5. Miguelico «perdiz», el furtivo.

5. MIGUELICO «PERDIZ», EL FURTIVO.

Miguel Villarejo (Bailén, Jaén).

30 años oculto.

Salí de mi casa, huido hacia la sierra, el 29 de marzo de 1939 cuando los nacionales entraban en Madrid. Prestaba servicio, por mi quinta, llamada tarde, en el campo de aviación de Jabalquinto, en un lugar conocido por el cortijo de Vargas, convertido en aeródromo por el gobierno de la República. Yo estaba allí en la retaguardia cuando comenzaron a subir con la noticia, soldados y civiles de la parte de Córdoba: «Hemos perdido, que ya nos podemos ir, que Franco ha ganado la guerra y nos van a moler las costillas».

Me vine a mi pueblo, Bailén, al domicilio de mis padres que vivían en la calle del Santo. Al llegar me encuentro con un cuñado, comisario de guerra, que luego le dieron dos penas de muerte y se pasó veinte años en la prisión de Málaga, que por cierto no sé cómo se las compuso para salvar el pellejo. Aparece por allí y le pregunto:

—¿Qué tenemos, Salvador?

—Malas cosas —dice— pero a ver con qué cuerno tiran.

Otro cuñado, casado con una hermana mía era dueño de un pegujal camino de la sierra. «Miguel, me sugiere, vete allá a la huerta unos días, hasta ver». Le hice caso y me oculté debajo de una hacina de sacas. Aquella noche se presentaron mi mujer y mi hijo Luis, que tenía nueve años, para traerme alimento. Estuve enterrado durante varios días al cabo de los cuales me informan que mis tres compañeros milicianos del Frente Popular acababan de ser fusilados. Conocedor como era de la Sierra Morena y gran parte de la Sierra Madrona, que pateé durante diecisiete años como cazador furtivo para buscarme la vida, me dije: «Yo muero de cara, pero no de rodillas». La verdad es que de Despeñaperros para abajo hasta las lindes de Córdoba lo conozco todo mejor que las querencias de una perdiz. Me lancé solico, con la escopeta y unos cartuchos, a la Sierra Morena, hacia unos riscos en la Huerta del Gato donde ni las águilas se atreven a entrar. Busqué por allí a mis amistades, pues las tenía y muy buenas en la sierra, lo mismo entre los fascistas que entre los que no lo eran. Mi salvación fue que había hecho todo el bien que pude dentro de mis posibles. Allí se pusieron a socorrerme unos y otros en todo lo que estaba en su mano.

Yo estaba afiliado a la UGT, pero mi oficio era cazador furtivo y si me persiguieron con saña fue sobre todo por esto último. El 18 de julio cuando estalló el Movimiento yo estaba de caza en la sierra, en un coto que le llaman Los Escoriales, que criaba muchas reses, jabalíes, caza mayor. Eran fiestas en el pueblo y yo quería matar una res, para sacar cuatro perrillas y gastármelas en la fiesta. Maté un marrano y un venado. En el Ciscalejo el casero me proporcionó un burro garañón, de ésos que cubren a las mulas, para cargar las piezas y transportarlas al pueblo, que las dejé escondidas a la entrada de Bailén en la casa de un amigo. Fue un día en que casi nos ahogamos de calor aquel 18 de julio.

Ya que me hube acostado a las dos de la mañana tocaron con fuerza a la puerta; vivía entonces en la calle Ancha.

—¿Quién es? —pregunté mientras me vestía.

—Los municipales.

Pensé para mí: «Ha sido alguno que ha dado el cante y el dueño del coto me va a aguar las fiestas». Conque salgo y me dice uno de ellos: «Ha estallado el Movimiento, que de parte del alcalde que bajes al Ayuntamiento». Cristóbal Marín que era el alcalde y Paquito su hermano era concejal, los dos socialistas, me dice:

—Miguel que pasa esto, que se han rebelado en África, que si quieres ponerte al servicio de la República y que si no quieres, deberás entregar tus escopetas.

Yo tenía tres o cuatro escopetas.

—Cristóbal, que yo no las entrego —contesté—; que me apunten a la República.

Y nos fuimos cuatro amigos, cazadores como yo, al Frente Popular, de guardaespaldas, de cazadores. Las fincas eran todas nuestras y podíamos ir de cacería para enviar ciervos, jabalíes, comida a los hospitales de sangre.

Paquito Marín, que era presidente del Partido Socialista en Bailén, tenía un capitalazo y lo dio todo al pueblo. Cuando veía a un pobre pidiendo a la puerta del casino, entraba y pedía dinero que luego entregaba al mendigo. Paquito y Cristóbal estuvieron veinte años escondidos después de acabada la guerra.

Nosotros recibíamos instrucciones del Frente Popular: «Ahora tenéis que escoltar cuatro camiones de aceite de oliva a Madrid», y subíamos a los camiones con nuestras escopetas. A la vuelta a Bailén, por Albacete o por la Mancha, cargábamos el convoy de patatas como suministro para el pueblo. Todo el daño que yo hice fue llevar aceite a Madrid y traer patatas a Bailén. Todavía no se ha encontrado a nadie que haya podido decir: «Miguelico Perdiz se llevó un alfiler de esta casa o de la otra, o Miguelico mató a éste o mató al otro, o maltrató a éste o maltrató al otro».

A los primeros que mataron los nacionales fue a mis tres compañeros. Tenían a veinte o treinta encarcelados, unos con responsabilidades y otros sin ellas y cuando yo estaba ya ladeado por la parte de la sierra, llegaba a Bailén el comandante del gorro colorado a interrogar a los presos:

—A ver, ¿quién entró en la Iglesia y la saqueó o profanó a los santos o los arrastró por la calle?

