100

Yashim avanzó cautelosamente; el barro le cubría los pies, mezclado con trozos de ladrillos rotos y piedras. El lecho se removía a cada paso, desprendiendo un nocivo hedor de putrefacción. Se le ocurrió a Yashim que la ciudad entera estaba construida sobre la podredumbre. Pilotajes empapados, ladrillos podridos, la sumergida miasma de la descomposición de la laguna.

El lecho del canal se hundía por su parte central, formando una poco profunda «V» que ascendía hacia los edificios a cada lado. Tenía apenas unos tres metros y medio de ancho. Sobre su cabeza estaban las compuertas que daban acceso al agua, demasiado altas —tal como Yashim juzgó— para llegar a ellas, y las paredes de debajo resbaladizas por el limo acumulado.

Apoyó su peso contra la pared. Su mano resbaló en las escurridizas algas, y Yashim perdió el equilibrio, tratando por un momento de agarrarse desesperadamente a las piedras antes de deslizarse hasta el lecho del canal.

El barro era más espeso allí, y el agua le llegaba a las rodillas. El esfuerzo de levantar un pie hacía que el otro se hundiera más profundamente en el cieno. Yashim se tambaleó, las manos extendidas, sorprendido por la presa que el barro había hecho en torno de sus tobillos.

El tártaro atacó como un cocodrilo en el pantano, lanzándose hacia arriba desde el agua del canal.

Trepó rápidamente por las piernas de Yashim desde detrás, calculando bien, apenas apretando sus pies contra el suelo. Cuando Yashim cayó, el tártaro se colocó encima de él, sus dedos tratando de aferrarse al cuello del turco, mientras presionaba con todo su cuerpo los hombros de éste contra el hediondo cieno.

Yashim apenas tuvo tiempo de llenarse los pulmones de aire antes de encontrarse con su rostro pegado al barro, las rodillas presas en el espeso limo. Luchaba contra la inminente asfixia.

Vagamente, pensó que el barro lo había capturado; pero, más vagamente aún, que el barro podía salvarlo.

Empujando contra el peso de la pierna izquierda del tártaro, Yashim trató de zafarse de la presa. Sus brazos se liberaron. Saltó en busca de aire y cuando cayó otra vez en el agua cogió al tártaro por las rodillas, abriéndose camino como una bala de fusil por entre las piernas del tártaro.

Durante siglos, los otomanos habían practicado una única forma de lucha en la que dos hombres, embadurnados de aceite de la cabeza a los pies, se agarraban mutuamente, bajo un sol ardiente. Pese a lo feroces que eran estos combates, por lo general los contendientes tenían un comportamiento amistoso. Golpear con el puño no estaba permitido.

Pero en Venecia, en el barro, Yashim y el tártaro luchaban bajo una fría luna.

Yashim cogió el moño del hombre, pero cuando aquél se liberó de su presa, el turco levantó la rodilla y la lanzó contra la garganta de su oponente. El tártaro dejó escapar un gorgoteo, y Yashim se tambaleó hacia atrás, buscando desesperadamente un asidero en el canal.

El tártaro estaba con el agua hasta la cintura, arrodillado, como una figura de cera. Yashim echó mano de su cuchillo, bendiciendo al ignorante cocinero que antaño había envuelto el mango con una espiral de cordel, ya que, incluso con ese limo, su presa era firme.

El tártaro dio un bandazo hacia su derecha, tratando de gatear para subir por el costado del canal.

Yashim colocó su pulgar sobre la punta del mango, como si fuera un tapón, y se dirigió tambaleante hacia su oponente.

A veces el tártaro se escurría y se deslizaba hacia atrás, a veces eso le pasaba a Yashim. En una ocasión, éste casi consiguió agarrar al tártaro, con una mano en torno de su tobillo, la otra apuñalando ciegamente en el barro; entonces el tártaro pateó salvajemente y los dos hombres se escurrieron hacia atrás. El tártaro se detuvo en seco al borde del canal. Estaba a gatas, encaramándose hacia arriba, mientras Yashim se debatía para salir del agua, bajo él.

El tártaro fue el primero en ver la cuerda. Quizás todo el tiempo había sabido que estaba allí, una posibilidad de escapar, colgando desmayadamente de una compuerta, arriba, sobre sus cabezas.

Antes de que Yashim pudiera salir retorciéndose del canal, el tártaro había agarrado la cuerda. Su mano resbaló, y el hombre se tambaleó. Pero recuperó el equilibrio en un instante, y esta vez consiguió envolver su antebrazo en la cuerda, utilizando el codo como punto de apoyo, conservando su agarre gracias a efectuar con su otra mano una sólida presa.

Yashim se acercó cautelosamente. Su asidero le daba al tártaro una ventaja.

El tártaro se balanceó en la cuerda como un simio, y soltó un puntapié contra el estómago de Yashim… No un golpe que le quitara el aliento, pero sí suficiente para hacerle caer.

Cuando Yashim consiguió ponerse de pie, el tártaro estaba ya subiendo por la cuerda; y entonces se mantuvo derecho contra la pared, permaneciendo precariamente agarrado al lazo, las manos palpando sobre su cabeza, en busca del borde de la compuerta.

Quizás Yashim podía haber lanzado su cuchillo con la esperanza de acertar en el blanco. Quizás podía haber tratado de subir por la pendiente otra vez, y hacer una embestida contra el asesino, obligándolo a caer al barro nuevamente; reiniciar todo ese fatigoso, pesado e incierto proceso.

Pero Yashim se sentía cansado. Estaba lastrado por el barro que empapaba su cuerpo: mojado, herido. La oreja le sangraba.

Para cuando llegó a la cuerda, el tártaro había desaparecido.

101

Yashim se encontró en la boca de un estrecho callejón, interceptado el paso por unas planchas de madera que impedían que los peatones cayeran en el dragado canal.

Se encaramó a la barrera y atisbo en la oscuridad. La habitual luz débil brillaba en el extremo lejano del callejón. Yashim se puso en cuclillas y le pareció que casi podía distinguir el contorno de las fangosas huellas en el pavimento.

En la esquina se detuvo para examinar el suelo, pero las huellas ya no eran visibles. Había al menos tres direcciones que el tártaro podía haber tomado.

Yashim se apoyó contra la pared y trató de pensar.

En alguna parte de la ciudad el asesino tenía un lugar seguro. En alguna parte podía dormir, comer, y salir a voluntad, seguro de no llamar la atención.

Estaría allí ahora: herido y desarmado, necesitado de un sitio para cambiarse de ropa, lavar sus heridas. Los tártaros no eran muy puntillosos sobre la higiene, a diferencia de los turcos, pero sí se ocupaban de un corte sangrante.

Sin embargo, Venecia era una ciudad pobre. Y los pobres son muchos, y tienen ojos.

Distinguirían a un extranjero, incluso a un extranjero cuidadoso. Yashim había pasado algún tiempo en Crimea, la patria de los tártaros. Sabía cómo vivían sobre la silla de montar, con sólo un puñado de carne seca, pero el tártaro tendría que sacar su agua de un pozo en el campo. Así era como estaba constituida Venecia. Algunas ciudades se agrupaban en torno a una ciudadela, pero Venecia se había formado en torno de sus pozos.

A menos que…

El tártaro podía haber hallado un lugar para sacar agua, invisible. Algún lugar con su propio suministro.

Algún lugar donde la gente había vivido una vida casi aislada… segura, retirada, y magnífica.

Yashim torció a la derecha y empezó a retroceder en dirección al Gran Canal.

102

La gata observó al hombre que se lavaba la cara. Éste cogió un trapo y lo empapó en agua; luego se lavó la pierna.

Cuando hubo hecho esto cogió un pedazo de ropa y lo rasgó en tiras.

La gata se puso tensa, arqueando el lomo. Debajo de ella, una carnada de gatitos ciegos buscaba a tientas la cálida leche.

El hombre se ató el trozo de tela en torno de su pierna. La gata podía oler su sangre.

Cuando el hombre se levantó, hizo una mueca de dolor, pero no emitió ningún sonido.

Permaneció en silencio, inmóvil, observando la ventana.

Observando cómo rompía el alba.

103

Cautelosamente, Yashim empujó la puerta.

Sintió que los goznes protestaban contra su peso, pero no emitieron ningún sonido.

Cuando la puerta retrocedía, Yashim dio un paso adelante y se aplastó contra la pared.

Si se equivocaba…

Había dejado a la contessa atada a su propia cama.

Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, vio el primer resplandor del alba a través de una grieta en una puerta rota.

Al cabo de unos momentos cruzó el vestíbulo, medio agachado, con el cuchillo en la mano, sin hacer sonido alguno en el polvo que cubría el suelo.

Había estado allí antes. El hammam donde María había sido encerrada estaba en la planta baja, a su izquierda, en la parte trasera del viejo y enorme edificio. Allí el techo estaba hundido, con listones rotos que se desprendían; el piso, arriba, estaba probablemente podrido. Pero la contessa había subido a la partida de Eletro.

A través de un resquicio de la puerta miró hacia arriba, al cielo. Carla había mencionado un patio central, y si bien eso no era típico de un palazzo veneciano, era exactamente lo que Yashim habría esperado de un han otomano. El patio, hasta donde podía ver, estaba atiborrado de montones de plantas… algunos árboles, una enorme higuera, y una maraña de zarzas que habían crecido en el empedrado. Estaría rodeado de almacenes, donde las mercancías de los comerciantes serían guardadas, lugares húmedos y muy oscuros. El Fondaco dei Turchi carecía casi totalmente de ventanas. En la planta baja no había ninguna en absoluto. Por encima, sólo una o dos pequeñas aberturas a cada lado. Los otomanos habían querido un capullo seguro… a salvo de ladrones, a salvo de infieles.

Un lugar perfecto para ocultarse.

Cerró los ojos y trató de imaginarse la parte delantera del Fondaco, tal como lo había visto desde la ventana de la contessa. En el canal, un pequeño muelle, a medio construir; tras él, más o menos unos ocho arcos de columnas formaban una galería. Una fila de columnas más cortas encima formaba una logia que, como la arcada inferior, corría casi a lo largo de toda la fachada, aunque a cada lado, en ambos pisos, tres o cuatro arcos habían sido tapiados.

En la sala o salas de la logia habría luz; pero cualquiera que estuviera en ellas sería invisible desde el canal.

La puerta estaba completamente atascada, de manera que siguió su camino palpando a través de las habitaciones de la planta baja, hasta llegar a una abertura baja que daba al patio. Sacó las piernas por encima del alféizar y se dejó caer en una galería abierta, llena de baúles rotos, fardos de paja en putrefacción, cajas y barriles vacíos; los restos de un comercio abandonado.

Se preguntó dónde estaría el tártaro. Esperaba que se encontrara en algún lugar sobre su cabeza… quizás donde la contessa y sus amigos habían jugado, en unas habitaciones que daban al Gran Canal.

Cautelosamente, empezó a abrirse camino a lo largo de la arcada, manteniéndose en las sombras más espesas, aprovechando cualquier cobertura que la basura a su alrededor pudiera proporcionarle. Al final de la galería tenía que salir al aire libre, para llegar al pórtico que él suponía que lo conduciría a las escaleras.

Se agachó y corrió rápidamente a través de la arcada, deslizándose con la espalda pegada a la pared hasta el pie de las escaleras, donde se detuvo a escuchar.

Cruzó hasta la otra pared y empezó a subir por las escaleras, forzando sus ojos bajo la media luz.

Trató de no pensar en que podía haberse equivocado. En vez de ello, se concentró en su instinto, que le decía que el asesino estaba esperando sobre su cabeza, detrás de la puerta que daba a la gran sala donde el propio sultán había jugado a las cartas.

