1. Vivos de cuerpopresente.

1. VIVOS DE CUERPOPRESENTE

Juan y Manuel Hidalgo España (Benaque, Málaga).

28 años escondidos

… Fue el 3 de febrero de 1937 cuando comenzó seriamente el ataque de Málaga. Tres batallones a las órdenes del duque de Sevilla abandonaron el sector de Ronda y tropezaron con una resistencia encarnizada. Los Camisas Negras se pusieron en marcha la noche del 4. En Málaga este avance provocó inmediatamente un movimiento de pánico, debido por una parte a la sorpresa que causó la aparición de los carros italianos y por otra al temor a ver la ciudad cortada del resto de la República. (El general) Villalba no supo inspirar a sus hombres el ardor combativo necesario y, por lo demás, su temperamento de oficial clásico no le impulsaba a confiar en que una población civil luchase hasta la muerte, como había ocurrido en Madrid. En estas condiciones y una vez roto el frente el día cuatro por el duque de Sevilla (príncipe de la familia Borbón) y el día 5 por los italianos, la progresión nacionalista continuó con una cadencia regular. El 6 los italianos alcanzaron los altos de Ventas de Zafarraya, que dominaban la carretera de Almería. Málaga fue bombardeada durante todo el día. Villalba, entonces, dio la orden de evacuación general, pues consideraba que el fin estaba cercano; mas los nacionalistas no cortaron la carretera de retirada para no afrontar los encarnizados combates a los que da inevitablemente lugar el cerco de una ciudad. Todo aquel día y el siguiente el mando republicano, los jefes políticos y sindicalistas y todos aquéllos que, en general, temían las consecuencias de la ocupación nacionalista, se esforzaron por escapar por la costa. Los más afortunados consiguieron huir en coche; los otros, a pie. El Canarias, el Baleares y el Velasco bombardearon la ciudad, mientras que el acorazado alemán Graf Spee navegaba no lejos de allí. Por la tarde del día 7 de febrero llegaron los italianos a las afueras de Málaga. Al día siguiente, al mismo tiempo que los españoles del duque de Sevilla, entraron en la ciudad en ruinas en la que reinaba la desolación. Sufrió ésta seguidamente la represión más feroz que jamás había existido desde la caída de Badajoz. De los miles de simpatizantes republicanos que se habían quedado, cierto número fue abatido; el resto, encarcelado. Un testigo ha dado la cifra de cuatro mil muertos en la semana que siguió a la toma de la ciudad; pero, como de costumbre, hay que considerarla excesiva. De todos modos no es menos cierto que un primer número de personas fue ejecutado en la playa sin haber sido juzgado y que un segundo grupo también lo fue después de haber sido rápidamente escuchado por un consejo de guerra recientemente instalado(…)[1].

Los carros nacionalistas, con apoyo de la aviación, dieron caza a la población que huía por la carretera de Almería; dejando a las mujeres proseguir la marcha a fin de que fueran a agravar las dificultades de avituallamiento de la zona republicana, abatieron a los hombres, con frecuencia ante los ojos de su familia. Muchos de los que pudieron escapar cayeron de agotamiento e inanición. Así terminó la poco gloriosa batalla de Málaga. (Hugh Thomas, La guerra civil española, cap. 44. Primera edición inglesa, 1967).

Habla Manuel:

Nosotros oíamos los cañonazos, los disparos. Estábamos ahí en Colmenar y se oían muy bien. Entonces el presidente fue a Málaga a ver qué pasaba, porque se decía que el gobernador pedía personal para resistir. Pero cuando fue ya era tarde. Volvió el 8 de febrero por la tarde y dijo que se había dado la orden de evacuar todo esto, todos los pueblos. Y como había que obedecer… Nosotros estábamos en la Sociedad y lo que hacían todos había que hacerlo. Porque fíjese si Málaga no se hubiera perdido de verdad. Lo señalaban a uno por no haber obedecido y lo podían matar si querían. Yo digo perdido, pero es ganado, vamos. Yo lo hablo así: perdido.

Ése era el miedo que había. Si no, hubiera dicho uno: Bueno, pues que se vaya el que quiera, que yo no tengo que irme a ninguna parte. ¿Y si luego esto no se pierde y se meten con uno y pierde uno hasta el pescuezo?

Nosotros no sabíamos lo que estaba pasando. Nos enteramos más tarde que había que decir «Arriba España». No sabíamos nada, no sabíamos quién estaba luchando ni por qué, nada. Estábamos en el campo. Conocíamos lo que se decía Bueno, conocíamos lo de Queipo de Llano, que era lo que se hablaba por la radio[2]. Decían que ése era el que había y creíamos nosotros que era el que iba dirigiendo todo esto. Y luego no fue así.

Había llovido mucho los días anteriores. El día 8 no llovió, acaso unas chispillas. Cuando tomaban Málaga hacía un día bueno, con sol. Pero los días antes había llovido mucho y los ríos estaban crecidos.

Yo tenía 27 años y mi hermano Juan tenía 31. Llegó el Presidente con dos motoristas y nos reunimos todos aquí, en la plaza de Benaque. Nos dijeron que Málaga había caído con los nacionales y que había que irse para Almería. Era el presidente de la Sociedad de Trabajadores, de la U.G.T., el que había ido dos o tres días antes y ahora ordenaba que nos fuéramos. El gobernador decía que había que evacuar todos los pueblos. Que todos para allá. Y así se hizo. Para Almería, para allá. Y así se hizo. Las mujeres también se fueron. Por miedo. Como ya estaba cortado el paso, había que irse para allá.

Salimos en ese mismo momento. Nos fuimos vestidos como estábamos, en ese mismo momento. Empezamos todos a andar por el campo, por esta sierra. Y cuando llegamos a Iznate nos dijeron que habían cortado la carretera de abajo, por Torre del Mar. Ya no se puede pasar. Entonces las mujeres y los niños se quedaron para volver a Benaque y nosotros seguimos para Almería, tirando para la sierra, para arriba, buscando para arriba. Iban muchos, muchos. Unos llevaban burros, otros iban a pie, de todo. Algunos llevaban algo de su casa, una manta, pero poco. Dinero no, porque no había ninguno. No había dinero ni comida, no podían llevarlo. Muchos llevaban a sus niños pequeñillos; nosotros no porque no teníamos.

Ya cuando pasamos Vélez tiraban la aviación y los barcos. Tiraban desde el mar a la sierra, por donde íbamos todos. Y los aviones pasaban muy bajo y nos iban disparando mientras corríamos. Tiraban continuamente y había que esconderse y seguir para allá, siempre para allá. No se pueden numerar los que íbamos. Por todas partes, derramados por todo el campo, todo lleno. Aquello era un diluvio de gente. Porque además de la provincia de Málaga, venían de allá, de Sevilla, los que habían escapado de Estepona, de Marbella, de todas las sierras del otro lado. Cada uno tiraba por su lado, todos desorganizados, nadie lo dirigía. No había más que ir a Almería, que eso eran las órdenes. Venían también milicianos. Los heridos se habían quedado atrás, aquello sólo podían resistirlo los sanos. Los heridos se habían quedado por los frentes de Antequera.

A nosotros no nos dieron. Vimos a uno muerto en una casilla. Primero vimos a otro, a un centinela que había en un puente en Vélez Benaudalla. Allí estaba muerto y el puente caído. Lo habían matado y allí estaba. Luego vimos al otro, en una casilla en mitad de la sierra, antes de llegar a Albondón, en una sierra muy grande que allí hay, la Contraviesa la llaman. Estaba el hombre muerto, también, caído de lado.

Íbamos corriendo todo lo que podíamos. Iba usted por ahí y de pronto le tocaban las campanas. Vaya, ya van ellos por allí, ya han entrado. Iban por la carretera a medida que iban tomando los pueblos y nosotros teníamos que subir otra vez a las lomas. No podíamos bajar a las playas por eso. Empezábamos a bajar, oíamos las campanas y otra vez para arriba. ¡Hale, vamos para adelante! Las esperanzas eran llegar al otro frente, porque éste lo habían roto. Pero cuando llegamos lo encontramos todo abandonado, todo tirado, con muertos por todas partes.

Nosotros comíamos de lo que pillábamos, que nada llevábamos. No había nada, estaba todo agotado y encontrábamos alguna aceitunilla, alguna hierba. Éramos muchos miles, muchos miles, y no había comida para nadie. Muchos miles de hombres, de mujeres y de niños. Y bestias y cabras y perros y todo… En los pueblos no había nada, no podían vender nada. Estaban vacíos, sin gente, todos se habían ido. A algunos los mataban para robarles un poco de pan que llevaban. Agua sí había, se podía beber en cualquier parte porque había llovido mucho los días anteriores y estaba todo lleno de charcos y de barro.

El viaje duró desde el día ocho que salimos de Benaque hasta que llegamos a Adra… Se puede hacer memoria por las noches que descansamos. No podíamos dormir porque seguían disparando. Descansábamos un poco en una cueva, en las rocas, junto a los árboles. La primera noche paramos ahí abajo. La segunda fue aquella noche que caímos en el río, paramos junto a un río: dos. La tercera fue en un cortijo: tres. Y la otra llegamos a Adra. Cuatro. A los cuatro días llegamos.

Lo del río fue muy malo. Los que llevaban niños chicos iban por abajo, por la carretera. Llegaban las bombas y habían derribado el puente del río de Motril, que venía muy crecido. Iban con los chiquillos cogidos de la mano y la corriente del agua se los llevaba. Hubo muchísimos niños que se ahogaron ahí, en el paso. Y también personas mayores. Nosotros lo buscamos más alto, por la sierra, que tenía menos agua. Por la murtera es por donde iba más personal y era donde más tiraban y donde más morían. Algunos carros que iban y algunas bestias, como habían cortado el puente, no pudieron pasar y se quedaron allí. Para pasar había que tirarse al río.

Adra era el primer pueblo del frente republicano. También estaba evacuada, personal no había casi ninguno. Todos se habían ido. Estaban las fuerzas, muchas brigadas. Allí nos dieron de comer y nos dieron algo de ropa, porque veníamos llenos de barro y de agua y muertos de hambre y nos enrolamos en la Sexta Brigada Mixta de Infantería, voluntarios. El que quería seguir, pues seguía, pero nosotros nos enrolamos para estar más cerca de casa, porque decían que iban a tomar otra vez Málaga.

Pero nos dio fiebre por el viaje y el frío y la humedad, porque no habíamos comido casi nada y habíamos tenido que cruzar los ríos nadando como podíamos para no quedar encerrados. Nos dio calentura y nos apuntamos a reconocimiento. Entonces nos dijeron que nos fuéramos a Almería. Y nos fuimos. En Adra estuvimos dos días. Nos borraron de la Brigada y nos fuimos. Enfermos. Allí, al rato de salir de Adra, se paró un camión y nos llevó hasta Almería.

Y la caravana, hecha un cortejo imponente, proseguía su marcha bordeando el mar. Desde Vélez descendía otra comitiva compuesta de campesinos de Competa, de gentes del propio Vélez, con sus tristes ajuares, con sus borricos. Con ellos se mezclaban las tropas en retirada, mientras algunas unidades quedaban en vanguardia ofreciendo la postrera resistencia de un frente en trance de desaparecer. Dos batallones comunistas cubrían el catastrófico repliegue. Algunos anarquistas aislados se batían con desesperación. Pero Vélez-Málaga caería también el día 7. La caravana, crecida como una marea, seguía su marcha tercamente, obsesionadamente, bajo el sol y el fuego artillero y aéreo. Unos iban quedando en la cuneta. Otros, los más viejos, por el agotamiento. Las pasadas de la aviación dispersaban a una multitud aterrorizada que, en busca de salvación, mordía el polvo de la tierra. Otros se lanzaban alocadamente al agua. A algunos se los tragaba el mar porque, llenos de pavor, se adentraban hasta perder pie, sin saber nadar. Los vehículos deteriorados quedaban arrumbados al borde de la carretera para dejar paso a los que seguían intactos. Y así, cada vez era mayor el número de los que continuaban haciendo camino al andar, frustrado su intento de colgarse desesperadamente de otros vehículos sobrecargados, repletos.

(…) A lo largo de los días 8, 9 y 10, con sus correspondientes noches, la masa de fugitivos prosiguió su dantesca caminata. Por los caminos vecinales que desembocan en la carretera principal nuevas gentes provenientes de los villorrios serranos aparecían aumentando el tamaño de aquella enorme aglomeración humana. En Nerja, en Torrox, en Almuñécar, en Salobreña, más fugitivos se incorporaban al contagio de una psicosis que impelía a huir, a huir. En aquel apocalíptico panorama todas las tragedias tenían su humana encarnación como resultante del fuego y del agotamiento. Quién marchaba con el cadáver del hijo en brazos; quién se quedaba junto a su muerto al borde del camino; quién se quitaba la vida incapaz de sobrevivir a la desesperación de los suyos. Hubo mujer que parió como una bestia, sobre unos rastrojos. Sobre Motril desembocó toda una humanidad exhausta, famélica, destrozada, con los pies en sangre, con sus muertos y sus heridos. Atrás quedaron nadie supo cuántas víctimas; unos, de las bombas, otros, de la extenuación. Pero la muchedumbre siguió con el enemigo a los talones y las siluetas de los barcos amenazando desde la raya del horizonte. (…) Los fugitivos se extendieron por todo Levante, por Almería —casi duplicó su población—, por Cartagena, Murcia, Alicante. (…) En Bandera Roja, periódico alicantino, se leía: «… padres, hijos, hermanos de estas mismas caras pálidas, resecas, mohosas, caras largas de hambre y sufrimientos que en desfiles interminables llegan a nuestro Alicante, a la tierra de sus hermanos de ideal. Hemos de partir nuestra vivienda y nuestro pan, todo en fin, con estos necesitados hermanos…»

(…) Para otros, el infortunio sufrido sería motivo para clamar por un orden, una organización que evitara tales desastres… Las voces empezaron a alzarse pidiendo mandos y disciplinas. (Rafael Abella, La vida cotidiana durante la guerra civil, II, cap. 14. Planeta, Barcelona, 1975).