—Perdiz.

—¿Y quién confiscó éstas o aquellas tierras y «paseó» a fulano y mengano?

—Perdiz.

—¿Y quién robó esto o aquello a mengano y detuvo a tales y tales personas de orden?

—Perdiz.

Al Perdiz, que era inocente, le achacaron todo lo que se les antojó. Luego se ha demostrado que yo era inocente de todos los cargos. Como le expliqué al comandante jurídico de Jaén: «Yo he sido un furtivo, sí, señor, pero forzado por la necesidad. Por lo demás he tenido y tengo la conciencia limpia como el que más y he dormido y duermo tranquilo».

Llevaba próximamente medio año metido en una cueva de la sierra cuando una tarde, ya oscurecido, en que yo estaba «pim pam» sacudiendo hormigones con la alpargata, veo a un fulano que cruza el monte. Cojo la escopeta y salgo a dar cara, tapándome y digo: «Me entero yo de quién es y qué quiere o por lo menos…» Me oculto bajo un pedrejón y cuando el pingue va a pasar hacia un canchal, salto y le sorprendo:

—Buenas noches, ¿qué se le ofrece?

Por poco se cae de culo. Cuando le eché la vista digo, «O mucho me equivoco o éste es un desgraciado como yo», pero claro, sin fiarme.

—Que vengo de Peñarroya y se me ha hecho de noche; por favor, déjeme dormir aquí.

Tenía el ombligo encogido del sobresalto.

—Yo me llamo Miguel Villarejo Arance y me apodan El Perdiz. ¿Quieres un cigarro?

—Se agradece porque llevo algún tiempo sin fumar. Yo me llamo Esturnio Romero.

Ya nos liamos a charlar.

—Mira, no me lo niegues —digo—. Por lo menos yo te voy a ser franco, tú eres un pobre hombre como yo.

—No se ha equivocado usted.

—¿Qué problemas son los tuyos?

—Pues nada, éstos. Soy de Peñarroya, llevo meses por la sierra, vengo del frente donde me desprendí de toda la ropa, porque he sido comisario político.

Era un talento, lástima de tanto talento echado a perder.

—Pues nada —digo—, yo subiré por la mañana aquí y hablaremos.

De mañana subí con una botella de vino, un poquito de jamón y le digo:

—Bueno y tú ¿cómo te suministras?

—Voy de semana en semana a Bailén y me traigo una libra de chocolate y un paquete de galletas, me como dos galletas por la mañana y por la noche dos onzas de chocolate. Ésa es mi vida.

—¿Y tú qué haces por Bailén siendo como eres natural de Peñarroya?

—Es que estoy casado con una de Bailén, la hija de María la modista… y de Parrica el maquinista…

Parrica era uno de los mejores maquinistas que ha habido en las minas y se había llevado con él a este muchacho que era de su mismo oficio. Conoció a la hija de Parrica y en guerra se casaron.

El muchacho tenía tres tíos que fueron los primeros que formaron el Partido Comunista en Peñarroya, en Córdoba y Sevilla. Después los atraparon. A uno se lo llevarían los fascistas al castillo de Montjuich y a los otros dos, solteros y a su padre los tuvieron años presos. Al salir uno de ellos se fue a Rusia y el otro a Suiza.

Esturnio Romero tenía tres hermanas con nombres muy raros, Clitemnestra se llamaba una, otra Colombina y otra Sendrina. Total, que cuando ya nos dimos a conocer digo: «Hombre, vamos a solucionar un poco la papeleta, al menos en lo posible».

Escribo una esquelilla y por medio del enlace que yo tenía con Bailén, se la mando a mi mujer para que se ponga de acuerdo con la de Esturnio. Digo: «Mira que pasa esto, esto y esto». Y ya se apegó a la mujer de Esturnio y se liaron al estraperlo porque otra solución no había.

Nosotros dos convivíamos muy bien allí, en la cueva. Yo era un analfabeto completamente, pero Esturnio era una persona. Tenía 28 años, diez menos que yo. Un día, dice:

—Como estamos aquí despacito y va para largo, le voy a preparar a usted culturalmente.

Me daba estudios, me echaba números y leíamos la prensa que nos llevaban. Un día comentó. «Esto lo veo yo un poco feo, no salimos de aquí en la vida».

El muchacho no tenía herramienta ninguna, ni escopeta. Salía a buscar cuatro espárragos y yo hacía a la perdiz, al conejo, al venado. Lo tenía todo previsto:

—Esturnio, si algún día llegas a la cueva y ves cosas que no estén dentro de la legalidad, nos juntamos de noche en un lugar que se llama Piedra Letrera. Un ganadero, un pastor, un cazador nos puede sorprender a cualquiera de los dos en la cueva.

Estamos allí una noche, un año después de que llegara Esturnio, cuando siento ladrar a la perra. De todos modos yo dormía menos que los mochuelos. Tenía una perra llamada Bigotes que valía más que media España en todos los conceptos. Como señal de peligro empezaba a menear el rabo y si era persona extraña se le ponían los pelos de punta y hacía «sschhh». Me levanto a sus ladridos y la veo con los pelos erizados. Echo mano a la escopeta, cuando oigo:

—Miguelico, Miguelico…

—¿Quién va?

—Soy yo, Isidoro Banderas.

—Pasa…

Conocía a sus padres, hermanos, a toda su familia, me había pasado los meses enteros viviendo y cazando con ellos. Pero como las hambres eran tan grandísimas robaban borregos, cabras… unos y otros. Y este muchacho, Isidoro, estaba una tarde en lo alto de un chaparro, cuando llegó el pastor.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

—Pues llevarte los borregos.

