2. EL ANARQUISTA SOLITARIO.
Manuel Serrano Ruiz (Almodóvar del Campo, Ciudad Real).
13 años escondido.
Quizás únicamente dos personas de las trece mil que viven en Almodóvar del Campo, Ciudad Real, recuerdan la historia, algunos fragmentos de la historia de Manuel Serrano Ruiz: su hermana Esperanza y su cuñado José Antonio Sendarrubia. Ni siquiera los guardias civiles del cuartel próximo a la casa del matrimonio tienen noticias de que Manuel El Cojo haya existido. En el pueblo, por lo demás, no sólo se ha olvidado su nombre, sino incluso los hechos a los que va ligado. Los amigos que tuvo murieron hace muchos años. Sus enemigos han ido muriendo después, poco a poco. Él mismo murió también, olvidado por todos y tuberculoso, en Pascua de 1977, recogido en un sanatorio de Albacete.
Y, sin embargo, no hace tantos años que…
Bernardina Ruiz y Vicente Serrano, conocidos por Los Pisto, tuvieron cuatro hijos, tres varones y una hembra. Se llamaban los varones Domingo, José y Manuel. Esperanza, la chica, es la única que vive. Su marido José Antonio es delgado, rubio y de ojos claros: parece un encantador granjero americano de las películas de Walt Disney… Estuvo diecinueve meses en una guerra de la que prefiere no hablar. Cuando terminó, y ante el peligro de ser apresado, se fue andando desde Azuqueca de Henares, Guadalajara, hasta su pueblo, en el borde norte de la Sierra Morena, últimas llanuras de los campos de Calatrava, a unos pocos kilómetros del importante centro minero (hoy, centro petroquímico) de Puertollano. Entonces ya estaba escondido Manuel.
Esperanza tiene una mirada desconfiada y áspera. Habla de su hermano sin afecto, como de un desconocido cuya historia le hubiese contado un viajero extranjero. Da en seguida la impresión de que Manuel Serrano no fue amado por nadie, ni siquiera por la mujer que recogió de un burdel para hacerla su esposa. Por eso tal vez su vida sea más patética, más espantosa que ninguna otra.
Su padre era pastor y dueño de un pequeño rebaño de cabras con cuya leche vivía la familia. El tercero de los hijos se aficionó muy pronto a la mecánica y ya a los veinte años, hacia 1926, era un chófer reputado en la comarca. Con una camioneta hacía servicio de viajeros y mercancías hasta Puertollano e incluso ocasionalmente hasta las minas de mercurio de Almadén y hasta la capital de la provincia. Luego, durante su servicio militar en Guadalajara, se empleó como mecánico de un teniente coronel. Pero le brotó un absceso en una pierna, le operaron con poco cuidado, surgió la gangrena y hubo que cortarle la pierna.
—Lo trajo al pueblo un soldado compañero suyo. Venía muy triste. Mi padre, entonces, vendió unas cuantas cabras y fue a Madrid a comprarle una pierna ortopédica. Ya no fue el mismo desde entonces y eso que se apañaba bien para manejarse. Volvió al taller y conducía con su pierna de hierro tan bien como antes. Hasta guiaba camiones. Todo el mundo le llamaba para arreglar los motores y para transportes. Se le pasó pronto lo de la falta de la pierna y era animoso y alegre. Todo el mundo le quería.
En los talleres mecánicos organizó Manuel Serrano una célula del sindicato anarquista Confederación Nacional del Trabajo. Es imposible averiguar qué lecturas lo llevaron al anarquismo, qué le impulsó a este sindicato. En todo caso, la simple existencia de Ana Maldonado muestra que Serrano fue en algún momento no sólo sindicalista, sino un verdadero anarquista. Nunca había tenido novia antes de la amputación de su pierna ni la tendría después. Por la época de la proclamación de la II República se unió a esta mujer, que había «sacado» del burdel de Almodóvar en el que Ana trabajaba desde hacía tiempo con otras cuatro o cinco prostitutas. Tenía ella dos hijas de padre desconocido, a las que Serrano había de dar más tarde sus apellidos.
—Una vive ahora cerca de Madrid y la otra está sirviendo en Suiza. Pero no sé cómo se llaman ni la dirección —dice José Antonio.
Ana Maldonado era una mujer medianamente hermosa, alta, algo mayor que Manuel en la época de la unión, enfermiza y arisca. La familia del hombre no aprobó este género de unión, tan corriente en los anarquistas españoles del primer tercio de siglo, y el matrimonio se fue a vivir a una casita alquilada de las afueras, mientras Manuel continuó con su trabajo. Muy pronto nació un nuevo vástago, al que también se impuso Manuel de nombre. Fue dos años antes del comienzo de la guerra.
