3. El desertor.

3. EL DESERTOR

Antonio Urbina (Santo Domingo de la Calzada, Rioja).

10 años huido y oculto

Antonio Urbina iba con la cabeza gacha escoltado por dos guardias civiles. Escuchó llorar a Consuelo. Los curiosos se apostaron rápidamente a lo largo de la muralla de Pedro el Cruel para ver pasar a Antonio y a la pareja de civiles. Consuelo, la mujer del detenido, se enjugó las lágrimas con el borde del delantal.

«Éste ya no ve más las tejas de Santo Domingo», comentó alguien. «Ahora le toman declaración en Haro y acto seguido lo fusilan», adelantó fúnebremente otro de sus paisanos. El propio Antonio Urbina no las tenía todas consigo cuando veintidós kilómetros después fue llevado ante el capitán de la Guardia Civil en Haro. Aquel viaje, que podía ser el último, le permitió recordar, a golpe de destellos, la absurda aventura de su vida. Mil veces había imaginado un final semejante desde que algunos años antes cometió el primer error grave de su vida: emborracharse en el Pirineo, a dos pasos de Francia, cuando cumplía el servicio militar. Antonio volvió a pasar por los mismos pueblos, Castañares, Casalarreina, por el mismo paisaje de la suave llanura riojana, viñedos, choperas, por donde tantas veces había cruzado clandestinamente cuando llegaba desde la frontera francesa.

Eran los años del hambre, del estraperlo, del cerco internacional. España vivía replegada sobre sí misma, los embajadores se habían ido. Las masas se movilizaban en torno a Franco en la Plaza de Oriente para lavar por medio de un psicodrama nacionalista las humillaciones de la ONU. Por entonces el maquis opera a caballo de los Pirineos y se extiende por el Norte hasta Galicia. Se ha cerrado la frontera con Francia después de la ejecución en febrero de 1946 de Cristino García y nueve compañeros republicanos. Un subcomité de cinco naciones miembros de la ONU afirma que el régimen de Franco constituye «un peligro potencial para la paz del mundo». La Asamblea General de las Naciones Unidas decreta por 34 votos a favor, seis en contra, trece abstenciones y una ausencia, el bloqueo internacional.

En medio del hambre, la sequía y la represión los políticos y los ideólogos del régimen contemplan a España como «el mejor de los mundos». Luis Carrero Blanco («Juan de la Cosa») describe a esta España de 1946 como un «pueblo en pleno trabajo y en orden, rehaciéndose de una terrible crisis; con libertades humanas como ningún otro; sin más preocupaciones que su problema social y marchando, firme y sin desmayos, hacia la única solución de los males mundiales: la fusión de lo social con lo nacional bajo el imperio de lo espiritual, es decir, decidido a poner en práctica, rompiendo con todo lo que sea preciso romper, lo que Dios, única fuente de Verdad, mandó». Para el almirante «éste es precisamente el problema español: España quiere implantar el bien; las fuerzas del mal desatadas por el mundo tratan de impedírselo». La retórica oficial ahoga las privaciones de los españoles: son los demás los que tienen la culpa de todos los males.

A la resolución de la ONU Franco responde, «mi hambre es mía». Primum filosofare, deinde vivere. Hasta que una exactriz argentina, rubia, de rostro descolorido y labios muy pintados, pelo a lo «chignon», vestida con los mejores modelos de París, Eva Perón, llega a la capital de España como un hada buena. De un solo toque de su varita mágica, Argentina envía 25 000 toneladas de carne, 10 000 de lentejas, 20 000 de alubias, 25 000 cajas de huevos, 700 000 de trigo. 220 000 de maíz. Cuando se firma en Madrid el protocolo Franco-Perón comienza en Logroño el Consejo de Guerra contra el desertor Antonio Urbina. En manos de la justicia militar, Urbina, recuerda el estúpido origen de todo su drama:

—La culpa fue de unos paquetes de chorizo, de jamón, de latas de conserva, de una caja de botellas de vino y de unas botellas de coñac que nuestras familias nos hicieron llegar hasta el cuartel de montaña. Cumplía entonces el servicio en Isaba, Navarra, en el Pirineo, como alpino, alpinista, de la quinta del 29. Los seis riojanos reunimos los paquetes y las botellas y organizamos la jota más grande que se recuerda en el cuartel. Póngase en mi lugar, riojanos, jóvenes, sanos, alejados de casa, con ganas de comer, beber, cantar y bailar. Había ya empezado la guerra pero allí no se advertía.

El soldado de Santo Domingo de la Calzada descorchó la primera botella. Era un tinto pastoso, de la Rioja Alta. En pocas horas «cayó» la caja. El coñac vino después. Los seis riojanos, aislados en la montaña, ahítos de vino, decidieron prolongar su aventura:

—«Chupados» como estábamos se nos ocurrió pensar: pasemos a Francia. «Estamos a un tiro de piedra», dijo uno de mis paisanos. «¡A Francia!, ¡a Francia!», gritamos todos en pleno entusiasmo.

El sol y aire de la alta sierra empujaron a los alpinistas hacia el otro lado. De camino cantaban las viejas coplas de los mozos riojanos en torno a las hogueras de San Juan:

La mañana de San Juan

qué bien te jaleabas

con el pañuelito blanco

y la media encarnada.

Me tiraste un limón

me diste en la cara,

cositas que hace el amor,

morena resalada.

Cruzaron la raya fronteriza por un paso de montaña.