—Ah, hombre muy bien, conque esas tenemos. Las vas a pagar, cabrón.

Dio conocimiento. Lo coge la Guardia Civil, lo lleva a Baños de la Encina, lo meten en el cuartel, le arrean un palizón que le sacan las tiras del pellejo y entonces el cabo dice al que había de puerta:

—Quede usted ahí con él que yo voy a comer, a tomar fuerzas, que por la noche lo reviento a este como no declare.

El que había de guardia entró a orinar al excusado y el Isidoro aprovechó para coger la puerta… Era como un galgo con veintidós años de edad y puesto de pie. Se vino a la cueva con nosotros, porque un primo hermano suyo era el que me servía de enlace. Isidoro tenía dos hermanas presas, habían matado a otro hermano suyo, Ramón, otro de ellos estaba con pena de muerte y el padre había muerto.

Lo sucedido a las dos hermanas se corrió por los contornos. Las dos muchachas venían a Bailén con lo del estraperlo y según llegan, en una cuesta que le dicen de la Muela, se encuentran un retrato de Franco en el camino, pegado a una tapia. Detrás venía un sujeto montado en una mula. Como estaban tan afectadas al asunto, una de ellas echó mano a un alfiler y dice: «Franco, lo mismo que te salto el ojo así, en el retrato, si estuvieras aquí igual te lo saltaba». El que venía en la mula puso oído a aquello, le mete mano al animal y le echa como quien dice al trote. Cuando llegan las hermanas a su pueblo, Baños, la pareja las esperaba. Las pelaron, las purgaron y las encarcelaron con pena de muerte a las dos.

A resultas de todo eso y de los vergajazos, el Isidoro estaba atemorizado. Al poco de llegar a nuestra cueva le regañé en buenos términos:

—Pero Isidoro, hombre, ¿cómo has tenido valor? ¿No comprendes, criatura, que aquí te hacen responsable de lo mismo que lo nuestro si ocurre cualquier cosa? A ti no te han cogido en cosa mayor, porque te hayan pegado algo no es para huir; hombre, Isidoro, es una pena. Tu madre está muy vieja y muy afectada. No os queda en casa más que el Sota (porque eran siete hermanos y le decían el Sota), con dos añitos el pobre…

Los hermanos Banderas eran linces en poner lazos para conejos, cazadores furtivos de verdad. Le entregué unos lazos.

—Con tu primo, que es mi enlace —le dije— mandaremos razón a tu hermano, que salga al huerto de tu tío y le haces llegar los conejillos hasta ver si esto se aplaca un poco, dejan de fusilar y cualquier día vas y te presentas, porque con nosotros, en un caso dado, corres mucho más riesgo.

Isidoro, no obstante, decidió seguir allí. Un día se nos presenta con un cordero, robado como es de suponer, y le llamé al orden:

—Isidoro, pero hombre, con las amistades que yo tengo por aquí, que son las que me guardan las espaldas y vas tú y les matas un cordero. Pero si hay carne de sobra…

Estaba atolondrado el muchacho. La carne me la procuraba yo a tiro de escopeta o con los lazos y trampas que colocaba. Cuando había luna cazaba de día y cuando no la había, de noche. Teníamos para nosotros y para alimentar a las familias. Digo:

—Esto no te lo permito Isidoro, tú a mí no me hechas a perder estas amistades que tengo.

Total que, a fuerza de tiempo y de razones de peso, le hice entrar en vereda. Nada más aprender la lección se fue a la dehesa de sus tíos. A los pocos días la Guardia Civil de la Lancha, un pantano que hay por la región, le esperaba para capturarlo. Los guardias se portaron como dos caballeros. Tenían dado el parte de que se había fugado este individuo y en lugar de apresarlo lo interpelaron:

—Vamos a ver los conejos que llevas.

—Miren ustedes, ya llevo ocho.

Hicieron allí mismo el reparto.

—Estos cuatro para ti y estos cuatro para nosotros, y ahora apáñatelas como puedas pero que no te veamos el pelo.

Al día siguiente se metió en el huerto del tío, se acostó bajo una higuera a la orilla del río y se echó un sueño. Poco después aparecían el juez, el secretario, dos civiles, cada uno con su pistola y sus cañas para pescar. Resulta que lo cogen tumbado panza arriba, dormido como un leño. El civil le suelta una patada en el hígado y le apunta en el morro con una pistola.

—Ahora sí que no te escapas, bandido.

Y este caballero tuvo la valentía, con lo dañado que estaba de los golpes, de delatarme nada más pisar el cuartel.

—Ahora vas a cantar —le dijo el cabo.

—Si no me pegan ustedes, les digo donde está escondido Perdiz.

A mí me dicen Perdiz porque mi padre cantaba la perdiz con la boca, no necesitaba reclamos artificiales.

—Hombre, con que tú sabes dónde está Perdiz

Llaman a La Carolina, comunican a Bailen y se juntan cuarenta o cincuenta civiles y otros tantos falangistas. Salen en tres camiones y llegan hasta los Llanos del Rentero a medianoche. El Isidoro iba delante dirigiendo hacia donde estábamos. Nos rodearon y yo lo supe en seguida por el vuelo de las bandadas de palomas. Había colocado un cepo en lo alto de una cordillera, para ver de coger algún conejillo, porque aquel día estábamos sin carne. Y digo: «Voy a subir a ver si ha caído alguno». Pero levanté la vista al cielo y me extrañó que las palomas al llegar a una picota dieran el bandazo. Estuve varias veces en un tris de tirar a las palomas, pero me eché a cavilar sobre el bandazo que daban. Es que estábamos acorralados por la Guardia Civil y los falangistas. Los pájaros, al llegar allí, veían a un centenar de hombres armados y daban la vuelta bruscamente.