Habla Juan:

Habíamos andado un trecho y estábamos cansados. A todos los que se habían apuntado a reconocimiento, que eran muchos, los mandaron salir de Adra. Nos sentamos en la carretera y en esto pasó un camión, le mandamos parar y nos montó hasta Almería. Al bajarnos vemos que un paisano nos dice: «Chss, chss…» Era un paisano de Benaque, Antonio Losada. Era guardia de asalto y estaba allí, en el Gobierno Civil. Nos dice:

—Esperar un momento, que ya mismo me van a relevar y yo iré con ustedes adonde están los otros paisanos.

Los otros de Benaque que también habían evacuado. Así que nos quedamos allí un ratillo y en eso empieza a desfilar una brigada, ¿cómo se llamaba?, una brigada de la C.N.T. Había abandonado los frentes y se había venido a Almería con las ametralladoras montadas y, en fin, en plan de haber allí una cosa mala. Total: que no venía el relevo del muchacho éste y le mandan ir al Gobierno Civil, porque iba a tomarlo la brigada aquélla. Nos fuimos con él y vimos las ametralladoras rodeándolo todo. Entonces él nos dijo:

—Ir por ahí, que es donde están los paisanos nuestros.

Nos fuimos y estuvimos reunidos con ellos unos pocos de días. A los pocos de días, como era tantísimo el personal que había allí, no había suministros para todos. Así que nos dijeron:

—Todos los que se quieran ir para adelante, que se vayan. A Alicante. Que les hagan un salvoconducto.

Así nos lo hicieron y salimos para Alicante en tren.

Conque llegamos a Alicante y estamos en las mismas. Pero entre esos paisanos iba uno que tenía familia en Alicante. Le dijimos:

—Vamos antes a enrolarnos y después vemos a tu familia.

Fuimos preguntando, preguntando dónde estaba la oficina y la encontramos. Sí, aquí está. Nos apuntamos y dicen los compañeros:

—Ya cayeron. Ya de aquí ustedes no salen.

—¿Cómo que no salimos? —dijimos nosotros.

Nos metieron en la plaza de toros y allí nos quedamos. Tanto es así que aquel muchacho que tenía familia, una hermana, no pudo salir de allí para ir a verla. Por la noche nos metieron en un tren y nos llevaron a Alcázar de San Juan. El tren ya no pasaba de allí, estaba dominado. Había que seguir en coche. A la otra noche cogimos un coche y nos metieron en Madrid. Fuimos a Ventas. Por cierto llovía mucho. Nos resguardamos en el Metro. Eso sería el día 25.

Luego nos llevan por la mañana al cuartel de Padilla y nos dan el uniforme y el fusil. Después nos tienen dos o tres días en un cuartel de El Pardo para entrenarnos y ya nos meten en Puerta de Hierro. Estuvimos en los ataques que hubo en el cerro Garabitas, por donde está ahora la Feria esa Internacional del Campo, en las trincheras. Estábamos siempre juntos y nos echaron de enlaces de la comandancia, para llevar los partes a las compañías corriendo por las trincheras.

El martes, creo que fue el nueve de abril, hubo un ataque y el batallón quedó destruido. Quedamos muy pocos. Murieron casi todos. De noche sacaban a los muertos en camiones. Como estaba dominada la salida, dejaban a los muertos apilados; sólo sacaban a los vivos que tenían cura. Por la noche nosotros ayudábamos a cargar los camiones. Camiones bien hartos, bien llenos de cadáveres, para darles sepultura en Madrid.

Yo no era muy buen soldado; hacía lo mismo que hago aquí; trabajar lo que podía, ir adonde me mandaban. Aquellos días del cerro de Garabitas fueron muy malos, fueron los peores. Me acuerdo cuando me mandaron a la trinchera a llevar el primer parte… Éramos de confianza, obedecíamos y como cayeron heridos dos enlaces nos escogieron a nosotros. No era muy valiente: hacía lo que mandaban. Que a media noche había que ir a tal compañía, a tal sitio: pues íbamos. Si llovía y si nevaba. Era una obligación que había que cumplirla.

Los combates eran muy duros, muy malos. No tienen palabras para poderlo explicar. El jefe de la brigada era Perea y el comandante, Barranco y el capitán, Melchor. Perea era general de división. Allí entramos el 26 de febrero, pero el combate fuerte fue el nueve de abril a la madrugada. Combates había siempre, pero el grande fue aquél.

Las trincheras estaban a muy poca distancia, como unos Cincuenta metros o menos. Nosotros hablábamos de un lado a otro. Con nosotros había uno que tenía buena sombra: era tocador. Y al otro lado había otro que cantaba bien. De modo que se ponían y decía el cantaor:

—Mira, arrímate bien a las cuerdas, que si no vamos a salir a tiros.

Y ¡pum! Un trabucazo. Y el otro:

—¡Que cantes mejor, que salimos de aquí a tiros!

Y ¡pum!, otra vez a disparar. ¡Je, je!

Lo llamábamos «Valencia» porque era de allí. Tenía la guitarra en la trinchera y la tocaba allí. Y siempre decía:

—Mira, canta bien, que vamos a salir a tiros al remate.

Y disparaba. Pero disparaba al aire, porque se trataba de amistad. Claro que luego por la mañana se disparaba de veras.

También a veces compartíamos el camino para pasamos un cigarro. Nosotros teníamos el papel de fumar y ellos no tenían: ellos tenían el tabaco. Como Alcoy era nuestro y había muchas fábricas de papel, pues temamos papel. Pero tabaco no. Claro, como luego hablaban: «tú de dónde eres, tú de dónde no eres», pues muchos se pasaban y a lo último los jefes prohibieron eso. Antes, alguna vez, lo castigaban con una prevención. Esto se hacía de día. Uno iba para allá y el otro venía. Charlaban un rato y luego se despedían. Uno decía: «¡Arriba España!» Y el otro: «¡Salud, camarada!» Cada uno se volvía a su sitio y después, claro, a tiro limpio. Unas veces porque lo ordenaban los jefes y otras por su cuenta, otros que estaban allí. Empezaban a disparar. También se pedía permiso.

—¿Podemos ir un ratito a hablar con los otros?

Y los jefes nos dejaban. Íbamos soldados y siempre iba un cabo. Pero los demás estaban a la trinca, por si acaso.

También desde las trincheras nos insultábamos, nos llamábamos de todo. Nosotros fascistas y ellos nos llamaban rojillos. De los jefes no se hablaba nada. Ya más tarde ponían el altavoz para hablar mal de los jefes que teníamos y para decir que nos pasáramos, pero entonces no. Allí sólo se hablaba y se cantaba. Cantábamos verdiales juntos, coplas.

Aquel día del nueve de abril había que salirse todos de la trinchera. Ellos estaban por encima y nos pillaban por debajo y nos barrían. El campo estaba lleno de gente unos dando gritos, el otro partido por la mitad, el otro muerto… Nosotros teníamos que correr con los partes y uno caía por aquí y otro por allí. Era como una lluvia de muertos y de balas. A eso del mediodía ya no quedaba nadie. Se habían muerto casi todos. Por la tarde los jefes decidieron que se dejara de tirar para coger los cadáveres. Que cada uno cogiera los suyos. Como los muertos estaban en el centro, se notaba mucho el mal olor, tanto ellos como nosotros. De modo que hubo que tomar esa tregua.

Nosotros íbamos siempre juntos, sin fusil, corriendo por entre los muertos y entre los camilleros. Los cañonazos levantaban todo el campo y los árboles. También los cañones nuestros. Como estaban tan cerca, todos parecían lo mismo, todos disparaban a la vez.

De Madrid no podíamos ver nada. Nos decían que aquello no parecía Madrid, pero no fuimos a fiestas ni a bares. Yo fui más tarde al cine, cuando me hirieron. Entonces no había visto nunca el cine en ninguna parte.

Como nos habían matado a casi todos, luego nos sacaron de allí. Estuvimos descansando unos pocos días en El Pardo y luego nos llevaron a Tórtola de Henares, en Guadalajara, con gente nueva en el batallón. Eso era ya por mayo. De allí nos llevaron a Hita, en el frente. Nosotros dos seguíamos de enlaces, primero con el mismo comandante y después con otro nuevo. Unas veces luchábamos y otras nos llevaban a descansar. También estuvimos en Gajanejos, en Trijueque, en Usanos… En eso fue cuando yo caí herido. Bombardeaban mucho y cómo íbamos corriendo, explotó un obús cerca de mí y me llevó tres dedos y me dejó todo el brazo lleno de agujeros y de sangre. A mí me llevaron al hospital de Guadalajara y dieron sepultura a estos dedos y Manuel y yo nos separamos.

Estuve unos pocos de días y me llevaron al tribunal médico de Madrid. De allí nos mandaron a todos a Castellón, donde estaba la Brigada. Pero a mí me cambiaron y me pusieron en la 28 Brigada, porque ya estaba inútil para las armas. Así que me tienen en el arroz, trabajando en el arroz en Callosa del Segura y después de un poco de tiempo, como faltaba gente, renuevan el cuadro de inutilidad y me entregan un fusil. Y yo me digo:

—Bueno, ¿y esto para qué lo quiero?

Y dicen:

—Toma, ¡para pegar tiros!

Me voy para abajo, donde estaba el comandante. Yo me presento y él dice:

—¡Mira lo que me mandan aquí! Los granujas, los enchufados, se quedan allí. Los buenos. Y nos mandan aquí a estos hombres. ¡Hale, váyase usted a la cocina!

En la cocina me tuvieron una pila de tiempo. Allí no hacía nada más que comer. Estaba muy bien. Si quería ayudar, ayudaba, pero sin obligación ninguna. Con la Brigada fui a muchos sitios hasta que, un día, me vio el comandante otra vez. Ya no se acordaba que yo estaba allí. Pidió la lista al teniente ayudante y le mandó que me dieran ropa, el uniforme, y me pusieron en el puesto de mando de la brigada, que estaba más atrás. Me tienen allí otro poco de tiempo y me ponen en el puesto de mando de la división, todavía más atrás. Allí sólo hacía guardias, guardias en la carretera, para controlar a los que pasaban, guardias sin importancia: pedir las consignas…

Después nos mandan a Domeño, un pueblo de Valencia, a descansar, porque habían renovado la división. Allí fue donde me pilló el final de la guerra. Por la tarde, cuando nos dan el rancho, nos mandan ir a la oficina para que cada uno de nosotros, de los mutilados, volviéramos al puesto en que estábamos antes. En el puesto de mando entregamos el capote y la ropa y nos dicen:

—Hale, os vais al batallón, adonde os pertenece.

Yo le digo a uno de la oficina:

—¿Y qué pasa, hombre?

—Pues mira, que la guerra se ha terminado.

Yo bajo a otro pueblo y me encuentro con el sargento de la cocina, que era donde yo estaba apuntado. Y el sargento me dice:

—¿Qué hay? ¿Qué se dice por ahí arriba?

—Pues yo no sé nada —le digo yo—. Allí dicen esto: que se acabó la guerra.

Entonces él me dice:

—Mira, mi primo, que es el comandante, salió ayer. Y yo, nada más que llegue la noche, me marcho también, desaparezco. A ver si puedo ver a mis hijos.

Y yo digo:

—Pues cuando tú te vas, que eres sargento… Eso hago yo.

De modo que en plena noche, cogí y me volé. Pero no era yo solo. Cada uno por su lado, todos escapaban de allí, todos por el campo de noche, como animales perdidos. Arranqué a andar de Domeño y llegué a Benaque con dieciséis días y dieciséis noches sin parar y sin dormir y sin comer… A todos los que se quedaron allí o se presentaron, los mandaban a su casa con vigilancia. Lo primero era detenerlos y a muchos los mataban.

Habla Manuel:

Cuando Juan cayó herido, nos separamos. A mí de Guadalajara me llevaron a Teruel, que había allí un poco de fregao. Pero ya se venían retirando, porque las fuerzas empujaban y habían cortado por el Ebro. En esa retirada yo me quedé solo en el campo de los fascistas, me perdí. Yo seguía de enlace y estaba corriendo. Cuando me quiero percatar, los camiones se habían ido y me quedo solo. Estuve tres días y tres noches andando hasta llegar a los nuestros. De día me amatojaba en un cerrillo, veía cómo buscaban con los caballos, cómo espiaban el terreno y pasaban a la vera mía, y yo escondido en los matojos, quieto. Ya de noche echaba a correr y como aquello no estaba organizado, no había trincheras ni nada, pude pasar al lado de acá. Como había faltado tres días, me dieron por muerto. Pusieron otro enlace y, cuando aparecí, me quedé en la compañía como uno más, en la trinchera. Era mejor ser enlace, a mí me gustaba, aunque también tenía mucho peligro. Hay que andar corriendo atrás y adelante y si a uno lo cogen prisionero, tiene que comerse el papel, meterlo en la boca y mascarlo para que los otros no se enteren.