Nuevamente se detuvo y escuchó.

Algo que la contessa le había dicho se abrió paso en su mente… pero luego se esfumó al llegar al recodo de la escalera y encontrarse junto a una fila de ventanas sin cristales separadas por esbeltas columnas. Se habían detenido allí, el sultán y sus amigos, para contemplar las luces del patio.

No había luces ahora, cuando Yashim se acercó poco a poco a la ventana; pero, a través de los árboles y las malas hierbas, la incipiente aurora revelaba franjas de piedra más clara en el oscuro pavimento del patio, dejando entrever el esquema que él ya conocía tan bien.

Echó la cabeza hacia atrás. La oscura presencia de un portal se alzaba encima, pero resultaba imposible ver si la puerta estaba abierta o cerrada. Yashim permaneció quieto, inseguro de si debía seguir adelante o retroceder. La puerta debía de estar cerrada, pensó. De lo contrario, recibiría luz por detrás, aunque débil, de la que iba brillando cada vez más en el Gran Canal.

Fue un gato, o, como le pareció momentáneamente a Yashim, el fantasma de un gato, lo que le salvó la vida. Porque cuando se materializó vagamente e inexplicablemente en la puerta, Yashim finalmente recordó lo que la contessa le había dicho.

Lo que, a la media luz, parecía una puerta cerrada en lo alto de las escaleras era sólo una cortina que colgaba del dintel.

Yashim se dejó caer al suelo, dio una voltereta y quedó tendido contra las escaleras justo en el momento en que la cortina estallaba con un brillante resplandor. Luego se retorció y, con la cabeza por delante, empezó a bajar por las escaleras.

Detrás de él oyó el sonido de una pistola que estaba siendo amartillada.

Cuando se dio la vuelta en redondo, el tártaro ya estaba allí, perfilada su silueta contra la naciente luz, mirando fríamente hacia abajo, en la oscuridad, con la pistola en su mano.

La mano de Yashim se cerró sobre algo pequeño y duro que descansaba a su lado, en el escalón. Era un recipiente de vidrio, lo bastante grande para sostener una vela.

Lo arrojó, y el objeto tintineó al romperse en pedazos a los pies del tártaro. Yashim se apretó contra las escaleras.

El tártaro saltó hacia atrás y volvió a disparar, a ciegas.

Dos cañones. Ambos abrieron fuego.

—Se ha terminado. La matanza se acabó —dijo Yashim.

Cogió su cuchillo por la punta, protegido por la oscuridad que reinaba a sus espaldas, y empezó a ponerse de pie con terrible lentitud.

El tártaro inclinó la cabeza, como para oír mejor.

—¿Reshid le dijo eso?

—Es sólo la verdad, amigo mío.

El tártaro consideró esa afirmación en silencio.

—Me dijeron uno más —dijo finalmente—. No es necesario que sean dos.

Sin embargo, el tártaro no se movía.

—Deje que le diga algo, effendi. En los viejos tiempos, cuando mi pueblo hacía la guerra, cabalgábamos hacia el Oeste, durante días y semanas, detrás de nuestro jefe. Cabalgábamos deprisa, sin tocar nada, sin detenernos para nada. Viéndolo todo.

—Ya sé cómo luchan los tártaros —replicó Yashim, moviéndose despacio—. Conozco a vuestro kan.

Estaba casi preparado.

El tártaro giró la cabeza y escupió.

—Antes —dijo—, teníamos un kan. Cuando hubimos cabalgado durante un largo, largo camino, pero sólo en el momento que él decidió, hicimos dar la vuelta a nuestros caballos hacia el Este, hacia casa.

Sí, pensó Yashim. Y entonces empezó el pillaje. El saqueo, la quema de pueblos, las montañas de muertos; los convoyes de esclavos atados.

—Éramos moderados —dijo el tártaro—. Habíamos visto lo que deseábamos, lo cogimos, y cabalgamos hacia nuestro hogar. Nada más.

Estaba retrocediendo ahora, apartándose de la luz.

—Así que ya ve, effendi —dijo el tártaro—. Me mandaron a Venecia… Y pronto, yo también voy a volver a casa.

El tártaro se había ido.

Yashim saltó hacia las escaleras. Al tártaro le llevaría sólo unos momentos volver a atacar.

En lo alto, apartó de un manotazo la cortina.

Era una enorme sala, vacía excepto por una pequeña mesa cuadrada y una silla rota apoyada en una posición absurda en la pared trasera. Estaba iluminada por una columnata que discurría a todo lo ancho del edificio… casi. Al otro extremo había una puerta vacía practicada en una pared de planchas y yeso pandeado; quizás el asesino se había agachado allí. Quizás ya había cargado y amartillado el arma, y estaba esperando a que Yashim diera un paso adentro.

Mientras se lo pensaba, Yashim oyó que algo rascaba en la ventana, o más allá. Levantó la mirada. Ya las primeras barcazas estaban abriéndose camino en el canal. Lanzándose hacia delante, se encaramó, con los pies primero, a la ventana más próxima y se dejó caer en la logia.

Bajo el balcón había un cobertizo cubierto de tejas rotas.

Más allá estaba el canal.

Yashim se estiró hacia delante, buscando la superficie del agua. A unos centenares de metros, donde el canal se curvaba, reconoció la silueta de la Ca’ d’Aspi.

Diez minutos sin parar. Diez minutos corriendo a través del laberinto de calles venecianas.

Pero menos para un poderoso nadador; mucho menos. Trescientos metros en línea recta.

Y el tártaro llevaba una cabeza de ventaja.

Se balanceó sobre la balaustrada, sosteniéndose en una esbelta columna.

Bajo él había una barcaza atiborrada de leña. La empujaban dos remeros; había otro al timón, y la embarcación se movía deprisa.

Cuando Yashim se dejó caer sobre la masa de tejas rotas, éstas empezaron a resbalar.

104

Cayó torpemente, torciéndose el tobillo mientras daba vueltas por entre los fardos de madera. El timonel lanzó un grito de sorpresa.

Yashim se puso derecho de golpe, y se volvió hacia el hombre, que lo estaba mirando fijamente, pasmado.

—¡Soy yo! —gritó Yashim—. ¡El pachá!

Una expresión de consternación se reflejó en la cara del timonel.

—¡Diles que sigan remando!

El timonel dirigió la mirada a los hombres de delante.

—¡Remad, vamos, remad! —ladró—. Pero usted no parece el pachá —observó.

Yashim fue hacia la parte delantera de la barcaza. Sus ojos barrieron el agua. Ésta se mostraba plana, aceitosa, brillante a la media luz del alba.

¿Seguro que tenía la ventaja ahora? La barcaza se movía más deprisa de lo que un hombre podía hacer a nado… Y estaba a trescientos metros del Palazzo d’Aspi.

Miró a la orilla, donde los edificios caían sobre el agua. Las casas aparecían claramente… Pero había postes de amarre. ¿Estaba el tártaro ocultándose entre ellos?

Si se estaba escondiendo, entonces es que debía de haber visto saltar a Yashim.

Pero el hombre había estado nadando. No podía haber visto nada.

Yashim dirigió su mirada al frente… Y fue entonces cuando vio un pequeño movimiento a su derecha. Estaba más allá de su campo de visión, y cuando volvió a mirar no había nada.

Solamente la boca del vacío canal, y las bajas almenas de la compuerta a la que se había encaramado más o menos una hora antes.

Pero el tártaro se había escabullido por encima otra vez. Le había visto irse.

¿O no?

¿Había una manera más rápida de volver al Palazzo d’Aspi?

¿Le había visto venir el tártaro?

Y si saltaba —y se equivocaba—, ¿moriría la contessa?

Yashim regresó rápidamente al lado del hombre del timón. Le dolía el pie.

Si saltaba… ¿podría nadar?

La boca del canal estaba sólo a unos diez o quince metros por delante.

Yashim se puso de pie. Se llevó ambas manos a la boca y gritó:

—¡Échese sobre cubierta!

El hombre levantó la mirada, boquiabierto.

Yashim agarró el timón, y se lo quitó de las manos al hombre.

Cargada con fardos de madera de haya procedente de las estribaciones de los Dolomitas, la barcaza se inclinó y giró a la derecha avanzando impulsada por su propia inercia. El remero del lado de babor se tambaleó y lanzando un grito se cayó al canal; su compañero quedó tumbado a través de los fardos.

Por un momento dio la impresión de que Yashim había hecho el giro demasiado pronto. Cuando la proa giró hacia el borde del palazzo pareció inevitable que terminarían estrellándose contra el muro.

Pero incluso mientras se inclinaba a la izquierda, su borda rozando la superficie, la pesada barcaza siguió surcando la corriente.

Sobre las tranquilas y silenciosas aguas del Gran Canal su sólida quilla golpeó contra la compuerta, haciendo un ruido como un disparo de fusil.

La ancha proa se levantó del agua, chocando los irregulares maderos que sobresalían, y Yashim y el timonel salieron proyectados hacia delante.

Por un momento la barcaza pareció colgar en un ángulo poco natural. El impacto había hecho bajar tanto la popa que cuando giró a babor pareció estar haciendo presión sobre una masa de agua que en cualquier momento se precipitaría hacia atrás y la inundaría.

Aferrándose al borde de la bodega, Yashim miró hacia atrás. El agua parecía otra vez aceite… lenta, borboteante, formando al retorcerse espirales y burbujas.

Algo crujió como un cerrojo de fusil, y la barcaza dio un bandazo.

Las aguas penetraron impetuosamente por la popa. Lo barrieron todo hasta llegar bajo el timón, cogieron la embarcación y la levantaron, y cuando ésta empezaba a alzarse se produjo un estremecimiento a lo largo del casco.

La plancha central de la barrera se partió en dos. La carga de la barcaza cayó repentinamente unos cuantos centímetros. La viga transversal, debajo, se curvó, luego estalló por sus rebajes, y mientras la proa de la barcaza atravesaba la barrera Yashim levantó la cabeza.

Vio al tártaro, de pie en el canal, con el agua hasta las rodillas.

Lo vio mirando fijamente hacia arriba, con la mirada vacía, mientras el agua empezaba a entrar a raudales a través de la destrozada compuerta.

El agua llegaba a chorros por cada lado de la quilla de la barcaza, como dos alas verdes, lamiendo las paredes, arrastrando con ella montones de leña destrozada que golpeaban contra las paredes como unos objetos de mimbre, sin peso, y luego se arremolinaban hacia dentro, yendo a estrellarse en el lecho del canal, formando un enorme penacho de espuma y barro.

La furiosa avalancha avanzó hasta el otro extremo del canal, se aplastó contra el cajón y ascendió en el aire.

Yashim se sujetaba al borde de su plancha, agarrándose desesperadamente.

Con mucha lentitud, como una mujer gorda que se introdujera cuidadosamente en una bañera, la barcaza siguió avanzando con un crujido. Cuando la resaca retrocedió, se enfrentó a una nueva ola y entonces, como si alguien la hubiera golpeado ligeramente en la grupa, la barcaza se deslizó de repente e inofensivamente en el canal.

El hombre de la proa se levantó, con manos temblorosas.

Yashim quitó los dedos de la plancha. Cuando miró a su alrededor, vio al otro remero en el agua del Gran Canal, aferrándose a su remo.

El timonel miró hacia atrás, y luego a Yashim. Estaba blanco como el papel.

—Paolo… —dijo meneando la cabeza—. Nunca se entera de nada.

105

Yashim encontró a la contessa durmiendo, todavía atada a la cama.

Soltó las cuerdas con facilidad, y ella se dio la vuelta, sin dejar de dormir, llevándose las manos al pecho. Yashim levantó las sábanas y las extendió sobre ella.