Corrí a la cueva para advertir a Esturnio, que dormía.

—Esturnio, despierta.

—¿Qué prisa tenemos, Miguel?

Al lado de la cueva había un callejón de piedras por el que subíamos, siempre ocultos; el Isidoro lo sabía y allí dirigió las fuerzas. Si llego a entrar en el callejón no me salvo. Me salvé yo no sé por qué ni a qué santo le debo el milagro. Me voy para un altico, un pico limpio, cuando de pronto, «brrrmmmrmm», suena una descarga cerrada de mosquetón, fusil y escopeta. Me dieron un tiro en una alpargata. Había cerca una roca y me lanzo detrás de ella, pero no me cubría lo suficiente. ¡Ay madre!, y venga a disparar. Salían nubes de polvo de la roca, que todavía está allí y son muchos los que han ido a ver los impactos. Pegarían lo menos doscientos tiros. Era al despuntar el sol. «¡Madre mía! —digo—, ya me ha llegado la hora, lo que esperaba. Si no escapo, me rodean y me rematan a boca de jarro».

Pienso lo que pienso y tengo una bilbaína, una boina, y la pongo en un palillo de garrón y digo. «Ahora voy a asomar la gorra con el palillo a ver qué sucede; al menos los entretengo». Y venga tiros y más tiros, pero todos a la piedra y ninguno a la boina. Digo: «A la bilbaína no le dan pero como asome algo más, la horma de la gorra, le aciertan de lleno». Me las jugué todas. Me asomo despacio, con tiento y veo que algo reluce en un peñón, un tricornio, correaje o similar. Brrmmm, brrmmm, sonaban de entre las matas los disparos. Tomé impulso, subía a galope unos ciento cincuenta metros al descubierto y cuando llegué a lo alto me eché cuerpo a tierra y respiré hondo. Ahora sí, ahora estaba a salvo, que no esperaba salir con bien de aquella ratonera.

Agarré y me fui a toda velocidad. «Es posible que todavía muera, pensé, pero esto va a tener historia». Al llegar a un cruce de dos caminos, en la finca del Llano del Rentero, me metí a un risquillo de piedras, un cucurucho, donde había y hay un parapeto. «Voy a diñarla, pero mientras me duren los cartuchos no dejo uno vivo». Todo esto sucedía el 29 de julio de 1942, en medio de un calor asfixiante. Estuve todo el santo día en el parapeto sin probar bocado, sin beber agua, hasta que anocheció. No apareció nadie. «¿Y para dónde tiro ahora? ¿Qué habrá sido de Esturnio?», cavilaba.

Cuando Esturnio sintió las detonaciones y vio la humareda, como no era torpe, lo que hizo fue escurrirse como una culebra y tomó por la punta del cerro de abajo y escapó también. No encontré a Esturnio en el lugar convenido para juntarnos en caso de emergencias. Me llegué hasta una dehesa de por allí, me salieron los perros, pero como los conocía los llamé por su nombre y dejaron de ladrar. Al ver que no había peligro llamé a la casa del cabrero.

—Antonio, Antonio…

—No está, no está —responden.

Salen dos muchachos de unos doce añillos.

—Mi tío no está —dice uno de ellos—, ¿sabe usted?, han venido lo menos cincuenta guardias civiles ahí al cerro y se han liado a tiros contra unos bandoleros que dicen que había en la sierra y se han llevado a mi tío preso a Baños.

Los muchachos guisaban en la cocina.

—No se vaya usted ahora, coma algo —me invitaron.

—Gracias, no tengo ganas, dadme un pedazo de pan.

Parece increíble pero no sentía hambre, tan sólo algunas punzadas en el estómago que debían ser más producto del susto que de otra cosa. Eché un poco de aceite sobre el pan que me dieron, me lo metí entre la faja y salí larguísimo de allí, a unos catorce kilómetros donde contaba con amistades, en la Dehesilla, del lado de Andújar.

La Guardia Civil y los falangistas se echaron como fieras por la sierra con todas las fuerzas de que disponían, en constantes batidas para darme caza. Los técnicos prendían fuego a la maleza y lanzaban a los perros para provocar mi salida, pero yo estaba bastante largo de la región donde daban las batidas. Una noche llega el amigo que me tenía escondido y me suelta:

—Galléate, porque han salido en tu busca falangistas y mucha Guardia Civil y aquí tampoco estás bien.

Elegí otro refugio, un lugar que le llaman Las Cárceles donde viví siete días metido debajo tierra. Comía garbanzos tostados nada más. Era un profundo desfiladero por el que corría un arroyo, un terreno intransitable. Hay que dejarse caer por entre unas adelfas, tienes que apontonarte muy bien en el filo de las piedras y llegar por el despeñadero hasta una gruta. Había arena y un agua fresquita.

Al cabo de un tiempo estaba quitado del peligro y salí de la gruta para volver a la sierra, a vivir de la caza y restablecer el contacto con la familia. En ésas estaba cuando viene Antonio, un buen amigo, cazador.

—Oye Miguelico, a ver si matamos un marracho…

—Chiquillo, que no están las cosas…

Pero pudo más la tentación. Pillamos por la Huerta del Gato, cuando mi perra Bigotes nos voló quince o veinte parejas de pájaro perdiz. Descolgamos cinco y el resto planearon y apeonaron al otro lado, hacia el arroyo de Chichimulle. Antonio se va por la ladera y yo rebaso una loma cuando, de repente, alguien grita:

—¡Oiga!

Arrodeo para atrás y veo un tío, más alto que una higuera, con un fusil en la mano que me hace señas de que me aproxime.

—Pero ¿qué pasa?

—¡Haga usted el favor!