Para entonces, Serrano era presidente del comité local de la CNT, sindicato mayoritario del pueblo. Por consiguiente, se le podía considerar la autoridad máxima del pueblo, sobre todo teniendo en cuenta que todos los hombres útiles estaban en el frente.
En Almodóvar del Campo, la guerra transcurrió más o menos como en los restantes pueblos de España. Mientras estuvo bajo dominio republicano —casi hasta el parte victorioso de Franco— fueron encarceladas varias personas de derechas y asesinadas algunas de ellas en la misma cárcel. Algunas otras permanecieron escondidas los tres años de la contienda. Las imágenes de la iglesia habían sido quemadas al principio. Luego, con la llegada de los falangistas victoriosos, salieron de la cárcel y de los refugios unos presos y entraron otros. En la plaza del pueblo se levanta hoy un ostentoso monumento a los que murieron del bando vencedor. De los demás se ha borrado todo recuerdo.
—Aquí murieron muchos más rojos que de los otros —cuenta José Antonio Santarrubia con cierta indiferencia—. El Cojo había librado a muchas personas de la muerte, porque era el jefe de la CNT y ponía orden entre sus compañeros y entre los que llegaban de fuera. Le decían que firmara para matarlos, pero él no firmaba. No iba armado y sabía hacerse obedecer. Los que fusilaron fue sin él saberlo y sin poderlo evitar. Eso lo puede decir cualquiera que sea honrado y diga la verdad…
Trece años después de estos hechos no había en Almodóvar una persona honrada y que dijera la verdad… El pueblo en masa quería linchar al líder anarquista.
En todo caso, Manuel Serrano tomó la elemental y conocida precaución de esconderse mientras los vencedores celebraban su victoria. La hermana recuerda haberle oído decir que sólo por dos o tres días. Y se refugió en el desván de la casa de su madre, no en la suya propia. Ana y los chiquillos se fueron a vivir a una chabola cerca de la ermita, en las afueras del pueblo, después de abandonar la vivienda. Desde allí bajaba la mujer todos los días a servir para llevar comida a los hijos. Manuel conocía desde joven que en el techo de una de las habitaciones se levantaba una trampilla, entre dos vigas, a través de la cual podía un hombre deslizarse en el desván. Estaba tan bien disimulada que ni siquiera otros miembros de la familia conocían ese grupo de tablillas móviles.
El desván era muy reducido de tamaño y el tejado estaba a sólo unos cincuenta centímetros. Manuel Serrano, por consiguiente, jamás pudo ponerse de pie en su agujero. Las semejanzas de este Cojo —así, naturalmente, lo llamaban en Almodovar— con las del alcalde de Mudrián empiezan y terminan aquí: cojos y escondidos en un desván.
Porque el encierro de Manuel Serrano debió de ser un verdadero infierno. Si en tomo a Saturnino existía una familia abundante que lo visitaba, animaba y le hacía trabajar, alrededor del anarquista sólo vibraba una soledad impresionante. En su refugio no tenía libros ni otros medios de pasar el tiempo: tan sólo un viejo colchón y un orinal. La familia le había dado la espalda desde que se uniera a Ana Maldonado. El padre murió de congestión en 1940, los hermanos se casaron. Esperanza asegura que tanto ella como Ana o el hijo iban a visitarlo cada dos meses «o cosa así».
—Estaba cansado de la vida, furioso. Se desesperaba y sufría mucho por su mala suerte. Estaba muy arrepentido de lo que le había pasado y gritaba a mi madre y ella le gritaba también. Una vez se pegaron los dos. No sé cómo ella resistió. Ha muerto hace dos años, con cien años y tres meses…
Bernardina, la madre, era la única que se ocupaba de él, pero a regañadientes. La vieja salía diariamente a pedir limosna a las puertas de las familias pudientes de Almodóvar. «Le daban un patacón (moneda de diez céntimos), un cacho de pan, una morcilla, un poco de tocino rancio». Con eso tenía para alimentar a Manuel. Ella comía en el Auxilio Social.
Así vivió Manuel Serrano durante trece años, hasta 1953. Algunas veces bajaba de su agujero y se sentaba en el portal, él solo. Pero siempre por poco tiempo, pues le perseguían los guardias civiles y «la gente del pueblo», los falangistas de Almodóvar. «Mi madre me contaba que llegaban de noche y de madrugada y revolvían la casa. Fue muchas veces, pero a ella no la pegaron ni la molestaron. Iban por si acaso, porque como no lo veían con Ana… Ellos creían que estaba en el extranjero y que cualquier día volvería a casa; no podían ni pensar que estaba escondido encima de ellos, en el techo…», dice Esperanza.
Y allí estaba siempre, tumbado, a oscuras.
Sobrevaloraban los perseguidores su ingenio y sus fuerzas. ¿Cómo iba a huir un hombre cojo y aislado de sus compañeros de sindicato en un pueblo dominado por los falangistas? Lo hubiera logrado quizás durante la guerra, en los últimos días, cuando contaba con Ana, con docenas de buenos camaradas. Ahora estaba solo, cada día más solo.