De vuelta a su habitación, Yashim se miró al espejo. El timonel tenía razón: no parecía el pachá. Su aspecto casi no era humano. Había perdido el turbante, y el cabello estaba rígido por el barro que le empapaba el rostro, cuello y ropas. Su camisa estaba rota hasta la cintura. La sangre se había secado en una de sus mejillas, y los ojos tenían un aspecto anormalmente blanco.

Se quitó las ropas mojadas y se lavó la cara y las manos en la palangana, coloreando el agua de un gris fangoso. Se limpió con una toalla húmeda, temblando, deseando que los venecianos, entre todos sus robos y adopciones de las costumbres de Estambul, hubieran elegido el hammam. Sentía como si el putrefacto cieno de los canales se hubiera filtrado por todos los poros de su piel, y el frío, también. Lo que necesitaba ahora era agua caliente ilimitada y un hombre que lo masajeara. Se puso una muda limpia, y ropas secas, y de algún modo se sintió recuperado.

De vuelta al salón se quedó largo rato ante la ventana, contemplando el denso tráfico del Gran Canal. Escuchando el sonido de las campanas y pensando sobre el hombre al que había matado.

106

Las campanas de San Sebastiano estaban sonando cuando la signora Contarini salía de casa con su mejor toca. Su marido había cedido gustosamente el brazo de la mujer a Stanislaw Palieski, que caminaba solemnemente a su lado. Tras ellos venía Maria, sosteniendo al muchacho mudo de una mano y a una hermanita de la otra. Su hermano la seguía con dos niños.

Los Contarini iban a misa.

—El chico loco debería venir —había decidido la signora—. ¿Por qué no? Es un cristiano, ¿verdad?

—¿Y cómo puede usted afirmarlo, signora? —le replicó Palieski—. Podría ser un moro, como Yashim.

Ella negó con la cabeza vigorosamente.

—Créame, signor, es un cristiano. Como espero que lo sea usted, signor.

El chico permaneció tranquilo hasta llegar a la iglesia, momento en que empezó a emitir grititos, dando golpecitos a la puerta con las manos y asintiendo amistosamente. Algunos feligreses se quedaron mirándolo fijamente, pero la signora Contarini mantuvo levantada la barbilla y acompañó majestuosamente a su séquito al interior, donde tuvieron cierta dificultad para mantener al chico sentado en el banco. Parecía querer ir por ahí tocando todas las paredes y cosas de la iglesia. Sólo cuando entró el padre Andrea se quedó quieto el muchacho, su cabeza, que lucía una barba incipiente, inclinada en actitud maravillada ante los ademanes del cura.

Cuando se acercaba la comunión, la signora se mostró un poco agitada.

—El chico debe quedarse con los niños —siseó.

Se acercaron arrastrando los pies a la barandilla del altar. Palieski se arrodilló entre la signora Contarini y Maria para recibir la hostia.

—In nomine patris et filii et spiritus sancti.

—Amén.

Palieski levantó la oblea hasta su boca.

Maria le dio un codazo. La signora estaba metiéndose la hostia en la boca, y más allá estaba arrodillado el mudito.

Palieski miró de reojo. La cara del muchacho estaba transfigurada por una expresión de… ¿qué exactamente? Era la expresión de un apóstol en una Asunción medieval. ¿Asombro? ¿Miedo?

La signora Contarini meneó la cabeza con impaciencia al ver al muchacho.

In nomine patris et filii et spiritus sancti —murmuró el padre Andrea, sosteniendo en lo alto la hostia.

El muchacho alargó la mano. Cogió la mano del cura en la suya, y la llevó a su mejilla.

El padre Andrea murmuró una bendición. Hizo un movimiento para irse, pero el chico no parecía decidido a soltarlo.

Cuando él se inclinó para decir algo al oído del muchacho, Palieski vio una expresión de confusión en su rostro. Luego desapareció el color de sus mejillas.

107

Desgreñada por el sueño y con un aspecto más adorable que nunca, Carla entró en el salón, encontrando a Yashim dormido, la frente apoyada en el cristal de la ventana.

Ella lanzó un gritito de sorpresa, y Yashim abrió los ojos. La mujer iba vestida con su camisón, bajo una larga bata bordada cuyas mangas estaban cortadas a la altura del codo.

—Pensaba que habías muerto —susurró ella.

—Eso le pasó al otro —respondió Yashim, frotándose los ojos—. Había venido a matarte.

Ella le cogió las manos.

—Dime lo que pasó.

Él se lo contó, casi de mala gana, y cuando hubo acabado, ella dijo:

—Ayer pensaba que tú habías venido a matarme, Yashim. En vez de eso, me salvaste la vida.

—¿Me venderás el Bellini?

—¿A ti?

—Al sultán.

Ella se irguió en toda su estatura.

—El dinero, comprendes… no es para mí.

—No lo pensaba.

—No, claro que no. —Carla se inclinó y lo besó suavemente en los labios. Pero quería que tú estuvieras seguro. En Venecia, Yashim, el honor es todo lo que queda.

Entonces se abrió la puerta, y entraron dos soldados de blanca chaqueta.

Tras ellos venía el sargento Vosper, y finalmente, a duras penas embutido en su uniforme, el propio Stadtmeister.

Se detuvo bruscamente en la puerta.

—Contessa?

Hizo una inclinación y entrechocó los talones.

—Lamento entrometerme en su casa, contessa, de esta manera. Pero se trata de una cuestión de urgencia.

—¿Urgencia?

—Realmente. Sea usted tan amable de entregarme los papeles.

Y alargó la mano, como si la contessa los estuviera ya sosteniendo en sus manos.

108

—¡Nicola!

El muchacho lanzó un grito pajaril, y luego empezó a farfullar y sonreír, asintiendo con la cabeza en un éxtasis de placer, dándose golpecitos con la mano del padre Andrea en su propia mejilla.

Lleno de asombro, Palieski se preguntó si podía interrumpirse la comunión. El padre Andrea parecía tener pocas opciones. El muchacho —Nicola— no iba a apartarse de él tan fácilmente.

Al final, el cura resolvió el problema dejando que Nicola se situara a su lado como un monaguillo. Mientras el muchacho sonreía y asentía con la cabeza, el padre Andrea continuó con el ritual de la hostia y el vino, sin dejar de sonreír ampliamente.

Después del servicio, el sacerdote y el mudito fueron juntos a la choza de los Contarini, cogidos de la mano. El comisario Brunelli ya estaba allí, contándole al signor Contarini un extraordinario accidente que había tenido lugar en el Gran Canal aquella misma mañana.

Durante el desayuno salió la historia de Nicola.

—Nicola —explicó el sacerdote, inclinándose hacia atrás para mirarlo más atentamente— es un viejo amigo mío. Nos conocimos en Croacia. Pero un día desapareció.

El joven puso una cara larga y solemnemente negó con la cabeza.

—¿No? Bueno, espero que aprenderemos algo al respecto, más tarde. Todo el mundo lo buscó. Al final descubrimos que había sido visto subiendo a un coche, con un extranjero, en dirección a Trieste.

Ahora, el joven Nicola asintió con la cabeza; pero esta vez se deslizó de su silla y empezó a revisar todos los dibujos que había hecho. Encontró el que quería y lo dejó sobre la mesa.

Todo el mundo alargó el cuello para ver mejor. Era un boceto al carbón de un hombre sentado en una silla dura. Era de complexión sólida —un hombre fuerte, algo ajado, se habría dicho— bajaba los ojos, casi con modestia, mirando un dibujo o un libro que tenía en el regazo.

—Sí —dijo el cura lentamente—. Ése es el hombre. ¡Lo conocí! Se hacía llamar Spoletti. Era de Padua.

—¡Es Alfredo! —gritó Palieski.

Brunelli se inclinó hacia delante.

—Ambos están equivocados —dijo negando con la cabeza—. Se trata de Popi Eletro.

109

Carla dejó escapar una risita temblorosa.

—¿Los papeles? No comprendo.

El Stadtmeister hizo una mueca de desprecio.

—Por favor, no bromee conmigo, contessa.

El pecho de Carla se alzó. Y ella volvió a medias la cabeza.

—No tengo nada que le pertenezca a usted, Stadtmeister. Nada en absoluto.

Los ojos del Stadtmeister eran como grosellas.

—Que me pertenezca a mí, no. Pero procuraré que tenga usted un recibo de las autoridades pertinentes.

—Ah, las autoridades. —Carla hizo una profunda aspiración—. Pero ¿qué buscan exactamente las autoridades?

La mandíbula de Finkel se movía sin parar, rechinando los dientes.

—Ambos sabemos exactamente lo que usted necesita mostrar. No nos engañemos, contessa. Tiene usted un pagaré, firmado por el duque de Naxos. Tiene también una obra de arte proscrita, de Gentile Bellini.

—¿Proscrita? ¿Qué significa eso?

—Significa, contessa, que el Estado ha juzgado conveniente confiscar la susodicha obra en su propio interés. Tengo una autorización legal, firmada por Viena. Se puede acordar cierta compensación —añadió.

—¡Una autorización legal! Cuán alarmante. —La contessa no parecía tanto alarmada, como furiosa—. ¿Y cuándo recibió usted esa orden?

El Stadtmeister parecía inseguro.

—¿Que cuándo la recibí? Vaya, no estoy seguro. Hace una semana, más o menos. Por supuesto —agregó, deslizando una mano enguantada por sus bigotes— estaré encantado de discutir la, eh, compensación adecuada en cualquier momento que le venga bien. Encontrará usted que las autoridades pueden ser generosas, estoy convencido.

La mente de Yashim no paraba mientras tanto. Su curioso don de pasar inadvertido podría ahora permitirle salir del salón por la puerta trasera. Más allá, supuso, habría una escalera que conducía al primer piso. Con suerte, y algo de tiempo, podría llegar a la habitación de la contessa. Y coger el cuadro.

Fue la propia contessa, por desgracia, la que rompió el hechizo.

—Es usted testigo de este insulto, Yashim Pachá —dijo cambiando al italiano.

Los ojos del Stadtmeister se desviaron hacia la ventana.

—Der Teufel! —murmuró.

Yashim inclinó la cabeza.

—Estoy seguro de que el Stadtmeister no tiene ninguna intención de insultarla, contessa. Ha cumplido con su deber, como yo con el mío.

Hizo el gesto de saludo musulmán.

—Le pido mil perdones, Stadtmeister, si mi presencia le sorprende. Permítame que me presente. Yashim Pachá, de la casa del sultán, haciendo una visita puramente privada a su ciudad.

El Stadtmeister hizo entrechocar sus talones, pero continuó mostrándose extremadamente cauteloso.

—¿Una visita privada? ¿Dónde está Brunelli? ¡Vosper!

El sargento Vosper arrastró los pies y no dijo nada.

—El amable comisario —prosiguió Yashim— es un prestigio para su oficina. —Dio unos pasos por la habitación—. Lamento que mi conocimiento del alemán sea sólo limitado, pero pienso que la contessa se ha equivocado si cree que usted la ha estado insultando. Estoy seguro de que usted no tenía para nada esa intención.

—No, no, por supuesto que no —replicó el Stadtmeister, un poco irritado.

—Perdóneme, pero me ha parecido que hablaba usted de un retrato… y una nota.

—Así es.

—Pero quizás haya habido un malentendido —continuó Yashim—. A fin de cuentas, fue a causa de ese retrato, y de la nota, que yo vine a Venecia.

La cara del Stadtmeister se ensombreció.

—Pero eso… Eso no es posible —gruñó.