Sigo andando. Estaba a pocos metros de donde quebraba el terreno.

—¡Ni un paso más o lo mato!

Y yo, a andar y andar. Digo: «A ver si pillo ese peñón gordo, como lo alcance veremos quién es el primero a quien se le acaba la candela». Sigo a mi paso, cuando «pummm, pummm, pummm», no sentía yo las balas, tantas me han disparado…

Me pongo a cubierto en el peñón gordo y le grito: «No tires más, hombre».

Entonces los civiles iban en esta sierra con mono y sombrero de paja. Sabía el nombre del comandante del puesto de la Guardia Civil, un tal Rebollo, y el que tenía enfrente con el rifle era hijo suyo. Yo que lo vi tan alto, por las señas que sabía de mis amistades, pues digo: «Éste es el hijo de Rebollo».

Le acompañaba uno de los guardas del coto, que precisamente era tío del que venía conmigo, ésa fue mi salvación, conoció a su sobrino y me conoció a mí. Y puso más distanciado al hijo de Rebollo y aproveché para poner pies en polvorosa, de modo que perdí la pista de Antonio. ¿Qué le habría pasado? Aquella noche me presenté en las posturas de las reses y le eché varias veces la contraseña, pero no asomó. Digo, «a ver si como yo no sentí las balas, en lugar de tirarme a mí, le atinó a él y le han matado o le han herido, cualquier cosa».

Bajé con mi perra Bigotes para la carretera de Ciscalejo y tampoco di con él. Así que me digo: «Pues que sea lo que Dios quiera. Me voy hacia donde nos han hecho fuego». Con mi perra yo descubría todo lo que había que descubrir «y como haya dejado rastro o reguero de sangre encuentro a Antonio». Me voy con todas las precauciones debidas y desde lo alto de un montal observé durante largo rato por si le veía. Nada.

Otro día un muchacho llamado Manuel se vino con un recado hasta la sierra de Huerta del Gato, donde yo estaba:

—Me ha dicho un vaquero que ronda un marrano jabalí del tamaño de un toro. Que si lo matamos…

Me dio algo en la nariz. Malicié que me tendían una redada.

—No te puedo acompañar —le respondí—. A mi hijo menor le han dado unas fiebres y a mi hija las viruelas. Los han llevado al hospital y estoy a la espera de noticias. Lo siento, ahí tienes la perra, la escopeta y los cartuchos, pero yo esta noche no puedo, vete sin mí y mata al marrano.

En efecto, mató al marrano que era del porte de un buey y escondió la escopeta en un encierro de conejos porque no podía arrastrar al bicho. En lugar de venirse por la cueva que hay muy malos pasos, cogió el camino de Baños. Justo entonces dieron el cante de que Manuel era nuestro cómplice. Le cogieron el marrano y se lo requisaron todo y atadito como un pollo se lo llevaron a la cárcel.

—¿Y la escopeta?

—No, señor, que yo no tengo la escopeta…

No confesó. Si le sorprenden con mi escopeta es su perdición porque aquello hubiera significado que estaba aliado conmigo. De todas formas le arrearon pena de muerte. Menos mal que el juez era su tío, hermano de su madre y sólo estuvo ocho años preso, al término de los cuales le pusieron en libertad. Se fue a vivir a Barcelona para escapar de Baños. Si a mí me cogen en aquella encerrona, me dan garrote en dos días.

A mis padres no los maltrataron pero a mi mujer sí, a mi mujer la sacaron la piel a tiras. La convirtieron en un saco de lástimas. A las tres de la mañana fueron a por ella y la tuvieron en las cárceles de La Carolina, Linares y Jaén. Padre perdió un olivar por intentar sacarle de la cárcel. Yo siento repugnancia y preocupación al recordar estas cuestiones y el crujido del látigo. Mi mujer salió con todo el cuerpo negro por los golpes que recibió. Cuando nuestro hijo menor, Miguel, se puso malo, el médico le comunicó a Catalina: «Le está usted amamantando con veneno, deje de darle de mamar inmediatamente». Tenía el cuerpo y la leche de los pechos envenenados por las palizas.

Al margen de mi familia la caza lo ha sido y lo es todo para mí. He sido furtivo del conejo, la liebre, el venado, la perdiz, la codorniz, todo. Tenía una escopeta de 16 mm, un calibre que a mí me gusta más que el del 12. Mi amigo Diego Fuentes, que le llamábamos Catalán, prefería la del 12. A cazar no nos ganaba nadie. Al Catalán lo mataron porque no quiso venir huido conmigo a la sierra. Con un paquete de munición yo cargaba 17 cartuchos y él 14 y yo con la del 16 tiraba más largo que él. Esa escopeta la he tenido conmigo cincuenta años y con todas las consecuencias les voy a decir la verdad: todavía la tengo guardada, estuvo en manos de la Guardia Civil y me la devolvieron porque mi hijo les dijo que era un recuerdo sentimental. La guardo como una reliquia porque en legalidad no puedo tenerla.

Desde que salí y me presenté a la autoridad a las nueve de la noche del día 2 de abril de 1969 he intentado obtener un permiso de armas de caza. El alcalde de Bailén, Francisco Sánchez Albiñana, ya me había advertido: «Perdiz, te morirás sin conseguir el permiso». Por ahora lo están consiguiendo. (Miguelico, que cuenta 76 años, llora y balbucea).

La caza que más me ha gustado es la de la perdiz. Habré matado dos, tres millones de perdices y quizá me quede corto. Reconozco que he sido buen tirador, el mejor, el más certero. Me lanzaban doce o trece perras al aire y yo disparaba y luego las perras no las encontraban, las pegaba a todas. Ya no, ahora aparte de que no me dan el permiso de armas, tengo el ojo derecho gastado de tanto apuntar y de un chamuscazo de una escopeta desajustada que me quemó las cejas y las pestañas.