—A poco de llegar a Francia la cabeza se me clareó un poco y comencé a darme cuenta de lo que habíamos hecho, pero ya era tarde. Sumergí la calamorra en un arroyo para que se me enfriaran las ideas. Me senté a pensar: «Caguen diez, la que he hecho yo, la he hecho parda». Se nos evaporó a todos la calor del vino y del coñac y pronto notamos el frío. Debíamos estar por debajo de cero.

Antonio no podía dar marcha atrás. Sabía muy bien que había cometido una falta grave contra el reglamento militar.

—De pronto se echó allá por el otro lado del monte un alférez nuestro al mando de una patrulla. «Si nos cogen nos brean», pensé para mí. Lo mejor era correr. Corrimos como huyendo de una vaquilla. Cuando estábamos a cubierto escuchamos las voces del alférez:

—«¡Urbinaaaa, no desertéis!»

Y luego:

—«¡Urbinaaaa que no os va a pasar nada!»

Y después:

—«¡Vuelveee, Urbinaaaa!»

Pero Urbina no pensaba en volver. Los seis riojanos echaron a correr monte abajo. Cada vez era más débil el eco de la llamada del alférez. «¡Urbinaaa!» Desde la cumbre de otro monte divisaron a lo lejos cómo la patrulla volvía en formación a Isaba.

—Por un lado me sentía feliz por haber escapado al castigo pero por otro maldecía el chorizo, el jamón, el vino, el coñac, la tentación de haber pasado a Francia. Éramos ya desertores y eso en el ejército, y más en aquellos años, se pagaba con el paredón. En silencio, echamos a andar hasta llegar a Mauleon. Le dábamos vueltas y vueltas a lo que había pasado, a la romería que organizamos en Isaba y a lo que podía esperarnos en adelante. En Mauleon nos presentamos a las autoridades. Se decidió que nos trasladarían a Toulouse.

Allí les esperaba el cónsul español.

—El cónsul era de la República. Se nos subió la moral como la espuma porque nos trataron muy bien. Nos sacaron tacos de jamón, jarras de vino, de todo. «¡Viva la virgen!», pensaba yo. Aquello era vida. Pocos días después el cónsul nos reunió a los seis para hablarnos, nos devolvían a España, a Barcelona. Se acabó la buena vida. Nos condujeron hasta Port Bou y desde allí a Barcelona, donde nos separaron. No volví a ver a los paisanos.

Por culpa de unas botellas, en menos de una semana, Antonio Urbina pasó de Franco al Ejército de la República a través de Francia.

—Hice la guerra en la retaguardia. Ni fusil me dieron los rojos. Me dedicaron a construir trincheras. Durante unas semanas hice la instrucción en Hospitalet y me trasladaron en una caravana a orillas del Segre. Como desertor de Franco era yo de poco fiar. Por lo tanto pasé la guerra sin disparar un solo tiro. Y no me arrepiento porque aquello era impresionante. Veía llegar a los soldados en las retiradas, heridos, lloraban, «madre mía» gemían. En seguida me di cuenta de que aquello era un total desbarajuste. En la zona roja no había cabeza. Ni instrucción ni disciplina. Aquel ejército se lo saltaba todo a la torera. «Así es imposible que ganen la guerra», pensaba. Un suponer, te dirigías a un teniente al que le debes respeto, porque así viene en el código de los militares. Ibas al teniente y le decías, «qué hay, camarada, qué tal va eso, que si tal y que si cual, camarada, vente a tomar un trago, camarada, dame un pito, camarada, que te den por el culo, camarada…». Así se hizo la guerra desde la zona roja, sin orden ni respeto, sin disciplina y desde luego, sin fusiles.

Llegó 1939 con la gran retirada hacia la frontera francesa. Antonio Urbina, de la quinta del 29, agricultor y dueño de algún ganado, natural de Santo Domingo de la Calzada, provincia de Logroño, casado con Consuelo, padre de tres hijos, era uno de los 500 000 derrotados que tomaron el camino de la retirada hacia Argeles, Saint Ciprien, Le Vernet, Bram, Barcares, tras el desplome del frente de Aragón y Cataluña. A través de la Junquera, Puigcerdá, de Le Perthus a Port Bou, o los pasos de montaña, aquel ejército brechtiano de soldados andrajosos, famélicos, jefes y oficiales de la República, políticos, sindicalistas, obreros, intelectuales, miles de mujeres y niños de pelo cortado al cero buscaron con desesperación una cama y un mendrugo de pan en la «dulce Francia». Estaba en marcha el mayor éxodo de la historia de España. Hacinado en la caja de un camión de motor humeante, sucio, con barba de varias semanas, entre orines y vomitonas de niño, Antonio Urbina, tan sólo previsto de una maleta, regresó a Francia por donde había venido. Los gendarmes franceses recogían las armas, granadas, fusiles, municiones, morteros, ametralladoras, y apilaban el material de guerra de los vencidos. No tardarían en devolvérselo a Franco. Cientos de miles de refugiados, fatigados, enfermos, tullidos, vestidos estrambóticamente, en medio de un desorden total fueron trasladados a sus nuevos hogares, los campos de concentración. A algunos de ellos les quedó ánimo para cantar:

Allez, allez, reculez, reculez,

que tienes que echar el pie

desde Cervera a Argeles.

Los más optimistas perdieron pronto las esperanzas a culatazos de los soldados senegaleses; no serían llevados a Valencia para seguir la lucha con nuevas armas y uniformes limpios. El campo de concentración les devolvió a la realidad.