Nos pasaron para el otro lado del río y de noche volvieron a pasarnos para acá porque iban a volar el puente y nos quedamos en la sierra de Vinaroz.

Allí nos estuvimos tres días. Estaba todo tranquilo, no se sentía ni un tiro. Estaban preparándose. Hasta el día 15 de abril de 1938. Aquel día se formó allí el desastre. En cuatro quilómetros había mil piezas de artillería y otras tantas en el otro lado. Estaba todo en calma. Entonces, un barco que había en la mar tiró un cañonazo y se encendió todo, de una parte y de otra. Nosotros estábamos en la sierra, aplastados, y por todas partes caía metralla, barría la tierra, volaban los peñascos, había un polvo que no se podía ver nada ni a nadie. Además de la artillería, estaba la aviación por encima. Un avión tiró una bomba y cayó en el parapeto donde yo estaba.

Unas piedras muy grandes que tenía delante me cayeron encima. La metralla me destrozó toda la cabeza, la oreja, toda la cara; una piedra me partió la clavícula y el brazo se me cayó, me quedó como caído. Yo me quedé muerto, sin hablar, sin saber nada.

Y resulta que aquellos paisanos de Almería, los que habíamos encontrado al llegar de Adra, eran camilleros y pasan por allí corriendo en retirada y me ven y dicen:

—¡Pero si está aquí Manuel! Vamos a cogerlo en la camilla.

En la camilla, por la sierra, me llevaron como seis quilómetros, porque allí no había nadie. Tiraban los cañones y a mí me dejaban en el suelo y ellos se aplastaban un poco hasta que pasaba el fregao. Luego cogían y salían corriendo. Así llegaron a otra carretera y el comandante mandó que me metieran en su coche hasta llegar adonde las ambulancias.

Me desperté a los tres días en el hospital, creyendo que aún estaba en la sierra. ¿Qué pasa? ¿Es que yo estoy herido? No me dolía nada. Me tiro de la cama, me voy a un espejo y me veo todo lleno de sangre, los pelos con pelotas de sangre seca, la cara llena de heridas…

Estuve allí muchos días y luego me llevaron a Alicante, al hospital Base B de Alicante. De un hospital me llevaron a otro, me mudaron unas pocas veces y, al salir, me pusieron en el Acantonamiento número 11. Primero me llevaron a Callosa de Segura y a otro pueblo que hay por allí, también un pueblo muy católico, el de los puentes, unos puentes muy grandes… ¡Alcoy, eso eso! De allí me sacaron al arroz, cuando Juan estaba haciendo lo mismo en Alberique y en Sueca.

Allí se trabajaba despacio, no mucho. Estábamos de uniforme y nos pagaban aparte de la soldada. Diez pesetas diarias. No lo gastábamos y yo ahorré unas mil pesetas. Que no sirvieron para nada, porque luego había dinero de otro color y aquél no valía.

Aquello de la guerra se veía que no iba bien, que variaba. Aquello no iba como al principio. A nosotros nos parecía que llevábamos razón, como nos decían. Nos decían que luchábamos por defender los sueldos, por defender el trabajo. No comíamos mal. Nos daban lentejas, que era lo que más había; garbanzos, también algo de carne y alguna vez coñac, cuando hacía mucho frío en las trincheras, por la madrugada, y había que luchar… Eso de la guerra es como un río: se mete uno y está el agua fría, pero una vez que se mete ya no estorba nada, ya se pierde el miedo. Al cuarto de hora ya no impresiona nada, ni los muertos ni nada. Y cuando está cayendo agua, lo más fácil es que se moje uno, así que dices que te pueden matar en cualquier momento y ya está. Vas resguardándote, vas a tu avío, pero… La guerra era una cosa muy dura. Todos decían que luchábamos por la independencia, ellos y nosotros, por llamarse independiente. Así lo decían por los altavoces. Y ellos luchaban por lo mismo… Ya a última hora, cuando uno se estaba dando cuenta, por lo que veía parecía que no iba aquello todo muy bien. Se notaba por los mismos jefes. Decían que luchaban por la igualdad, porque todos fuéramos iguales, y venía el suministro, por ejemplo, y lo mejor era para los jefes y lo más malo, para los soldados. Eso no era la igualdad. Yo decía: Aquí hay diferencias. Y así era todo. Entrábamos en lucha y el que podía se echaba atrás. Todo el que tenía una miajilla de mando se echaba atrás y echaban delante a los soldados. Y eran los que menos comían.

Cuando estábamos en el arroz, revisaron los cuadros de inutilidad. A Juan lo mandaron a los frentes y a mí, a mí a servicios auxiliares, al Segundo Grupo, como le llaman. Me llevan de un sitio a otro, de un sitio a otro, y ya por fin me pusieron en retaguardia, en un puesto de observación en una torre para que cuando venía la aviación avisase al centro. Me destinaron a Motilla del Palancar, en Cuenca, y sólo tenía que avisar por teléfono desde la torre si venía un avión, o dos, o tres; contarlos y decir el rumbo que llevaban.

Yo un día veo muchos coches por allí y pregunto:

—¿Qué pasa que hay tanto coche por aquí?

Y me dicen:

—Nada, nada, usted no se preocupe. Usted quieto ahí en la torre.

—Es que yo también me quiero ir —le dije yo.

—Bueno, pues usted haga lo que quiera. La guerra se ha terminado.

Entonces yo bajé de la torre, rompí todos los papeles que llevaba, busqué ropa de paisano y me marché de allí, como todos hacían. Cada uno por su lado, por donde quería, no había control. Yo eché a andar, eché a andar y resulté aquí en Benaque el día 4 de mayo. Desde finales del mes de marzo. Lo pasé muy mal, muy mal. Sin comida, sin dinero, sin papeles, sin mantas, andando y andando. Tenía que atravesar ríos de noche. No podía ir por las carreteras ni cruzar por los pueblos porque estaban los controles. Miraba al sol de mediodía y decía: Por allí tengo que ir. Me venía orientando por el campo, mirando el sol… Si veía un camino bueno decía: Esto va a un pueblo, esto hay que desviarlo. Cogía algo de comida en las huertas, coles, cebollas y yerba. Yerbas que no eran amargas, yerbas conocidas. Pero había poco y de carne nada. No encontré ni una gallina, ni un perro, ni un ratón… A veces el agua era más precisa que la comida. Yo no llevaba cantimplora y a veces el agua que encontraba era salobre y pasaba tres días sin probar el agua. Dormía un poco entre las yerbas, cuando podía, muerto de miedo.

No podía presentarse uno porque lo cogían y lo metían en la trena. Se temía que lo mataran a uno. De estos camilleros que me cogieron a mí, uno está vivo, está ahora en Alicante, y al otro lo mataron. Había sido vicepresidente de la Sociedad, aquí en Benaque, y lo fusilaron. Al presidente también lo fusilaron en Málaga en los primeros días. Ése no supo escapar. Aquello era un terror espantoso. No se atrevía uno más que a andar de noche, sin ver a nadie, andar, andar…

Habla Ana Gutiérrez:

Nosotras, mi cuñada y yo, pasamos todo el tiempo trabajando. Somos primas las dos. Yo soy Ana Gutiérrez Cisneros y ella es Ana Cisneros Gutiérrez, al revés. Yo soy señora de Juan Hidalgo España. Nosotras no hablábamos con nadie, siempre trabajando, siempre solas. Y sin saber qué les había pasado. Yo vivía sola con mi madre. A mi padre, que tenía setenta y dos años y estaba enfermo, lo habían llevado a la cárcel. Allí estuvo cuatro años. Luego murió en casa, el pobre. En el pueblo habían entrado los de falange y pusieron también a un alcalde de ellos. Nosotras teníamos miedo. Sí, nosotras teníamos miedo. Nos trataban mal porque éramos contrarias a ellos. No nos cortaron el pelo, eso no, esa suerte tuvimos. Estábamos en lista, porque a otras se lo hicieron. Si nos echan la mano, no nos escapamos, desde luego. El día que había manifestaciones, venían a casa, nos agarraban y nos llevaban, mayormente por las malas. Salíamos a cantar el «Cara al sol» a palo limpio, a palo limpio… Hay mucho repertorio de eso, ¿sabe usted?, mucho repertorio, mucho. Pero eso no queremos nosotros tocarlo. Luego lo ponen en cualquier sitio y…

Comida no había nada, muy poco. Para los niños trajeron azúcar y leche.

Ellos nos mandaron dos letras por la Cruz Roja, desde Valencia. Sólo decían: «Juan y Manuel, bien». Y ya está. Eso sólo. No se podía poner más. Ya no se supo más hasta que llegaron. La noticia era que ellos habían muerto en el camino.

Habla Juan:

Yo fui el primero en llegar, porque había salido antes o porque corrí más. A finales de abril. No me acuerdo del día justo. El viaje fue malo, muy malo. Yo normalmente caminaba de noche para que no me vieran, pero una vez, al despertarme, me puse a andar para atrás porque había perdido la orientación. Tuve que desandar el camino de media noche de viaje. Entonces dormía siempre con los pies hacia adelante, hacia donde iba; y por si me mudaba de postura en el sueño, ponía una piedra apuntando a Benaque.

De carne sólo comí algunas ranas que cacé y puse a asar en una hoguera. Lo que más comía eran yerbas cocidas en una lata de conservas que llevaba y también crudas, conocidas.

A casa llegué de noche, de la parte de la madrugada. Allí, pegado a la casa, hay un pocito que es de donde se surte el pueblo de agua. Estuve junto esperando la hora en que no hubiera gente por las calles. Luego me fui y pegué suave a la puerta. Yo no sabía lo que había pasado aquí.

Ésta empezó a hablar bajito con su madre, dentro:

—No abras, que son los gitanos que andan por ahí.

Aquel día había habido gitanos por aquí y ellas pensaban que estaban pegando a la puerta y que se iban a llevar gallinas o algo. Ella estaba sola con su madre; no quería abrir. Ya, cuando vi que tenían que esperar, me acerco a la puerta y digo muy bajito:

—¡Eh!, ¿pero no me conoces? ¡Que soy tu marido!

Todo esto por la puerta del patio.

Total: que al final me abrió. Y, entonces, pues claro… Allí lo primero que había que hacer era estar con la vista atenta, estar al cuidado por si alguien me había visto entrar. La idea mía era verla y darme el bote. Comer antes un poco y desaparecer, marcharte por ahí, por Moriles, por donde encajaras. No quedarme aquí. Pero ella:

—No, no, no te vayas.

Y luego me contó lo que le había pasado a mi padre y al suegro de Manuel. Nada más terminar la guerra, se suicidaron los dos. Se pusieron uno delante del otro con la escopeta debajo de la barbilla y un cordel atado desde el gatillo al dedo gordo del pie. Dispararon al mismo tiempo y así murieron. No habían podido resistir la desgracia de perder la guerra y de ver cómo me habían quitado la casa, las tierras, todo lo que teníamos.

Ella no quería estar sola y pensar que también podía morir yo. Y, claro, como no me había visto nadie, pues ahí seguimos y seguimos, hasta que…, hasta ahora. Aquella noche no dormí nada: había que estar haciendo guardia. Y como ellas me decían que no me fuese, que esperara a ver, a ver, a ver, y venga a pasar días… Nadie se había enterado, nadie fue a preguntar.

Habla Manuel:

Mi hermano llegó seis días antes que yo. Y como él de mí no sabía nada, le decía a su mujer:

—Dile a mi cuñada que he venido, para yo verla.

Ella no sabía cómo decírselo, porque creía que no sabía nada de mí, que yo estaba muerto. Le daba una alegría, pero iba a pensar ¿y el otro, qué ha sido de él, por qué no han venido juntos? De modo que ella se retenía y Juan todos los días preguntándole si no se lo había dicho aún. Así hasta que un día ella subió a decirle a mi señora que su marido había venido. Pero aquella misma noche había llegado yo. De modo que entra ella y dice:

—Mira, que tengo que decirte una cosa.

—¿Qué me tienes que decir?

Claro, estaba sonriente. No estaba nerviosa ni nada. Y la cuñada mirando a todas partes no fuera a venir alguien, hablando bajito:

—Pues tengo que decirte que mi marido está en casa.

—Pues mi marido también vino —dijo mi mujer.

Ella también tardó mucho en abrir. Detrás de la casa hay una zanja, entre la pizarra y la pared. Yo me colé por la zanja y me llegué a una ventanilla que allí hay. Yo pegaba y ella escuchaba, pero nada. Entonces pegué más fuerte. Yo vi que se removía dentro, pero no sabía quién estaba en la casa, quién podía estar, de modo que yo tampoco quería hablar. Ella vino y se pegó a la ventana sin encender la luz ni nada. No se fiaba de hablar tampoco. Yo la escuchaba respirar muy cerca. Y ya por fin:

—¿No me conoces?

Ella no decía sí ni no. No quería contestar. A las tres veces que yo dije eso me conoció.

—Pues abre la puerta —digo yo—. No me enciendas la luz.

Me eché a rastras, di la vuelta a la casa y entré por la puerta. Llorábamos de la emoción y de la alegría. Y luego a mirar si me había visto alguien… En ese momento no sabía uno lo que hacer. Era una cosa, no sabía uno por dónde iba a ser la marcha, si lo habían visto correr por el llano… Pusimos una silla por lo alto de la puerta para ver, para ver si se oía ladrar algún perro. No se oía nada, estaba todo en calma. Y al otro día lo mismo y al otro igual. Y ya me digo:

—Bueno, ¿pero esto cómo va a ser? Yo me tengo que ir a trabajar por ahí. Aquí, ¿cómo vamos a estar?