—La contessa y yo pactamos las condiciones ayer —prosiguió Yashim imperturbablemente—. En este momento, Stadtmeister, el retrato está de camino a Estambul, vía Corfú… El barco salió de Trieste anoche. Por supuesto me haré cargo del asunto a mi regreso a Estambul. Yo mismo hablaré con Pappendorf. Si hay necesidad de atender una reclamación, entonces usted apreciará, señor, que el gobierno otomano del sultán Abdülmecid se atiene a sus tratados y obligaciones internacionales.

El Stadtmeister abrió la boca para hablar, y luego la cerró nuevamente.

—Pero… ¡y el pagaré!

Su voz era casi un chillido.

Yashim tenía algunas ideas sobre la nota, lo cual no incluía la ficción de haberlo embarcado hacia Estambul.

—No tuve ninguna dificultad en destruirlo, Stadtmeister. Puede usted estar tranquilo por lo que a eso se refiere.

El Stadtmeister se quedó boquiabierto.

—¡Lo destruyó usted! Der Teufel!

Ahora le tocó a Yashim mostrarse sorprendido.

—Pero sin duda, Stadtmeister, era conveniente para los dos que la nota dejara de existir, ¿no?

El Stadtmeister emitió un borboteo.

Sin hacer el más mínimo intento de reverencia, giró sobre sus talones y salió de la habitación. Vosper hizo lo mismo, arrastrando los pies. Tan sólo los dos soldados entrechocaron sus talones, se llevaron el fusil al hombro y con inmaculados gestos de la cabeza hacia la contessa, retrocedieron hasta la puerta, cerrándola suavemente tras ellos.

Carla se volvió hacia Yashim con una expresión de diversión en su rostro.

—Muy listo, Yashim Pachá. Muy listo, de veras.

—Oh, no ha sido nada —dijo Yashim despreocupadamente—. Me he limitado a seguir el diagrama.

110

Yashim miró por la ventana, a tiempo de ver al Stadtmeister sentándose rígidamente en la góndola, y secándose la frente con un pañuelo. Enfrente se hallaba sentado Vosper, con los hombros hundidos.

La góndola zarpó con un perezoso movimiento.

De haber estado Vosper menos abatido, o el Stadtmeister menos rígido en la derrota, podrían haber visto que otra góndola llegaba a las escaleras del Palazzo d’Aspi. No habrían reconocido a Palieski, pero sí al hombre que iba sentado a su lado.

—Palieski tenía razón —murmuró Yashim—. Venecia es exactamente como un teatro.

—¿Palieski? —dijo la contessa—. ¿Quién es Palieski?

Yashim sonrió.

—El conde Palieski es el hombre que mandé a Venecia a buscar el Bellini. Tú lo conoces como «signor Brett».

La contessa se llevó una mano a la garganta.

—El lancero.

—¿Lancero? —Palieski era el amigo más antiguo de Yashim, pero aún había cosas que nunca habían discutido entre ellos—. Es el embajador polaco en Estambul.

Ella asintió con la cabeza, empezando a comprender.

—Entonces él también es uno de nosotros. Uno de los desposeídos. —Se envolvió uno de sus puños con la otra mano—. He sido una estúpida.

Yashim pudo oírlos ahora, en la escalera.

—Pensé —al principio— que él era el asesino.

—¿Palieski? Pero eso es…

—¿Ridículo? Pero vino a buscar el Bellini. No conocía el esquema.

—No. —Yashim consideró la situación—. Eso es lo que tú estabas esperando, ¿verdad?

Antes de que ella pudiera contestar, Palieski y Brunelli aparecieron en la habitación.

—Comisario, conde Palieski —los saludó Carla con una ligera inclinación.

Palieski dio un ligero brinco y miró a Yashim.

—Nada de signor Brett, ¿eh?

—Su amigo otomano fue muy inteligente —dijo la contessa—. Y yo he sido muy estúpida. Debería haberlo supuesto… la Legión polaca.

Palieski inclinó la cabeza.

—Los lanceros, contessa. En Italia, bajo Dabrowski. Más tarde, los ulanos del Vístula. Lanza y sable. —Se encogió de hombros—. No están de moda ahora, como usted dijo.

La contessa se rió.

—Eso le pasa sólo al sable. Los hombres guapos nunca pasan de moda.

—Las cosas han cambiado desde ayer —dijo Yashim—. Yo alcancé a un asesino.

Les contó los acontecimientos de la noche. Explicó cómo el tártaro había sido barrido por un torrente de agitada espuma.

—Eso —dijo Brunelli con expresión soñadora— me gustaría haberlo visto.

—Era un asesino profesional. Mató a tres personas aquí.

—¿Y cómo las encontró?

—En cuanto a eso, creo que alguien se las señalaba. Alguien que firmó su propia sentencia de muerte tan pronto como el último nombre fue comunicado.

—Ruggerio —dijo Brunelli.

—¿Está muerto?

Brunelli asintió.

—Jugaba un juego peligroso, Yashim Pachá.

Yashim permaneció en silencio un rato. Era Ruggerio, por supuesto.

—Sirvió al duque de Naxos —dijo Carla.

—Así es como supieron de él, quizás. Pero Ruggerio y el tártaro… ¿Cómo se juntaron? Aquí, en Venecia.

Brunelli se encogió de hombros.

—Quizás no lo sepamos nunca —sugirió.

—Quizás no. —Yashim parecía pensativo—. Quizás no.

La contessa hizo una profunda inspiración.

—Tengo algo que darte, Yashim. Comisario, ¿le importa? No es pesado, pero me resulta un poco difícil llegar a él.

Salieron juntos, y Palieski le contó a Yashim lo del cura de Maria, y que el muchacho lo había reconocido.

—Yashim —dijo el polaco—. No estás escuchando.

—Tengo un presentimiento de que algo va a salir mal.

Y, en efecto, Brunelli entró con paso cansino. Tras él venía Carla, que parecía muy pálida.

—El cuadro —dijo, en un tono de asombro aturdido—. ¡Ha desaparecido!

111

Detrás de la cortina, donde estaba colgado el Bellini, el fino marco dorado estaba vacío.

Yashim miró a Carla.

Ésta le lanzó una mirada de desprecio.

—¿Así que piensas que estoy jugando contigo? No, Yashim, te equivocas. Era mío… y ahora ha desaparecido.

—Lo vimos anoche.

—Sí, pero ¡el tártaro! ¡Lo cogió antes de atacarte!

—El tártaro… —Una repentina esperanza brotó en el pecho de Yashim—. En cuyo caso, debería estar aquí. Registra la habitación. Mira debajo de la cama.

Brunelli y Palieski saltaron para obedecer, pero Carla no se movió.

—¿Aquí, en la habitación? —su voz sonaba desconcertada—. Se lo llevó con él, imagino.

—Yo luché con él, Carla. —Había sorpresa en su voz—. Le habría visto llevando un panel de treinta centímetros bajo la chaqueta.

Ella se derrumbó en la cama.

—¿Un panel de treinta centímetros?

—El Bellini, Carla.

Ella había cerrado los ojos.

—Ya veo. Tú estabas esperando un cuadro de madera.

Palieski asintió.

—Eso es lo que usaba Bellini.

—No… No era en absoluto un panel.

La habitación quedó en silencio.

—Lo había transpuesto hace quince años.

—¿Transpuesto? ¿Qué quieres decir?

—Oh, Dios.

Carla se llevó las manos a la cara. Cuando las bajó estaba mirando a Yashim.

—Lo trasladé a una tela.

—¿Tela? —repitió Yashim—. ¿Por qué? ¿Cómo?

—La tabla vieja no dura —dijo débilmente—. Especialmente en Venecia, con la humedad. Se deforma y se agrieta, y la pintura empieza a deteriorarse. Con el tiempo, no queda nada.

—Pero ¿cómo lo pusiste sobre una tela? —preguntó Palieski.

Estaba arrodillado junto a la cama, y parecía auténticamente interesado.

Carla agitó una mano.

—Es todo un proceso. Muy nuevo. Barbieri me habló de ello. Oh, él no sabía que yo tenía el cuadro. O quizás sí lo sabía; ya no estoy segura de nada. Lo llevé a Florencia, y allí hicieron el trabajo. Creo —prosiguió, con una voz muy controlada, y mirando al techo— que pegan la cara del cuadro a la tela, luego pasan la imagen del panel al lienzo, como si fuera un estarcido.

—¡Santo Dios! —Había asombro en la voz de Palieski.

La contessa le brindó una vacilante sonrisa.

—No suena bien, ¿verdad? Pero funciona. Después lo retocan un poco, supongo. Pero bueno… Dura.

Alzó la mirada hacia Yashim, consciente de lo irónico de sus últimas palabras.

Pero Yashim no la estaba mirando.

Estaba contemplando fijamente el espacio vacío dentro del marco. Lo que veía no era el damasco que cubría las paredes sino a dos hombres luchando en el barro, arrancándose mutuamente la ropa, escurridizos como anguilas.

Y la tela envuelta alrededor del cuerpo del tártaro.

Veía al tártaro nadando hacia atrás. Al tártaro gateando sobre la presa como una nutria.

No había tenido tiempo de pensar. No había tenido tiempo para pensar por qué el tártaro había elegido aquella vía para escapar.

Simplemente había supuesto que el hombre pensaba volver en busca de la contessa. Para asesinar a Carla como había asesinado a los otros.

Para terminar su trabajo.

Y ahora, con los ojos de la mente, veía saltar la compuerta, y al tártaro buscando a tientas un cuadro en el barro. Luego su expresión de vacía incomprensión cuando era barrido por un diluvio de troncos y agua espumosa.

Se sentó en la cama, al lado de Carla, y le pasó un brazo por los hombros.

—El cuadro ha desaparecido.

A Brunelli se le demudó el rostro.

Carla se llevó la mano a la cabeza y empezó, o bien a reír, o bien a llorar; Yashim no podía decir qué. Probablemente ambas cosas.

La mujer se dio la vuelta y enterró la cabeza en el hombro de Yashim. Palieski levantó una ceja en dirección a Brunelli.

Los dos hombres salieron silenciosamente juntos, cerrando la puerta tras ellos.

Yashim nunca supo cuánto tiempo estuvieron sentados uno al lado del otro, meciéndose suavemente. Él rodeaba con sus brazos la adorable cintura de la mujer, su rostro enterrado en aquel suave y rubio cabello; ella respiraba sobre su pecho con su esbelto brazo rodeándole el cuello.

Parecía como si jamás pudieran separarse.

Los pensamientos de Yashim daban vueltas en su cabeza. Recordó a Palieski hablándole en el salón.

Había dicho algo sobre un sacerdote.

Palieski. Yashim recordaba algo más que el polaco había dicho, mucho tiempo antes, sobre un cuadro que colgaba en su salón de Estambul… La habitación que Yashim siempre había amado, con sus libros, el pobre escritorio y los agujereados sillones, y el retrato de Jan Sobieski, rey de Polonia, sobre el aparador.

—Carla —murmuró—. Tú aceptaste el pagaré del duque, ¿verdad? Fuiste tú.

Ella se acurrucó un poco más arriba, y Yashim sintió su aliento suavemente en el cuello.

—Tengo que saberlo, Carla. ¿Fuiste tú?

—Ya te lo he dicho —murmuró ella—. Yo no jugaba.

Sintió el suspiro de la mujer contra su piel.

—No era un pagaré, Yashim.

Él apartó los rubios rizos de la mujer para dejar al descubierto una oreja perfecta, tierna como la de un ratoncillo, con tres pequeños lunares a lo largo de su lóbulo.

Se inclinó y los rozó con sus labios.

—¿Una carta de amor?

Sintió que los músculos del rostro de Carla se movían contra su piel. Debía de haber sonreído.

—Y la pegaste detrás del cuadro.

—Los d’Aspi… y la casa de Osmán —suspiró ella quedamente—. Un último vínculo.

—¿Querías ser recordada?

