amores, odios, rencillas, hasta robos, cosas desastrosas que no se pueden decir ni ahora ni nunca. No se pueden descubrir. De cosas raras, por ejemplo, que aquí entró la peste porcina y no querían que se enterasen en el pueblo. Morían los cerdos, pero a las dos o las tres de la mañana los sacaban en carros, muy bajito, y decían:
—Sobre todo que no se entere la gente. Nada, los enterramos y ya está. No se entera nadie.
Los iban a enterrar a los pinares. Yo no se lo decía a la familia hasta que no llegaba el momento conveniente. Y ese señor de los cerdos no quería creer que yo había estado ahí escondido. Cuando salí no se lo creía. Y entonces yo le he dicho:
—Mira si será verdad que te puedo decir las fechas en que hiciste esto y otro. Lo de los cerdos y lo demás, que yo lo tengo apuntado todo.
Se lo dije y él contestó:
—¡Coño, pues es verdad!
Lo oía todo por el oído sin ver nada. Y esas cosas de ir a por pinos y a por patatas, de noche, esas cosas, pues era raro que no las supiese yo. Yo dormía muy poco, muy poco. Por las noches casi nada, unas pocas horas. Y ahora me saludan: «Hola, fulano» y sólo por la voz sé toda la vida de él y de su familia.
Pero urgencias para mí, personales, nada absolutamente, nada, nunca he necesitado nada. Yo he visto pasar a la Guardia Civil muchas veces estando metido ahí dentro. En una de las últimas veces que vinieron a registrar, por un lado y por otro, dando a las paredes con las culatas y tocándolo todo y mirando por todas partes, como siempre y como si fuera cosa propia de ellos, yo estaba tan tranquilo ahí arriba. Estaba tan seguro de que no iban a encontrarme, de que no iban a descubrirme jamás que no sentía el más mínimo miedo. Vinieron muchas veces, muchas veces. Después de la guerra. A registrar y preguntar y husmear por todas partes, pero nada.
Yo pensaba: «Si me cogen y me quieren matar, pues que me maten». Nunca sentí miedo. No era miedo, era cuestión de precaución. Era el medio de mostrar al mundo lo que es la realidad de la verdad de los hechos. Esto era todo lo que yo quería. Justificar al mundo primero quo yo era inocente. Lo segundo, que no hice más que bien a todo el mundo. Y demostrar que si alguien de los vivientes o de los mortales puede culparme a mí de lo más mínimo, que lo haga. Yo no podía salir porque no me iban a dar tiempo a decirlo. A mí me cogen tan pronto como hubiese salido, porque era conocido en todos los sitios de Segovia.
* * *
Eulogio era el que más le cuidaba, siempre estuvo viviendo en la casa con él. Cuando murió la madre, el día veintiuno de julio de 1959, nos reunimos todos y Saturnino bajó por la escalerilla, entre los carrizos del techo, bajó arrastrándose con la cabeza para abajo y los pies para arriba, y se asomó al agujero después de que nosotros quitamos el adobe. Habíamos llevado allí a la madre para que él la viera de cuerpo presente. Yo no sé si lloró, siempre ha sido muy templado para todo. La vio y volvimos con ella a la habitación a velarla. Después se procedió al entierro y comentamos con él las incidencias, pero lo sentimos mucho, claro.
A ella la podremos considerar la actriz más grande de la obra por el papel que desempeñó en todos los momentos, desde que Saturnino se metió en aquella guarida. Aquella buhardilla estaba llena de cascotes y residuos de cuando hicieron la obra primitiva, era una madriguera de ratas, ratones, cucarachas, arañas… Y ella fue la que intervino en el saneamiento de aquel lugar. Saturnino le daba la broza por el agujero y ella destruía en el fuego lo que podía ser quemado y mezclaba el resto con el estiércol del corral con el fin de que nadie lo viera si iba buscando a su hijo.
Cuando se percataba de que llegaba algún coche a Mudrián, se cogía cualquier cosa y se dirigía a casa de Felipe con el fin de averiguar qué clase de personas entraban en el pueblo. Luego regresaba a casa y se lo comunicaba a Saturnino, por si él no estaba prevenido.
Muchas veces estos hombres iban derechos a la casa en busca del Cojo. Ella los recibía con toda serenidad, sin hacer resistencia alguna; incluso les ponía la casa a su disposición mostrándoles cualquier rincón que ellos no hubieran mirado. Un día le dijeron que lo buscaban para matarlo y entonces ella contestó: «No pido a Dios más que descanse en paz; no creo que esté vivo». Y rompió a llorar.
Al final, tenía veintiocho nietos y diariamente unos u otros andaban por la casa. Si le preguntaban por su tío el Cojo, ella les contaba las cosas que había hecho y lo bueno que había sido, con tanta psicología que los pequeños sentían cariño por él. Y ella remataba siempre con la misma frase: «Se ha muerto».
Al principio no había luz eléctrica en la escalera. Saturnino usaba un candil y otro mi madre para subir a darle la comida. En el año 49 fui yo y le coloqué una instalación por la cochera y la escalera. De ahí sacó Saturnino una derivación para alumbrarse en la buhardilla. Estaba muy arreglado cuando la madre murió. Se las apañaba solo y con la ayuda de Eulogio, que era el que se había quedado en la casa.
Si Eulogio se iba de viaje a las cosas de los seguros y de las representaciones, que dirigía Saturnino desde arriba, y no podía regresar en el día, llamaba a algún hermano por teléfono y le decía:
—Oye, no te olvides de dar de comer a los perros.
Así sabía el otro que tenía que subirle la cena a Saturnino.
* * *
De ropa sólo tenía lo puesto. Las mudas me las quitaba y me las lavaban con todo lo de la familia. Vestía un pantalón como éste, una chaquetilla y ya está. Si se gastaba una, me compraban otra. Luego me dieron una pelliza para el invierno que todavía está allá arriba. Cuando hacía mucho calor me quedaba medio desnudo. Estaba descalzo siempre.
Me afeitaba cada tercer día y yo mismo me cortaba el pelo con unas tijeras. Alguna vez me dejé la barba larga y el pelo, pero pocas veces, porque cuidaba mucho la cuestión de la higiene. Me lavaba bien todos los días. Esto de la higiene es una cosa muy importante.
Esto es una cosa de opinión mía que no vale para nada, pero yo creo que muchas de las enfermedades que padecemos nos las provocamos nosotros mismos porque no sabemos llevar la cuestión para mantenernos como el cuerpo lo requiere. Además, yo creo también que la cuestión de la asimilación es todo, asimilación del cuerpo. Yo he llevado una alimentación adecuada. Comer fuertemente, de una manera glotona, no puede llevar más que a la destrucción, al desorden y a la corrupción del cuerpo humano.