Y ella dice:

—¿Tú qué te vas a ir de aquí? Yo trabajo, yo hago todo lo que haya que hacer y tú te estás aquí. Te pueden ver, te pueden denunciar. Yo haré lo que pueda…

Por eso me quedé yo aquí en Benaque.

A una treintena de quilómetros de la capital, Benaque se tiende blanco y semivacío en la cresta pedregosa de una montaña. Casi inaccesible en automóvil, la aldea constituye el final de un complicado camino que tan pronto se hunde en ramblas desérticas en verano, flanqueadas de cañas, furiosos ríos en época de deshielo, como asciende vertical por los riscos y serpentea luego sobre la cumbre de la montaña: una masa de pedruscos ásperos e informes que ocasionalmente se desprenden hacia uno u otro lado y bajan rebotando entre las chumberas, los algarrobos y los olivos perdidos entre la maraña de los arbustos del monte. De vez en cuando brilla muy abajo el Mediterráneo azul, muy lejos, detrás de un hondo valle tapizado del verdor de los granados y de las pequeñas huertas. En distintas laderas, como pegados a la roca, pequeños caseríos encalados a los que parece imposible acceder por parte alguna. Las montañas se retuercen, se multiplican de modo inverosímil antes de hundirse a unos quilómetros del mar, frente a la barrera de altos edificios turísticos levantados en la costa.

Resulta difícil identificar los caseríos y aldeas diseminados por la zona. Se unen por estrechos caminos pedregosos, cortados en invierno por las avenidas, descarnados en verano. Tan sólo unas carreteras en mal estado y de trazado enloquecedor vinculan entre sí a las poblaciones más importantes de la serranía: Benagalbón, Totalan, Macharaviaya, Iznate, Moclinejo, Benamocarra, Almáchar… Entre sí o únicamente a los pueblos más grandes como Olías, Rincón de la Victoria, Vélez-Málaga y Torre del Mar, ya en la costa.

Benaque, únicamente conocido en los diccionarios geográficos como lugar de nacimiento del poeta modernista Salvador Rueda, tiene unas treinta casas, todas blancas y la mayor parte de ellas muy pobres, bien asentadas en la roca y a ambos lados de una calle estrecha y curva, pero asfaltada y limpia. La casa de Manuel Hidalgo está situada más allá del final de esa calle, en el extremo norte del pueblo. Un senderillo que se retuerce entre grandes rocas y arbustos resecos la une al resto de los edificios, ligados entre sí en planos irregulares y confusos.

Su hermano Juan, que ha pasado parte de sus casi treinta años de encierro en otra casa cercana, vive ahora más cerca del mar, en un valle ancho y desierto. El lugar se llama «Las Monjas» próximo a la ermita de Benajarafe. Su casa está sola en pleno campo. Un techo de cañas amarillas, quemadas por el sol, cae por delante formando una modesta pérgola adornada de geranios por entre los que picotean las gallinas. Una pareja de cerdos hoza junto a los algarrobos, a pocos metros. Las paredes de la vivienda están pintadas de blanco por fuera y de verde por dentro. Algunos retratos viejos, antiguas fotografías de toreros ilustres y un ramillete de flores secas constituyen los lujos más destacados. No hay luz eléctrica ni agua corriente. Juan, vestido con una camisa de rayas azules y unos pantalones de pana, lleva esparadrapos ennegrecidos sujetando las patillas de sus gafas. Los cristales están sucios y como enturbiados por una neblina. Las mujeres, tanto su esposa Ana como su cuñada Ana y su hija, visten completamente de negro. Él cubre su escaso pelo blanco con un sombrero también negro, muy usado y con manchas de grasa. Tiene 66 años, pero parece próximo a los ochenta. Manuel se mueve con más agilidad, habla con más garbo. Cinco años menor, parece buen conocedor de los usos sociales y de las sutilezas de la delicada conversación. Más jovial y comunicativo, trae una botella de anís seco pero flojo («aguardiente»), reparte cigarrillos. Su pronunciación malagueña no es tan cerrada como la de Juan y, desde luego, mucho más comprensible que la de las mujeres.

En Benaque vive aún como en un destierro interior. Se ocupa de trabajar y apenas se relaciona con los escasos vecinos de la aldea. Algunos domingos baja andando, en compañía de su mujer, hasta la casa de Juan: una tirada de tres horas por campo abierto. Después, al anochecer, vuelven a subir por el mismo camino. La humilde tienda de comestibles levantada a costa de grandes esfuerzos por su mujer le permite ir subsistiendo modestamente. Con parecida modestia vive Juan de lo que producen sus tierras del valle. Están hechos a esa vida, a ese paisaje, a ese mundo. Pocas cosas existen ya fuera de él.

Habla Manuel:

Nosotros somos de Almáchar, nacidos allí, a unos cinco quilómetros de Benaque, una legua. Se viene por un caminillo por la loma. Es un pueblo más grande que éste. Tendrá ahora sobre dos mil habitantes. Entonces era más pequeño, claro. Había una copla que decía

Son ochocientos vecinos

los que contiene el padrón,

ochocientos aspirantes

se encuentran para el bastón.

Si de política hablamos

políticos todos son:

cada uno está en su casa

con la misma aspiración.

Por eso vamos a poblar

de almendros la juris(dic)ción

pa’quel que dese una vara

darle por lo menos dos.

Eso se cantaba cuando éramos chicos, lo cantaba una comparsa de carnaval que salió. Y era porque allí todos querían ser el alcalde y se decía eso de darle dos varas, pero en las costillas. Querían ser alcalde por el dinero y por la preferencia. El alcalde es el que ordena.

Nuestro padre se dedicaba al campo, lo mismo que nosotros. A la viña, a la oliva. Era obrero, trabajaba para otros. En el pueblo había algunos ricos, algunos pocos, no muchos. Y no muy ricos. Aquí, las riquezas son pequeñitas. Mi padre cobraba dos cincuenta por día y la comida. Luego, cuando entró el Movimiento, se ganaba un duro, pero sin comida. Con la comida, tres pesetas. Éramos seis hermanos y no había más que sus brazos, así que trabajamos desde pequeñitos, desde los siete años. Había escuela, pero era sólo para aquél que tenía dinero. Había un maestro que de noche daba lección y se iba algunas veces después del trabajo, a temporadillas. A leer aprendimos de mayores, en los descansos. Había uno que sabía y nos enseñaba: «Pues mira, esto es la A, esto es la B.» Y un poquito los números y escribir, pero muy poquito, siempre poco. Éste era Luis Reyes, uno de los más ricos que hay ahora en el pueblo. Pero entonces era pobre, trabajaba con nosotros. Tiene un hijo que se llama Paquito y es abogado. Ése estaba cavando conmigo, pero luego empezó a traficar, a la industria, puso una tienda… Era un hombre muy bueno.

A los ocho años ya estábamos sarmentando en las viñas y ganábamos veinticinco céntimos que nos daban, una cincuenta a la semana. Comíamos ensaladilla, aceitunas picadas en un plato con aceite y naranjas y bacalao. Ésa era la comida que daba el amo a mediodía. Luego, por la noche, la olla. Nosotros estábamos para eso, para llevar la olla al campo. En la olla había garbanzos, arroz, coles, tocino… Carne no, eso estaba prohibido. Huevos tampoco.

Allí en Almáchar había muchas fiestas. Nos divertíamos con los verdiales. Había una trupe que tocaba la guitarra muy bien. Juan era muy bailador, muy fiestero, y la señora también. Cantaba muy bien los verdiales con la guitarra y el violín. Él no tocaba, cantaba; tocaba sólo los palillos. Sabemos muchas coplas. Son tantas… Hay que rebuscar, porque yo me pongo nervioso recordando aquello. Las coplas hablaban de todo lo que había allí, de todo.

Yo voy a decirles una copla de ahora, una que hice yo cuando estaba escondido. Esto fue cuando dieron ésa amnistía, porque decíamos: «Bueno, ¿adonde nos presentamos?» Yo dije que sería el gobernador, que era la primera autoridad. Yo no conocía a nadie, no sabía nada, después de tantos años ahí. Entonces hice este verso:

Excelentísimo señor gobernador

don Ramón Castilla Pérez,

atiéndame por favor

como este caso requiere.

Me encuentro sin libertad

desde el año treinta y seis;

con nadie tengo amistad,

cumplo y acato la ley.

Ante la ley me arrodillo

que cumple su autoridad,

por decreto del Caudillo

concédame libertad.

Me perdone su excelencia

si en algo no he obrado bien,

tenga conmigo clemencia:

soy español cien por cien.

Cuando terminó la guerra,

debí haberme presentado,

pero todo el mundo yerra

y soy un equivocado.

Sólo pensé una cosa

aquel fin del mes de marzo:

a mi madre y a mi esposa

estrecharlas en mis brazos

La Providencia Divina

iluminó mi camino:

como un Dios claveteado de espinas

llegué vivo a mi destino.

Entré en casa el cuatro de mayo

en el año treinta y nueve,

si en mi memoria no hay fallo

de semana era jueves

Como acusado en la audiencia

sin defensor ni testigo

me leyeron la sentencia

y he cumplido mi castigo.

He pagado mi promesa

como un cristiano valiente;

inclinando la cabeza le saludo atentamente:

éste que su mano besa

Manuel Hidalgo España.

Yo nunca he sido poeta, no, señor. Esto lo fui inventando poco a poco, sin escribirlo. Lo iba repitiendo, repitiendo, hasta que lo aprendía, sin apuntarlo. Cada día se me venían unas palabras y así fue saliendo todo.

Yo de joven no era tan fiestero y tan bailón como mi hermano Juan. Él no se perdía ninguna fiesta, ninguna comparsa. Se iba a todos los pueblos. Los dos nos vinimos a vivir a Benaque cuando nos casamos. Él se casó en el año 30, el 26 de mayo, y yo el año 33, el 22 de noviembre.

Habla Juan:

La boda se celebró como todas las bodas de los que vivíamos a jornal. Con la familia reunida. Nos fuimos a casar a Macharaviaya. Arreglamos la boda con dos litros de aguardiente y unas pocas de galletas. Un par de litros para todos, porque no había dinero para más. Hicimos la comida en la casa de ella, aquí, en Benaque. Hubo buena comida y una poquita de fiesta después, con bailes y cantes. Unos verdiales. En ese tiempo no se estaba por los viajes. Eso de la luna de miel vino después.

Ya venía mucho a Benaque por lo de la fiesta. Como yo era muy fiestero y el padre de ella también, pues yo venía siempre por aquí por la sierra; conocí a esta familia, a ella le gustó el baile y a mí también. De modo que resultó que nos ennoviamos, fuimos novios dos años y medio, y por ahí vino el principio de venirme yo a Benaque.

Nada más casarme me vine a casa de su padre, como era costumbre de entonces, a trabajar. Y como ya éramos familia, Manuel venía a verme a Benaque y así conoció también a su señora, que es prima hermana de la mía. Y se entendieron, se casaron y él se vino también a la casa de su suegro…

Primero trabajamos a jornal, pero luego después yo tomé tierras a cuenta, a renta, y ya así nos fue hasta que hicimos unos cuartillos y compramos un pedacito, causa de toda la historia nuestra. Porque cuando la guerra hubo que dejarlo, irnos y nos lo quitaron. Ya cuando por fin nos lo dieron, hace poco, lo vendimos y compramos este terreno de aquí abajo. Aquellas tierras eran de viñas, de moscatel; se secaban las uvas y se hacían pasas, las pasas de Málaga Y también aceitunas. El terreno es malo, todo de secano. No resulta: mucho trabajo y poca producción.

Benaque tenía entonces unos treinta vecinos y casi todos eran familia. Eran todos reunidos de Almáchar, de Macharavilla… Aquí se venía porque había más tierras y era más barato. Se fueron casando unos con otros, unos con otros y hoy son todos parientes.

Allí pegando a nosotros vivía don Salvador Rueda, el poeta. Era muy buena persona, un hombre muy sencillo. Yo lo conocía mucho, pero Manuel no; él no lo conoció. Le gustaba hablar un rato con los obreros. Él era rico, era Caballero cubierto delante del Rey y Poeta de la Raza. No estaba siempre aquí, porque tenía una casa más buena en Málaga. Teníamos una parranda que le gustaba a él mucho, una copla de verdiales que dice así:

Como Rey de los poetas

y en La Habana coronado

hemos llegado a su puerta

a saludar con agrado

con esta bonita orquesta…

Le gustaba mucho. El hombre se levantaba y nos daba un duro para aguardiente, para convidar a los fiesteros. Don Salvador murió en 1933. Lo enterraron en Málaga. La sobrina vendió muchos libros, pero él no nos dio ninguno. Entonces nosotros no leíamos. Tampoco leíamos periódicos. No nos enterábamos de nada.

Ricos había algunos, pero pocos. Antonio Ruiz y los hermanos, que eran los únicos que había. Pero no muy ricos. En el pueblo nos llevábamos todos muy bien, como familia, como buenos vecinos… Luego ya en la guerra… Antes hubo sus elecciones y fue donde empezó a diferenciarse la cosa.

Aquí había de todo, más de la U.G.T. También falangistas, muy pocos: eran de Macharaviaya. Aquí el pueblo era de la U.G.T. y el pueblecito de abajo de los falangistas. Los dos pueblos estaban divididos. Los que venían a hablarnos aquí eran de la U.G.T., de la parte de izquierdas; los falangistas no. El alcalde era republicano.