—Recordada. Honrada, quizás. Ochocientos años, Yashim… treinta generaciones. Y ahora, hoy, no queda nada. —Echó la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a los ojos—. La República ha muerto. Los d’Aspi d’Istria mueren conmigo. Com’era, dov’era. Eso no es verdad.

—Nunca lo fue.

Yashim, mejor que nadie, sabía que nunca había sido verdad. Uno no podía volver atrás. Proseguías tu camino, llevando las cargas de tu pasado; y el mundo cambiaba.

Rozó con sus labios la perfecta oreja, recordando claramente lo que había oído decir a Palieski, ahora que no oía nada en absoluto.

«Las cargas de tu pasado».

—Dime, Carla, cuando fuiste a Istria, ¿fuiste al Convento de Santa Úrsula?

Sintió que la mujer se ponía rígida.

—¿Cómo lo sabías?

—Los tres lunares.

Ella levantó la cabeza. Miraba cautelosamente.

—Así que, si quieres —empezó a decir él lentamente—, si puedes… Hay algo que te queda por hacer, a fin de cuentas.

—No sé lo que quieres decir.

—Tu hijo.

Carla echó violentamente la cabeza hacia atrás, como si la hubieran mordido.

—Creo que tu hijo está en Venecia.

Ella se deslizó de sus brazos, poniéndose de rodillas. Al lado de la cama, sus manos se alzaron, casi como en una plegaria, hacia Yashim.

—Si estás jugando conmigo —dijo, su cara retorcida y con una voz que parecía salir del fondo de su garganta—, te mataré.

Yashim movió negativamente la cabeza.

—Tu hijo —dijo— sería incapaz de hacer daño a una mosca. Lo encontrarás… —Hizo una pausa—. No com’era, dov’era. No como era, sino como es. Y puedo mostrarte dónde.

112

Maria deslizó su brazo por la cintura de Palieski.

—Espero que regreses a tus lobos y tus trineos —dijo.

—Algún día, quizás —repuso Palieski, apretándole el brazo.

Una ligera brisa rizaba las aguas de La Giudecca.

—Escribiré —dijo.

Ella meneó la cabeza.

—No lo hagas. Pensaré en ti como… como en el viento. No vas a volver, ¿verdad?

—No. —Palieski tosió—. No volveré. Pero me alegro de haber venido, Maria. Encontré a una muchacha veneciana que era muy valiente, y muy generosa.

Le echó hacia atrás su tocado y la besó.

—No te olvidaré.

Puso una cajita entre las manos de la mujer, luego se dio la vuelta y empezó a subir por la pasarela. Yashim lo estaba esperando en cubierta.

Juntos se inclinaron sobre la barandilla. Los hombres situados en tierra soltaron amarras. El trinquete gualdrapeó bajo el viento, antes de que los marineros de la arboladura lo sujetaran. Luego se puso tenso, el barco crujió, y empezaron a apartarse del muelle.

Cuando la brecha se ensanchó, saludaron a sus amigos. Carla estaba de pie, al lado del padre Andrea, que llevaba a Nicola de la mano. El commissario Brunelli se mantenía un poco apartado, pero mientras ellos miraban le ofreció el brazo a Maria; el tocado de ésta apenas le llegaba a su hombro.

Una nube se separó del rostro del sol, iluminando las polícromas paredes del Palacio del Dux, las columnas de mármol de la piazzetta. La Torre del Reloj del otro lado de la plaza resplandecía.

Palieski levantó la mano, y las menguantes figuras de la Riva respondieron al saludo.

—Cae el telón —anunció. El barco giraba en redondo. Vieron la boca del Gran Canal, y la tranquila mole de Santa Maria della Salute, mientras el viento procedente de tierra firme les daba en la cara.

—¿Lo echarás de menos? —preguntó finalmente Yashim, cuando la gran iglesia de san Giorgio se deslizaba por la proa, a estribor.

—¿Echarlo de menos? —Palieski se quedó en silencio unos momentos—. Lo lamentaré, quizás, un poco. La manera como uno retorna a la juventud, y lo que entonces pasó. Por un momento, Venecia me lo devolvió.

Se quitó el sombrero y se pasó la mano por el cabello.

—Echaba de menos… el té —dijo—. Y nuestras cenas del jueves, Yash. Echaba de menos los muezzins, también. Venecia sería mejor con muezzins.

—Sí, tal vez.

—Estoy deseando volver a ver a Martha.

—Ella se sentirá feliz cuando vuelvas.

Palieski se mordió el labio.

—El Bellini fue sólo una idea, Yashim. Tendremos otra.

—El Bellini…

—No me estás escuchando, Yashim.

Éste asintió.

—Sí —se limitó a decir.

113

Durante varios días, Yashim se quedó en el camarote, pero la mañana del cuarto, cuando el barco empezaba a seguir un curso entre las islas del mar Egeo, Palieski lo encontró en cubierta.

Parecía pálido.

Palieski se sentó al lado de su viejo amigo.

—Dos días más, y estaremos en casa. —Hizo una pausa—. Vamos, Yashim. Era sólo un cuadro…

—No se trata del cuadro —dijo Yashim.

—¿De qué, entonces? Rescataste a Maria. Salvaste a la contessa. El joven Nicola habría muerto sin tu ayuda. Y tu disfraz… era estupendo. —Miró a su amigo y suspiró—. Pero, la verdad, no sé por qué te enviaron, Yashim.

Éste se disponía a responder cuando sus ojos captaron un movimiento en el agua.

—¡Mira! —exclamó, señalando con el dedo—. Marsopas.

Había tres de ellas, surcando las brillantes aguas, girando el cuerpo para recibir el sol.

—Nos están escoltando —exclamó Palieski, encantado.

Yashim sonrió.

—Es extraño, ¿no? Estas líneas que se cruzan. Nuestras vidas. Está en el diagrama, supongo. Com’era, dov’era. Nada, a fin de cuentas, sale del esquema.

—¿El diagrama? Estás hablando en clave, Yashim.

—El Diagrama del Arenero. El rostro de todo el mundo está vuelto hacia dentro, sabes, pero para cada uno hay un fondo diferente cuando se mueven. Es como una sombra deslizándose a través de un edificio. Com’era, dov’era describe una especie de momento ideal: antes de que empiece el baile. Antes de que las cosas cambien.

—Cuando alguien —o algo— cambia de posición, él también cambia, ¿no? ¿Es eso lo que quieres decir?

—Nada se está quieto. Nada sigue siendo lo mismo… Excepto el esquema que subyace.

«Hier ist die rose, hier tanze!» [4] —murmuró Palieski. Y arrugó la nariz—. Hegel.

Yashim prosiguió.

—Todo el mundo forma parte del diagrama —dijo—. Maria, Ruggerio, Barbieri, Carla y tú. Hasta yo. —Yashim apoyó su pulgar e índice en la barandilla—. Tomemos a Maria. Está ligada a Ruggerio… Fue Ruggerio el que la metió en tu cama. Eso te proporcionó una coartada cuando Barbieri apareció muerto. No sé lo cerca que estuviste de ser arrestado entonces.

Apoyó otro dedo.

—Ahora le toca a Alfredo. Coger a Maria fue su gran error… pero tenía que averiguar dónde estabas tú. —Otro dedo—. Alfredo se convierte en Eletro, por decirlo así. Eletro, muerto. Pero Eletro está relacionado con el muchacho, Nicola. Eso significa cinco intersecciones. Ahora volvamos a Maria. Ésta lleva al chico a la iglesia, donde él reconoce al sacerdote.

Puso su otro pulgar sobre la barandilla.

—Lo cual no constituye el final de la historia: tú relacionas a Nicola con la contessa.

—Y ésta está vinculada con Ruggerio y Eletro… por la partida de cartas en el Fondaco dei Turchi.

—Todo el mundo queda situado. Excepto el austríaco.

—¿Finkel?

—Es el único que no tiene ninguna relación evidente. —Los dedos de Yashim tamborilearon sobre la barandilla del barco—. Se podría casi decir que él no pertenece en absoluto al esquema… excepto que estaba allí, a fin de cuentas.

—Pero si, como tú dices, el diagrama discurre entre Venecia y Estambul, entonces los austríacos no figuran, Yashim —dijo Palieski con excitación—. Excepto al final… Como conquistadores. Tu diagrama los rechaza —cabrones entrometidos. ¡Mira qué mal lo hacen todo! Vosper pensaba que yo era el asesino… Y pensó que tú eras el sirviente del pachá.

Yashim suspiró.

—Podría parecer así, como si el diagrama los rechazara…

Excepto que se presentaron. Y Finkel tenía razón: la contessa tenía la carta, y el cuadro.

Se quedó mirando fijamente por encima de la barandilla. Se encontraban entre las Cicladas, un grupo de islas que habían caído en manos de Venecia después del saqueo de Constantinopla en 1204. Trescientos años más tarde, con cierto alivio, los habitantes griegos de las islas habían dado la bienvenida a los otomanos. Aquí y allá, en el horizonte, el perfil de las islas relucía bajo la luz del sol.

Algo iba tomando forma en el fondo de la mente de Yashim.

Venecia y los otomanos: dos imperios unidos en el comercio y la guerra, moviéndose según un patrón reproducido en todo el Mediterráneo. Los venecianos tomando posesión de las fortalezas bizantinas. Los otomanos pegados a sus talones. Tanto en las diminutas Cicladas, como en el poderoso Chipre.

—Los esquemas no son cálculos —dijo Yashim finalmente—. He visto el Diagrama del Arenero en una hoja de papel y en el suelo de la escuela de lucha, en Estambul. Funcionará a cualquier escala.

—Desde luego.

Yashim cerró los ojos.

—Y un esquema se repite también. —Pensaba en los azulejos de Iznik que él había salvado de la fuente. Diminutas versiones de un esquema más grande—. Las mismas formas aparecen de nuevo por todas partes. Un cuadrado por ejemplo, en el centro de un cuadrado mayor.

—Sí —reconoció Palieski.

—¿Quizás el diagrama que hemos seguido encaja en una versión mayor del mismo diagrama? Haciendo sitio para Finkel, a fin de cuentas. Extiende las conexiones que vinculan a todo el mundo en Venecia, y puedes tener una versión del diagrama que incluya a Reshid, y al sultán, también. Es así. El tártaro debería haber matado a Carla aquella noche. A la mañana siguiente, cuando Finkel apareció en Ca’ d’Aspi, fue la primera vez que se encontraron. Finkel estuvo demorando la orden de apropiarse del cuadro y la nota.

—Entonces, ¿por qué decidió hacer su movimiento aquella mañana?

—Exactamente. O bien pensó que Carla estaba muerta… O sabía que el tártaro había fracasado. En cualquier caso, tiene que haber un vínculo entre ellos.

Palieski golpeó la barandilla con una mano.

—¡El tártaro estaba trabajando para los austríacos!

—No del todo. Fue enviado por Reshid. Pero estaba guiado por Ruggerio, que fue ejecutado cuando se terminó el trabajo.

—Ruggerio podría haber hablado con Finkel.

Yashim asintió.

—Fácilmente. Es un diagrama de posibilidades… Pero eso no nos aclara el motivo, Palieski.

—El motivo de Reshid es ciertamente evidente, ¿no? Salvar el honor del sultán.

—¿Con ayuda de los austríacos?

Palieski levantó las manos.

—No lo capto, Yashim. ¿Por qué iban los austríacos a ayudar a Reshid?

Yashim se mordió el labio.

—Se trata de algo más que del honor del sultán.

Reshid estaba buscando pruebas de que el sultán se había comportado mal en Venecia. Algo que podía ayudar a proteger su propia posición, también.

—¿Chantaje? Es más bien eso —admitió Palieski—. Pero sigue sin dar un motivo a los austríacos.