Nunca he tenido ahí dentro ninguna enfermedad. Yo empecé a sugestionarme, a estudiar la cuestión de la sugestión. Eso me ha dado un resultado verdaderamente maravilloso; tanto que yo pienso que la ciencia médica debía estudiarlo muy delicadamente. Tengo ahí unas tres obras de sugestión y yo creo que son extraordinarias. Primeramente estudié la cuestión de la influencia personal y demás ciencias afines, luego del Instituto Tecnológico y después vino lo de la sugestión.
Si te sugestionas no sientes ningún dolor. Las muelas me las saqué yo mismo, me saqué cinco, pero sin medicamentos y sin dolerme. Me las saqué con unos alicates, sí, naturalmente; la cosa no es tan difícil. Sí, es una cosa extraordinaria. Yo no he tomado medicamentos hasta que no he salido de ahí, ni una tableta de aspirina ha entrado en mi cuerpo. Cuando entré, tenía veinticinco años y estaba igual que ahora. Eso sí, me he quedado más delgado, he echado canas, pero ha sido después de salir, en estos días. No se me cayó un pelo ni me salió una cana, nada, nada. Ahí he estado yo como si estuviera invernado.
Ya le dije cómo lo sentía yo todo. Oía el ruido del aire sobre las tejas y contra las ventanas de más abajo. Yo considero que Eolo, o sea, el rey del aire, si la ciencia actual supiera aplicarlo, supiera hacerse con él…, valdríamos más de lo que valemos. El aire es tan importante como el sol y los distintos sonidos nos podrían dar descubrimientos sensacionales, porque yo he podido observar que el sonido, los sonidos del aire, son completamente distintos; lo que yo no puedo discernir es lo que el sonido hace, pero es algo importantísimo. Además, para el cuerpo humano, los baños de aire son los mejores que existen, son todavía más fuertes que los de sol, más fuertes, más sanos y mejores. Las condiciones en las que yo vivía no podían ser más precarias, porque no he recibido el aire en treinta y cuatro años y tampoco he recibido el sol. Pero no estaba pálido, nada de eso. Estaba muy bien, ya se lo he dicho.
Y no he estudiado sólo la cuestión de la salud, sino mucho, de todo. Por ejemplo, he estudiado la cuestión de radiotécnico, la cuestión de los transistores, la cuestión de la lámpara. También arreglaba las cosas de la familia y de otros. Los relojes los arreglo como un buen relojero.
De periódicos, sólo leía Ya y ABC, y también la revista Ondas, que mi hermano es socio de la SÉR. No he leído más revista que ésa. Y libros de literatura muy pocos. De Derecho, todo lo que caía en mis manos, y también de filosofía. Las cuestiones mitológicas siempre me han llamado la atención, porque yo le voy a decir la verdad: yo creo muchas cosas de la mitología. Sólo he estudiado textos sueltos.
Nunca se me ocurrió hacer los cursos de radio por correo, porque eran peligrosos, porque como mi hermano tiene poca cultura, en el momento que viene la correspondencia de un lado y de otro, las academias, preguntan muchas cosas y al menor descuido ¡pum!, te han encontrado. Hay que tener un cuidado verdaderamente sensacional.
Los coches es lo que no he estudiado nunca. Ese «1400» es de mi hermano, el que usaba para andar por ahí. De segunda mano, lo compró hace cinco años. El anterior era un «pato», también de segunda mano, que le duró un año o cosa así.
Y de los estudios he pasado al pensamiento, no sé si usted me entiende. Pensar, pensar. Yo he pensado que el mundo es una idea y que la dificultad está en la cuestión de los idiomas. En el mundo existen —lo sabrá mejor que yo— ciento setenta y ocho idiomas oficiales reconocidos. Y yo creo que ésta es la conclusión de los factores de miseria, de confusión, de desastre. He estado trabajando en esto. Tengo casi terminado un diccionario políglota, del español, el francés, el inglés, el italiano… Pues yo cogía una palabra española, una cualquiera y con diccionarios iba poniendo detrás lo que significaba en otras lenguas, de modo que era un diccionario universal. Lo tengo casi terminado, un montón de cuartillas de más de medio metro, un cajón lleno. El esperanto no lo he puesto. Se ha gastado mucho dinero en esta cuestión del esperanto y mucho tiempo y no deja de ser más que una lengua figurada que no llegamos con ella a ninguna parte. Yo pienso que la cuestión del mundo, de la paz del mundo, se arreglaría con una lengua internacional, concisa, concreta, y luego desapareciendo la discriminación racial. Estos dos factores arreglan el mundo. Lo de la cuestión racial lo sé porque yo tenía radio y estaba al corriente de lo que pasaba en todo el mundo. Lo mismo conectaba Rusia que Berlín…
Ahora quiero entrevistarme con Pablo VI y proponerle esto de los idiomas, proponerle la cuestión de la discriminación racial. Y llevarlo también a la ONU, porque éste es el quid de la dificultad. Claro está que habrá muchos inconvenientes, pero creo que llegaremos realmente; es el único camino, el único itinerario limpio para poder conseguir la paz del mundo.
Sobre el idioma de repuesto no tengo ningún estudio hecho porque yo no soy ningún filólogo; si fuera filólogo, sí. Pero me comprometo con cuatro o cinco filólogos a mi lado a que se haga un idioma internacional, concreto, completamente sencillo, que se imponga en todos los estados del mundo y a la vuelta de quince años el mundo será lo que desea toda la gente y lo que debe ser. Si no, no llegaremos nunca a que el mundo sea mundo. De eso estoy segurísimo, porque he hecho muchos estudios y he sacado muchas consecuencias, he pensado. Yo estaba trabajando y oyendo la radio y pensando todo el día, todo al mismo tiempo. De allá arriba no se oía nada pero yo oía todo lo de abajo, lo oía todo y pensaba.
Pero no tenía miedo.
Nunca me causó miedo la muerte. Siempre he dicho que si hemos nacido para morir, pues nada, a morir. Nunca me ha causado miedo la muerte. Si hubiese tenido la desgracia de un fusilamiento, hubiera dado un ejemplo al mundo como no se lo ha dado nadie. Yo llegué a pensar las palabras que tenía que decir cuando me fusilaran. Sí, antes del fusilamiento yo pensaba hablar. Si me dejaban, claro. Un discurso. Iba a decir lo que nadie había dicho antes, lo que es la muerte, lo que es un fusilamiento y lo que es morir por la causa. Yo moriría por la causa de la libertad, por la causa de la justicia y la causa de la muerte, pues el único fin de la vida es el amor a los demás, es la libertad.
Yo he seguido mucho la cuestión de la panspermia, que es una doctrina filosófica que sostiene que todo el mundo existe en seres diseminados que esperan el momento oportuno para su desarrollo. Esto es lo que yo he querido para los seres vivientes como nosotros. Todos, absolutamente todos tenemos un fin, todos estamos desparramados por ahí y estamos esperando el momento oportuno para nuestro desarrollo. Este desarrollo es el que yo he llevado ahí escondido de acuerdo con la doctrina de panspermia para llegar a la cuestión del hedonismo, cuestión que usted sí que conocerá, una doctrina que sostiene que el placer es el único fin de la vida. Y es verdad. Habiendo esta fe no hay enfermedad; teniendo una alegría grande las enfermedades no penetran en el cuerpo humano.