«Los franceses —escribe Ilya Ehrenburg en su Eve of tuar— internaron a los españoles en campos de concentración en Argelès y St. Cyprien. A cada seis hombres les dieron un panecillo y un poco de agua sucia tratándolos con increíble desprecio. En París, sin embargo, Ribbentrop era objeto de una fastuosa recepción. Cuando se habla de aquellos tiempos es mejor olvidarse de la justicia…». Stalin «había tirado al arroyo la piel de la república española para negociar más fácilmente con Berlín», escribe por su parte el excomunista Jesús Hernández.

Entre los fugitivos, Azaña, Negrín, Giral, Martínez Barrio, Aguirre, Companys. El Presidente de la República está obsesionado por el traslado de los cuadros del Museo del Prado. Ha dicho días antes de su paso a Francia, el 5 de febrero: «El Museo del Prado es más importante para España que la República y la monarquía juntas». Cuando el coche de Martínez Barrio se avería, los fugitivos, sus ayudantes y familiares deben cruzar a pie a Francia. El suelo está helado y abundan los resbalones. «No me pasó nada, afirma Azaña. De algo habría de servirme la práctica de andarín». Al llegar a París, Álvarez del Vayo informa a Azaña: «Los huidos pasan de cuatrocientos mil. Había provisiones previstas para sesenta mil».

La sarna, los piojos, la disentería y otras plagas de la miseria y la insalubridad hacen presa de los refugiados. Sus rostros podían compararse al cabo de unas semanas de internamiento a los que Goya había reflejado en sus pinturas negras y que Manuel Azaña acababa de salvar a hombros de los carabineros. Bajo un frío polar los guardias móviles franceses despojaron a los fugitivos de todo lo que llevaban encima. No había camillas para los heridos de guerra, tan sólo alambradas de púas en los campos de concentración. La tierra estaba cubierta de nieve. Sobre los bancales de arena de Argelès-sur-Mer cayeron los «sales-rouges» (sucios rojos) refugiados, como un ejército de termitas.

Los guardias separaron a los hombres de sus mujeres y de sus hijos, mientras los senegaleses establecían un cordón sanitario para evitar la contaminación de la «dulce Francia». Miguel Giménez, excombatiente anarquista, reproduce en su Más allá del dolor una carta que escribe al ministro francés del Interior, Albert Sarraut, cuatro meses después de pisar territorio de Francia, desde la barraca 152:

«En las barracas de madera, con piso de tierra, que tienen una superficie de 123 metros cuadrados y donde nos albergamos 110 hombres no hay luz, señor Ministro. En las negras y frías noches del pasado invierno hacinados sobre la sucia paja, faltos de abrigo, carentes de consuelo, tiritaban los hombres. Afuera la tormenta: de agua, de viento, de nieve; adentro, las tinieblas. Ni una pulgada de terreno que no estuviera ocupada por un cuerpo humano. El huracán, que ha durado meses, sacudía la frágil vivienda». Miguel Giménez concluía su carta: «¡Luz, Señor Ministro! ¡Luz, Señor Sarraut!»

Antonio Urbina lanzó a una de las hogueras del campo de Argeles su vieja maleta de cartón endurecido. Le sirvió para calentar su esqueleto unos minutos.

—Nos desparramaron por la playa, en medio del frío y del viento del mar. Los senegaleses no nos perdían de vista: fueron advertidos desde el principio de que los rojos se comían al personal y que de escapar de aquellos campos invadiríamos Francia para herir y asesinar. Era imposible construir barracas, levantar un techo con los pobres materiales de que disponíamos. Tan sólo crecían algunos matojos. Matamos el tiempo despiojándonos unos a otros, trazando círculos con un palito sobre la arena.

Eran cien mil en Argeles, los «200 000 brazos» de que habla el poeta catalán Agustí Bartra:

«Un mes antes la playa de Argeles estaba desierta. Las gaviotas volaban alegremente por su cielo y sus arenas eran un cinturón de oro entre el agua azul y el verde valle. Pero ahora se extendía allí una ciudad de cien mil habitantes». Ciudad de derrota, arena, viento, lluvia y ratas, en palabra del poeta internado allí. Y de guardianes senegaleses que por desconocer el castellano eran por fortuna incapaces de traducir los versos que les dedicó un improvisado poeta y que Antonio Urbina recuerda todavía:

Negros senegaleses,

sois negros como el tizón

tenéis los ojos amarillos:

la madre que os parió.

Las frazadas y las mantas estaban infectadas. «Olía a pus, a gangrena, a mierda y pis». En la primera oleada mueren 35 000 españoles en los campos de concentración. 150 000 vuelven a España. No está Urbina entre ellos. Le han trasladado al campo de Gurs.

—Mejoraron algo nuestras condiciones de vida. Los barracones eran nuevos y no había senegaleses.

Transcurren los meses, la disciplina se afloja. En el verano de 1939 salen las primeras cuadrillas de españoles desde los campos a las vendimias del Herault.

Urbina ha decidido quedarse cerca de los Pirineos.

