No fue hasta la noche cuando Alfredo llamó al signor Brett.
—La visita está arreglada.
—Muy bien —repuso Palieski—. Mañana entonces. ¿A las once?
Alfredo asintió lentamente con la cabeza.
—Signor Brett, debo explicarle una cosa —dijo con cara de disgusto—. Es algo muy veneciano, lo lamento. Al dueño le gustaría que viéramos el retrato esta noche, si es posible. Si necesita tiempo para vestirse, no es problema. Puedo esperar. Después podemos tomar una góndola.
Palieski aspiró entre los dientes.
—Para ser franco, Alfredo, me gustaría ver el cuadro a la luz del día. A las ocho estará casi oscuro.
—Por supuesto, signor, comprendo. —Alfredo tenía su sombrero en la mano y empezó a darle vueltas por el ala—. Creo que sigue siendo una muy buena oportunidad para ver el cuadro esta noche. Yo diría que puede usted pasar más tiempo con él… y solo también, si lo desea. No sería ningún problema. Si lo prefiere, signor, puedo esperarle abajo.
Se puso de pie e hizo una pequeña reverencia.
Palieski pestañeó un par de veces y dijo:
—¿Pasa algo malo?
—No, signor —dijo Alfredo enfáticamente. Y extendió las manos—. ¿Quiere que lo espere fuera?
—Déme cinco minutos —replicó Palieski pensativamente. Cuando Alfredo se hubo ido, se ajustó sus ropas cuidadosamente ante el espejo.
Maldita sea, ¡pero estaba tan cerca!
Medio había escrito el guión del discurso del sultán. Ahora murmuró su propia modesta réplica al reflejo del espejo. «Ningún mérito por el descubrimiento… bla, bla… cuadro de venerable antepasado… no de mí… nación orgullosa… día de la liberación… bla, bla… su casa entre las más grandes, y más antiguas, de amigos… etcétera».
Yashim había tenido razón, como de costumbre… Localizar el Bellini era el coup del año. Abdülmecid comería de su mano.
Suspiró y se puso el abrigo.
A veces Maria se despertaba preguntándose dónde estaba y, cuando la verdad retornaba, trataba de rechazarla por unos momentos más. Pero su labio hinchado y la cuerda alrededor de las muñecas, que le mordía la piel, hacían imposible resistirse a la cruda realidad.
Más que nada, quizás, aborrecía estar sola.
Se puso cautelosamente de pie. Le dolía la pierna allí donde había chocado con algo. Apoyando la espalda en la pared se abrió camino alrededor de su celda, tanteando, con unos dedos rígidos por el frío, las lisas paredes, buscando algo que pudiera usar. Encontró la puerta, y soltó patadas contra ella y gritó hasta magullarse los pies. Era una puerta de madera gruesa y pesada, pero tenía un pomo, y, después de muchos intentos consiguió usarlo para mover un poco la venda de su rostro.
La oscuridad seguía siendo absoluta.
Algo que le pareció una mesa baja de piedra se alzaba en medio de la habitación. Durante un rato se esforzó por rascar la cuerda contra el canto de la mesa, pero las que sufrieron fueron sus muñecas. Finalmente renunció y volvió a arrastrarse a su posición original, contra la pared, las rodillas levantadas hasta su rostro, lloriqueando de frío, y dolor, y el terrible temor de no saber nada, y esperarlo todo.
No les diría nada sobre el signor Brett, pasara lo que pasase.
Pero cuando vinieron, ella apenas podía recordar su propio nombre.
Había perdido la noción del tiempo; no sentía dolor. Movió la espesa lengua dentro de su boca y muy suavemente emitió el único sonido que sabía:
—Aqua!
Alfredo estaba esperando al pie de las escaleras.
—Estoy aquí, como puede ver —dijo Palieski secamente—. Pero explíqueme, clara y sencillamente ¿por qué esta noche?
Alfredo lo cogió del brazo.
—Venga —dijo—. Se lo contaré mientras vamos.
Una góndola estaba esperando en las escaleras que daban al canal. Los dos hombres se subieron a ella, y el gondolero desatracó.
—Signor Brett, esto es algo que debe usted comprender sobre la gente con la que tratamos… La vieja nobleza de Venecia. En los tiempos antiguos, cuando Venecia era una gran potencia, esta gente se preocupaba mucho de hacer lo que era bueno para el Estado. Sólo al hijo más pequeño se le permitía casarse, para empezar. Sus hermanos luchaban en las guerras o dedicaban sus energías al comercio. De manera que la herencia no se dividía, en beneficio del Estado.