Esto lo aplicaba yo muy bien. Llegaba por ejemplo el calor, que es lo que más me maravilla: el calor. Llegaba el calor, una cosa asfixiante, cincuenta grados por ejemplo, algo que lo aplana a uno. Yo decía: no, estoy fresco, hace fresco, mucho fresco, completamente. Y nada: que estaba fresco de verdad, no tenía calor.
Sí, conozco la teoría egipcia de la reencarnación. Pero yo no creo en eso. Yo creo en otra cosa que de momento casi no me atrevo ni a decirla. Es la cuestión de la revivencia. El fin del mundo llegará. Creo que hay mucha vida en otros planetas y hay mucho desconocido. Hay vida en la mayor parte de los planetas que conocemos. Y llegará un día en que nos comuniquemos con ellos como nos comunicamos nosotros.
La teoría mía es que hay supervivencia completa, que hay otra vida que es bastante más importante que ésta. Esto se llama cielo, pero yo no creo que sea cielo. Yo creo que ha de ser, ¿me entiende usted?, el fin de todo.
Al poco tiempo de encerrarme hice una cruz, mírela, a ver qué saca de esta cruz. La hice yo a navaja, es madera de álamo. Yo saqué que el mundo se divide en cinco partes: Europa, África, América, Asia y Oceanía. La Tierra, lo que llamamos mundo. Y dije: bueno, pues en la cruz encontramos todas nuestras riquezas y en la cruz las perdemos, porque la cruz es el símbolo de la creación, allí encontramos la vida y allí encontramos la felicidad. Sí, por Jesucristo, claro. Aquí tiene usted por ejemplo América, África, Europa y la Malasia. Y aquí tiene usted el planeta Marte, Neptuno, Urano, etcétera. Aquí tiene usted todo el mundo que se ha descubierto hasta nuestros días. Y esto de abajo es exactamente igual, sólo que concuerda con lo de arriba, ¿me entiende usted? Y lo de abajo del todo es el prodigio del agua bendita, como la que tienen en las iglesias. Esto es la cuestión de Lutero, de Martín Lutero, que decía que el agua bendita sí, pero que había que saberla tomar, cogerla y darla. Esto es lo que he intentado figurar. La cruz la tuve siempre allí, pero nunca tuve agua bendita. No creo en el poder del agua bendita, creo que es una cuestión de ilusión, una cuestión que puede dar vigor y fuerza a la vida, a la ilusión. Pero no dejará de ser ilusión. La hice y la conservo y la conservaré siempre.
No es que yo crea en el catolicismo. Yo respeto el catolicismo como respeto todas las religiones. Lo he sacado en consecuencia de la vida, porque yo le voy a decir una cosa que no le he dicho a nadie y no quiero que se sorprenda usted: yo creo que el hombre que sea hombre, que sepa dominarse a sí mismo, tiene comunicación con el exterior. No con los muertos, con los vivos. Y le voy a decir otra cosa que no quiero que se publique: yo estar solo, a mis cosas y haber alguien enfermo y oír una voz: «vivirá; tal como lo pides, vivirá; vete a ver al enfermo tal, ponle la mano en tal sitio». Esa voz la decía yo sin decirla, ¿comprende?
Esto no sería la telepatía, algo parecido. Es algo que yo no me lo sé explicar todavía y hasta que no lo tenga claro no la daré a conocer. Francamente, yo no soy un experto en ciencias ocultas, pero me gusta la psicología y la hipnosis y conozco también la cuestión de la magia. En eso estoy bastante impuesto. Domino la escritura automática y veo a través de los cuerpos opacos… Mire usted, en eso que le he dicho antes de la comunicación lo más importante de todo es yo mismo, formarme una idea, autosugestionarme, hablar, pero no crea que es ilusión de mis sentidos, no. Yo perdí una cosa, no me acuerdo, y al momento oí una voz: la consigues, se hará esto, vive tranquilo. Es cierto. Así ha sucedido. Según los casos, estaba pensando una hora, dos horas, pensando mucho. En esto no quería imitar a Jesucristo… Bueno, sí, como hombre sí. Al obrar así yo creía en él, pensaba en él, como lo hacía él por ejemplo con Lázaro.
Usted me preguntaba al principio que por qué no había salido antes… Pues muy sencillo: porque he querido vivir un año más que el Mártir del Martirio. Treinta y cuatro años. Jesucristo existió, hizo muchas cosas buenas, le llevaron al Calvario, le mataron en el Gólgota… y perdonó. Ahora, la verdad de todo esto, es que yo quería imitarlo a él, no como Dios —que no creo que lo fuese—, sino como un hijo del hombre, que lo pusieron como ejemplo para ver si la Naturaleza… Yo creo que provenimos de las saunas, yo estoy en esa creencia. He leído unos párrafos de Alfonso X el Sabio sobre la cuestión. Y he pensado mucho, mucho.
De la muerte ya le dije. Y del fin del mundo será como una cuestión de un terremoto, o una cosa parecida y semejante. Una cosa, como si dijésemos… Es decir, siempre por comparaciones naturales… Así terminará el mundo. Y esto se deberá más que nada a la cuestión de los insecticidas y de las cosas nucleares. Aunque no estoy muy documentado en estos temas, creo que Einstein hizo cosas muy buenas. No tuvo la culpa él: fue un hombre muy honrado. Es decir, que si él hubiese sabido adonde se iba a llegar quizá no las hubiese hecho. Yo leí lo de la bomba de Hiroshima y lo de los campos de concentración de los alemanes, cuando desollaban a los judíos… Era una barbaridad, la barbaridad más grande del mundo, pero no pensaba que era el fin del mundo. Es fácil que alguien intente barbaridades aún más grandes que ésas. El fin del mundo será bastante remoto, no en el año 2034, como algunos aseguran. El mundo durará más y su fin se deberá siempre a causas naturales: insecticidas y cosas nucleares.
Y con arreglo al misterio de la galaxia, tenemos que en el planeta Marte yo creo que existen vivientes. Tenemos muchos sitios desconocidos. Existen y ha de llegar el día en que nos comuniquemos todos directamente. Entonces es cuando llegará el fin total del mundo. Porque no podremos llegar a entendernos y ocurrirá como con la Torre de Babel. Y claro que es verdad lo de los platillos volantes, esté seguro que es una cosa cierta. Y viene gente en ellos. Vamos, a mi juicio, yo creo que es una cosa completamente exacta.
* * *
Con los periódicos y con la radio estaba muy al tanto de lo que pasaba fuera y yo pensaba lo que me parecía mejor, lo que me parecía peor, lo que me parecía bien.