Desde su refugio en el número doce de la calle de La Fuente, al borde de los jardines públicos, escuchaba lo que ocurría en las calles vecinas. También lo que sucedía de noche en el cementerio. Los disparos de los fusilamientos llegaban nítidos a través del silencio de las noches primaverales. Por la mañana, Manuel preguntaba a su madre cuando iba a darle un rebojo de pan y un poco de leche de cabra por desayuno:
—¿Quiénes han sido hoy, madre? ¿Quién ha caído?
—Pues hoy han sido fulano y fulano y fulano…
—Serían unos veinte o más… —recuerda Esperanza.
Sus camaradas de la CNT eran sacados de la cárcel por la noche y fusilados sobre las tapias del cementerio. Manuel Serrano escuchaba las descargas e iba calculando para sí los amigos que quedaban, como una macabra cuenta atrás: veinte, dieciocho, doce, seis…
Durante varias semanas se sucedieron estos crímenes. Era la forma espectacular del terror, una escenografía tan perfecta que todavía cuarenta años más tarde en Almodóvar del Campo la gente tiene miedo y prefiere hablar de otros temas.
Un anciano muy orgulloso de haber votado al Partido Socialista unos días antes, dice:
—Hombre, sí, se oían tiros por la noche, pero nadie preguntaba de qué eran. Podía ser cualquier cosa, ¿sabe usted? Podían disparar contra una cabra o para asustar a los ladrones o los guardias haciendo práctica… Nadie preguntaba nada y nada se sabe de fijo.
El hecho es que iban desapareciendo los hombres. Y Manuel Serrano lo sabía. Por eso tuvo que resistir a pesar de la soledad, de las malas relaciones con su madre, de la penuria de su existencia.
—Hasta que no pudo más. Hasta el año 1953.
Ni la hermana ni el cuñado recuerdan la fecha. Sólo el año. Quedan también en el misterio los pensamientos que cruzaron por la mente de este hombre. El anarquista, sin prevenir a nadie, se descolgó de su desván y arrastrándose apoyado en una muleta llegó hasta el Ayuntamiento:
—Soy Manuel el Cojo. Vengo a presentarme, dijo —dice Esperanza.
Cuando los vecinos se enteraron de la reaparición del anarquista salieron todos a la calle a gritar.
—Querían matarle —cuenta la hermana—. Menos mal que el alcalde Arteche le defendió. Dijo que ese hombre estaba a su cargo y que no podía pasarle nada. Todos querían matarle y armaban mucha bulla. Yo no me enteré de la salida hasta que no oí el alboroto del pueblo, a la mañana siguiente. Él no avisó a nadie, ni a mi madre. Le dio por ahí. Salió y se fue al Ayuntamiento. Después madre le llevó la pierna ortopédica, pero no pudo verlo.
Lo trasladaron a la cárcel por la mañana, después de haber pasado la noche con dos guardias y el alcalde Arteche, muerto hace años. Tampoco allí lo visitó nadie: ni su mujer, ni su hijo, ni su madre. Al atardecer, esposado, entre dos guardias civiles, era conducido a Madrid y, de allí, a Burgos.
Consejo de guerra.
—Aunque no dio la firma ni participó en alborotos ni habló en público, lo acusaron de todas las muertes.
Tampoco ningún familiar acudió al juicio. Esperanza asegura que le echaron dos penas de muerte.
—Pero sólo estuvo en prisión ocho o nueve años. A los primeros días fue a Burgos Ana Maldonado y se casaron los dos por lo civil y por la iglesia y Manuel dio apellido a los tres hijos. Luego ella no volvió más por aquí. Yo le quería mucho a Manuel pero no volvimos a vernos nunca; cuando lo llevaban los guardias quise darle un beso y no me dejaron. Ya nadie de la familia volvió a verlo. Él iba a la escuela de la cárcel, trabajaba y eso le hacía correr los años. También mandó cartas a los ministros para que le aliviaran la pena. Estaba arrepentido y no veía mal a Franco, no.
Cuando lo indultaron, lo desterraron a Orihuela, Alicante. Allí se reunió con Ana y los hijos y se puso a trabajar como guardacoches y vigilante de un salón de futbolines y billares. Enfermo de su estancia en las cárceles y del encierro, fue recogido en un sanatorio antituberculoso de Albacete. Esperanza y su marido sólo recuerdan que murió por Pascua. El pueblo y la familia lo habían olvidado ya. Su hijo, que jamás regresó a Almodovar, trabaja como cocinero en barcos y, durante la temporada turística, hace contratas en chiringuitos playeros de la costa levantina.
—El muchacho es muy buen cocinero. Ahora tendrá casi cincuenta años, pero no sé si se ha casado o no.