—Ya he leído al respecto.
—Naturalmente, signor. Pero hoy en día, en estos tiempos, las cosas son un poco diferentes.
—¿Y?
—Quizás el hermano mayor decida tener una parte. Dice… Ya no hay guerras, ni comercio, y la República está acabada. Por favor, hermano, ¡comparte conmigo!
Palieski asintió.
—Entiendo. El hijo más joven, en la práctica, se hacía con todo el lote… Pero legalmente no tenía derecho a ello. Muy astuto.
Alfredo esbozó una sonrisa de alivio, y dio unos golpecitos a la mano de Palieski.
—Vaya… me alegro mucho de que lo comprenda, signor Brett. Me gusta usted. Creo que América es un buen país. No tenemos problemas entre nosotros.
Palieski era vagamente consciente de que Alfredo no había realmente respondido a su pregunta, pero su aire de bonhomie era difícil de romper. Alfredo parecía feliz y aliviado.
—El propietario ha arreglado una visita especial —estaba diciendo Alfredo—. Pero nos pide que seamos muy discretos. El palazzo está en manos de muchas personas. —Movió la cabeza con pesar—. En tiempos pasados, era sólo la familia… Pero hoy, cuando las cosas se han puesto difíciles, deben dividir y dividen. Pero usted comprenderá lo que significa para ellos —añadió con una sonrisa alentadora.
—No debemos molestar a los vecinos, ¿quiere decir?
—Si usted gusta, signor. Debido a… los amigos.
Gli amici: el epíteto era universal, y enteramente irónico.
—Imagino que los amigos no aprueban nuestra empresa —Alfredo puso nuevamente mala cara, en un gesto de medio acuerdo.
—Nunca se sabe del todo con los amigos —dijo.
Palieski soltó una risita. Si esto salía bien, no significaría sólo la exaltación de Polonia. Sería también el desconcierto de los austríacos. Se veía a sí mismo esperando con ansia el baile del sultán, sólo para contemplar al embajador imperial hinchándose, presa de una impotente furia, como una rana asustada.
Las farolas del Canal estaban siendo encendidas por hombres descalzos con largas pértigas, y unas pocas ventanas brillaban débilmente sobre sus cabezas. De día, cuando los enormes edificios estaban cerrados, quizás abandonados, el Canal tenía un aspecto triste y olvidado, como un arroyo cegado. Por la noche, pese a las farolas, su aspecto era casi sepulcral, y los postigos parecían oscuras cuevas de alguna antigua necrópolis situada junto a un acantilado.
—En avant, legionnaires —murmuró Palieski, y en aquel mismo momento el gondolero dio un golpe con el remo haciendo que la elegante y oscura proa se elevara dando un cuarto de vuelta en un estrecho giro, lo que provocó que el agua silbara contra el frágil casco. Con otro giro del remo, la góndola se impulsó hacia delante, penetrando en un cavernoso cobertizo.
Palieski había visto esas aberturas a los lados del canal, y oído hablar de ellas, pero realmente no había estado en ninguna, con la góndola pasando rápidamente por debajo del arco, el gondolero inclinándose, y las sombras desfilando en la repentina penumbra. Se parecía más a la entrada de una prisión que a un palacio, pensó Palieski, mientras el gondolero descolgaba su farol y lo levantaba sobre su cabeza. Arriba se veía sólo la curva de la húmeda bóveda de piedra. A un lado de la antigua puerta que se abría al canal había un estrecho pavimento, que conducía a una puerta de madera con bandas de hierro. El pavimento era resbaladizo por la presencia de algas, y la base de la puerta, también teñida de verde, estaba mellada y necesitaba reparación.
Alfredo fue el primero en bajar, poniendo un pie en el saliente, y alargó una mano.
—Tenga cuidado, signor Brett. El suelo está húmedo y no queremos que se caiga.
Palieski aceptó la mano y subió al pavimento. Pese a la advertencia, casi patinó. Sólo el sorprendentemente fuerte brazo de Alfredo impidió que se cayera hacia atrás.
—Gracias, amigo —exclamó sonriendo.
—El palazzo está dividido, como he dicho. —La voz de Alfredo era poco más que un susurro—. No creo que nadie use esta entrada muy a menudo.