La guerra mundial fue lo que más me afectó y cuando acabó la guerra, porque España no tenía que haber sufrido lo que sufrió. Si cuando acabó la guerra a España la ponen como se la debía haber puesto, no hubiéramos tenido lo que tenemos. No es que yo lo esperara, es que yo lo creía; durante todos esos años lo creía. Pero ahora ya no lo creo, ahora creo otra cosa.
No tenía más elementos de juicio que los periódicos y la radio. Escuchaba la BBC y la Pirenaica, escuchaba Moscú, Washington, todas las que podía. No oía música porque he sido poco atractivo a la música, a mí lo que me gustaba era la cuestión de los partes y cómo estaba esto y cómo estaba aquello.
Los hechos más sobresalientes, los que más me llamaron la atención, fue la independencia de la India y luego China. La independencia de la India me afectó muchísimo, porque creo que hubo muchas cosas equivocadas y erróneas por parte del pueblo indio. Los ingleses no tenían que haber soltado la India, yo creo. Si los ingleses hubieran hecho las cosas mejor de lo que las hicieron, más ajustadas a la realidad, la India hubiese valido más de lo que vale. No estaría tan pobremente como está, no habría tanta miseria y fácilmente estaría más civilizada. Los ingleses no fueron justos y se lo diría yo a la misma reina Isabel II.
Lo de China lo considero un error táctico tanto de Mao Tse-tung como de Chiang Kai-shek al hacer la guerra que hicieron. También creo que los Estados Unidos obran muy mal, pero que muy mal y están gestando las cosas que están gestando. Mao Tse-tung ha hecho cosas buenas, pero yo creo que está completamente supeditado al fanatismo del pueblo. Ha hecho cosas muy buenas, pero ha hecho cosas muy malas también, como la opresión. Yo no soy marxista, no, yo no creo en esas cosas. Creo en el amor mío como en el del prójimo. Las democracias tampoco han tenido buen papel porque no se las ha sabido interpretar, es decir, que se las corrompe. La democracia debe ser democracia lo mismo para éste que para el otro. Francamente, creo que no existe una verdadera democracia en ningún país.
Fidel Castro no está mal del todo, aunque me parece que habría que introducir algunas cosas muy importantes; hay exceso de autoridad e incluso un poco de fanatismo. Ahora, diga usted que está muy bien. Guevara era un superhombre. Yo admiro a Che Guevara porque creo que era lo más sano que había en el mundo, no creo que hubiera en el mundo persona más sana que él. Me hubiera gustado imitarle, aunque yo no puedo hacer lo que él hacía.
La guerra del Vietnam creo que es la peor que ha sufrido el mundo y el peor error de Norteamérica. Yo creo que la razón está en el Vietcong y que al desaparecer quien lo ha conducido desaparecía el hombre más grande del mundo. Sí, el más grande. Se asemeja mucho a Mao, pero era menos fanático que Mao. Mao sacrifica mucho la moral al interés y eso es lo que le pasaba a Maquiavelo: era un talento grandote, pero sacrificaba la moral al interés. Y eso le pasa a Mao.
No he hablado con nadie de esto, de Mao y de Ho Chiminh; alguna vez con mi familia, pero qué van a saber nada. Los pobres, no saben nada de eso.
También he seguido los fenómenos de los jóvenes, de la música. A los cantantes se les ha dado más méritos de los que tienen, y pese a lo bien que estén esas cosas, tampoco es todo lo buenas que debieran. La gente de pelos largos, especialmente en lo masculino, creo que debe ser respetado, porque cada uno debe vivir, vestirse y valerse como crea más conveniente siempre que no falte a los demás, es decir, siempre que no resulte en perjuicio de un tercero.
En la cuestión de la minifalda creo que es algo que no está del todo bien. Esto puede dar motivos a una relajación, porque la mujer es lo más sublime que hay en la vida. Primero, porque salimos del vientre de la mujer y después porque es el bien y el mal, la corrupción y la gloria. La mujer debe ser más respetada, más querida, más admirada. Lo sexual, en la cuestión de la minifalda y estas cosas, desde el punto de vista que yo lo miro, creo que no debería existir.
El amor debe hacerse, sí, pero no hay que confundir el amor con el placer, con la lujuria. Yo soy hedonista. Es muy sencillo: yo considero el hedonismo como el placer de la vida, pero el placer de esta vida es de tipo espiritual y moral. También físico, en todos los órdenes, pero el placer es una cosa y la lujuria es un pecado, tanto en el hombre como en la mujer. Es pecado contra Dios y contra la Providencia. El mundo sería mucho más justo si nos limitásemos a cumplir con el amor. El amor existe muy poco tiempo, como decía Campoamor en unos versos, a ver si recuerdo: «Amor en la juventud, / esperanza en la niñez, / en el adulto virtud / y recuerdo en la vejez». Si se cumpliera esto estaríamos mucho mejor y no habría estos desórdenes y barbaridades que se cometen.
Ha habido muchas muertes por la cuestión de la lujuria, la cuestión del vicio, crímenes pasionales, cosas verdaderamente desastrosas. A nivel nacional e internacional. Y tanto que llegamos al segundo problema de la dificultad del mundo. Al ocurrir esas cosas, las nuevas generaciones valen menos que las de antes, bastante menos, cuando deberían ser más inteligentes y más expertas.
También he pensado en el problema de las drogas, de eso se habla mucho. Hay drogas que no, pero otras son muy perjudiciales para el mundo. Hay dos o tres que se podrían emplear muy bien, para fines terapéuticos. Yo sólo he probado el tabaco, nada de alcohol. Yo fumo mucho, treinta y cinco o treinta y seis pitillos diarios y siempre tabaco fuerte, picado, caldo cuando podía. El tabaco picado, ése que se vende en cuarterones, creo que es el más sano. Además hay una cosa que yo he practicado muchas veces: se puede quitar la nicotina, se puede usar el tabaco sin nicotina muy bien. A base de miel y agua. Yo lo he fumado muchas veces, aunque no siempre, porque no podía. Tenía dos, tres, cuatro o cinco paquetes de tabaco; los metía en agua; luego les echaba una cantidad apropiada de miel y se quedaba sin nicotina. Es un tabaco completamente inofensivo. Sabe más flojo, sabe más bien a yerba. Este procedimiento lo aprendí yo de una obra de Antonio Formoso, del ingeniero Antonio Formoso. Tenía el libro allá arriba, con otros, muy buenos libros.
Con todos estos conocimientos, no me sorprendió nada al salir. No vi oposición entre lo que decían los periódicos y la realidad. Me había hecho un juicio tan exacto de la situación, que lo he visto todo normal; lo conocía ya perfectamente. Así que no me ha sorprendido absolutamente nada, nada.
* * *
Aparte las mallas de pesca, las pelotas, el arreglo de los zapatos, las muñecas y algunas cosas de ésas, he trabajado sobre todo en escribir. Yo me he ganado la vida escribiendo, fíjese usted, escribiendo sobre todo cartas. He trabajado verdaderamente fuerte.