Yashim sonrió tristemente.

—Por el contrario, les proporciona todos los motivos del mundo. ¿Qué quieren los austríacos del Imperio otomano?

—Paz y tranquilidad, supongo.

—Exactamente. Los austríacos no dan más de sí. En Italia, en Polonia, en Galitzia. Están manteniendo ocultas las cosas, pero sólo lo justo… Incluso Carla quería el dinero para la causa de la independencia veneciana. A los austríacos nada les gustaría más que un sultán complaciente. Las instrucciones de Finkel eran conseguir la nota… Pero éste no hizo nada hasta el último momento. Y luego, gracias a nosotros, ya era demasiado tarde.

—¿Quieres decir… que sabía de la existencia del tártaro? ¿Que se sentó y esperó a que el tártaro hiciese el trabajo por él?

—Eliminando a los testigos, uno a uno. ¿Quién habría imaginado a un tártaro asesino paseándose por las calles de Venecia? Tú mismo no lo creías, incluso cuando Nicola lo puso en su cuadro. Y eso les daba a los austríacos su coartada.

—Si el tártaro conseguía la nota incriminatoria, Reshid lo habría agradecido a los austríacos —dijo Palieski lentamente—. Si fracasaba, los austríacos mismos la cogerían. En todo caso, no tenían nada que perder cooperando con Reshid. —Dejó escapar un suave silbido—. No es extraño que Reshid no quisiera que tú fueras a buscar el Bellini a Venecia. Estaba cediendo el control de la política extranjera otomana a Austria.

Ambos intercambiaron miradas.

—Eso va a ser tremendamente difícil de probar, Yashim.

—Sí.

—Y no todo termina mientras Carla, la contessa, siga viva.

—No.

—Y si Reshid descubre dónde hemos estado…

—Sí.

Palieski dirigió sus ojos hacia el mar, y suspiró.

—Sabes, estoy echando de menos Venecia mucho más de lo que esperaba.

114

El Bósforo parpadeaba bajo el intenso calor del verano. En la orilla de Pera del Cuerno de Oro, donde antaño el plátano había extendido su agradable sombra, la luz solar rebotaba en los cascotes del roto pavimento. Al otro lado del Cuerno, los patios y las mezquitas estaban llenos; la gente se acurrucaba junto a las paredes y se movía perezosamente arriba y abajo entre las arcadas y las fuentes.

Delante del Palacio de Topkapi, Yashim se detuvo al lado de una fuente cuyos sobresalientes aleros decorados con volutas creaban una agradable franja de sombra. Dejó un libro y un pequeño paquete sobre el banco de piedra, y se lavó la cara y las manos bajo el grifo. Luego cruzó la puerta principal del Palacio de Topkapi entrando en el Primer Patio.

Había más gente allí que de costumbre, ahora que la corte otomana se había mudado a un nuevo palacio de estilo europeo en el Bósforo. Venían en busca de las moteadas sombras de los árboles, bajo los que se sentaban con las piernas cruzadas: hombres mayores con fez y pantalones, dando caladas a largas pipas, hombres más jóvenes con sus esposas envueltas en el chal, observando cómo sus hijos correteaban entre el polvo.

Yashim cruzó el patio y llegó a la Gran Puerta, a la que llamó.

Un soñoliento alabardero abrió un portillo.

—Yashim lala, para ver a la Valide del sultán.

Ya dentro, la casa del guarda estaba fría y oscura. Yashim se dejó caer en un banco de piedra y esperó a que el alabardero regresara.

Pasaron al resplandor del Segundo Patio. En vez de cruzar hasta el rincón del fondo, y la entrada del harén, el alabardero lo acompañó hasta la puerta central y luego a la derecha, hacia el Tesoro.

Yashim encontró a la Valide en el Quiosco Bagdad, repantingada en un diván instalado bajo los arcos.

La mujer sonrió y levantó una mano al verlo; sus brazaletes tintinearon como agua en un arroyo.

—No te escandalices tanto, Yashim —dijo cuando éste se acercaba—. Hay límites en nuestra resistencia.

Yashim sonrió e hizo una reverencia. Los apartamentos de la Valide eran como hornos bajo el calor.

—No se trata del calor, Yashim. Yo nací en él, a fin de cuentas. Es la quietud. Doy gracias al sultán. Él sugirió que viniera aquí.

Dio un golpecito al diván.

—No tengo ni idea de cómo tiene intención de gobernar, y, francamente, soy demasiado vieja para preocuparme. Pero apruebo su consideración.

El Quiosco Bagdad era una de las partes más antiguas del palacio, una caverna medieval abierta a la brisa, con una vista que llegaba hasta el Bósforo.

—No estoy escandalizado, Valide. Sólo encantado de que el sultán…

—¿Se acuerde de mí? —La mujer arqueó una ceja, mientras Yashim negaba con la cabeza—. Incluso duermo aquí en algunas ocasiones —dijo ella—. Y también disfruto de la vista. Me hace sentirme como un sultán.

Llegó una muchacha que traía una bandeja de refrescantes sorbetes.

—Háblame de Venecia —dijo la Valide.

Yashim casi dejó caer la copa.

—¿Venecia, Valide?

—¿Siguen sentándose las mujeres en su alteria en los tejados, para amarillearse el cabello?

Yashim bajó los ojos, perplejo. La visión de la Valide de Venecia era muy diferente de la que había tenido él.

—Le he traído algo.

La mujer abrió el paquete. Dentro, cuidadosamente envuelto en papel de seda, había un par de candelabros. Estaban hechos de una espiral de cristal de Murano rosa, y cada uno tenía una borla de colgantes de colores.

La Valide los examinó cuidadosamente.

—Muy bonitos, Yashim.

Éste se sintió satisfecho. La Valide nunca se mostraba generosa en el elogio.

—Me habría gustado haber visto Venecia —continuó—. Pero quizás está muy fea ahora…

—Es hermosa, Valide. Pero es pobre.

La Valide levantó un brazo lleno de brazaletes hasta la balaustrada y giró la cabeza. Su perfil era extraordinariamente nítido.

—Estambul podría volverse pobre algún día. ¿Quién sabe?

—Yo siento lo mismo, Valide —reconoció Yashim—. Siempre comemos del mismo plato.

—Supongo que tienes razón. Cuando el amo ha cenado, el sirviente limpia su plato. —Miró a Yashim—. Quizás por eso el sultán vino aquí la semana pasada. Para hablar de Venecia.

Yashim sintió que se sonrojaba.

La Valide levantó la barbilla.

—Antiguamente, Yashim, el sultán abandonaba sus dominios sólo en tiempo de guerra… para conquistar. Pero esa época ha pasado. Abdülmecid es joven, Yashim. No ha vivido en el mundo. Y él lo sabe. Creo que lo lamenta.

«Pero ha vivido en el mundo más de lo que la Valide podría suponer», reflexionó Yashim.

—Viene a verme porque piensa que yo conozco Europa. Y yo no lo desanimo.

—Usted… ha viajado, Valide.

Podrías llamarlo viajar, Yashim. Ciertamente he conocido a algunos hombres interesantes. —Una sonrisa se paseó por sus labios—. Amenacé al bey de Argel con la venganza de la marina francesa. Más tarde, le tiré de la barba. Yo era demasiado joven.

Yashim sonrió. El bey había enviado a su cautiva a Estambul, como un regalo para el sultán. Quizás no le gustaba que le tiraran de la barba.

—Pero Abdülmecid tiene menos experiencia —continuó la Valide—. Le he alentado a leer más francés.

Yashim recordaba el Dumas.

—He traído esto, Valide. Alí Pacha, de Dumas.

Ella lo cogió con una sonrisita.

—No creo que sea totalmente adecuado para el padishah.

—No —reconoció Yashim.

115

Antes de abandonar el palacio, Yashim cruzó el Tercer Patio y entró en los archivos, donde se albergaban los vastos documentos de la burocracia que había gobernado millones de vidas durante siglos.

Se pasó una hora examinando un elaborado índice, rechazando todas las ofertas de ayuda hasta que encontró el volumen que deseaba.

Un bibliotecario desapareció entre los enormes estantes, atestados de volúmenes de correspondencia, e informes, rollos antiguos, edictos imperiales.

—Los registros que usted solicita todavía no han sido encuadernados. —El bibliotecario agitó las manos, excusándose—. Nos los acaban de entregar.

—Me gustaría verlos, de todos modos.

El bibliotecario frunció el ceño.

—Va contra las reglas mostrar archivos no encuadernados.

Yashim esperó.

—No puede usted sacarlos, effendi.

—Los examinaré delante de usted, si quiere.

El bibliotecario aspiró por la nariz.

—Eso no será necesario —dijo tajantemente.

Unos momentos más tarde, Yashim estaba hojeando un montón de actas diplomáticas.

Le llevó veinte minutos encontrar lo que quería.

116

—¿Dónde ha estado, effendi? Tiene un yali en la costa ahora, pienso, como un gran pachá, ¿verdad?

Yashim sonrió, y movió negativamente la cabeza.

—He estado fuera, Giorgos.

El griego se rascó el pecho.

—Hace demasiado calor aquí, effendi.

Giorgos agarró un cubo y se paseó por las pilas de espinacas y las pirámides de pequeños pepinos, rodándolos con agua fría. Cuando hubo terminado se frotó sus manos húmedas contra el rostro.

—Hoy no está ocupado, effendi.

Cogió una docena más o menos de alcachofas, una por una, y las fue colocando en sus balanzas. No eran mayores que su dedo pulgar.

—Algunos tomates. Algunos ajos. Berenjenas… Aquí. —Cogió cuatro grandes berenjenas y las pesó. Cuidadosamente lo colocó todo en la cesta con sus enormes manos, y metió también un puñado de hierbas: perejil, eneldo y romero, encima.

Hinchó el pecho, agitó los brazos y se apaciguó con un gesto de calma.

—Cocine al calor y coma al fresco —bramó, imitando con sus gestos lo que decía—. Dolma. Un raki. Nada de carne.

Yashim hizo una pausa en el camino de vuelta a casa para comprar pan, yogur y aceitunas. Cuando llegó, el pequeño apartamento parecía un horno. Abrió las ventanas y dejó la puerta ligeramente entreabierta, para dar paso a la brisa.

No fue hasta que volvió a recoger la cesta cuando descubrió un pequeño paquete junto a la puerta.

Deshizo la cuerda.

Dentro había un cuchillo.

Y con él venía una carta.

Mi queridísimo Yashim, deseaba enviarte un recuerdo de Venecia, pero realmente no hay nada; así que mandé a Antonio a buscar tu cuchillo al patio del Fondaco.

Me salvaste la vida, que no era importante hasta ahora. Antes no tenía ningún sentimiento… Los perdí, supongo, cuando mi hermano murió, y luego mi madre. Hasta ahora no había conocido ninguna alegría, ninguna ternura, sino sólo dolor, de la manera que tú conoces. Con Nicola hay dolor, pero de otro tipo, y está muy mezclado con algo más. Por supuesto, deseo —pero ¿qué deseo? Nada—. Comulgo con un ángel. El padre Andrea es muy bueno.

Lamento haber perdido el cuadro, porque habría sido bueno para nosotros tener ese dinero. En cuanto a las cartas, dejaré que las lean los peces. Yo sé —y tú sabes— que existían. Lo cual ya es suficiente.

Tu amante amiga.

Carla A-I

Yashim dejó a un lado la carta y examinó el cuchillo. La atadura del mango se había aflojado, pero el acero seguía brillante y afilado. Lo sopesó en su mano.

—Has hecho un largo trayecto —dijo en voz alta— desde que Ammar te hizo.

Secó la hoja con un paño, contento de que el cuchillo estuviera limpio.