De política empezaron a hablar muy tarde, allá en el 36. Antes nada. Nosotros no éramos políticos, no sabíamos nada de eso. Trabajar, trabajar; eso es lo que nos habían enseñado de chicos y eso era lo que sabíamos. Y lo que sabemos, que otra cosa no.

Habla Manuel:

Mi mujer y yo tuvimos una hija, que nació en el año 1935, el día 10 de enero. La hija de Juan nació en el 42, cuando ya estaba escondido. La niña murió de la dentadura; le entraron unas calenturas muy fuertes y no las pudo resistir. La llevamos al médico, que estaba en Benamocarra y se nos murió en el camino, cuando la traíamos de vuelta, en un burro. Ella iba subida y nosotros por delante. El médico le puso una inyección de suero, a ver si le daba vida; pero ya viniendo de vuelta se murió en el campo, encima del borrico. Tenía siete meses. Ahora podría tener ya treinta y cinco años.

Queríamos mucho a nuestros padres. Nos enseñaron a trabajar la tierra y a ser buenos cristianos. Íbamos a misa cuando se podía. Almáchar es el pueblo más religioso que hay en la provincia de Málaga; hay mucha religión allí. Nosotros teníamos un abuelo que para eso era… Y toda la familia. Para comer había que echar la bendición y quitarse el sombrero.

Y al terminar lo mismo: darle gracias a Dios de la comida. En Semana Santa había que ayunar todos. Estábamos sin comer hasta que llegaba el mediodía, sin desayunar ni nada. El desayuno era un poquillo de café y pan con aceite. Pero el café pocas veces. En Benaque tenemos una iglesia, de la Virgen del Rosario, pero no hay cura. Viene todos los domingos.

Yo fui al servicio en el reemplazo de 1930. Estuve en San Roque. Juan estuvo en Badajoz, en el año 26. A mí me cogió la República sirviendo. A mi hermano también lo llevaron al Rincón de Melilla, como expedicionario. Ya había pasado la guerra de África, pero temían que volviera otra vez y lo llevaron.

Habla Juan:

Nos enterábamos un poquillo de lo que pasaba por algunos que entendían algo más y hablaban. Se escuchaba esto y lo otro, pero, claro, no estaba uno bien penetrado de esas cosas. Es que uno, como no se ha criado con eso, no le tiene interés. Uno al trabajo, a su casa. Ni la política ni nada de eso. Que no falte el trabajo. Como había que trabajar fuera, para otros, se estaba obligado a apuntarse a la UGT. Era para ayudar al obrero, para compartir el trabajo, porque había poco entonces y había que repartirlo.

En los mítines no se hablaba de matar a los curas ni nada de eso. Decían que el socialismo era bueno, que había que estar unidos para defender el jornal y el trabajo, el derecho del obrero. Nada más que eso. Sólo venían de la UGT de Málaga y de otros pueblos de la playa, gente que sabía, para ponemos un poco al corriente, porque no sabíamos nada.

En los primeros meses de la guerra hacíamos la vida normal, trabajando. Muchos se reunían en el Centro para enterarse de lo que pasaba. Decían que era cosa de poco tiempo. Manuel iba más. Yo particularmente seguía en mi trabajo, porque yo no estaba a jornal. No estaba ni asociado siquiera. Yo tenía mis tierrecillas y no me apuntaba a nada. No tengo que ir ni a un lado ni a otro. Ustedes me dejáis a mí quieto en mi trabajo y cuando yo les haga falta pues me llamáis y si hay que echar una suscripción, yo ayudo. A mí dejarme en mi trabajo. Eso decía yo.

Algunos jóvenes habían ido a la guerra, muy pocos. Habían ido con los republicanos, llamados por el gobierno. Después, más tarde, nos fuimos nosotros también porque no podíamos ir a ninguna parte. ¿Adónde íbamos a ir?

Juan y Manuel prefieren contar una y mil veces sus hazañas guerreras, los peligros, las heridas, las correrías como enlaces de batallón, la deficiente comida, la vida de las trincheras, las canciones compartidas con el enemigo, los constantes cambios de frente. Recuerdan nombres de compañeros, de jefes; recuerdan fechas, pueblos. Su pequeña historia de soldados anónimos, empujados sin aparente razón al campo de batalla, podría ser paradigma de las historias de millares de hombres en uno y otro lado, ahogados por los vendavales de la lucha y absorbidos por los torbellinos de la propaganda. No sólo no pudieron entender las causas de su terrible condena, sino que, con el tiempo, llegaron a asumir aquel horror del cautiverio. Es tan largo el «repertorio de desdichas» que una y otra vez lo rozan sin atreverse a entrar directamente en él. Como todos los otros, como docenas de otros cuyos ejemplos resultaron menos diáfanos, se niegan hablar de los años de encierro; de tal modo que los reducen a una sensación, a un largo sueño que parece haber durado muy poco tiempo. Una y otra vez azota sus labios el estremecimiento del recuerdo. Juan mueve la delgada cabeza de pájaro cegato, se ajusta las quebradas varillas de las gafas, sonríe entre dientes, escancia el flojo aguardiente anisado que ha punteado los momentos más gratos de su vida, consume un cigarrillo sin apartarlo un instante de los labios, mira de soslayo a las mujeres que lo rodean y escuchan mientras habla… De vez en cuando pregunta: «¿Para qué vamos a hablar de eso? Pasó y ya está, total…» Y las mujeres asienten, aunque en ocasiones intentan romper los muros de miedo y relatar toda la negrura de aquellos años. Aunque lo desean ardientemente, aunque temen revelarlo porque no sería absurdo que se repitiera, no abren la boca para expulsar el fruto amargo de sus vidas. Afirman con la cabeza y se callan. Luego empiezan a hablar y callan. Temen aún y no les faltan razones para el miedo. Muchos de los hombres que las azotaron sin piedad, que las empujaron y apalearon, que tas torturaron a diario están todavía vivos, todavía pueden volver y quizás nadie podría impedírselo. «Estoy muy castigá… Me se mueve la sangre…», dice Ana Gutiérrez. Los maridos fueron siempre respetuosos con la ley y con cuantos podían manejar esa ley. Fuera del trabajo, sólo conocen otra palabra: Obediencia. ¿No es faltar a la debida obediencia resumir siquiera todos esos años de ocultamiento, de erizado espanto, de sombras amenazadoras? Tampoco dan importancia excesiva a sus peripecias bélicas. Si, cuando terminó la guerra, cada uno se fue a su casa, ¿qué tiene de raro que cruzaran ellos media España andando y sin comida tras de la querencia de una esposa, de un hogar, de una tierra miserable pero querida? Y si no había comida, ¿qué tiene de raro que no comieran? Y si estuvieron en una guerra, ¿no era lógico que los hirieran y a medio curar los devolvieran a los frentes? Y si eran perdedores, ¿acaso no era justo que huyeran para evitar ser atrapados, encarcelados y fusilados? ¿Acaso no era también justo que se escondieran para evitar la persecución y que esta implacable persecución se prolongara durante casi treinta años? ¿Iban por ventura ellos a pedir medallas del honor, pagas de excombatientes, compensaciones a sus menudos heroísmos contidianos? Es mejor olvidarlo todo. Es mejor olvidar los pormenores del viaje hasta Adra, el fragor de los ataques, la miseria de las trincheras, la represión y la venganza sobre sus mujeres y sobre ellos mismos, la humillación sin medida de no poder trabajar a la luz del día y de contemplar impotentes el odio más bestial sobre la inocencia más pura…

Habla Manuel:

Ella se empeñó en que yo me quedara y dijo que trabajaría para los dos. Lo primero que hizo, en los primeros tiempos, fue coger aceitunas, como obrera. También hacía pleitas de palma, para fabricar sombreros. En el pueblo no había pan, sólo las raciones que daban. Entonces yo dije: ¿Y si amasáramos? ¿Y si hiciéramos pan? Quizá se vendería, decía yo. Probamos con un poco de pan y se experimenta a ver si se vende. Primero ella fue y trajo unas pequeñas canastas de pan y las fue vendiendo. Después dispusimos que ella fuera por la harina, amasar aquí para ganar más. Allí en la casa había un hornillo pequeño, de modo que empezamos a amasar, amasar, amasar; yo me fui enseñando con ella, porque antes siempre se amasaba para la casa.

Hacíamos hogazas grandes y chicas, redondas, con harina blanca. En otros tiempos que vinieron después, más malos, amasábamos también pan negro, pan de cebada, unos de una cosa y otros de otra. El de trigo era más caro. La gente venía a comprar los panes a la misma casa y yo estaba escondido allí mismo. Más de veinte años estuvimos haciendo esto, años y años. Como el gasto era poco, porque no había niños, los dos solos, podíamos llevar bien el negocio. Yo amasaba dentro y ella lo vendía. Ella tenía que enfrentarse también con el arriero, con el de la harina. Amasábamos los dos de madrugada y si se vendía todo, pues ella hacía otro amasijo a mitad de la mañana. Le ayudaba un poquillo su madre.

El amasijo diario era de dos arrobas, veintitrés kilos, pero cuando no había ración se hacían dos o tres cochuras. Luego ya sacamos la matrícula y vendíamos también la ración que daban, el aceite, el azúcar. Pusimos una pequeña tienda de comestibles que todavía está, muy chiquita. Se daba de fiado por semanas y cuando cobraban los maridos venían a pagarnos. Así nos íbamos apañando.

Lo de los arrieros fue más tarde, unos años después. Al principio, mi mujer bajaba por la harina y la traía ella a cuestas. Muchas veces dos arrobas y muchas veces un canasto de mandados también, a la espalda. Venía desde Almáchar, que está a una legua grande de aquí, y cuesta arriba. Eso era lo que más pena me daba a mí. Y cuando se tardaba… En los días cortos del invierno, cuando salía de aquí ya habían dado las doce, mientras se amasaba y se vendía el pan. Y llegaba la noche, las diez de la noche, y ella no aparecía. Y yo decía: ¿Se habrá rodado por ahí, le habrán dado una paliza, la habrán robado, se habrá caído, le habrá pasado algo? Cuando iba a Vélez o a Málaga, que está más lejos, salía temprano, pero también llegaba muy tarde. Iba allí a comprar aceite y otras cosas de contrabando. Todo era de contrabando, de estraperlo que le decían.

Luego compré un burro malucho, un borriquillo que llamábamos «Blanquillo» para traer la harina. Nos costó ocho billetes y medio, ochocientas cincuenta pesetas. Primeramente estaba muy malucho, pero le dimos bien de comer y ya se puso fuertecillo y ella podía traer más. Con el burro ya teníamos más manejillo y más trajín. Y se traía la harina y las otras cosas de muchos sitios, de Almáchar, de Vélez, de Benamalgosa… Según faltaba la ración se vendía. Lo que más, cuarenta panes a ocho pesetas, o siete y media, siete y un real la hogaza de quilo y medio, redonda, con tres cortes, pero sin sellos, porque no era autorizado.

Una vez ella casi se ahoga, con burro y todo. Había ido a Vélez y cuando llegó al río, no se dio cuenta que tenía tanta agua. Estaba subida en el burro y el agua ya le llegaba al aparejo y encartó la suerte que iban dos hombres con dos bestias y la vieron allí. Entonces dijeron: «Señora, este hombre irá delante y yo detrás; usted se pone en el medio de los dos y así vamos a pasar». El borrico que iba delante, que era una bestia buena, ya que iba por la mitad del río, ¡paaam!, se hundió y se cayó el hombre al agua y ya nadando pudo salir. Y ella iba detrás con el «Blanquillo» creía que se iba a caer también, pero no se cayó, no. El Blanquillo se defendió bien.

Habla la suegra de Manuel:

Nosotros no lo hemos pasado muy mal. Juan lo pasó peor. En lo que cabe, lo hemos pasado bien. Manuel no salía ni a cenar, ni a almorzar, ni nada. Nosotras estábamos en la cocina y él estaba escondido en la habitación más quitadita del medio, donde nadie podía verle. Cuando ella se iba a buscar harina y nos quedábamos solos, yo empeñaba con todos los santos. Dios mío, en lugar de estar él malo, que esté yo; en lugar de pasarle a él algo, que me pase a mí. Porque yo me decía: Si a mí me pasa algo, me pueden llevar al médico, ¿verdad? Pero este pobre hombre no puede ir… Ay, Dios mío, Dios quiera que nunca lo vea nadie, pero si alguna vez hay una tentación de que lo vea alguien, que esté aquí su mujer, aquí también, porque luego van a decir: La suegra estaba deseando que lo vieran. Vaya si pasaba yo cuidado. Tú no sabes las mandas y las peticiones a los santos para que no le pasara nada. Mandas al Santo Cristo, a la Virgen del Rosario, al Sagrado Corazón, a San Onofre, a todos los que había, a todos… Yo tengo ya ochenta años y no puedo ir a misa, pero cuántas veces se lo pedí. Los yernos no son hijos, pero son igual que los hijos, porque el cariño es el mismo. Y no hay más remedio que avanzarse con la cruz y poner el tirón en la punta y a mí me parecía que no la iba a poder poner. Se trata de muchos años, ¿sabe usted?