Tengo un diario de todo, porque yo lo apuntaba todo, cada día, todo lo que pasaba, lo que iba pensando. Para publicarlo habría que quitar muchas cosas que no se pueden decir. Yo no quiero ni ofender al gobierno ni ofender a nadie. Que sea una cosa legal. Un diario de los treinta y cuatro años con todos los que han nacido, los que han muerto, lo que yo he hecho. Ha sido un caso único, verdaderamente insólito. Todos los que lo han oído se han quedado tiesos, gente muy preparada, así que habrá que contarlo todo.
Escribía también todas las cuentas, he hecho muchas testamentarías. Siempre en secreto, claro, sin firmar. Un hermano mío se encargaba de firmar las cartas y los documentos, pero el que lo escribía era yo. Tenía el agujero como una verdadera oficina y todos los días, mucho o poco, escribía: cartas, resúmenes, cosas del negocio, y cuentos, versos, pensamientos… También hacía quinielas, pero nunca me tocaron. Y preparé un tratado de magia. Se lo dije a unos señores de Barcelona; les mandé un resumen, y me invitaron a una exhibición en un congreso, pero no fui, claro. Después he debido de perderlo…
Con el trabajo se ganaba poco dinero, para vivir. Nos daban el cuatro, el tres, el dos por ciento y pare usted de contar. Para vender una máquina necesita usted un mes y luego le vienen a quedar unas mil pesetas. Total, que sacaba uno lo comido por lo servido. Todo venía de Madrid o de Barcelona. Mi hermano lo apalabraba antes y después lo traían: una cocinilla, un electrodoméstico, esto a uno, esto a otro, no sólo de aquí, sino de muchos pueblos de Segovia y de Ávila. Seguimos trabajando en eso, claro, porque qué vamos a hacer. He sido agente comercial de no sé cuántas cosas desde ahí arriba, sin dar la cara, como un topo. Eulogio es agente comercial colegiado y daba la cara por mí.
Me acuerdo de algunas de las cosas que hemos vendido, que son miles: insecticidas, aparatos para hostelería, piedras de mechero, motores de riego, polvorones de Navidad, persianas, abonos, aparatos de radio, pulseras atómicas y magnéticas, pimentón, alambre metálico y de plástico… Lo representábamos todo. Y luego estaban los seguros. Yo llevaba el negocio y escribía las cartas:
21 de mayo de 1963
Muy señores míos y de mi mayor consideración: A la vista del adjunto ANUNCIO, publicado por el diario YA de Madrid de esta misma fecha, mucho me honra ofrecerme a ustedes como Distribuidor o agente de venta del moderno abono natural a que en el mismo se refieren para toda esta provincia de Segovia, en la que cuento con innumerables y buenas amistades en todos los órdenes.
ACTIVIDADES Y REFERENCIAS. —Mis actuales actividades son la representación de propaganda y venta de Maquinaria Agrícola e Industrial, Herbicidas, Desinfectantes e Insecticidas agrícolas. Artículos que llevo trabajando por toda esta provincia desde el año 1948. Tengo 42 años de dad, 1,70 de talla, casado, bien presentado, don de gentes y muy habituado al trato personal en general; encontrándome en inmejorables condiciones de viajar, para lo que dispongo de medios propios de locomoción, libertad, salud y dinamismo. No soy hombre de vasta cultura, pero sí lo suficientemente especializado para poder organizar debidamente la distribución y venta de su artículo por toda esta provincia, haciéndole llegar a todos y cada uno de sus 363 pueblos y aldeas que comprenden los 275 Ayuntamientos.
Daría y exijo toda clase de garantías si fuera preciso en todo lo concerniente al caso,
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27 de septiembre de 1963
Muy señores míos:
No habiendo vuelto a tener noticia alguna de Vds. conforme me indicaban en su muy atta. carta de fecha 21-5-63, referencia MB/MO 206, por la que me acusaron recibo a la mía del 21 del mismo mes, y considerando que bien pudiera obedecer a falsos y maléficos informes, algo muy frecuente en los señores Alcalde, Secretario y Alguacil de este Ayuntamiento, debido a ciertas tiranteces, de carácter particular y a que el último vende abonos nitrogenados; me dirijo a Vds. nuevamente suplicándoles sean tan amables tengan la bondad decirme si les interesa o no que los represente en esta provincia como distribuidor o agente de ventas de sus artículos.
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11 de enero de 1970
Muy señores míos:
A la vista de su anuncio, publicado en la Revista ONDAS sobre su «Magnetic-Coussin» (Cojín magnético), me dirijo a Vds. suplicándoles sean tan amables tengan la bondad informarme a la mayor brevedad posible, si desearían propagar y vender dicho Cojín por esta región castellana. En caso afirmativo, mucho me honraría poder prestarles mis servicios como representante exclusivo en esta provincia de Segovia y las limítrofes de Ávila y Valladolid, siempre que las condiciones establecidas sean aceptables.
Como verán por el membrete, soy agente profesional, tengo 48 años de edad, innumerables y buenas amistades en las tres provincias citadas, don de gentes, con coche propio para los desplazamientos diarios, creyendo reunir todas y cada una de las cualidades precisas para una activa y acertada divulgación que el caso requiera para el mayor número de ventas, etcétera, etcétera.
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8 de diciembre de 1969
Muy señor mío:
Por encargo de sus familiares de Aldeanueva del Codonal y con sumo placer, en este mismo correo y contra reembolso de 372,50 ptas., incluido gastos de envío, le remito una Pulsera Magnética ATOMIC, juntamente con su correspondiente Certificado de Garantía y folleto informativo en todo lo concerniente a la misma.
Ruégole la use con fe y entusiasmo y quedará sorprendido de sus positivos y maravillosos resultados. Si se diera el caso de que al usarla se le avivaran los dolores o molestias, no se la quite más que para dormir, que dichos dolores o molestias cesarán a los 3 ó 4 días y la curación será radical y total; pues así ha sucedido en cuantos casos se ha manifestado dicho síntoma.
Si precisaran alguna más para familiares o amistades, no tiene más que escribirme indicándome si es o son para caballero o señora, número de las que precise y medida de cada una de ellas, bien en centímetros o con una tira de papel.
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4 de enero de 1964
… Por lo que antecede y teniendo en cuenta el pésimo estado de las carreteras y la carestía de la vida, el gasto mínimo diario es de 150 pesetas incluyendo gasolina, hospedaje y demás gastos. Así que para encargarme de toda la provincia, obligándome a salir 25 días cada mes, tienen que abonarme además de las 0,25 ptas. por kilo de abono vendido y llegado a feliz término, la cantidad de 4000 (CUATRO MIL PESETAS) mensuales y por tiempo mínimo de un año en concepto de dietas y pagadas a final de cada mes…
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12 de diciembre de 1965
Muy señores míos:
Al efecto de entrar en el Sorteo del «CONCURSO FIN DE AÑO STARLUX» que tendrá lugar el próximo día 31-12-65, adjunto envío las dos envueltas que se precisan a los efectos indicados. Si tuviera la suerte de que me tocara uno de los dos SEAT 600-D, que tanto necesito, con sumo gusto los representaría por toda esta provincia de Segovia propagando y vendiendo sus productos preparados sin cobrarles nada por mis servicios hasta considerar haberles repuesto el importe del coche por beneficio de mis comisiones.