—Ammar te hizo para cortar verduras.

Cogió una tabla y se puso a trabajar. Con el cuchillo preparó las diminutas alcachofas, recortando las hojas. Partió los tomates, las berenjenas, aplastó y saló los dientes de ajo. La habitación se llenó con el perfume de las hierbas.

El tártaro había sido enviado para borrar toda huella del deshonor del sultán. Para matar sin dejar testigos.

Palieski había dicho algo en el barco, antes de que las marsopas rompieran la superficie del agua: algo que él había eliminado de su mente.

Reshid había enviado a un asesino, y no a él.

«Yo pude haberlo hecho —pensó Yashim—, sin matar a nadie. Pude haber recuperado las cartas… y el cuadro, también. Ése es mi trabajo».

Rellenó las berenjenas con tomates, cebolla, un poco de perejil y ajo, recogiendo cuidadosamente los últimos fragmentos de la tabla.

Si los austríacos ya conocían la visita del sultán, matar a los testigos era una pérdida de tiempo. Una pérdida de vida, por encima de todo; pero también un riesgo.

Con unos dedos pegajosos, depositó las berenjenas en un plato.

Puso las alcachofas en un cacharro de barro, las aliñó con aceite, un chorrito de agua y un poco de zumo de limón.

Cuando hubo hecho eso, sacó la cabeza por la ventana y gritó:

—¡Elvan! ¡Elvan! ¡Ven!

Un niño se levantó de un rincón sombreado y se desperezó.

—Estoy aquí, effendi —gritó.

Una vez arriba, cogió los platos de Yashim y los llevó calle abajo, a la tienda del panadero, donde éste los metería en el horno.

Yashim se dirigió al hammam.

Un asistente le recogió las ropas y lo condujo a la sala del vapor, donde extendió una toalla para él sobre la losa caliente.

Yashim se echó. El calor se filtró a sus miembros. Sus músculos se relajaron.

Sólo su mente permanecía tensa.

Miró hacia arriba, a la luz que brillaba a través del abovedado techo, y reconoció al tártaro en lo alto de la escalera, enmarcado por la luz del alba que atravesaba las ventanas bizantinas.

El asesino de Reshid.

Se secó el sudor de los ojos con ambas manos. Y prosiguió la conversación con la Valide en su mente.

No protestó cuando el asistente del hammam llegó, golpeando con sus zuecos, para sacarlo de la losa.

Dejó que lo sentara al lado de grifo de agua caliente, y empezó mecánicamente a lavarse, de la cabeza a los pies.

Sin ver nada. Sin oír nada.

Hasta que un pie desnudo lo golpeó en las costillas.

Miró a su alrededor, sorprendido, a través de una película de vapor.

Por un momento, no reconoció al joven de acicalado cabello que se encontraba sentado a su lado sobre el suelo de mármol.

—Me ha desobedecido, Yashim. Lo encuentro… interesante. Y desafortunado. Nos estábamos llevando muy bien.

Yashim reconoció la voz. Era Reshid Pachá.

117

—¿Desobedecido?

—Le dije que lo llamaría, cuando fuera el momento adecuado. Pero ayer visitó el Viejo Palacio. Y habló con la Valide.

Yashim puso su cucharón bajo el hilo de agua y dejó que se llenara.

—Estuvimos discutiendo sobre un libro, Reshid.

—Se supone que estaba en Venecia, ¿recuerda? El sultán le ordenó que fuera allí.

—Usted me pidió que me quedara, mi pachá.

Los ojos de Reshid eran como una barrena.

—No me ponga a prueba, Yashim. Yo soy el esclavo del padishah. Su más pequeño deseo es una orden para mí.

—Debe de haber algún error. Quizás yo no lo entendí bien.

—Imposible. La orden del sultán estaba muy clara. Usted iba a ir a Venecia, pero está aquí.

—Sí, mi pachá. Estoy aquí. —Se echó agua sobre la cabeza y se pasó una mano por el pelo—. El barco atracó ayer en el muelle.

—¿Qué barco?

—El de Trieste.

Reshid no dijo nada, pero la cuchara que estaba levantando se detuvo en medio del aire.

—Todos somos esclavos del padishah, Reshid.

Reshid dejó que el agua goteara sobre el suelo.

—Realmente, Yashim, esto es muy interesante —había algo áspero en su voz, y Yashim se preguntó si podía tratarse de miedo—. ¿Tuvo… éxito?

—Creo que sí, en cierto modo.

—¿En qué modo, Yashim? —El joven visir hizo girar su cucharón suavemente entre sus dedos—. ¿Halló el cuadro, quizás?

—Sí, Reshid Pachá. Lo hallé —Yashim puso su cucharón bajo el grifo y observó cómo volvía a llenarse—. El retrato de Mehmet el Conquistador —dijo, levantando ligeramente la voz por encima del agua que borboteaba—. Entre otras cosas.

—¿Otras cosas?

—Cartas.

—Cartas. Es una lástima que decidiera ir a Venecia, después de todo. Le advertí que era una ciudad peligrosa.

Yashim se quedó mirando fijamente a Reshid.

—No es un problema, Reshid Pachá. Estoy a salvo y en casa, ahora. En Estambul.

Reshid se llenó de agua las manos y se roció la cara con ella.

—Quisiera poder compartir su confianza, Yashim. Se oye tan a menudo hablar de accidentes estos días, cuando no de bandidaje. Quizás deberíamos tratar de instalar más luz en las calles, como he oído que tienen en Venecia, ¿no? La seguridad de la ciudad, sin embargo, no es competencia mía… Yo me ocupo de los asuntos exteriores.

—De forma bastante curiosa, son esos asuntos exteriores suyos los que me dan confianza —dijo Yashim con una amable sonrisa—. Un asunto en particular, al menos.

La sonrisa de Reshid estaba fija, sin vida.

—¿Y qué… asunto… podría ser ése, Yashim lala?

—Uno que el duque de Naxos tenía con la contessa d’Aspi d’Istria. Como asunto, supongo, era unidireccional, y en gran parte epistolar. Aunque, por supuesto, puedo equivocarme.

Muy lentamente, Reshid cogió el cucharón. Lo sostuvo en la mano, vacío.

—Lamento oírle decir eso, Yashim. Tanto en casa, como en el extranjero, mi lealtad es con el sultán, y con su buen nombre.

—Incluso un sultán puede ser juzgado por las compañías que tiene, Reshid.

Un masajista llegó y se arrodilló a los pies de Yashim. Pero éste le hizo un gesto para que se marchara.

—¿Mete al sultán en esto? —silbó Reshid—. Esperaba algo mejor de usted, Yashim.

—¿El sultán? No —Yashim dejó que el agua goteara sobre su abierta palma—. Debería haberme dejado ir, Reshid. Su tártaro no fue lo bastante bueno.

—¿Mi tártaro?

—Está muerto, Reshid. ¿Y quién era, de todos modos? ¿Algún pariente suyo, quizás?

—¿Me cuestiona?

Yashim suspiró.

—No, realmente no. A fin de cuentas, podía usted haberme enviado a mí, Reshid Pachá.

—¿A ti? ¿Qué podrías haber hecho?

—Un servicio al sultán. Eso es lo que hago, Reshid. Para eso me prepararon. Es mi talento. Pero, en este caso, no fueron requeridos mis servicios.

Reshid no dijo nada.

—Un enviado a Viena llega a Trieste —prosiguió Yashim—. Contrae una leve enfermedad, que lo mantiene allí unos días. Lo he comprobado, Reshid. Las fechas de su misión en Viena están en el registro.

Se echó el agua por la cabeza.

—En Venecia, celebran el Carnaval. Fiestas, bebida, juego. Todo el mundo va disfrazado. Llega el duque de Naxos. El nombre está elegido inteligentemente. Les suena vagamente familiar a los venecianos… ¿recuerda? Pero significa muy poco… excepto para el propio hombre. Quizás está pensando en Joseph Nasi, el último hombre que conservó auténticamente el título. Un influyente consejero de Solimán, en su vejez, y luego de Selim, su hijo. Nada amigo de Venecia, en todo caso.

—Siga.

—La contessa d’Aspi d’Istria llega a otras conclusiones. Cree que el duque de Naxos es Abdülmecid. Está encantada. Así que, aparentemente, es su cicerone.

»Más tarde, cuando alguien discretamente ofrece el retrato de Bellini al sultán, este enviado sospecha que es de ella. Es más importante ahora. Un pachá. Tiene más que perder, así que necesita alguien en quien confiar. Alguien de la familia. Envía el tártaro a Yamaluk, para asegurarse… Pero el calígrafo es un viejo con un corazón débil, y el tártaro lo mata… Pienso que fue un accidente.

—¿Sólo lo piensa? ¿Por qué tan inseguro ahora, Yashim lala?

—No hay pruebas en ningún sentido. Pero creo que fue un accidente porque era de muy mal presagio. Para usted.

—¿Y usted cree que los presagios se cumplen? —dijo Reshid soltando una risita—. Aún no ha terminado todo, Yashim lala. Continúe.

Yashim se encogió de hombros.

—¿Por qué preocuparse? Usted sabe tan bien como yo que estaba usted asustado. Tenía miedo de que, si el trato salía bien, la verdad se revelaría. Así que decidió matarla, a ella y a todos los demás relacionados con esa partida de cartas.

Reshid esbozó una extraña sonrisa.

—De modo que la contessa está muerta. Gracias, Yashim.

Yashim inclinó la cabeza a un lado.

—No, Reshid. Ella no murió, porque llegué a tiempo de detener al asesino.

—Entiendo. —Reshid parpadeó—. El infatigable Yashim.

—No, no. Estoy muy fatigado, Reshid.

Reshid se inclinó hacia delante. Acercó su sudorosa cara hasta unos pocos centímetros de la de Yashim.

—Se trata de un nuevo régimen, Yashim lala —dijo con voz sibilante—. Nuevos hombres. Tanto el joven sultán, como yo mismo… Pero yo tengo la experiencia que él necesita. Un nuevo régimen. Y, Yashim, entre nosotros, yo tengo el control.

Yashim no dijo nada.

—Búsqueme esa carta —estalló Reshid—. Búsquela, y salve la piel. O márchese y muera, si lo prefiere así. —Se echó hacia atrás apoyándose en la pared de mármol—. Barbieri murió. Igual que Eletro, y Boschini.

Quizás la siguiente sea la contessa, a fin de cuentas. Y, ¿sabe? A nadie le importa.

Yashim se puso de pie.

—Tiene usted razón, desde luego. El único que se sorprenderá será Pappendorf. Supongo que el embajador austríaco pensó que estaba usted entregándole el sultán.

—¿Qué quiere decir?

—Ruggerio les dijo a los austríacos que el duque de Naxos era Abdülmecid, así que Pappendorf vino a verlo a usted, ¿no?, con una amenaza que plantear al sultán… junto con una oferta de cooperación. Él esperaba que usted lo consiguiera, supongo. Chantaje a un alto nivel. Usted se mostró de acuerdo, por supuesto, para evitar que las sospechas recayeran en usted. Usted y los austríacos, juntos, podían eliminar las pruebas contra el duque de Naxos. Nadie sabría jamás que él había estado en Venecia. Los austríacos ayudarían, dejándole las manos libres a su asesino de usted pero, a cambio, esperaban hacerse con el sultán. Cuán sorprendidos quedarán cuando descubran que todo lo que poseen es a usted.

—Yo tengo el control —dijo torvamente Reshid.

—¿Por cuánto tiempo, Reshid? —preguntó Yashim—. Los visires vienen y se van, ¿no? A veces se marchan graciosamente, acompañados de bendiciones, a un retiro y una buena vejez. Pero usted es demasiado joven para estar retirado. Viviría demasiado tiempo, y sabe demasiado.