—La Rioja estaba como el que dice, al otro lado de las montañas. Un día los franceses me dieron la cardidentité que le llamaban y empecé a sentirme seguro. En 1940 me rifaron: iría a trabajar, al cable telefónico de Pereloux. Al otro lado estaba el Irati, Navarra. Era ya 1940. Desde Pereloux comencé a enviar cartas a Consuelo, a Santo Domingo de la Calzada. «Aquí me tenéis, vivo y con ganas de veros» puse en la primera carta. Al principio con grandes precauciones, más confiado después entregaba mis cartas a un compañero que trabajaba en el cable. Él se encargaba de franquearlas al otro lado.

Pasó el tiempo. Antonio no recuerda exactamente cuánto. Tenía su habitación, su sueldo para vivir y ahorrar algo. No fue mal recibido en el cable.

Jacques Vernant, en The refugee in the Postwar World, señala que el 95 por 100 de los refugiados útiles hallaron un empleo remunerado, sobre todo para realizar los más duros trabajos manuales. Del 18 al 20 por 100 trabajaron como obreros agrícolas; el 12 por 100, en su mayor parte vascos y catalanes, como metalúrgicos y el 8 por 100 como mineros. El resto trabajó como leñadores, en la construcción de embalses o más tarde en el desescombro de ciudades destruidas por la guerra. Los patronos franceses reaccionan con nula generosidad: «No saben ni jota de francés, no disponen de intérprete, ni siquiera de un prontuario de frases español-francés». Según diversos informes del Ministerio de Trabajo francés los patronos censuraban a las autoridades la manera absurda con que distribuían la mano de obra: hombres de constitución débil eran destinados a duros trabajos manuales, incluso a veces inválidos a quienes se había amputado un brazo o una pierna.

«Llegaron desprovistos de todo —consta en un informe—: Nosotros les hemos proporcionado cuanto necesitaban. A pesar de todo han abandonado el trabajo, calificando al patrono de fascista y diciéndonos que si los comunistas tomaban el poder en Francia matarían a todos los franceses».

Otros informes demostraron sin embargo que los refugiados españoles estaban lejos de ser «vagos e irresponsables». Pecharon con los trabajos más ingratos y aceptaron lo que se les dio, sin una queja.

Antonio Urbina, que era uno de ellos, sintió al cabo del tiempo que necesitaba matar el gusanillo de la nostalgia.

«Si la guerra ya terminó tú no tienes penas que purgar», le decían sus amigos. Sufría de insomnio algunas noches torturado por aquella pregunta: ¿Habría prescrito su «crimen»?

—Después de pensarlo mucho bajé una tarde a Bayona. Me fui derecho a ver al cónsul de Franco. Me latía el corazón con fuerza al sonar el timbre del consulado. La actitud del cónsul me tranquilizó mucho, había llegado a pensar que me detendrían allí mismo. Le expliqué mi caso, la mili con los alpinistas en Isaba, los paquetes de chorizo y jamón, la caja de botellas de vino, el coñac, la romería, Francia, el alférez.

«¿Qué castigo me espera?», pregunté al cónsul. «Ningún castigo», me respondió. Si lo deseaba me hacía allí mismo un pasaporte y me devolvía a España. Se me esponjaron las carnes. Por pocos minutos. «Si a los ocho días de llegar —añadió— no se entrega a las autoridades, le denunciaré sin más». No me despejó las dudas que tenía. Sentí miedo y cuando se me pasó decidí actuar por mi cuenta y riesgo, sin cónsules ni papeles. Al fin y al cabo otros lo hacían. No era cuestión de entregarse. Supe que a muchos que lo hicieron les dieron para el pelo en España. Por eso pensé que si podía me ocultaba en casa en Santo Domingo y si las cosas venían mal dadas viviría entre Francia y España.

Así fue. Antonio cruzó por los Pirineos hasta los bosques del Irati. Tomó hasta Pamplona un autobús de «La Roncalesa».

—Me dominaba una rara mezcla de alegría y de miedo, de prevención, de recelo. En Pamplona hice grandes esfuerzos para aparentar normalidad. Me crucé con guardias y soldados. «Ahora van y me detienen y se acabó», pensaba para mis adentros. Pero el tirón de la Consuelo y los hijos era muy fuerte. Traía alguna perrilla ahorrada. España estaba con el racionamiento. En el cable telefónico nos decían que los españoles se morían de hambre. ¿De qué vivirían mi mujer y mis hijos? Tenía que ayudarles. ¿Para qué quería yo las perrillas ahorradas en el cable si allí era imposible gastarlas? «No pases —me había advertido un amigo— te van a sacudir la estopa». Pero no podía volverme atrás. Logré cruzar el monte sin percances. Sabía el terreno y me guiaron bien. Al llegar a Pamplona la angustia no me había tapado el hambre porque entré como una fiera hambrienta en el primer restaurante que encontré. En una mesa comía un grupo de falangistas, con sus camisas azules. Estuve a punto de salir corriendo pero me aguanté.

Cualquier movimiento falso podía perderme. El mozo me trajo lo poco que había para comer, sin gota de pan. No fui en aquel momento consciente del peligro y le pregunté en voz alta aunque sin ánimo de ofender:

—¿Es que aquí no sirven pan?

Uno de los falangistas se volvió curioso al oírme.

—Pues, ¿de dónde viene usted, amigo? ¿De América? Aquí no hay pan, no, señor.

El desertor se quedó frío como el hielo. No podía levantar sospechas. Salió como pudo de aquel trance.

—Es que he bajado con el ganado hasta la Ribera, balbuceó. Vengo de los pastos de la montaña.

—No se preocupe usted —intervino otro de los falangistas— se parte entre todos el pan que tenemos aunque esté duro como la piedra.