No me aburría, no estaba cansado, aunque a lo último no me sentía muy bien por la falta de aire. Yo pensé salir al ver el decreto de amnistía del uno de abril de 1969; entonces pensé salir de veras. Anteriormente no salí porque no podía. Si hubiera salido, me cogen y al momento me llevan, de todas todas. Había leído las amnistías anteriores: las leía y las interpretaba sin corromperlas. Pero no me fiaba de ellas, no. Había muchas cosas… Uno aquí mismo, en el pueblo. Yo me enteraba a través de la familia. A lo mejor venía alguien y preguntaba:
—¿Y de tu hermano, sabéis algo?
—No, no —decían siempre ellos.
—Pues mira lo que le ha pasado a Fulano y a Fulano.
Y yo me enteraba: que lo cogían y se lo llevaban y de repente se había muerto de una enfermedad, él solo. Vamos, lo mataban. Y eso no podía ser así. Si a ellos les hacían esas cosas, qué no hubieran hecho conmigo.
Pero de la última amnistía sí me fié, porque es total.
Y no decidí salir una noche, sino muchas noches. Porque yo ya tenía 59 años y he estado 34 ahí escondido. Como las cosas se iban poniendo bien en algunos sitios, pues yo me decía: «salgo ahora, salgo ahora». Yo hacía mis proyectos: «Vivo con la familia y puedo aprovecharme de estos años que me quedan de vida, pocos o muchos, porque eso no lo podemos saber, ya que podemos caer muertos en seguida o vivir mucho tiempo».
Yo no quería morirme sin dar a conocer al mundo lo que yo he pasado, lo que yo he hecho, lo que yo he descubierto. Que el pueblo sepa quién soy yo, quién era el Gobierno y quiénes eran los demás.
Pero créame usted, la verdad, se me ha pasado el tiempo como una noche de verano.
7. «Bueno, aquí estoy».
Tenía que acabar alguna vez aquella oscura noche de verano.
Había transcurrido un año desde la última amnistía, aquélla que ya parecía verdadera. Por las cuatro esquinas de España habían ido saliendo a la luz los últimos topos y no les había sucedido nada. No fueron fusilados, no fueron encarcelados. La guerra parecía efectivamente lejos.
Bajo la teja rasa del desván, Saturnino de Lucas leía las informaciones sobre los extraños resucitados y se preguntaba si también él podría resucitar, si efectivamente valía la pena salir a la luz después de tantos años de dulce cobijo, de soledad perfecta, de sombras llenas de ruidos y olores: después de un tercio de siglo de meditaciones, de apasionantes y mínimos descubrimientos, de agridulce miedo.
Las últimas nevadas de aquel año de 1970 le habían afectado mucho. El cuerpo lisiado que había pasado su vida reptando como un animal, sin enderezarse nunca, aovillado entre los infinitos cachivaches de la buhardilla, empezaba a sufrir de bronquitis. Saturnino pensaba que se habría quedado casi ciego y que el aire lo mataría. Aunque sentía la tentación de la vida familiar, de las pequeñas comodidades (una cama, una tarde en el bar, una conversación en voz alta), lamentaba decir adiós al hueco que como una membrana vitelina, como una cálida placenta lo había guardado para designios sin medida. ¿Era realmente el mundo exterior como lo contaban los periódicos y la radio? ¿A qué rostros correspondían las conocidas voces? ¿Habían desaparecido realmente de las calles los falangistas de ocasión con sus pistolas y sus escopetas, los guardias civiles celosos de una ley impuesta por los poderosos, los antiguos eternos enemigos que se burlaban del muchacho cojo y parecían querer tragárselo vivo? ¿No estarían tal vez esperándolo a la puerta para «darle el paseo», para dejarlo en cueros como a las hermanas y obligarle a rezar el Credo durante la misa mayor, de hacer con sus carnes «tajadas más pequeñas que un palillo de dientes»?
El día cuatro de abril, martes, era su cumpleaños. Iba a cumplir cincuenta y nueve.
—Yo me dije: bueno, lo celebramos todos juntos y luego a vivir. Nos organizamos como hermanos, como lo que somos, y a vivir. Eso era todo. Vivir la vida como nos dejen o como podamos.
Es decir, casi como hasta entonces. Porque la organización fraternal no había fallado ni un segundo. Aunque los hermanos se fueron casando, se fueron alejando, Eulogio mantenía una guardia constante y perfecta. Si necesitaba pernoctar, bastaba una llamada de teléfono para que otro de los hermanos «diera de comer a los perros». Y el silencio había ido progresando sobre sí mismo, de modo que ya ni en las reuniones familiares se hablaba de Saturnino. Estaba muerto, hacía mil años que estaba muerto. Y todos, incluido él mismo, habían continuado viviendo como podían, como les dejaban, como les ordenaban. Para eso el final de la guerra había sido como fue. A su gran vencedor, Francisco Franco, sólo podrían juzgarle Dios y la Historia, como había repetido muchas veces. Por eso ni siquiera ahora se atreve Saturnino a pronunciar su nombre. Dice: «Hombre, pues verá usted…» Y no pronuncia su nombre. Todavía es sagrado, el gran tabú a quien debe la reclusión y una sabiduría misteriosa que apenas consigue explicar.
La primavera se estaba insinuando perezosamente. Por la noche, las temperaturas eran aún bajas. Eulogio, con la cena, entregaba a su hermano una tumbilla rellena de arena caliente para que caldeara la cama y se la dejase toda la noche al lado de los ateridos pies. Ni siquiera el poder de la sugestión, que tan buenos resultados había dado al Cojo hasta entonces, lograba vencer la bronquitis.
—Por la mañana, antes de que me subieran el desayuno, me deslicé por la escalerilla, como siempre, hasta el boquete. Entonces había dos o tres adobes que se podían quitar y detrás de ellos una pelliza vieja colgada de un clavo. Yo empujé los adobes con el pie y los eché abajo. Cabía malamente por el agujero, pero me deslicé hasta el exterior y dije: Bueno, aquí estoy, oye, que estoy bien, no te preocupes, que salgo…
Y en esto que me quedé como muerto en la habitación, caído en el suelo, como si tuviera un ataque. Empecé: ah, ah, ah… Que me ahogaba y perdía el sentido… Así estuve veintiún días, sin poderme mover, sin poder estar ni tumbado ni de pie. Mi hermano me hizo un artilugio de madera para estar en la cama medio sentado, como ahogado siempre. No podía hacer nada. Yo sabía que podría morirme al salir, pero también que podía vivir. Morirme era lo más propio por pasar del calor al frío, del frío al calor, al chocar el aire. El cuerpo del hombre es débil. Y como esas cosas no admiten sugestión sino que sólo admite lo que dé de golpe, pues depende de cómo recibas ese golpe. Yo me quedé sin sentido y como muerto, ya le digo, pero vivo. Estaba hinchado como un monstruo por causa del aire.