Habla Manuel:

Mientras estuve aquí, nunca vi a mi hermano, ni una vez. Él estaba escondido en su casa, a unos veinte metros, pero no nos vimos nunca, jamás. Si teníamos que decirnos algo, mandábamos a las mujeres. Mira, pasa esto y lo otro, pero nada más. Yo estuve todo el tiempo en una habitación. No me dio el sol nunca. Bueno, al final tomé un poco el sol por una ventanita de arriba, que tiene unos cristales. Yo me ponía por dentro. Frío no he pasado, porque aquí no hace mucho frío. A no ser el viento de arriba, del Norte, el terral, que viene revolcado en la nieve de esa sierra y llega muy frío aquí. Pero no haciendo viento, aquí no hace frío. Como esto está de espaldas al Norte, y desde que apunta el sol le está dando a esta casa y la caldea, no hacía frío.

Calor sí, en los meses de verano mucho calor. Yo me quitaba la camisa y ya está. A esperar mientras ella se iba a buscar la vida.

Nunca tuve tentación de salir. Cuando llegaran los treinta años tenía pensado salir, pero antes no. La pena más grande que se ha echado en España son treinta años. Yo decía: la pena de treinta años ya le he cumplido.

El horno está en la calle. Yo amasaba el pan en mi habitación todos los días, pero sin salir y ella lo horneaba. Su madre la ayudaba a llevarlo en la tabla hasta el horno. Cuando no estaba, pues lo llevaba ella sola a poquito a poco. Yo tenía la promesa hecha de que hasta que no llegaran los treinta años no salía. No salía ni a comer. Algunas veces, por la noche, ella se iba a comer conmigo a la habitación. Hablábamos siempre muy bajito, muy bajito. Ya cuando salí, me fatigaba mucho hablar, se me había perdido el metal de voz, estaba como mudo.

Desde la habitación oía hablar a la gente, los ladridos de los perros, el toque de las campanas, en cuanto que asomaba un coche por la loma. La guardia civil no vino nunca a buscarme. Todos los vecinos del pueblo se portaron muy bien con nosotros. Todo el mundo nos compraba. Ella estaba muy bien vista en el pueblo y la compraban mucho. Les daba lástima. Si venía un panadero de fuera, nunca le compraban a él.

A veces veía subir a los guardias civiles, que venían a por mi hermano. Entonces corría y se lo decía a ella o a mi suegra. Y ellas salían a la calle y gritaban: «¡Prima, prima!», y se pasaban la mano por la cara, que quería decir que venían los guardias. Lo de pasarse la mano salió porque los llamábamos «los atravesaos» y por eso atravesábamos la mano en la cara.

Como la habitación era muy larga, hice un tabique con cañas altas. Y al otro lado había una pajareta, unas tablas junto al techo. Si había mucho peligro, pues me subía allí. Pero casi siempre estaba en la habitación. Allí no pasaba nadie. Cuando hacía falta, me escondía en la pajareta, que se cerraba con una tabla. El camino de los guardias pasa por delante de la casa y yo no sabía si un día iban a entrar aquí. Así que lo tenía todo preparado para esconderme ahí arriba.

Y me escondí algunas veces. Una vez porque pegaron a la puerta de noche. Eran el maestro de escuela de Borge y el cura de Almáchar, que venían de Málaga. Se les hizo tarde y les habían dado un farol en Motrilejo, que ahí está todavía el farol.

Se perdieron por esos caminos, porque ya era oscuro, y en vez de coger la loma de Almáchar cogieron la de Benaque. Vieron la luz del pueblo y, como venían por arriba, dieron con esta casa, que es la primera. Dicen: «¡Amigos, amigos!» Y aquí no había nadie, porque mi señora había salido a buscar una arroba de harina. No estaba más que mi suegra. Y dice:

—Oye, están llamando. Y no parece gente de aquí, parece gente extraña.

Yo le digo:

—Abra usted la puerta y que entren, que no se queden ahí.

Y ella que se encuentra con el señor cura de su pueblo, de Almáchar, porque ella también es de allí.

—Mire, que venimos perdidos —dicen ellos.

Ella dice:

—Bueno, pues entren. —Y luego—: ¿Cómo se van a ir de aquí a estas horas? Ustedes se quedan y yo mañana les enseño el camino.

Yo lo que hice fue subirme arriba, temiendo que venían por lo del estraperlo y ya cuando se acostaron, después de estar un rato charlando, vino ella a decirme quiénes eran. Entonces yo bajé de la pajareta y me quedé en la habitación. Sabía que gente mala no era por la conversación. Se habían caído por el camino porque llovía y estaba oscuro. Tenían heridas en las manos y en las piernas, venían arañados, y mi suegra le dice:

—Usted, señor cura, se merece un palacio, pero esto es una cueva.

Y él respondió:

—Pues siempre que venga por aquí me quedo en esta cueva.

Pero no tuvimos visitas en todos esos años. Yo no lo pasaba muy mal, no me aburría. Leía novelillas, periódicos cuando me los traían de Málaga, inventaba versos. Me entretenía. A lo último nos compramos una radio, pero ya antes me enteraba por lo que decía el personal que venía a comprar: que si han tirado una bomba muy grande en el Japón y han muerto setenta mil personas, que si esto, que si lo otro… A mí lo único que me hubiera gustado era estar en el campo y trabajar, no quedarme allí encerrado. Ahí hay una tabernilla y no me gusta ir. Cuando hace, digo: «Mira, echamos una botellilla de esto», y nos la bebemos aquí. Antes me pasaba igual. No me gusta a mí estar por ahí siempre ni venir tarde. Nada más en mi casa.

Todo lo que hice yo en estos años lo puse en una copla que se llama «Crónica de un muerto vivo». Dice así:

Desde el fin de la Cruzada

estoy viviendo en secreto.

Jesús y la Inmaculada

sirvieron de parapeto.

Familiares y conocidos

han rezado por mi alma;

pertenezco a los caídos

ellos en paz y yo en calma.

Luché al lado de los rojos

con disciplina y lealtad,

tenía vendados los ojos

y perdí mi libertad.

Perdí nombre y apellido

y para más cierto y fijo

mi esposa perdió el marido,

mi madre perdió a su hijo.

Perdió España un habitante,

su tierra un trabajador,

las plantas un fertilizante

del riego de mi sudor.

Mi capital perdió un ciudadano,

mi municipio un vecino,

mi religión a un cristiano,

perdió el rumbo mi destino.

Mi hogar perdió el timón,

el de mis padres la alegría,

mi nave la dirección,

mi tren saltó de la vía.

Matados en el mismo día,

perdí a mi suegro y mi padre,

después a mi hermana María

y por último a mi madre.

Basta de vivir difunto,

no quiero un entierro sin campanas,

sin misas, llantos ni lutos,

sin ataúd ni sotanas.

Quiero mi libertad,

mi definitivo indulto.

Habla Ana Cisneros:

Algunas veces, en el invierno, por Pascuas, se hacía una comida, así, de primera, que no era corriente, y yo decía: «Mira, estamos en invierno y es oscuro, mira, ¿por qué no sales y cenas con nosotras?» Pero no. Él cenaba solo adentro y nosotras afuera, en la cocina. Y fíjese, en Navidad… Nunca quiso salir, nunca quiso pasar esa puerta de cañas. Estuvo todos los años ahí metido, él solo, trabajando por las madrugadas en el amasijo y luego ahí no pudiendo hacer nada, aburrido, con miedo de que alguien lo viera o supiera que estaba allí. Eso sí, mire usted, yo no tengo boca para decir la suerte que hemos tenido. Porque lo que les pasó a Juan y a mi cuñada… Pobrecilla.

Habla Juan:

Yo no lo puedo contar todo, no me atrevo. Se mete uno en sitios, hay cosas que…, a lo mejor ofenden. Aquí el problema estuvo cuando nació la niña, en el año cuarenta y dos.

Aquello fue lo peor de todo. Ya estaba hecha una obra de la casa para esconderme, todo preparado, y nadie había venido a buscarme. Sólo estaba el hombre de la escopeta en la ventana, que me esperaba cada noche, pero nadie entró en la casa a buscarme.

Ella tuvo que decir que había perdido su honra para salvarme la vida a mí. No quiero contarlo, porque como ya se mete uno en la conversación, se llega a un sitio que se le va… Y lo primero que habría que ofender, ¿verdad?, pues es a la Guardia Civil, que yo no quisiera porque se han portado después muy bien con nosotros, cuando salimos. Pero, en aquella ocasión, empujados por otras personas, que era una enemistad lo que había ahí por las tierras ésas que yo había comprado, le molestaron mucho a mi mujer. Y, claro, yo no quiero ofender a esas personas porque después se han portado muy bien conmigo… Y antes de la guerra, también. Sólo hubo esa cosa que…

Ellos tenían las tierras desde que yo me marché a Adra, nos las quitaron. Nos requisaron también la casa y lo que había dentro de ella: un borrico, los aperos, las herramientas, quince o veinte cajas de pasas, todo. Y ahora tenían miedo de que yo apareciera y se las reclamara. Ese señor tenía miedo de que, como había hecho tanto mal sin haberle yo hecho mal a él, yo volviera, y entonces tenía que acusarme a la Guardia Civil para que me buscara y a ver si me podían matar. Y como no me pudieron coger a mí, pues la cogieron a ella y la hartaron de palos, cosa que estuvo malamente. No la sacaron de Benaque, fue allí, en su misma casa, para que ella dijera donde yo estaba. Ella estaba con la niña, que tenía ya cuatro años. Eso fue en el 47 y ya nos habían dado las tierras.

Tardaron tanto en devolvernos lo que nos habían incautado porque a este señor lo habían puesto de alcalde, era un falange. Estaba de alcalde y tenía mis tierras y mi casa. A otros les devolvían lo que les habían quitado en la guerra, pero no a mí. Un amigo nuestro que iba a llevar las solicitudes, le dijo a ésta:

—Si le hicieras un ladito en la almohada a ese señor, te lo devolvería todo…

Porque se lo había dicho el otro, ¿comprenden? Le había dicho que no firmaba, que firmaría cualquier mal para nosotros, pero bien ninguno. Era un hombre malo para todos, para todo el pueblo. Metía la mano en todo y cuando fue alcalde, como si todo el pueblo fuera suyo. Cuando le daba la gana prohibía recoger higos chumbos, que era lo único que mucha gente tenía para comer, los higos del municipio, que son de todos. Él ponía la veda y, luego, un día por la mañana la levantaba y salía a las chumberas con toda la familia y con muchos criados con cubos y palos. En una mañana recogían todos los higos para echárselos a los cerdos. Y la gente de aquí, con hambre: que se murieron muchos, muchos de hambre. Nosotros resistimos con unas tierrillas que tenía mi suegro, pero muy malamente.

También este señor salía a los caminos a buscar a la gente del pueblo que iba a buscar harina para venderla de estraperlo. Se la quitaba y si ellos discutían, se ponía un gorro de requeté que tenía, cogía la escopeta y decía que los iba a matar y se iban llorando. Así se quedaba con toda la harina y salía a la puerta de su casa con una canasta de pan que había cocido en su horno y se ponía a comer el pan riéndose de todos; comía y comía mientras pasaban por delante de él las madres y los niños muertos de hambre y él se reía con el gorro puesto y la escopeta. Así era este hombre que quería matarme y como era alcalde mandaba a la Guardia Civil que me buscara.

Pero en el 47 lo quitaron de alcalde y ya nos devolvieron las tierras. Él no había querido firmar, pero el nuevo alcalde, don Jacinto Ríos, dijo a mi mujer nada más verla:

—Haga la reclamación, me la trae y yo la firmo.

Y la firmó.

Pero como ése sabía lo que iba a pasar, había quitado la viña y había sembrado las tierras de garbanzos, para echarlas a perder. Y luego quería que pagáramos el trabajo hecho, los abonos, los jornales y algo le pagamos aunque estropeó la viña, una viña bien cuidada, muy hermosa.

La Guardia Civil vino después, mucho después, a mi casa, diariamente, porque él tenía interés en que mi señora dijera dónde yo estaba. Mientras ella se callaba, más veces venían, y más, y más, y venga negocio… Porque esas tierras las había querido ese señor y yo las compré. Yo fui al individuo y le dije que se las vendiera, pero él me contestó:

—No, él ya no las quiere, quédate tú con ellas.

Y a la fuerza me quedé yo con ellas, que yo no las quería. Yo compré la finca por cinco mil pesetas. Estaban las tierras muy baratas. Y de ahí atrás venía toda la historia. Los guardias venían de Benamazar… Casi todos los días, muchos años. Venían a la habitación, me buscaban y no daban conmigo. Miraban debajo de los cuadros, por todos los sitios, y yo estaba allí dentro… Yo me pongo nervioso… Eso es para pasarlo…

No podía dormir. Yo tenía un enemigo allí pegando que estaba vigilando toda la noche a ver si yo venía y yo ya estaba allí. Él vivía en la casa del poeta, en la grande, y yo estaba en la de enfrente. Tanto es así, estaba tan cerca ese individuo, allí puesto con la escopeta y la pistola, en su balcón, con la luz apagada, y yo lo sabía, con perdón de ustedes, porque estaba todo el tiempo ventoseando. Yo toda la noche en vela, oyendo. Y así me tiré mucho tiempo. Años. Mientras que él no se iba a Málaga, estaba allí esperándome… Eran tres hermanos y los otros vigilaban de día. Vamos, decían que se quedaban siempre con las ropas puestas por cogerme a mí.