Sacaron de su talega un bollo de pan. En efecto, estaba duro como la piedra pero me lo tragué con gran apetito. Tenía que demostrar hambre de días.

Nadie sospechó en el restaurante que aquel hambriento pastor de ganado era Antonio Urbina, desertor, obrero en el cable de Pereloux, «un rojo para ellos».

Mientras el autobús de «La Estellesa» corría hacia Logroño, Antonio contuvo sus temores. En cualquier momento la guardia civil podría detener el coche y pedir la identificación de los viajeros. O podían denunciarle como sospechoso. El autobús le dejó en Logroño. Una vez allí tomó el tren hasta Haro donde esperó a que anocheciera.

—Al llegar a Santo Domingo rodeé el pueblo para entrar por atrás en mi casa. Traía el mismo sombrero que gastaba en el cable y me había dejado el bigote. Así es que lo primero que me dijo la Consuelo al cabo de cinco años sin verme fue lo siguiente:

«¿Qué haces tú con bigote? Anda, Antonio, aféitatelo».

Cuando llegué, los dos chiquillos (el tercero nació más tarde) estaban acostados. Dormían. No podía moverme por la parte de la casa que daba a la calle, por temor a los vecinos. Entré como un ladrón en la habitación de los niños. Me quedé alelado mirando cómo dormían. De pronto uno de ellos, Gerardo, se despertó con gran susto. Así, al pronto no me reconocieron. «Chiss, que soy vuestro padre», les tranquilicé.

Esa misma noche Antonio comenzó su vida en ocultación.

—Lo primero que hice fue educar a los chavales para que no me llamaran «padre». Yo sería en adelante el tío Pedro, por si pasaba algo. El tío Pedro por aquí, el tío Pedro por acá. Los tres chiquillos aprendieron bien la consigna: jamás dijeron una palabra que me comprometiera. Es raro y como milagroso porque a esa edad no se discierne bien, pero tuvieron un sexto sentido que les cerró herméticamente la boca.

El segundo problema para Antonio estribaba en aprender a vivir en la clandestinidad. Empezó a trabajar en el interior de la casa. Cuidaba de las gallinas, ordeñaba a las vacas. Una vida superficialmente normal en la que no faltaron los sobresaltos.

—Por ejemplo, un día que estaba en la cuadra con el chiquillo mayor. La Consuelo acostumbraba a cerrar todas las puertas. No recibía visitas. Vivía como una viuda. Aquella mañana, por un descuido, había dejado la puerta abierta, por donde se coló la Justa, una vecina. Se vino derecha hacia la cuadra y dijo mientras examinaba el ganado:

—Ahí va, qué novilla tienes más elegante, Consuelo…

Como un resorte me eché hacia atrás con el chiquillo. En el fondo del establo me puse encima una albarda de caballo. Pero que si quieres, la Justa avanzó más, tomó al chaval de la mano e insistió:

—Pero ¡qué novilla tienes, Consuelo!

Sucedió algo increíble. Se acercó aún más y vino a sentarse sobre el aparejo. Yo, debajo, aguanté el peso sin mover un músculo. Al niño se le había mudado la color. Ya estaba yo que no podía más cuando nerviosa, desencajada, la Consuelo la sacó bruscamente de allí.

—Justa, vente por aquí que te voy a enseñar unos manteles que he bordado.

Sobre todo a partir de entonces Antonio vivió durante 18 días en constante tensión, acosado, receloso, con los nervios de punta, prisionero en su propia casa.

—De tanto ir el cántaro a la fuente pasó lo que tenía que pasar. Estaba un día con mi hijo menor entregado a las faenas de nuestra huerta, cercada por una tapia de regular altura. A nadie se le había ocurrido hasta entonces asomar la cabeza por el muro. Fue Manuelón, el padre de Renedo, el primero que lo hizo. Él me vio y yo le vi. Dio un salto excitado por el descubrimiento. Se me fue la sangre a los talones. No podía correr el riesgo de que me pillaran allí mismo. Todo estaba demasiado caliente aún. Busqué rápidamente a la Consuelo.

—De prisa, prepárame el hatillo, que me marcho yo antes de que vengan a por mí.

Sudaba. Los niños rompieron a sollozar. Consuelo le preparó una tortilla y unos embutidos. Antonio besó a su familia.

Aquella misma tarde dejó el pueblo por el mismo camino por donde había llegado dieciocho días antes. Con el mismo sombrero, pero con el bigote afeitado y atenazado por los mismos espantos. Consuelo se había hecho rápidamente a la idea de que su situación obligaba a Antonio a volver a la seguridad, en Francia. Mientras tanto, en Santo Domingo los amigos estaban ya con la intriga en el cuerpo. Acudieron a su casa.

—¿Dónde está Antonio?, ¿ha pasado ya? —preguntaron a la «viuda».

—¿Por dónde va a pasar, hombres? ¿Queréis decirme por dónde, si hace años que no le veo?

Manuelón, el padre de Renedo, iba de bar en bar afirmándose:

—Que sí, que yo le he visto con estos ojos que se va a comer la tierra.

Pero Antonio Urbina estaba ya muy lejos. Volvió al trabajo en el cable telefónico y se dio prisa en contar sus peripecias a los compañeros. «Aprende la lección —le aconsejó uno de ellos—: Si vuelves eres hombre muerto». Antonio reflexionó sobre la injusticia de su situación. Y muy pronto necesitó volver a comunicarse con la Consuelo por carta.