—¿Y cómo entraremos nosotros? —Palieski también estaba susurrando. «Es como un condenado calabozo», pensó. ¡El rescate de Mehmet el Conquistador!
Mientras hablaba, vio una luz parpadeante que iba aumentando de intensidad bajo los agujeros de rata de la mohosa puerta, y un instante después alguien estaba descorriendo cerrojos y los viejos goznes crujían en sus oxidados pernos.
—Éste es Mario —susurró Alfredo—. Trabaja para mi patrón también. Podemos pasar tranquilamente.
Cruzaron la puerta y se metieron por un estrecho pasadizo revestido de piedra pulida. Mario hizo un gesto de asentimiento a Palieski. Era un hombre robusto con el cabello muy corto y unos pómulos anchos, eslavos. Sostenía un candelabro con tres velas que amenazaban apagarse en cualquier momento por la corriente de aire.
—El signor Brett aceptó amablemente venir esta noche —explicó Alfredo—. Así que, ¿nos esperan?
Más tarde, fue esta afectada presentación lo que Palieski recordaría; el momento en que debería haber preguntado quién, exactamente, estaba al mando.
Mario se inclinó hacia delante y habló con Alfredo; pero, o bien habló en un cerrado dialecto, o bien tenía algún defecto del habla, porque Palieski no pudo comprender nada.
—Ya veo, pero ¿nos deja que entremos?
Mario asintió.
—No pasa nada —dijo Alfredo volviéndose hacia Palieski y poniéndole levemente una mano sobre el brazo—. El propietario quería estar aquí para conocerlo, pero lo han llamado de otra parte. Podemos seguir. Ya ve que confía en nosotros.
Al final del pasaje, al pie de la ancha escalera de mármol, Mario sacó una llave y la insertó en la cerradura de una puerta lateral, que inmediatamente se abrió.
Entraron, con Mario encabezando la procesión con las velas. Como una especie de capellán con sus acólitos, reflexionó Palieski, o un ladrón de tumbas.
Se trataba de una enorme sala de bajo techo, desprovista de muebles. Dos largos ventanales, con postigos por fuera, daban a lo que Palieski supuso sería el callejón de la parte delantera. Supuso también que la otra puerta de la parte trasera daba a una bodega.
En el otro extremo de la habitación, iluminada por el candelabro de Mario, se encontraba una mesa forrada de terciopelo verde. Contra los pliegues, como un huevo en su nido, descansaba un pequeño cuadro.
—Signor Brett. —El rostro de Alfredo estaba serio—. El Conquistador, de Gentile Bellini. —Hizo un movimiento con la mano—. Por favor.
Palieski avanzó lentamente, casi con reverencia, a través de la sala hacia el pequeño cuadro, sus manos involuntariamente entrelazadas a su espalda.
Y allí estaba. No tenía marco. Nadie compraría un cuadro sin haberlo sacado previamente de su marco. Era muy oscuro, y su barniz estaba agrietado por el tiempo. Aun a la incierta luz del candelabro de Mario, la forma, la composición, eran inconfundibles.
Stanislaw Palieski, que sabía cuál era el aspecto de un sultán, se encontró contemplando a uno.
Devolviendo fríamente la mirada, salvando instantáneamente el abismo entre el siglo XV y el XIX, estaba el mismísimo Mehmet el Conquistador, el joven genio sobre cuyos hombros se habían construido siglos de dominación y de civilización otomana.
Entonces se produjo una conmoción en la otra puerta, y la mirada de Palieski se dirigió hacia la figura de un hombre sin chaqueta que había irrumpido con aspecto airado y una pistola de largo cañón en la mano.
Todos los presentes se quedaron helados.
El hombre paseó el arma por la habitación, tratando de abarcar a todo el mundo. Era un joven alto, bien formado, con una melena amarilla y patillas, pero su rostro estaba inyectado en sangre y, por la manera como se movía, Palieski podía decir que había estado bebiendo. Durante unos pocos segundos su boca se movió en silenciosa furia, y su vista recayó sobre el Bellini.
—¡Lo sabía! ¡Por la Madre de Dios!… ¡Vosotros, banda de ladrones, penetrando a rastras en mi casa como serpientes! ¿Dónde está mi hermano?
Se precipitó hacia la mesa y con la mano libre agarró una esquina del terciopelo y lo arrojó furiosamente sobre el cuadro. Mario retrocedió, bajando el candelabro, y la sombra del extraño saltó hacia el techo.