En parte porque yo había comprado las tierras y en parte porque me las habían devuelto, ese hombre quería matarme. Todo el día y toda la noche vigilando desde el balcón la puerta de mi casa, por si yo entraba. Ni pensaron que yo estaba ya dentro. Sólo esperaban a verme entrar, pegar un tiro y se acabó. Pero no fue así.

Pero un día ocurrió un caso. Este hombre, a la madrugada, tuvo que irse a la feria de Vélez a vender ganado. Yo le oía comentar desde mi casa. Deja la pistola encima de la mesa, envuelta en un pañuelo, cargada y preparada para la próxima ocasión. Y entonces, un rato después, va un hijo suyo a coger el pañuelo para limpiarse, se cae la pistola al suelo, rebota, se dispara y mata al niño. Acude toda la gente y se arma mucho ruido de lloros y lo demás. El niño era una alhaja, tenía doce o trece años. Él llevó su castigo con la muerte del hijo. Yo escuché los gritos que estaban dando, allí enfrente de mi casa.

Se llevaron el niño a Málaga y querían darle sepultura sin dar cuenta, porque como era una pistola que no la tenían declarada, no lo querían decir. Y lo llevaron al cementerio, y el cura dijo:

—Hombre, yo tengo una carrera muy bonita y no la voy a perder por esto. De modo que hay que dar cuenta.

Así que fueron al juez y el juez los mandó ir a Vélez, porque él no quería firmar. En Vélez ya lo arreglaron todo, lo hicieron todo a favor suyo y no le pasó nada. Él era un falangista muy grande. Y pusieron que el accidente fue por una pistola que se había encontrado el niño no sé dónde… Lo pusieron todo a su favor. El niño estaba ya muerto y qué más daba, pero el tiro estaba preparado para mí.

A este individuo quisieron matarlo cuando la guerra, porque ya era malo de antes, muy malo, y me opuse porque dije:

—Esta muerte me la voy a cargar yo. Dejarlo quieto.

En Benaque no mataron a nadie. Luego, cuando entraron ellos, sí, pero a ése le salvé yo la vida, porque todos lo conocían bien y querían eliminarlo. Fue por no cargarme yo esa muerte en la conciencia, que teníamos la enemistad por las tierras.

Pues la desgracia del niño no les hizo parar. Siguieron vigilando todas las noches. Y una noche creyeron que yo había llegado. Fue porque una hermana de mi mujer había comprado una cabra y como no tenía sitio para dejarla en su casa, la trajo de noche a la nuestra. La cabra no quería entrar y tuvo que salir ésta a ayudar a mi cuñada; iba con una linterna y las dos empujaban al animal y hacían ruido.

Ellos que ven las sombras y se creen que soy yo que entro en casa por fin. Pero yo estaba paseando tan tranquilo en la cocina, esperando a ver cómo era la cabra. Y lo primero que hacen es avisar a la Guardia Civil. Casi a la madrugada ya veo yo por una ventanita que un hombre mira a mi casa de una manera rara, venga a mirar, venga a mirar.

—Pues qué querrá éste —digo yo.

Y luego veo que aparece un guardia y se empareja con él. El guardia estaba fuera de mi vista. Los dos empiezan a andar hacia la casa con más guardias y con los tres hermanos. Yo voy corriendo al dormitorio, despierto a ésta y digo:

—Eh, que ya vienen. Díselo a tu padre y a tu madre. Ya van a pegar en la puerta.

Y luego me voy corriendo a subir al escondite que tenía preparado en el cuarto de al lado. Allí me pongo a esperar a ver qué pasa y ellos que no pegan a la puerta.

—Bueno, ¿qué pasa ahora? —digo yo.

Yo creo que ellos tenían miedo, que ellos decían:

—Si pegamos a la puerta, sale Juan y nos mata a todos ahí mismo antes de hablar una palabra. Así que hay que matarlo antes.

Ésta también se ponía nerviosa y viene al escondite.

—Juan, que éstos no llaman. ¿Qué pasa?

—Tú abre la puerta y cuando estén calmados voy yo y me entrego.

—¡Qué, entregarte! Tú te quedas escondido dónde estás y me dejas a mí. Ya veré cómo hago yo.

—Bueno —digo yo—, pero nada de decir de quién es la niña. Le dices que es tuya, pero no de tu marido. Que no sabes de quién resultó, porque como has ido con muchos. Sin decir ningún nombre, para que no vayan a preguntar.

Yo podía haber salido entonces y matarlos, porque tenía una escopeta de un tío de ella, que la dejaba en casa cuando era veda de la caza. Pero me quedé quieto en el agujero. Y ella abre la puerta despacio para ver y… ¡pum! Le ponen dos escopetas, una a cada lado.

—¿Cuántos hombres hay en la casa? —pregunta uno.

—Mi padre.

La agarran por un brazo y la empujan dentro de la casa.

—A ver el cuarto de la cortinilla.

—¿Qué cuarto? —dice ésta.

—El de la cortinilla, que lo conocemos bien.

Se habían informado de cómo era la casa por dentro. Ella los lleva a ese cuarto y luego a otro y a otro. No encontraron nada. Viendo el panorama, la meten en una habitación y empiezan a pegarla detrás del cuello con el puño cerrado, golpes fuertes en la nuca. ¿Saben cómo duele eso? Así mucho rato.

—¿Dónde está tu marido? ¿Dónde está tu marido?

—No lo sé, no lo sé. No ha vuelto de la guerra.

—¿Y de quién es esta niña?

—Esta niña es mía.

—¿Y de quién más?

—Pues eso no lo sé, que yo he estado con muchos… Porque me dejaron con la ropa puesta y mi marido se perdió en la guerra y yo he tenido que buscarme la vida. No sé de quién es la niña.

Y ya los guardias se cansan y dice el jefe, el teniente:

—Ahora al padre.

Lo meten en la habitación y empiezan a pegarle también. Tenía sólo un diente y se lo partieron de un puñetazo.

—Ahora la madre —dice el guardia.

Eran ya muy viejecillos los dos.

Pues también a ella le dieron la paliza y luego registraron la casa de arriba abajo, golpearon las paredes, tiraron abajo los cuadros y los armarios… Pero la suerte está por encima de los perseguimientos y no me vieron. Más tarde me contaron que este señor había preparado una fiesta para los guardias y para todos los hermanos. Eran siete los que entraron en la casa. Habían matado ya un cordero y tenían el vino preparado, el cordero asado, toda la mesa puesta para celebrar una juerga cuando me hubieran matado. Eso fue el 17 de junio de 1947.

Después de aquel día no paraba de venir la pareja, unas veces por un lado, otras por otro. Mi suegra y la prima de mi mujer y la suegra de Manuel se pasaban la mano por la cara para avisarme, desde el patio o desde la otra casa. Ya sabía yo que había peligro y me quitaba del medio. En el patio siempre había alguien y en el sitio donde estaba yo, en la habitación, había una ventana y miraba también. Cuando entraban por el otro lado no podía verlos, me hacían la seña y ya sabía yo que había peligro. También me hacían el canto de la perdiz.

Hasta aquel día no había pasado nada, nunca habían venido porque creían que yo no estaba. Y yo había tenido tiempo de ir haciendo la pared poco a poco. Ésta me ayudaba, me traía una piedra cuando no la veía nadie. Empecé antes de nacer la chiquilla, cuando mi señora resultó de sazón. Entonces yo dije: «Pues hay que tener cuidado ahora».

Cogí una criba, le pegué un cartón por la parte de atrás, un cartón blanqueado, del mismo color de la pared. La clavé en la pared, delante de un agujero un poco más chico que había hecho y delante puse una cama de hierro desarmado. Entonces, usted mira y a través de los agujeros usted ve la pared, que no es la pared, sino el cartón. Y detrás del cartón estaba el agujero donde me escondía. Ellos pegaban con la culata de los fusiles, pegaban en todas partes para ver si estaba hueco. Levantaban todos los cuadros y miraban debajo pero como la criba se veía bien… Se cansaron a pegar, a levantar cuadros, a mirar el suelo. Pero los boquetes de la criba no los tocaron. Estaba un poco alta, cerca del techo. Y tampoco la movieron nunca. Tenía un clavo en lo alto, yo la movía para meterme y luego ella sola se ponía en su sitio y tapaba el agujero.

Tardé unos pocos días pensando y pensando. Antes tuve que levantar una pared grande a la vera de la otra, pegada a la otra, para tener sitio donde meterme. Quitando un poquillo a esta pared y otro poquillo a la otra, quedaba un sitio para meterme. Un sitio muy estrecho, sólo para estar un momento acurrucado allí. Yo cuando me daban la señal, corría, me subía a la cama y me metía dentro…

Los tres hermanos murieron ya y yo todavía estoy vivo, con tanta gana que me tenían. Pero la Providencia… Él llevó su castigo con la muerte del hijo.

Yo no podía dormir, sólo un poco por el día. Roncaba, tenía el defecto de roncar y como estaba la pareja en la habitación, pues ya estaba todo terminado. Él sabía que yo estaba vivo por la niña, no se creía que mi señora había dado un mal paso. Decía que se parecía mucho a mí y por eso estaba esperándome, esperándome para ver si llegaba. Y por eso mandaba que la pareja viniera todos los días a visitarnos. Pero no hubo manera de dar conmigo.

Yo les oía entrar dando porrazos. A ésta la cogían del brazo, la pistola arrimada al pecho, dando vueltas con ella. Para pegarla la sacaban fuera, a otra habitación. Le daban en todo el cuerpo y con las culatas en las plantas de los pies y en el pecho. Yo me di cuenta cuando ella llegó, cuando ya ellos se fueron, y empezó a caerse sin sentido. Y yo digo: «¿Qué te pasa?» Y al verlo ya me volví loco. Ya perdí la vista y me volví loco, porque es que ver aquello que la habían hecho…

Fueron muchas veces, muchas veces. Y una vez me cogieron sin darme tiempo para subir a la criba y me quedé allí acurrucado en la habitación, con la puerta entornada, el hombre dio una vuelta por allí y no me vio. Era un guardia civil. Pero a mí me han tirado por todos los sitios: los policías, los guardias, hasta gente de otros pueblos. Pero la suerte está por encima de toda persecución. Era mucho interés el que tenían conmigo, y todo por la tierra, por ahí venía todo. La finca tiene seis obradas, dos hectáreas de buena viña, pero él la puso como para perderla mientras la tuvo.

Cuando no había peligro yo estaba en mi habitación, pero también pasaba alguna vez a la otra. Dormíamos los tres en la misma cama y antes de que fuera de día salía yo a la calle y me estaba paseando un rato. Y ésa fue la suerte, porque el primer día que vinieron a buscarme llegaron de madrugada y yo los vi llegar.

Las complicaciones empezaron al año y medio de estar escondido. Ésta se quedó embarazada. Ya llevábamos siete años de matrimonio y no había ocurrido nada, pero tuvo que suceder entonces. Lo primero que hizo ella fue encamarse. Ella dijo que estaba mala, que estaba mala del pecho. Venían las visitas y ella se quejaba del pecho. Luego, de noche, se levantaba. Cuando llegó el tiempo se fue a Málaga. Allí nació la niña el 24 de abril de 1942. Le puso un ama de leche y la dejó allí. Pero eso no era plan y nosotros no podíamos con esos gastos. Aquí se dijo que había estado en casa de unos parientes y que a ese pariente se le había muerto la mujer y le había dejado una hija pequeña. Entonces yo le escribí a mi señora, figurando que era el pariente, diciendo si quería quedarse con la chica. Ella enseñó la carta:

—Mira, la pobrecilla, que se ha muerto, y me dice esto, que si me quedo con la niña.

—Pues sí, tráetela tú, que no tienes hermanos, ni marido, ni nadie.

Le aconsejaban que se la cogiera.

Se fueron las dos y se la trajeron. Pero fue pasando el tiempo y la chiquilla se iba pareciendo más a mí y ya sonaban conversaciones que la chiquilla era suya y mía. Entonces hubo que prepararle un padre a la chiquilla. Así que se fue en busca de un primo que yo tenía en Málaga y vino él hecho como que era el padre de la chiquilla y que venía a verla. Todo vestido de luto con mi traje de boda, que le llevó mi otro hermano, Antonio, porque se había dicho que había muerto la mujer. Hizo el paripé muy bien, besó a la chiquilla llorando y ya el personal que no tragaba muy bien decía:

—¿No ves? ¿Pues no decían que era hija de Juan? Pues ya ves cómo ha venido su padre. Pues era verdad lo que ella decía.

Total: que él estuvo allí más o menos tiempo, y él sin saber tampoco que yo estaba allí metido. Él sabía que era hija mía, creía que yo había venido y me había marchado. Y ya un día dice:

—Bueno, no vaya a venir uno de Almáchar y me conozca y se vaya a echar todo para adelante.

De modo que se le llenó un canasto de uva y él salió por todo Benaque para que lo viera la gente. Y se fue, y así iba pasando el tiempo.

A los dos años o tres, cada día se parecía más al padre y ellos no tenían duda. Y decían: «Nada, hay que buscar a éste, que no está muerto». Y empezaron a esperarme en la ventana todas las noches.

La suerte nuestra era que la finquita estaba en muy buenas condiciones y podíamos ir tirando y criar a una criatura así, sin cupón. Todo era a base de raciones y las latas había que comprarlas a cinco y seis duros. Estaban las cosas muy caras, pero nos íbamos defendiendo.

Hasta el año 51 estuve escondido en Benaque. Yo me quedé ciego en el 47, de la impresión de verla a ella después de la paliza, ciego del todo. No veía nada. De la cama a la silla, sin ver nada. Y como allí no paraban de buscarme y de darle a ella, decidimos marcharnos.