—Llegó el verano y me fui de excursión a un pueblecito cercano. Había un grupo de mozas navarras que subieron en romería hasta la ermita de San Salvador. Subían con los ganados, en fiesta. Sonaba el acordeón y se bailaba. Trabé conversación con una de las chicas. «¿Qué haces aquí?», me preguntó. Le expliqué en qué circunstancias me encontraba. Quedó en pasar una carta mía a España. Se abría el baile cuando apareció un francés con cara de pocos amigos. Me empezó a mirar con malos ojos y bien que lo noté. Yo estaba siempre pendiente de las miradas de los demás. De ellas dependía mi libertad y seguramente mi vida.

—Está en el maquis —dejó caer el franchute en los corrillos.

Me fui directo hacia él para cortar de raíz el infundio.

—Oiga, que yo tengo los papeles en regla —le dije.

No tardaron en llegar los gendarmes, los «chandarmas», como hoy los llama Urbina. «Ya están a por mí y a este lado del monte, lo que me faltaba», pensó el riojano.

«A ver, los papeles», pidieron con pocos miramientos.

—¿Qué papeles? —respondí—. Tengo la «cardidentité» en el cable telefónico, trabajo allí.

Ni por ésas.

—Le papié, le papié…

Y dale. Que le papié. Las chicas navarras vinieron en mi socorro; informaron a los chandarmas de que trabajaba en el cable, «le conocemos, está en regla».

—Hala, venga, adentro.

Me metieron en su coche. Hasta llegar al pueblo había unas curvas endemoniadas y el automóvil bajaba a toda leche. No pude contenerme.

—¿Se puede saber adónde me llevan? ¿A tomar declaración?

Ellos, mudos.

Una vez en la gendarmería los chandarmas me encerraron en un cuarto: le papié, le papié.

Y yo:

—Que tengo la «cardidentité» en el cable. A ver un teléfono que llamo ahora mismo.

Y los chandarmas:

—Qué vulé vú, «la pared», «la pared»…

Qué sabía yo qué era «la pared», coño. Me habían sacado de quicio. Después de haber pasado los años peores, cagüen la madre que los parió.

Yo: le telefon. Ellos: «la pared». Les conté todo como pude, atropelladamente, con algunas palabras en francés que sabía, la jota de Isaba, el vino, el coñac, la guerra en el frente de Cataluña, las trincheras, los muertos, la retirada hasta Argeles. Los negros, las canciones, Gurs, el trabajo en el cable telefónico.

Antonio Urbina permaneció varios días incomunicado hasta que un oficial abrió Ja puerta de su celda y le dijo en mal castellano:

—Tú, para Franco o a la Legión Francesa. Elige.

Ahora sí que estaba apañado.

—De qué —protesté— voy a ir yo para Franco si trabajo aquí…

Llegó un chandarma con unas esposas.

Yo, venga a lo mío, como un desesperado:

—Para qué necesito ir a Franco si estoy muy bien aquí. Anda, ponedme con el cable a ver si lo arreglamos de una vez.

Le telefon. La «pared».

En estas estábamos cuando pasó un viejo por allí que hablaba castellano y me sacó de dudas:

—Le dicen a usted que «l’appareil», el aparato, nada de «la pared», el teléfono. Que les dé el número del cable.

Suspiré cuando marcaron el número. Me puse yo. Estaba nervioso y no daba pie con bolo.

—Alo, ahí, ¿quién es el que parla? Aquí Antonio Urbina.

—Y ¿qué haces ahí, hombre? Hace días que te buscamos por el monte… —Era Charles, el encargado del cable—. Dile al «chandarma» que se ponga al «appareil».

Vinieron del cable a por mí con la «cardidentité». Luego los chandarmas me palmoteaban en la espalda como si hubiera sido un amigo de toda la vida. De buena me había librado. Me había hecho ya a la idea de alistarme en la Legión. Adonde Franco sólo me hubieran llevado de cuerpo presente.

Antonio terminó por acostumbrarse a pasar y repasar la frontera. Manuelón le había declarado al pueblo, pero no a las autoridades. Antonio buscaba en los periódicos las disposiciones del Boletín Oficial del Estado que podían afectarle. Entre ellas la que decía así: «Los delitos no comunes sancionados con penas de privación de libertad, inferiores a doce años y un día, cometidos con ocasión del Movimiento Nacional, con anterioridad a primero de abril de 1939, prescribirán a los dos años contados a partir de ese día, cuando no se haya incoado procedimiento o dado estado a la denuncia, y siempre que el culpable no se hubiere ocultado o permanecido maliciosamente fuera de su residencia habitual o ausentado a país extranjero».

»En el supuesto de que el reo se presentase en territorio nacional, y en todo caso hiciese vida ordinaria, el plazo de prescripción comenzará a correr desde la fecha en que se haya comprobado se encontraba en esas condiciones.

»Para los que hubieran hecho su presentación en 1 de abril de 1939 el plazo empezará a contarse en esta fecha de liberación de todo el territorio nacional.

»La prescripción establecida por esta ley no alcanzará a los procedimientos iniciados con anterioridad a 1 de abril de 1941…» Pero en ningún periódico halló la respuesta específica a su caso.

Consuelo seguía negando a rajatabla que su marido hubiera estado en Santo Domingo.

—Oyes, Consuelo, que dicen en el pueblo que ha venido Antonio, que lo tienes escondido.