—¡Madre de Dios! ¡Lo vendería… por supuesto, bajo mis narices, bajo mis propios pies! —Le salía espuma de los labios—. ¡Ese bastardo! Podría matarlo ahora mismo.
—Signor… —empezó a decir Palieski.
—¿Tú? ¿Quién eres tú… un ladrón? —Se dio la vuelta y dobló una pierna, como si estuviera haciendo media reverencia, apuntando la pistola con ambas manos al rostro de Palieski—, ¿me tratas de signor, tú? —Su voz era más bien un gruñido ahora—. ¿Me llamas signor?
¿En mi propia casa, delante de mi Bellini? Sí, ¡ya te daré yo, signor!
Se oyó un clic cuando quitó el seguro del arma.
—¿Cree usted que estoy loco, no? ¿El hermanito loco? ¿Loco, pazzo di diabolo, cuando mi hermano me roba y ni siquiera tiene las agallas de hacerlo en mi cara? Quizás sí, quizás estoy un poco loco. —Se irguió y levantó la cabeza, primero a un lado y luego a otro, como una marioneta. Tenía los ojos extraviados—. ¿Le asusta a usted eso, signor? ¿Tienen miedo ahora, usted y sus ladrones, de enfrentarse a un hombre que está medio loco porque su hermano quiere robarle? ¿Está usted asustado, eh?
Palieski permanecía absolutamente inmóvil, su rostro era una máscara inexpresiva.
—Baje el arma —dijo con calma. Por el rabillo del ojo vio a Mario avanzando lentísimamente.
—Baje el arma —remedó el hermano borracho con una desagradable voz infantil—. ¡Anda, vete a jugar! ¡Hemos venido sólo a robarte tu riqueza! Así que… ¡Que os joda el bastardo de un leproso!
Mario saltó. Lo último que Palieski vio antes de que las velas salieran volando y se apagaran, sumiendo la habitación en la oscuridad, fue al enloquecido hermano girando su pistola en el aire.
Los dos hombres se fueron al suelo con gran estruendo. Palieski se agachó, tapándose el rostro con los brazos. No había nada que pudiera hacer. El hombre seguía sosteniendo la pistola cargada, y, cuanto menos blanco ofreciera, mejor. Podía oírlos gruñir y forcejear sobre las baldosas. Entonces, alguien chocó contra él y lo hizo caer para atrás.
Un furioso gruñido, y un crujido, como si alguien se hubiera golpeado la cabeza contra las baldosas, y sonó un trueno cuando la pistola fue disparada, y un hombre lanzó un grito.
—¡Mario! era Alfredo, gritando desde la puerta.
El grito fue bajando de volumen hasta convertirse en un gemido borboteante, Palieski vio que alguien se arrastraba por las baldosas, jadeando.
—Aquí —era la voz de Mario.
Se oyó un gemido en la oscuridad.
Palieski sintió que se le erizaba el cabello.
—¡Luces, rápido! —ordenó.
—¡No sea estúpido! —escupió la voz de Alfredo en la oscuridad—. ¡Vámonos, ahora!
—¿Y dejar a este hombre?
Alfredo debió de localizarlo por la voz, porque una mano cayó sobre su brazo y una voz silbó:
—No sea estúpido. Si él muere, pues muere. Pero si vive… dirá que fue usted quien disparó.
—¿Por qué yo?
—Estaba borracho. Usted es lo único que recordará. Vamos. —Empujó a Palieski hacia la puerta. Era sorprendentemente fuerte—. Vendrá la policía… ¡Un disparo así! Mario, la puerta.
La puerta se abrió, y su vago perfil apareció en la oscuridad. Alfredo empujó a Palieski hacia ella, y la cruzaron.
—No podemos salir por la calle… Es demasiado peligroso —dijo Alfredo.
Palieski permitió que lo condujeran a lo largo del corredor, pero cuando hubieron abierto de un tirón la mohosa puerta del final, Mario lanzó una maldición.
—¡Madre! La góndola… ¡Se ha marchado!
—¡Mario… Comprueba la puerta delantera! El hombre reapareció al cabo de medio minuto. Palieski oyó resonar sus botas en el suelo de piedra del corredor. Mario susurró algo urgentemente a Alfredo, el cual agarró a Palieski por el brazo.
Era como si nadie fuera capaz de considerar lo obvio. Permanecían juntos en el resbaladizo saliente, y Palieski podía oírlos respirar con dificultad.