Me gustaban las ideas de Pablo Iglesias y de Carlos Marx, pero mi delirio ha sido la caza. Si hoy mismo me llega alguien y me dice: «Elija usted entre diez mil pesetas y una cacería en un coto de perdiz», le digo: «Las diez mil pesetas para usted, vámonos».

Creo que la veda hay que observarla a todo trance. Yo ahora la respeto, pero cuando tenía que buscarme la vida para vivir, para comer, no la respetaba. Lo que no veo bien es que los poderosos, los que mandan, no cumplan las leyes. ¿Cómo podemos los demás respetar la caza si ellos nos enseñan a que no la respetemos, si tiran a los pollos de perdiz en tiempo de cría y matan liebres por las noches desde sus Land Rovers?

En la sierra cazaba de noche, cuando no había luna, con el gambusino, un aro con una red y todas las noches caían de veinticinco a treinta perdices. No cazaba más porque no quería. Bastaba con que tuviéramos para comer mi familia y yo y la familia de mi enlace. Algunas veces me traían una bota de vino, algo de jamón y alguna camisa o pantalón de pana cuando se me desgastaba el que llevaba. Pero cuando la Guardia Civil nos rodeó en la cueva y nos libramos de milagro lo confiscaron todo, una maquinilla de pelar, de afeitar, dos sacos de tabaco verde que pesaban unos cincuenta kilos largos y que se lo quitábamos a los ganaderos de noche. Se quedaron también con tres pares de alpargatas, dos o tres vestiduras. Me quedé solo con la escopeta, unos cartuchos y mi perra Bigotes.

Mientras estuve fugado en la sierra veía a mi familia en la huerta de mi padre, conocida por La Virgen, o entraba en el pueblo con el sigilo de un gato montés. Entraba por la noche y sabía el lugar y la hora en que podía hacerlo sin jugarme la vida. Tan sólo una vez estuve a punto de sufrir un tropiezo.

Eran tiempos de vigilancia cerrada y había una docena de falangistas desplegados por lo que llaman el Corralón de Varela, a la entrada del pueblo. Llevaba yo un macuto repleto de comida y la escopeta pegada a las piernas. No esperaba que a esa hora de la noche estuvieran allí de guardia. Me echaron la linterna y escuché los gritos: «Párate ahí, párate ahí o disparamos». Protegido por la oscuridad logré escapar hacia las huertas.

Aquella noche no gané para sustos. En la huida fui a caer en un habar y eché un alto para recobrar el aliento. No hago más que sentarme cuando aparece un tío con un garrotón más grueso que mi brazo. Monté la escopeta cuando escuché: «Alto, ladrón». Yo pensé: «Y que me tenga que llevar por delante a esta criatura». Era lo propio que me defendiera. Cuando ya estaba a unos metros con la garrota levantada y gritaba: «Quieto ahí o te mato» y se venía para sacudirme, le conocí en la voz, mecagüen, en el último segundo:

—¡Salvador!

Éramos amigos. Se abrazó a mí llorando.

—¡Perdiz! ¡Pero si eres tú, Perdiz!

Había comprado aquel habar y estaba allí verdeándolo.

—Me han robado varias noches seguidas y me vengo aquí a dormir por si doy con el ladrón.

—De que te he conocido, Salvador, me he quedado de piedra, tenía ya metido el dedo en el gatillo para darte el escopetazo, creía que eras un usurero de ésos… Y claro, yo la vida la tengo que defender todo lo que se pueda. Discúlpame.

Nos sentamos bajo un olivo a echar un pitillo.

Pasaron los años, se apaciguaron los ánimos de los falangistas y los de la Guardia Civil y un día un amigo, una buena persona, me hizo llegar una nota: «Ni a su casa ni a su gente la molestan ya, ¿porqué no disponemos que se meta usted en el pueblo, unas veces en un lado, otras en otro?»

«Todavía no, contesté, tengo que ver clara la situación. Gracias».

Entonces me lancé a una dehesa que la llaman el Cerro del Moro. Era en septiembre y comenzaban las primeras aguas. Llevaba un lienzo, como un telón, para protegerme de las lluvias, cuando un día de tormenta estoy bajo aquella tienda de campaña y escucho voces.

—Madre, ya la hemos ciscado otra vez —digo para mí.

Asomo la cabeza. La voz llegaba desde las madroñas.

—Bájate —dice—, vamos a beber agua a la fuente de la Hierbabuena.

Eran cuatro o cinco, vestidos con monos y sombreros de paja. Por lo alto de la loma pasaban una veintena más de ellos, guardias civiles. Me quedé allí sin mover un músculo hasta que dejé de oír sus voces. Al otro día viene un compadre y me refiere:

—Te buscan a sangre y a fuego. Ayer te buscaron en tal sitio, anteayer rastrearon en tal paraje. Ándate con tiento, Miguelico…

Me vi obligado a moverme a otra región.

Así viví diez años, hasta poco antes del 1950, en Sierra Morena y Sierra Madrona, hasta que cesaron las exploraciones de la Guardia Civil. En Bailén parecían haberse olvidado de mí y fue entonces cuando decidí esconderme en el pueblo.

Unas veces, una temporada, viví en mi casa, otras en casa de familiares y otras en casa de mis amistades, siempre torneando con prudencia. En alguna ocasión he ido a Menjíbar a casa de un cuñado mío, pero siempre con cuidado de no ser visto.