—Mirad debajo de la cama a ver si está allí —respondía Consuelo.

Empezaron a difundirse historias sobre Urbina. Decían que salía a la huerta disfrazado de mujer, que utilizaba los disfraces más inverosímiles para no darse a conocer.

—Después del incidente de los gendarmes escribí a la Consuelo. Le contaba lo que me había pasado y añadía que todo iba bien. Que no se sobresaltara, que volvería. La conté también lo que me había sucedido en la estación de Zaragoza cuando me dirigía hacia los Pirineos. De golpe se me echó encima un amigo de Santo Domingo.

—¡Ahí va, Urbina, pero si eres tú!

Y yo muy serio, con cara de nuevas.

—¿Qué es de tu vida? ¿Qué haces por aquí, Urbina?

—Perdona, muchacho, pero te has confundido, yo me llamo Anastasio Gómez…

—Quita de ahí, si tú eres Urbina, Urbina clavado…

—Pues no señor.

—Cagüen diez, Urbina, que eres quinto mío, que te dejé aquellas botas al irme.

—Que te confundes…

Empezó a dudar.

—Cagüen diez, ¡qué parecido! ¡Si eres el mismo!

—No te preocupes, vamos a echar un trago a la cantina.

Poco después de los vinos que nos tomamos le vi dirigirse al tren. De trecho en trecho se volvía hacia mí y hablaba solo, «¡Esto sí que es increíble, si parece Urbina…!».

La Consuelo, ni corta ni perezosa, se fue donde Manuelón con el sobre de mi carta y el remite.

—¿Ve usted, Manuelón, cómo Antonio no estaba en Santo Domingo? Mire el remite, me escribe desde el extranjero.

Manuelón decía que nones. Se marchó al otro mundo, pero antes de irse juró de nuevo a todo el pueblo que me había visto en carne y hueso.

Antonio permaneció en el cable telefónico durante tres años. Un amigo obtuvo un salvoconducto para él y pudo entrar y salir sin mayores riesgos. Llevaba dinero a su mujer.

—Dinero del pueblo. El que logré salvar de la guerra lo conservé como un tesoro en Argeles y en Gurs. Era dinero republicano. Cuando llegué al cable me dijeron que no tenía valor y que era peligroso exhibirlo en la España de Franco, por eso lo tiré a los Pirineos.

Consuelo se defendía bien. Tenía cerdas, un cerdo, vacas, gallinas. Las monjas del convento de al lado le compraban la leche.

—La segunda vez que volví del cable caí con las fiebres de Malta; para entonces había meditado entregarme en Pamplona o en Barcelona antes de que me cogieran. Las fiebres las contraje en Francia. Estuve seis meses en cama. Tan pronto estaba a 36 como a 40 grados. En esos seis meses ni una sola vez llamé a un médico. Olvidé la idea de entregarme. No conocía bien la medicación, Consuelo me traía pastillas para bajar la fiebre. Yo le decía: «No te apures, mujer. Si muero me entierras ahí al lado en el huerto, me pones unas flores encima y asunto concluido. No se te ocurra llevarme al cementerio porque aunque muerto si se descubre que me has tenido aquí oculto vendrán perjuicios para la familia».

Aquellas fiebres me dejaron tan flojo, que lloraba de debilidad y pensaba en lo fuerte que había sido. Miles de veces Consuelo estuvo dispuesta para llamar al doctor.

—¡Quieta! —la paraba yo en seco.

Consuelo, preocupada por el enfermo, consultó con algún médico de Haro sobre la mejor terapéutica contra las fiebres de Malta.

—Tengo fiebres así —decía a unos; o también—: Tengo un primo al que le han atacado las fiebres de Malta. ¿Qué podemos darle para que sane?

Algunos vecinos supieron que Antonio había vuelto y estaba postrado en cama. La Felisa les ayudó mucho durante aquellos críticos meses. Los hijos se iban al campo con las vacas. También sus amigos sentían la curiosidad:

—Oyes, ¿dónde tenéis metido a vuestro padre?

—¿Y a vosotros qué os importa? —contestaban los Urbina.

Antonio empezó a dejarse ver, con sigilo. Visitaba a algún vecino de confianza como don Idelfonso y charlaba con él para distraerse. No había hecho nada malo en el pueblo, tenía tranquila la conciencia. Finalmente toda la calle supo que el desertor estaba allí, convaleciente de las fiebres.

—Lo sabría también la Guardia Civil, digo yo, no lo sé, al menos no vinieron a por mí, hasta que pasó lo de mi cuñado. Un día me encontraba en casa con los tres pequeños. Jugábamos con los caracoles que recogíamos en la pared del huerto. Trazaba una raya con tiza en la pared con cinco números. El 1 era el mío, el de mi caracol. Dábamos la salida a los caracoles y el primero que cruzara la raya blanca era el ganador. Cuando empezaba la carrera entró mi cuñado.

—Chico, aquí me tienes; ahora, cremallera en la boca.

—Eso no hace falta que me lo digas, cuñado, para mí como si estuvieras debajo de la tierra.

Cuando la Consuelo volvió se tiró una llorera de horas. Yo pensé, porque algo le conocía, «éste me declara».

Pasaron veinte días. El cuñado volvió. Sin preámbulos se dirigió hacia Consuelo, su hermana.

—Si no me das tres mil pesetas ahora mismo declaro a tu marido.

Como entonces teníamos ahorradas unas perras le dio las tres mil pesetas que pedía.