Una noche que salió una procesión, yo me puse detrás, de los últimos, agarrado al brazo de ella. Cuando pasó todo el personal por delante de mi casa, nosotros nos pusimos detrás del todo y luego, al llegar cerca de la iglesia, nos metimos por una callecita y echamos por la loma abajo. Estaba muy oscuro, no podían vernos. Era la procesión de la Virgen del Rosario. Andando, andando por el campo pudimos llegar a esta casa sin que nos viera nadie.

Aquí ya no había tanto peligro. Los guardias vinieron otra vez, pero de otra forma. Vinieron vestidos de particular, de paisano, como si fueran hombres de la sierra, como yo. Eso fue por el año 53, la última vez. Venían a ponerme una trampa, a ver si me confiaba y caía. Yo lo primero que le dije a ella fue:

—Tú les dices a ellos que si van a seguir viniendo por aquí, que te lo digan. Porque te has venido de allí para que te dejen tranquila y si van a venir te marchas más lejos. Y además, que no vayan a hacerle mal a ninguno de por aquí —creyendo que eran hombres de la sierra, claro, y no guardias— que no vayan a molestar ni a los Fuentes (que son estos señores que me buscan y que me hacían tanto daño), porque van a decir que he sido yo, ni a Frasquito Palma por otras razones: era un hombre de dinero y podían robarlo.

Esto fue porque creían que yo andaba con los hombres de la sierra, los que andaban fugados por las montañas. Alguna vez los habíamos visto pasar por allí cerca. Y los guardias, que tenían la brigada ahí, más arriba, por encima del molino del Manuel, me andaban buscando como si yo me hubiera echado al monte con ellos.

Nosotros supimos que eran guardias porque al ver ellos que ésta se interesaba por Frasquito, fueron a verlo y empezaron a hacerle preguntas y a molestarle porque tenía que saber de nosotros, de dónde estaba yo escondido. Él no lo sabía y entonces le dijeron que si se enteraba, que si sabía algo de mí, que corriera a decírselo. Este hombre que le digo seguía mandando que me buscaran, que vigilaran la casa. No se cansaba de perseguirme.

En total estuve veintiocho años escondido, once en la casa de Benaque y los otros en la de aquí abajo. Vivía intranquilo a todas horas. Antes de que vinieran los guardias por primera vez vivía mejor, sin salir pero con más tranquilidad. Me acostumbré a vivir así lo mismo que los animales. A un animal lo acostumbra usted a estar encerrado, lo echa después a la calle y se mete para adentro. Porque se acostumbra uno a aquella vida.

No tenía radio. Mi mujer me contaba lo que se sabía por ahí, lo que se decía. En el pueblo se decían muchas cosas de mí, que si me habían cogido en tal sitio, que si estaba fugado por el monte, pero nadie sabía dónde yo estaba.

Yo nunca esperaba que la República volviera otra vez. Yo esperaba una amnistía. Luego supe que hubo muchas, pero ninguna llegó a nuestros oídos. No nos dijeron de ninguna…

Y de esa última nos enteramos de casualidad. Se enteró Manuel por la radio.

Nadie más que la mujer y la niña sabían que yo estaba aquí. Y los hermanos. La niña tampoco se enteró al principio. Yo dormía con ellas, pero antes de que se despertara la cría me iba a mi habitación. Un día me vio paseando por aquí, ya era grande, y salió huyendo. Tendría unos seis años. Fue corriendo a su madre y le dijo:

—Ay, mamá, que en el cuarto de arriba hay un hombre paseando.

Yo me entero y digo:

—Bueno, lo mejor que hay aquí es decirle a la chiquilla lo que pasa.

Queda por decir que a nosotros nos llaman Los Petetos por apodo. Se lo pusieron ya a los abuelos. Y las otras chiquillas la llamaban a ella La Peteta, porque era como yo. Y ella entonces no sabía que tenía padre. Total: que yo me enfrenté a la chiquilla. Le digo a mi mujer que la pase; pasa ella la puerta de mi habitación y le digo:

—Mira, ¿tú sabes quién yo soy?

Y ella dice:

—Pues mi padre.

Y ya la cogí en brazos y nos echamos a llorar. Hasta entonces no supo que tenía padre y que el padre era yo. Y que por eso la llamaban Peteta. Hasta entonces, se había dado el caso que ella salía de casa y se encontraba allí con cuatro o cinco guardias y le preguntaban:

—¿Y ése quién es? ¿Y esa guitarra quién la toca?

Y ella:

—Mi papá.

—¿Y cómo se llama tu papá?

Y decía a mi suegro, porque ella no conocía más hombre aquí que a mi suegro. Y no podían sacarle nada. Luego la chiquilla ya tenía más conocimiento y no decía nada. Nos cambiamos de casa y aquí no le preguntaron más.

El cambio me sentó muy bien. Tenía más sitio para pasearme, estaba más tranquilo. Hice también el agujero y puse la criba, como en Benaque, pero ya no me hizo falta esconderme en el agujero más que unas pocas de veces. Pero tampoco salí nunca a la calle. Me podían ver y estaba todo perdido. Adonde no había hombres y veían un hombre, o una cosa u otra: o era su marido o un querido. De modo que no saliendo, no había peligro. Estaba siempre vestido de mujer para que no descubrieran mi ropa al lavarla. Esto fue sólo después de morir mi suegro. Si se había muerto, ¿cómo iba a estar ropa de hombre al sol?

En Benaque tuve que esconderme en la criba muchos cientos de veces. Los guardias civiles andaban por allí casi todos los días. Unas veces no entraban, pero empezaban a hacer el tiro al blanco por la loma y había que esconderse. Hasta que yo vi un anuncio en un pedazo de periódico de envolver que vendían esta finca. La vendía un médico de Torre del Mar. Ella fue a Torre del Mar y la compró y ya vivía yo más tranquilo. Porque antes estaba muy mal de los nervios por esconderme a cada ruido que se oía. Me puse muy enfermo de los nervios.

Por la noche soñaba, soñaba… Tenía miedo y soñaba. Pero lo que más soñaba era con dos cosas: ver y verme con libertad. Eso era lo que más soñaba: ver lejos y estar en la calle. Lo que me está pasando ahora. Eso era lo que más soñaba: esto.

Comía en la habitación, allí hacía mis necesidades en un orinal que luego sacaban. Siempre encerrado. Salía a la otra habitación, pero si venía alguien, una visita, me escondía. Así pasó con el novio de mi hija. Se pasaba aquí muchas tardes y yo estaba al otro lado. Cuando se casaron no fui a la boda ni me di a conocer hasta después de la comida, que entraron ellos. Yo no comí con ellos ni nada. Para estar conmigo no hicieron el viaje de luna de miel. Se quedaron. El marido me vio, habló un poco conmigo y luego tampoco dijo nada.

En la habitación paseaba mucho, leía algunos librillos, hacía pleitas para cuerdas, sombreros. Estaba muy acostumbrado a esa vida. Yo siempre creí que si salía me mataban. Como yo no había escuchado eso de la amnistía ni había nadie que nos diera explicaciones, hasta que no me vi en Marbella no estaba seguro de que no iba a pasar nada. La sobrina decía que lo tenía todo visto, que había un indulto y que no pasaría nada, pero yo no estaba nada seguro.

Habla Manuel:

Nos presentamos en Marbella el día 28 de diciembre de 1966. Yo no sabía que después hubo otra amnistía. Nosotros nos presentamos por un perdón que hubo entonces. Esto surgió por una sobrina de la mujer de mi hermano, que estaba allí en Marbella de secretaria. Encarnita Martínez se llama. Ella se enteró y vino a buscarnos.

Estuvimos allí hasta el 15 de agosto. Nos mandaron quedarnos allí hasta que volvieran los papeles de Madrid y nos pusimos a trabajar, los trámites ésos. En el Juzgado nos hicieron preguntas, de cómo habíamos vivido, todo lo que había pasado. Cada quince días teníamos que presentamos en el cuartel de la Guardia Civil. Juan no podía trabajar porque estaba ciego del todo; se tuvo que operar de la vista. Un ojo se le fue apocando, pero con el otro ya puede ver bien.

Nosotros vivíamos en el hospital. Yo estaba tan grueso que no podía andar. Estaba blanco como la cal. A los primeros días de darme el sol me pelé del todo. A los quince días de estar en el hospital, me puse a trabajar. Yo tenía ganas de trabajar. Me puse de peón en la construcción. En el hospital no teníamos que pagar nada, nos daban de comer y de dormir gratis. Se portaron muy bien con nosotros, no tenemos palabras para decirlo. El alcalde, don Francisco Canto, muy bien. Nos colocó don Vicente Gallego en «La Divina Pastora», una empresa. Este señor es abogado y nos arregló los papeles, todo gratis. También se portó muy bien con nosotros. La sobrina estaba en la oficina de este señor.

Al principio me costaba mucho trabajar, me cansaba en seguida. Sudaba muchísimo. Cada día que pasaba estaba más delgado, más delgado. Estaba ocho o diez horas en las obras, con la pala y el pico. El sueldo diario venía a ser sobre veinticinco duros. Bregaba mucho y la grasa se iba perdiendo.

Encarnita llegó por la mañana, a las nueve, a la casa de mi hermano, a la casa nueva, en un taxi, para llevárselo. Ella no lo conocía, había oído hablar de él, pero no sabía nada de que también yo estuviera escondido. Así que se vino por uno y se llevó a dos. Antes de venir, me dieron aviso de lo que pasaba y entonces, yo, de noche, bajé hasta la casa de mi hermano y ya nos fuimos juntos en el coche. De Benaque salí de noche, de parte de la madrugada, para que nadie me viera. Hacía luna. Fuimos andando poquito a poco.

En Marbella fuimos lo primero a ver a don Vicente y él nos llevó a los guardias. No tenemos palabras para alabar lo bien que lo hicieron todos. Todos. Don Vicente, don Francisco Canto, los del hospital, todo el mundo, la guardia civil también. Nosotros no sabíamos lo que iba a pasar y nada malo pasó. Todo fue bueno.

De modo que a los ocho meses nos volvimos al pueblo. Todo el pueblo vino a verme, muy contento. Todos decían que el mérito había sido de ellas más que de nosotros, y es verdad. Mi mujer tenía un pelo larguísimo, larguísimo. En Marbella se lo cortó y se lo ofreció a la Virgen del Carmen por una promesa que había hecho.

Lo que más me llamó la atención fue Marbella. Antes eran unas pocas de chozas y ahora hay unos rascacielos grandísimos. Las chicas con la falda muy corta, medio desnudas… Me admiraban todas aquellas cosas. Yo no sabía que la cosa había cambiado tanto. Antes de salir había escrito también un verso que se llama «España treinta años»:

Lo que era y lo que es

España treinta años antes

a treinta años después.

Es cosa de admiración

contemplar la nueva España

tan distinta y tan extraña

en el orden y en la unión.

Me parece otra nación

mucho más civilizada,

más moderna y más honrada,

con respeto y devoción.

El obrero y el patrón

son íntimos camaradas.

¿Por qué? ¿Por qué 31 años antes

niños jóvenes y ancianos

prendimos fuego a la mecha

siendo iguales las dos manos?

¿Por qué verter ríos de sangre en vano?

¿Por qué en dos bandos dividió

el nombre que se nos dio,

fascistas y republicanos?

Por la madre patria hermanos

y todos hijos de Dios.

Soy agua que dio la fuente

de treinta años pasados

y como todo ha cambiado

mi caso no es diferente.

Ya me arrastra la corriente

de donde estoy estancado;

mi libertad ha llegado

por un delito inconsciente:

vivir de cuerpo presente

treinta años sepultado.

Soy honrado, fiel, prudente,

de abolengo heredado

y de mi madre mamado

cristiana, fiel y obediente.

Tenía una cuenta pendiente

que podía haberse pagado.

A treinta años ha llegado

mi vida de penitente

sólo por un accidente

que fue mal interpretado.

Vivo en mi casa arrestado

desde el fin de campaña;

mis palabras no le engañan:

no he robado ni he matado

ni tengo esa mala entraña.

Envuelto en una maraña,

injustamente acusado,

es la causa en resultado

de Manuel Hidalgo España.

Esta copla también la hice antes de salir. Yo sabía por la radio y por el periódico que todo estaba cambiado, aunque no tanto como luego vimos.

Habla Juan:

Todo esto es como un cuento que ha terminado bien. Dios da la llaga y también la medicina, ya usted lo ve. Ya he contado todo el repertorio, hasta lo que yo no quería contar. Porque al principio vinieron unos periodistas de Málaga y del extranjero y les conté algunas cosas, pero no todas. Ahora sólo quiero trabajar. Debo mi libertad y mi vista a don Vicente, a don Francisco y a todo Marbella entero. Aquello pasó y pasó. No me queda ningún rencor. Ahora trabajo todo lo que puedo. Lo único que a ver si recibía alguna paga. Yo no tengo paga alguna. En Marbella nos dijeron que se estaba arreglando para darnos una paga a los mutilados del otro lado, pero no sé. Yo no me he atrevido a pedirlo. Ya ve: manco, ciego y con la edad… Todo se me resiente. De noche el brazo me duele muchísimo y es difícil trabajar. Lo que yo no quisiera era escuchar más de la guerra. Ni la palabra. Fue mucho lo que se sufrió, mucho lo que padecimos. Yo he pasado veintinueve años de guerra.