—Yo tengo el control —la voz le tembló.

—Quizás los austríacos no piensan así, Reshid. Ellos compraron un sultán. Usted ha entregado… ¿a quién? A un hombre que hace la chapuza de un simple asesinato incluso cuando todo el mundo se está esforzando para mirar hacia el otro lado.

Yashim se puso de rodillas. Su rostro estaba rígido.

—El palacio es un mundo en pequeño —dijo—. Usted no sería el primer visir en olvidar que el pueblo también tiene voz. El pueblo se enterará de que usted vendió el nombre del sultán para proteger el suyo.

Reshid lo estaba mirando fijamente, con la boca abierta.

—El problema con los consejeros es que no entienden las cosas. Incluso Joseph Nasi, recuerdo, se equivocaba de vez en cuando. Lo bueno que tienen es que se puede prescindir de ellos.

»Usted, Reshid, engañó a todo el mundo con su lealtad y su buena fe. Al pueblo, con sus beaterías. Al sultán, con su fidelidad. A los austríacos, prometiéndoles una correa para sujetar al sultán. Hay un diagrama que ambos conocemos donde el fondo se modifica cuando uno se mueve. Pero com’era, dov’era. Me ha decepcionado usted, incluso a mí.

Un recuerdo cruzó por la mente de Yashim. Algo que Carla había dicho.

—Cuando todo ha acabado, Reshid, el honor es lo único que nos queda.

Se puso de pie y salió, sin volver la vista atrás.

118

Yashim regresó a su apartamento. Elvan ya había traído de vuelta el guiso del panadero.

Peló y cortó los pepinos. Los saló, aplastó dos dientes de ajo, los cortó en trozos muy finos, y los puso en un cuenco con un poco de yogur. Al cabo de un rato exprimió el agua de los pepinos y los mezcló con el yogur.

Luego se lavó las manos y se sentó en silencio en su diván, contemplando los tejados de las casas de Estambul.

119

—He traído raki —dijo Palieski, sacando una botella de la bolsa—. Quería sentirme adecuadamente en casa.

Yashim fue en busca de dos vasos decorados y una jarra de agua. Puso unas aceitunas sobre la mesa. Sirvió unas alcachofas sobre un plato, junto con las berenjenas. Cortó el pan y lo dejó sobre la tabla, que colocó sobre la mesa, con el yogur.

Palieski sirvió un par de dedos de raki en cada vaso, y lo volvió lechoso con el agua.

Tendió uno a Yashim.

Prosit!

Cuando hubieron bebido, se sentó, comió una aceituna lanzándola al aire y miró a Yashim con expectación.

Éste movió la cabeza, aclarando sus pensamientos.

—¿Cómo está Martha?

—Te hablaré de Martha más tarde —dijo Palieski—. Quiero saber si has sabido algo de Reshid.

Yashim levantó una alcachofa hasta su boca. Tenía muy buen sabor.

—Yashim.

—Lo he visto esta tarde, en el hammam.

—¿No sabe lo de Venecia, entonces?

—Lo supo cuando yo se lo conté.

Palieski lo miró fijamente.

—Eso es una sentencia de muerte. Para ti y para la contessa. ¿Quién va a decir que no estaba cumpliendo con su deber, protegiendo el honor del sultán?

Yashim tomó un sorbo de raki.

—Yo —replicó—. Y él lo sabía, también.

Palieski frunció el ceño.

—¿Tú contra él?

Yashim se secó las manos con una servilleta y la dejó sobre la mesa.

—¿Recuerdas al duque de Naxos? Carla dijo que el título habría revertido al sultán, a la muerte de Joseph Nasi.

—Por eso lo usó Abdülmecid.

—No, Palieski. Abdülmecid no era sultán entonces. Era sólo el príncipe heredero.

—Sutilezas, Yashim.

—Tal vez. La impostura es endémica en Venecia —dijo Yashim—. ¿Cómo sabemos que el duque de Naxos que fue a Venecia en el Carnaval era realmente el sultán?

Palieski se encogió de hombros.

—Carla lo reconoció, Yashim. Y después… el tártaro. Los asesinatos. Tapando una indiscreción juvenil.

—Una indiscreción, sí —replicó Yashim—. Fue cometida por un hombre al que nadie conocía realmente. Llevaba una máscara, y se hacía llamar el duque de Naxos. El último duque fue Joseph Nasi. ¿Quién era éste, realmente? Un turco, no. Un intruso. Y tampoco un amigo de Venecia.

—No, pero ¿qué importa eso?

—Me molesta la idea de que el sultán pudiera haber ido a beber y a jugar a Venecia, Palieski. Pero hay algo más. —Se mordió el labio—. He visto a la Valide hoy. Abdülmecid la ha instalado en el Quiosco Bagdad.

—Bien hecho.

Yashim asintió con la cabeza.

—Ella mencionó lo inocente que era ante la vida, también. Pero no se trata de eso. ¿Bien hecho, dices? Sí. Abdülmecid quizás se desmandó una vez en su vida, pero estaba bien educado. Un caballero otomano, por joven que sea, no hace visitas adoptando la personalidad de un enemigo. Y Nasi era un implacable enemigo de Venecia.

Palieski estaba inmóvil.

—Tienes razón, Yashim. Yo no había pensado en eso. Sea lo que sea que hayan sido los sultanes en su época, siempre han mantenido, ¿qué?… unas maneras. Incluso Mahmut, pobre tipo. Era un gran oso, pero no podías criticarle sus modales.

Pinchó una alcachofa.

—Pero, si el duque no era el sultán, ¿quién era?

—Reshid Pachá.

Palieski se atragantó, de modo que Yashim se levantó para traerle un vaso de agua.

—Eso, por supuesto, lo cambia todo —balbuceó Palieski.

—¿Todo? No. El esquema no cambia. Carla pensó que reconocería al duque. Y Ruggerio estaba vigilando, ¿no? El guía profesional, cuyo talento era juzgar a las personas que conocía. Creo que algo en la forma en que Carla se comportaba lo alertó, también.

Palieski echó raki en su vaso, obteniendo una mezcla nebulosa.

—Y él informó sobre ellos… A los austríacos.

—El mismo patrón —dijo Yashim—. No sé cuándo Reshid se dio cuenta del error. Y no lo corrigió. Ésa fue su vanidad.

—Y se pensó que el duque de Naxos era el sultán.

—Sí. Reshid permitió que la gente creyera que el sultán había estado en Venecia.

Yashim cogió una tira de berenjena y se la comió.

—Sólo cuando el sultán accedió al trono, Carla hizo que Metin Yamaluk le insinuara al sultán lo del cuadro. Quería ser discreta, tanto por ella como por él.

—Darle la oportunidad de ignorarla delicadamente, si lo deseaba —dijo Palieski.

Yashim extendió las manos.

—En vez de ello, el sultán quedó intrigado. No tenía nada que ocultar. No sabía nada sobre la contessa. Nunca había estado en Venecia. Simplemente quería obtener más detalles sobre la insinuación. Deseaba el cuadro.

—Y cuando envió a buscarte —razonó Palieski—, Reshid tuvo que dar un paso.

—Se movió deprisa. Me obligó a detenerme.

Palieski juntó los labios.

—Decidió aprovecharse de lo que los austríacos ya creían, Yashim. Y envió al tártaro para eliminar a todos los testigos. Alguien de su pueblo. La madre de Reshid es tártara.

Yashim asintió.

—Tenía asimismo la intención de recuperar las acusadoras cartas de amor que Reshid había enviado a Carla.

—¿Cartas de amor? Yo creía que estábamos tratando con deudas de juego. Un pagaré.

—Yo también, hasta que Carla me dijo la verdad. O la media verdad. En aquel momento ambos creíamos que las cartas habían sido escritas por el sultán.

—Pero… desaparecieron, ¿no? ¿Junto con el cuadro?

Yashim miró a su amigo a los ojos.

—Reshid no sabe eso. Piensa que las tengo yo.

Palieski alargó la mano para coger el raki y sirvió otro trago a los dos.

—¿Y qué va a hacer ahora?

Yashim movió la cabeza.

—No veo ninguna salida. Sólo nos queda esperar.

Palieski soltó un bufido.

—Lo siento, Yash. Hacer que pienses en comida, en un momento como éste… No debería haber venido.

Empezó a frotarse las muñecas, inconscientemente.

—Tenemos que comer —dijo Yashim—. ¿Y cómo está Martha?

Palieski dirigió sus ojos al techo, pensativamente.

—Da la casualidad de que tengo noticias más bien extrañas.

—¿Va a casarse?

—¿Casarse? —Palieski parecía asombrado—. Santo Dios, Yashim. Eres morboso. No, gracias a Dios, no va a casarse. Ha vuelto a casa. —Movió la cabeza negativamente—. Y lo ha limpiado todo. Todo. Y me ha arreglado los libros de un modo diferente.

—Ya lo vi —admitió Yashim—. No quería decírtelo.

—No, bueno, reconozco que me sentí bastante agraviado. Había dejado un montón de libros sobre la mesa, en el vestíbulo. Folios, algunos de ellos… un historia de la iglesia, por Foulbert. Una interesante visión de conjunto del siglo diecisiete de las islas griegas, de un holandés, escrito en latín, no muy preciso, pero… Bueno, de todos modos, eso no es importante. La cosa es que he estado dejando libros sobre esa mesa durante semanas en mis entradas y salidas al jardín. ¿No recuerdas haber venido al jardín cuando todo esto empezó? Y está un poco oscuro ahí.

—Un poco oscuro. ¿Y?

—Cuando Martha empezó a cambiar el montón de sitio, encontró una carta pegada entre dos libros. Debió de haber quedado sobre la mesa, y yo no la vi.

—¿Una carta?

—La encontré apoyada en la repisa de la chimenea cuando llegué a casa. Escudo de armas en el sobre, en tinta verde, en relieve.

—¿De palacio?

—Una invitación, Yashim. Al baile inaugural del sultán. —Palieski enterró la cara en el vaso—. Tenía medio pensado saltármelo, de todos modos —murmuró.

Yashim miró a su amigo, sin sonreír.

—El signor Brett iría —dijo—. El signor Brett tiene el traje adecuado.

Palieski se encogió de hombros.

—Tú sabes que odio esa clase de cosas.

—El honor de los polacos…

—El deshonor, más bien. Y un champán malo.

—El embajador austríaco habrá hablado con Károly, para entonces.

—¿Y?

—Piensa en la cara de Pappendorf —dijo Yashim.

Se miraron mutuamente por encima de sus gafas.

—¡La cara de Pappendorf! —repitió Palieski con felicidad—. Prosit!

120

El agua azotaba perezosamente las algas verdes que colgaban de los pilotajes del puente.

No había marea; sólo la perpetua corriente del norte, deslizándose empujada por el movimiento del agua caliente procedente del mar, que provocaba espirales y corrientes que los barqueros ya conocían.

Pillado entre estos incesantes, cambiantes remolinos y contracorrientes, el pachá que había muerto joven describía un curioso dibujo. Se movía como un derviche, sus miembros abiertos y relajados. Bajo cúpulas bizantinas, palacios deteriorados y embarcaciones amarradas, el cadáver del pachá daba vueltas a la luz de la luna, inadvertido, sus brazos extendidos en un gesto de vacía resignación.

Así giró, una y otra vez, mientras la luna se hundía detrás de las torres y las cúpulas.

Cuando rompió el alba, los primeros obreros regresaron al puente. El cuerpo del pachá apenas se había movido del lugar donde fue a parar, a unos metros de distancia de las profundas aguas del Bósforo en las que, en sus días de gloria, la ciudad había hecho su fortuna.

Arriba, los obreros se quedaron mirando fijamente las limpias aguas.