Al principio habitamos en casa de mi suegra. De los siete tornillos que dicen que tenemos, mi suegra tenía ocho descompuestos. Me hubieran descubierto tarde o temprano, era pues cuestión de salir botando de allí, pero ¿cómo? Un sobrino mío dio con la solución: iría dentro de un arca y me transportarían en un carro. Me metí en el arca y por poco me asfixio allí dentro. Sobre el carro echaron dos o tres colchones, dos o tres sillas sobre el arca, para disimular y así pudimos llegar hasta una casa que arrendamos. La dueña era una mala persona, además de muy borracha y un día, ebria como estaba, vino a cobrarse el alquiler y a registrar toda la casa.

Resolvimos mudarnos. Catalina consiguió un préstamo de 15 000 pesetas y compramos una casa. Esta vez viajé sobre el serón de un burro muy bueno que tenía mi hijo, cinchado, con medio cuerpo a un lado y medio al otro y en lo alto un colchón.

Ésa fue ya nuestra casa en la calle del Almendral, número 46 donde viví hasta el fallecimiento de mi mujer; entonces mi hija me dijo: «Nada, usted ahí como va a estar solo, usted se viene con nosotros». Y me pasé al número 24 de la misma calle. En la casa antigua que conservamos guardo a mi perro y a mis hurones.

En la sierra, durante diez años, todo fueron calamidades; tienes que acostarte una noche a dormir encima de un peñón, no dejar rastros, resistir el frío y el calor y sólo a veces puedes cobijarte en un cortijo donde cuentas con amistades. He visto que esas personas temblaban cuando yo estaba allí y las he querido evitar siempre, en la medida de lo posible, los sufrimientos y he tratado de no complicarlas en mi odisea, para que no sucediera como en aquella ocasión en que oculto en un cortijo se asomó la hija del cabrero para avisar: «Padre, que vienen por allí los civiles».

Entonces los civiles hacían el servicio de tres en tres. Nos encontrábamos en una cocina que era habitación al mismo tiempo, con dos camas turcas, bajo las cuales había un orinal, una especie de escupidera que estaba llena de las meadas de los chiquillos. A la advertencia de la criatura me metí debajo de la camilla con tanto nervio que mi cabeza fue a parar a la escupidera, y se me derramó el contenido.

—¿Hay alguna novedad? —preguntaron los guardias.

—No señor, aquí no se sabe nada —contestó el cabrero cuando estaba a punto de darme la náusea.

Por éstas y otras vicisitudes decidí encerrarme en el pueblo. Mi hijo tenía ya unas poquitas cabras y me enterré vivo en la cuadra de la casa del Almendral, hice un agujero hondo en el terreno y puse encima una tabla y sobre la tabla una baldosa grande y allí me escondía en previsión de un registro. Era un lugar húmedo porque la tierra estaba siempre mojada. Más tarde pude refugiarme en el interior de la casa, pero no faltaron los sustos.

Un día salió mi mujer azorada: «Que viene un guardia civil ahí arriba preguntando de casa en casa». A toda prisa levanté mi trampa y me escondí en el agujero. Se había llenado de agua y había unas doscientas curianas, esa especie de cucarachas, que por poco me meriendan vivo. Ya estaba que no podía resistir más cuando llegó Catalina: «Puedes salir, ha estado donde la Pepi para lo de la quinta del hijo».

Otro de mis escondrijos fue el que preparé debajo de un almiar de paja, con unas sierpes, con un trapo en lo alto y encima los ramales de la miés. Una vez que me vi en la necesidad de meterme tuve que escarbar como un topo porque la paja se había derrumbado.

Yo recibía en la sierra noticias de como marchaban las cosas en España y siempre supe que Franco duraría rato, incluso pensé que duraría más de lo que han durado él y los suyos, que ahora al menos se ven otras señales.

Aunque a veces me arrepentía de haber amanecido, siempre pensé que mientras hay vida hay esperanza, porque de otro modo, ¿cómo hubiera aguantado treinta años de lástimas? Vamos, es que si lo sé me pego un tiro en la cabeza aquel mismo día que salí de naja hacia la sierra.

Una vez enclaustrado, abandoné la casa durante dos años para volver a cazar a la sierra, y otra vez en que mi cuñado, carnicero, me llevó hasta Menjíbar, por 1965, para que escuchara hablar a Franco por la televisión, y así los conocí, a Franco y a la televisión. Me llevaron en taxi. Me vestí de señorito, me puse gafas oscuras y para allí acarreamos, yo enganchado en el brazo de mi hermana.

Cuando se publicó el decreto de Franco en marzo de 1969 sobre prescripción de delitos de guerra, yo preparaba mi salida desde hacía meses con nuestro amigo don Luis Saez Torres, jefe de dos o tres cerámicas. Un día había preguntado a mi hijo: «¿Sabéis algo de tu padre? No me lo ocultéis a mí que vamos a ver si lo sacamos de una vez».

Ordené a mi hijo Miguel: «Pase lo que pase, a todo riesgo, dile la verdad».

Don Luis vino a mi casa en la calle del Almendral, al número 46 y decidimos que hablaría con el Prior. Habló también con un señor que era comandante jurídico en Sevilla y que es natural de Baños de la Encina. Dos días antes de dar Franco el decreto ya estaba todo empeñado. Una mañana llegó a mi casa don Francisco el cura, una bella persona a pesar de ser cura, que en todos los partidos y en todas las clases hay bellas personas, y tocó a la puerta. Mi casa estaba siempre cerrada a cal y canto. Abrió mi mujer:

—Buenos días, Catalina.

—Buenos días, don Francisco.

—Abra usted la puerta y que entre el aire y que respire por fin ese hombre.

Yo que lo oí desde el cuarto donde me ocultaba salí hacia la puerta como una centella.

—¿Nos tomamos una copilla de coñac? —convidé al cura.