Un mes más tarde estaba de vuelta con la misma petición.

Yo oía, comido por las fiebres, gimotear a la Consuelo. La Felisa, que estaba al tanto, le advirtió:

—Mira, a tu hermano no le tapas la boca ni con dos mil ni con cuatro mil pesetas.

Yo seguía el diálogo desde la cama.

—Tú nada —añadía la Felisa—, que le denuncie a ver qué pasa.

Yo llamé a la vecina:

—¿Harías el favor de decirle a mi cuñado que venga inmediatamente?

Cuando estuvo ante mí le dije, digo…

—Escucha bien lo que ahora te dice tu cuñado, que ahora mismo está en la cama tembloroso con las fiebres. Tú les quitas hoy el pan a tus sobrinos pero ellos irán a más y yo no me pasaré toda la vida en la cama. Con que ya lo sabes. Adiós.

No le dijo más. El cuñado se presentó a la Guardia Civil y denunció a Antonio Urbina. Pero ante su sorpresa, los civiles de Santo Domingo no le consideraron la denuncia. «Ese señor —parece que le respondieron—, ¿le ha hecho a usted algo malo?»

—Al comprobar que en Santo Domingo no le atendían bajó hasta Haro. En Haro me dio parte y esta vez sí, vinieron a por mí. Fue por la mañana, a las once. El brigada de la Guardia Civil de Haro cogió dos números de Santo Domingo y se vinieron en mi busca. Para cuando cortaron las salidas de la casa yo estaba fuera de ella dispuesto a escapar a Francia de nuevo. Lo hubiera hecho si no es porque cuando me disponía a correr escuché los lloros de la Consuelo. «Esto tiene que acabar de una vez. Con escapar no arreglamos nada», pensé. Había brincado al huerto de un vecino. Cuando vi desde la cuadra que los guardias llegaban, no tuve duda de que venían a por mí. Regresé a la puerta de casa donde un guardia montaba vigilancia.

—¿Qué quiere usted? —me interrogó.

—Soy el que buscan: Antonio Urbina —respondí—; quiero hablar con el brigada.

Al verme entrar en la cocina y decir «Soy Antonio Urbina», el brigada echó mano de la pistola y gritó:

—¡Manos arriba, no te muevas! —Después preguntó—: ¿Tienes armas?

Y yo que estaba muy sereno porque había tomado la decisión de entregarme por fin, contesté en sorna:

—Como no tenga por ahí algún cañón…

Pero el aplomo se me pasó muy pronto, no sé si por la llantina de la Consuelo, que no cesaba. De repente dejé de ver a los guardias, se me nubló la vista, era como una pesadilla que se me venía encima. Y el mismo fenómeno volvió a ocurrirme el día del Consejo de Guerra en Logroño: dejé de ver a los jueces, que estaban allí con todo el armamento y toda la leche. Que se me ponía una banda negra en la vista y dejaba de ver a las personas.

La voz corrió en minutos por Santo Domingo de la Calzada: «Han cogido a Antonio Urbina». «Ése no llega a Logroño», sentenció alguien. «Ése no ve ya las tejas de la catedral». «Pobre Antonio, después de todo lo que ha pasado». Desde su casa en la calle Mayor la guardia civil le condujo por el Cuartel de las Monjas. Consuelo seguía detrás llorando como una Magdalena. Le acompañaban los hijos, de cuatro años el menor, de once el mayor. El coche arrancó con dirección a Haro. En el cuartel Antonio Urbina prestó declaración: la romería de Isaba, los embutidos, el vino de la tierra, el coñac, la tentación de Francia, el alférez, Cataluña, Argelès, el cable telefónico, los viajes, la delación del cuñado…

En esas estábamos cuando sonó el teléfono y cortó mi declaración. Llamaban de Santo Domingo y pude escuchar perfectamente el diálogo. Del otro lado del hilo le decían al guardia: «En estos momentos el delator del declarante se acaba de pegar una cuchillada y se ha arrojado al pozo del Hostal».

El guardia tomó nota del referido. El capitán que se encontraba allí conmigo me preguntó por mi impresión sobre lo que acababa de suceder.

—¿Qué piensa usted del final de su cuñado? —inquirió—. Qué quiere que le diga: una pena que no lo hubiera hecho hace seis o siete años.

No le complació al capitán la respuesta de Urbina, pero el desertor de Isaba era presa de los nervios. Además, no sabía qué decisión tomarían sobre él en el Consejo de Guerra. Desde Haro, Urbina fue llevado al Cuartel de Infantería de Logroño. Le tomaron declaración y le sacaron una fotografía.

—Pues no estaré yo poco fichado en Madrid —pensó.

El Consejo de Guerra se celebró en Logroño en 1948. El fiscal pidió 30 años, pero salió prácticamente libre. En total, estuvo preso durante catorce meses en el cuartel de Infantería de Logroño. En realidad, casi todo ese tiempo lo pasó en libertad condicional en Santo Domingo de la Calzada, en su pueblo natal, allí donde «cantó la gallina después de asada».

Al despedirse Antonio Urbina de los oficiales del Cuartel de Infantería un coronel le saludó en la puerta:

—Hombre, hombre, Urbina, qué ocurrencias tuvo usted. Si llega a entregarse, entra por aquí y sale por allá.

A lo que Urbina respondió sin la sombra de una duda:

—Y el miedo, mi coronel, ¿dónde deja usted el miedo?