De Mudrián, la noticia corrió a todos los hermanos diseminados por diversos pueblos de la provincia. Y aquella misma mañana, temprano, dos de ellos, con algunos sobrinos, condujeron al Cojo en una furgoneta «Tempo» hasta Segovia para visitar a un médico. Los otros se trasladaron en coche a fin de que la Guardia Civil no sospechara al ver un vehículo sobrecargado. El doctor Pedro Useros recuerda bastante bien aquella sorprendente visita:
—Llegó a mi consulta por la mañana —dice—. No sé cuánto tiempo llevaría en tratamiento, porque me figuro que lo habrían tratado. Lo que más me llamó la atención fue su aspecto físico, la piel pajiza, amarillenta. Los ojos muy abiertos me impresionaron muchísimo. Parecía muy despierto. Respondía a todas las preguntas que le hacía, pero parecía deprimido y abstraído en sí mismo, muy concentrado en sus ideas. Yo me limité a la cosa médica. Tenía albúmina en la orina y una insuficiencia cardio-respiratoria de tipo asmático. Le hice un estudio general de sangre y de orina. Padecía un déficit funcional clarísimo, una broncopatía… El corazón estaba sufriendo como consecuencia de esa bronquitis crónica. Aparte, tenía también el metabolismo muy alterado a causa de la privación. Le marcamos un régimen dietético, le pusimos unos antibióticos y unos tónicos cardiorrespiratorios y mejoró extraordinariamente, hasta el punto de que la segunda vez que lo vi, a los quince días, estaba muy bien. Se le veía otro hombre, con otra mentalidad. Mejoró el color pajizo que tenía. La tercera vez los análisis eran normales. Le di por curado.
»Pero la primera vez presentaba un cuadro alarmante. Oliguria, escasa emisión de orina. Era un hombre muy delgado, un organismo en franco declive con una marcadísima palidez de las plilimucosas. Llevaba mucho tiempo con malas funciones orgánicas. Es lógico que estuviera así su organismo viviendo en esas condiciones. Lo que me admira es que no hubiera muerto. La anemia era muy marcada. Le pusimos extractos hepáticos y tónicos reconstituyentes. De no haber tenido una naturaleza tan fuerte, habría muerto años atrás. Yo aquel día lo encontré muy mal. Pensé que iba a morir en unas horas…
—El médico nos cobró treinta y tres mil pesetas por todo —puntualiza el Cojo.
Desde el consultorio del médico llamaron a un abogado conocido de la familia, Manuel González Herrero, para que se ocupara de los aspectos legales de la resurrección.
—Fue a hablar con el gobernador[5] —cuenta Pablo—. Le dijo: «Mire usted, pasa esto y esto». El gobernador dijo que lo lleváramos a casa, que cuando estuviera bien ya vendría él a saludarle, eso dijo, a saludarle. Que no había más que hacer. Como la Guardia Civil es tan meticona, ya sabe usted, pues que mejor no divulgar la noticia. Así que cogimos a Saturnino y nos lo llevamos a Mudrián. No quisimos dejarlo en un hospital. El médico había dicho que no viviría más de veinticuatro horas, así que para qué. Que muriera tranquilo en su casa, con sus hermanos. Pero el gobernador no entregó ningún documento. Saturnino no llegó a tener documento nacional de identidad. Sólo logró hacerse las fotografías.
Y muy pronto la Guardia Civil comenzó a investigar un suceso tan extraordinario, la vida de un hombre que durante tantos años se había hurtado a su control.
—Primero bajó un cabo —dice Pablo— y Saturnino le contestó: «Sólo voy a decirle que he estado aquí y que no he salido. No voy a decirle más». Pero siguieron dándole la lata unos días. El 12 o el 14 llegó el teniente de Navalmanzano y Saturnino le dijo lo mismo, que no tenía nada que hablar con ellos, que para eso estaba el gobernador. Pero el teniente venía imponiéndose y Saturnino le dijo: «Viene usted buscándose una estrella más, pero yo voy a decirle a usted que puede perder todas las estrellas que tiene, porque yo conozco el Reglamento y su misión. Le falta mandamiento judicial y ha entrado aquí sin permiso. Eso es allanamiento de morada y yo voy a dar parte de esta forma y de esta otra. Porque yo sé que usted ha estado hablando con Fulano y con Mengano y le han dicho esto y lo otro y lo de más allá. Yo lo sé sin salir de aquí: que le han llenado la cabeza de historias».
—Es que yo no me fío que haya estado usted ahí dentro —dijo el teniente.
—Pues peor para usted —respondió Saturnino—. Yo soy un ciudadano español y aunque hubiera sido un consumado comunista, aquí no hay nada que hacer. Y que no me toque un solo papel de los que hay allí, porque le pongo una denuncia y le arranco las estrellas lo mismo que se arranca un ajo de la tierra.
Este modo de hablar era el último recurso que le quedaba al exalcalde de San Martín y Mudrián, que en otros tiempos había tenido autoridad para dirigirse sin espanto a los guardias civiles. O tal vez había pasado tanto miedo que estaba ya por encima de él.
Los guardias registraron cuidadosamente el desván. Para ello fue necesario agrandar el tabique, quitar algunos adobes más. Examinaron la montaña de papel y hallaron en una caja algunos billetes de banco de la República y de la Unión Soviética. Los primeros procedían de una pequeña colección que Pablo había iniciado y los segundos le habían sido regalados por un cuñado que había luchado con la División Azul. Pablo se los había entregado entonces a su hermano y allí estaban aún. El Cojo Charrabacos no destruía ninguno de los mínimos tesoros de su guarida. El teniente examinó los billetes, tomó nota y no le dijo nada.
La asiduidad de sus visitas a Saturnino le hicieron convertirse en su amigo.
—Le hizo ir a su casa y sentarse en una silla, en Carbonero —dice Pablo—. Le llevaban de juerga con ellos. Era el mejor amigo que tenía. «Con una docena de hombres como tu hermano había sido suficiente para tener a España como una balsa de aceite» me decía. «Es el mejor hombre que he conocido y muy inteligente». Era como un redentor para la nación. Saturnino le enseñó algunas de las cosas que tenía hechas: la gramática para unificar las lenguas, una novela ideológica sobre la guerra civil… Después me mandó destruirlos. Dijo: «Quémalo, luego la gloria va a ser para otro».
Estaba comenzando la nueva vida de Saturnino de Lucas: una efímera apoteosis de gloria. Los grandes ojos negros, velados todavía por la sutil neblina de la penumbra del desván, se le ponen brillantes.