—No bebo, pero me la tomaré a su salud. Aunque ya lo teníamos todo preparado para que usted saliera, el decreto de Franco nos da mucha más libertad. Puede usted salir con mayores garantías…

Ya luego vinieron los amigos acompañados de Pepe Marín, que es hoy presidente aquí del PSOE y nos tomamos unas copas en un bar que le llaman del Melonero.

—Ahora tenemos que ir al cuartel y luego al Ayuntamiento —determinaron.

Me llevó Pepe Marín, que su padre y su tío estuvieron veinte años encerrados como yo pero en una casa de Madrid. Tenían ya ochenta años y pudieron salir sin molestias.

Mi padre se llamaba Miguel y mi madre Catalina. A mi padre le pasaba lo que a mi hijo Miguel, era muy corto de espíritu. Fue presidente y tesorero de la Casa del Pueblo. Pudo llegar a millonario pero no llegó a serlo porque no le gustaba alternar con los señoritos, que le llamaban a sus cacerías para que hiciera el reclamo de la perdiz.

No hubo ninguna autoridad que pudiera recriminarle. «Luisillo, por aquí va usted muy malamente».

Lo que pasó conmigo le trastornó, como trastornó a dos de mis cuatro hijos, Luis y Miguel.

Mis hijos me querían muchísimo, son buenos y sensibles, pero de mi situación y de los sustos les sobrevinieron las enfermedades, los males que yo nunca quise para ellos. Hace poco estuvieron en Córdoba a ver a un médico de la cabeza, un psiquiatra, el doctor Castilla del Pino, que se interesó por su caso. Ellos han sufrido más de la cuenta, lo siento, pero no he podido evitar que se pusieran malos de los nervios.

También mi padre cayó malo, cayó malo hasta que hincó la cabeza, dos años después de entrar Franco. Mientras tanto no los habían dejado tranquilos. Mi hermano Manuel pasó unos años en la prisión provincial de Jaén y mi esposa Catalina Ranger fue condenada a seis años y un día.

El juez de La Carolina preguntó a mi padre cuando le tomaron declaración:

—Sabemos que mantiene contactos con su hijo en la sierra. ¿Por qué no confiesa donde se halla escondido?

Mi padre replicó:

—¿Diría usted el paradero de su hijo sabiendo que lo van a matar? Si lo confesara sería mal padre, igual que yo si se lo hago saber ahora. Si soy personalmente responsable de algo, aquí me tienen, pero yo no he criado un hijo para que me lo maten.

Desde el primer día que salí he ido, solo, a los casinos, a los bares que frecuentan los que fueron fascistas, todos los peores, y me han saludado con simpatía. «Perdiz, tómate un café», «Perdiz, tómate un vino». Me han llevado de montería, de cacerías, a Badajoz, a Huelva, a todas partes, porque yo en asuntos de caza me las sé todas, y algunos de los fascistas se cuentan entre los mejores amigos que hoy tengo. Y esto es todo lo que ha hecho este hombre de 76 años: ayudar al que se lo ha pedido en lo que ha podido y dar de comer a muchos hambrientos a cambio de quedarse él sin nada. También es verdad que no hubiera resistido sin la ayuda de mis hijos, de mis amistades, pero sobre todo de mi mujer, Catalina.

Me han gustado mucho las mujeres. A los catorce años tenía tres novias y a los diecisiete, cuatro al mismo tiempo y no podía atenderías a todas.

Cuando me puse de novio de Catalina ella tenía catorce años y era toda una real hembra; yo sonreía a todas, las lanzaba requiebros. No he buscado a ninguna, pero la que me buscó supo donde encontrarme. Tuve un maestro muy sabio que me decía: «La que se deja, al pajar con ella, pero la que huya, ésa es la tuya». Como mi mujer no hubo otra que pisara España, honrada, trabajadora, sacrificada. A veces salía hacia la sierra a medianoche para traerme todo lo que podía. Se quedó como un palo, consumida por las palizas que recibió en la cárcel y por las injusticias de que fue víctima. La pobre tenía mal el corazón, la tensión alta. Se nos fue de una angina de pecho. Duró media hora. La Providencia o alguien como la Providencia, tiene que haber algo y tiene que ser muy grande, me avisó a tiempo para que la viera morir. Fue como un impulso misterioso.

A las once de la mañana quedé con un amigo para ir al bar, convidarnos a unas cañas y echar un tute. No hice más que sentarme a la mesa, cuando me levanté de golpe. Digo: «Que me voy».

—Pero si nunca tiene usted prisa, Miguelico.

—No sé por qué, pero hay algo que me llama a la casa —me disculpé.

Mi nuera estaba sentada en la mesa camilla y Catalina, que en paz descanse, en la cocina de pie.

—Pero ¿qué haces ahí, Catalina? ¿No te ha dicho el médico que estés tranquila, que no te muevas para nada?

—Estoy al reparo para que no se vaya la leche.

Unos segundos después se llevó la mano al pecho y me dijo: «¡Ay!, qué sofoco me da, qué sofoco me da». Se abocinó y la tuve que coger porque si no se desploma. Mi nuera corrió a llamar a mi hija, vino una vecina, Maruja Torres, hermana de Paquita, la Miss España, Llamaron por teléfono a don José, el médico, y ya no pudo hacerse nada. «Miguel, que no te veo», fueron sus últimas palabras.

Yo he dicho a mis hijos que el día que me muera me lleven a la tierra junto a mi padre. Aunque tengamos pagado un nicho, es mi voluntad reposar bajo tierra y si es posible, con mi escopeta de 16 mm. He venido de donde haya venido pero volveré a la tierra, al hoyo, a un hoyo de ocho metros como el que le abrimos en el camposanto a mi padre, que en paz descanse.