—El médico de aquí, el de cabecera, dijo a la familia: «Pónganse ustedes en todo». Y yo le dije: «Pues créame usted, todavía tengo que jugar a la pelota». Y el hombre hizo así con la vista, como no creyendo. Decía que andaba mal, muy mal, de tal modo que ya no podía ser peor, que me tenía que morir por narices porque no podía resistir más. Yo sabía que lo resistiría y ya ve.
—Yo me asusté cuando lo vi —dice una sobrina—. No es que creyese que fuera un fantasma, ya había oído hablar de él. Yo entraba en la casa y me quedé sorprendida. En casa se hablaba muy poco de él, casi nada. Estaba vestido con una chaqueta sin mangas y como inflado, el vientre muy grande.
El hermano Felipe prefiere eludir cuestiones delicadas:
—Verá usted, yo no conozco muy bien todo esto porque estuve con el Movimiento cuando lo de la guerra. Pregúntele a Pablo.
Eugenio recuerda problemas conyugales:
—Algunas noches la mujer me preguntaba de dónde venía y yo le tenía que decir que de dar una vuelta. Ella no se lo creía porque algunas noches no estaban para dar vueltas y el bar ya lo tenían cerrado y entonces yo no discutía y me callaba. Igual les ha pasado a mis otros hermanos que viven aquí. Nos gustaba ir a casa de nuestros padres a charlar un rato con Saturnino.
La clandestinidad había terminado, no sólo para el Cojo. Hermanos, cuñadas, sobrinos, todos se sienten un poco protagonistas de algo insólito, amparados por la heroicidad y la fama de un hombre a quien consideran santo. Asienten cuando Saturnino habla de San Francisco de Asís y de San Martín de Porres, sus personajes más admirados, cuando desgrana sus proyectos de visitar al Papa Pablo VI, cuando enumera las trescientas cartas que ha recibido elogiando su hazaña. Pero ¿qué dijeron las gentes de Mudrián?
—¡Coño, qué iban a decir! —exclama Saturnino—. Un cariño extraordinario. Yo creo que han pasado por aquí más de cinco mil personas de España y del extranjero. Personas que no me conocían. Venían a saludarme, a verme, a hablarme, a ver cómo era, a conocerme. Han venido muchísimos. Gente joven y gente mayor. La mayor parte era gente joven. He hablado con ellos: una cosa maravillosa. Se entusiasma uno de una manera terrible. Desde luego, yo creía que había muy buena gente en el mundo, pero no creía que habría tanto cariño y gente tan buena. Y me han escrito de Bélgica, de Inglaterra, felicitándome y diciendo que es un caso único y que les mande un autógrafo y una fotografía. Ya sabe usted lo que pasa en estos casos… Aquí en el pueblo han querido nombrarme presidente de la Hermandad de Labradores y Ganaderos y yo les he dicho que no. Me quieren, me abrazan, incluso los jóvenes, que no saben quién era yo, cómo era. Se lo han oído a los viejos.
Uno de estos viejos, al borde del centenar de años, no se muestra tan satisfecho. Juan Marcelo del Campo, el viejo cacique, dice:
—¡El jodio revolucionario…! Pero ten cuidado, que es muy listo, que éste es muy listo.
Sin duda a su pesar. Sólo él y algunos familiares suyos no han corrido a saludar al Cojo Charrabacos. Éste sale muy poco de casa, por lo demás, aunque los médicos le han recomendado que lo haga con la máxima frecuencia posible. Cuando hace bueno da un paseíllo hasta el bar para tomarse un refresco.
Algunos de los vecinos no pueden creer en modo alguno que Saturnino haya permanecido treinta y cuatro años encerrado. Y las interpretaciones que dan a su reaparición son especialmente pintorescas. Una mujer que había sido novia de Pablo, asegura que el Cojo llegaba de Rusia. Traía una maleta llena de dinero. Según ella, se ocupaba de la administración caritativa de los fondos de los republicanos que huyeron a Rusia y escapó con todo el dinero de un campo de concentración soviético. Añadió, para mejor información de la Guardia Civil, que lo había visto entrar en el pueblo montado en un caballo blanco.
De todas maneras, ni las alegrías ni los rencores pudieron durar mucho. Tampoco la apasionada voluntad de vivir del oculto. Aquel hombre que no se consideraba religioso y pretendía imitar a Jesucristo, aquel hombre que se proclamaba hedonista y pasó más de la mitad de su existencia en un agujero oscuro en donde ni siquiera podía ponerse de pie, aquel hombre que estaba seguro de que los insecticidas causarán el fin del mundo y se ganaba modestamente la vida vendiendo insecticidas por intermedio de su hermano, que escribía pidiendo dietas por sus viajes sin moverse de un territorio de nueve metros cuadrados, que elaboró un diario tan meticuloso como inútil y luego lo dio a las llamas, que para vencer el miedo a su propio miedo se forja todo un mundo de ideas espigadas en folletos de propaganda; aquel hombre de inteligencia viva no consigue por ningún procedimiento aplacar la destrucción de su cuerpo.
Fue el 6 de diciembre, a los ocho meses de haber salido de su refugio.
—Aquella noche —cuenta Pablo en el salón de su casa de Cuéllar— estuvo hablando hasta las tres y media de la madrugada con su sobrino, que se iba de caza al día siguiente. Hablando desde la cama, en la misma habitación. A las siete de la mañana despertó; él dormía siempre muy poco. Y entonces tuvo el infarto, aquí mismo. Cuando vino el médico de Cuéllar ya nos habíamos ido, porque él siempre había dicho que quería morir en su pueblo, donde había nacido. Esa mañana murieron aquí tres en las mismas condiciones; el médico estaba en casa de un moribundo y por eso se retrasó. Así que rápidamente cogimos un coche para llevarlo a Mudrián y al llegar a mitad del camino dio como un estrépito y ya no contestó. Antes sólo había dicho: «Al pueblo…». Cuando llegamos a Mudrián sólo tenía como una palpitación. Y así murió.
La estampa-recordatorio, una muy similar, a pesar de los años, a la que Saturnino conservaba de su amigo el cura García Matesanz, lleva la imagen del Cristo de Velázquez y una fotografía de Saturnino, la misma que tenía preparada para obtener su documento de identidad. El texto dice, bajo una pequeña cruz en tinta negra:
«Rogad a Dios en caridad por el alma de D. Saturnino de Lucas Gilsanz, que falleció en San Martín y Mudrián (Segovia), el día 6 de diciembre de 1970, a los 59 años de edad, después de recibir los Santos Sacramentos y la bendición de Su Santidad. D. E. P. Sus hermanos: Pablo, Felipe, Eugenio, Domitila, Eulogio y Narciso de Lucas Gilsanz, hermanos políticos, sobrinos y demás familia suplican a Vd. una oración por el eterno descanso de su alma. Oración: Virgen Santísima del Henar, de todo corazón os suplicamos pidáis a vuestro Divino Hijo conceda la gloria eterna a vuestro siervo Saturnino, que al separarse de nosotros nos dejó llenos de pena y desconsuelo».