Empezó a quitarse los zapatos. Se quitó también la chaqueta, y luego los pantalones, anudó los cordones de sus botas y se las colgó al cuello. Hizo un fardo con sus ropas, y se sentó en la fría piedra con los pies en el agua.
—Vamos —urgió y luego se bajó al agua. Jadeó por la impresión y nadó desesperadamente hacia la baja boca de la puerta acuática.
Le dieron agua a la mujer, aunque no antes de que se hubieran divertido dejándola gotear en cualquier parte menos en sus labios.
Cuando el hombre robusto vio que ladeaba la cabeza, tratando de lamer el agua de la muselina de su propio vestido, se rió con excitación. El de la cicatriz lo miró con disgusto. Quizás eso lo impulsó a avanzar la mano y cortar la cuerda que ataba las muñecas de Maria.
—No va a ir a ninguna parte.
Incluso con los brazos libres, Maria tenía que mantener la jarra pegada a la boca. Sus manos estaban hinchadas y los músculos de sus brazos podían no obedecerla.
—¿Has cambiado de opinión ya?
El hombre de la cicatriz la sostuvo por la barbilla. Maria cerró los ojos, esperando el doloroso golpe.
En vez de eso, el hombre la empujó.
—Nos volveremos a ver, bonita, no te preocupes. Volveremos.
La dejaron en la oscuridad. Maria oyó, a través de la gruesa puerta, cómo se cerraban los pestillos, y dobló los dedos cubriéndose la carne viva de las muñecas. Y lloró.
Siempre que cerraba los ojos, Palieski se veía nuevamente sumergido en la oscuridad. El sonido de aquel grito bestial lo hacía levantarse de la almohada, rechinando los dientes. Había visto y oído morir a hombres. A veces morían silenciosamente como Ranieri en la nieve. A veces deliraban. Pero con demasiada frecuencia había oído aquel grito de la garganta de un animal asustado o herido.
«¿Qué soy yo?», se preguntó en una ocasión. No pensaba que fuera un cobarde. Pero se había salvado, ciertamente. ¿Salvado para qué? ¿Para Polonia? Se rió burlonamente ante la idea. ¿Era verdad que todo lo que hacía era puramente por la madre patria? ¿Entonces, por qué preocuparse del Bellini y del baile de un sultán? ¿Por qué no coger el dinero y ponerlo a trabajar? Quizás eso era lo que un hombre más valiente haría.
Pasaron las horas, y Palieski seguía arrastrándose entre el sueño y la vigilia. Vio alzarse el alba en su ventana; había olvidado cerrar los postigos. Para algunos, el alba trae esperanza; pero para Palieski era como si el sol estuviera espiando a través del cristal a un hombre que ya no era joven, medio enfermo por el coñac y los sueños amargos, dando palmaditas y haciendo la pelota a tiranos y cortesanas.
Un hombre que permitía que otro muriera solo.
Un hombre demasiado asustado para encender una cerilla en la oscuridad.
Entonces el sol se alejó de su ventana otra vez, y él se quedó inmóvil sobre la almohada, viendo la ventana a través de una maraña de negras pestañas, hasta que finalmente descubrió a Yashim junto a los pies de su cama.
—He fracasado —murmuró, sin sentir ninguna sorpresa; pero Yashim se limitó a sonreír.
Palieski no sentía ningún deseo de abrir los ojos. En su sueño, corría a través de la nieve, como una liebre sobre la delgada y dura capa, y la superficie de esa nieve estaba salpicada de los pequeños agujeros en los que sus amigos se habían hundido, uno por uno. Corrió de acá para allá a través del nevado campo, gimoteando y retorciéndose las manos, sabiendo que si trataba de salvarlos, él, también, se hundiría en la nieve como un carbón encendido.
Y cuando abrió los ojos con una sacudida, la habitación estaba vacía como siempre había estado, y alguien llamaba a la puerta y gritaba:
—¡Signor Brett! ¡Signor Brett! ¿Está usted en casa?
Palieski dejó que Ruggerio siguiera parloteando. Ya era bastante esfuerzo simplemente levantar la mano y coger el pedazo de pan de su plato y llevárselo a los labios.
El sol estaba ya calentándole la espalda, pero un escalofrío le recorría los omóplatos. Descansó la mano sobre la ropa y luego la levantó nuevamente para coger su delgada y aflautada copa de amaro.
Ladeó la cabeza y el licor corrió por su garganta. Él hizo un esfuerzo con la lengua y lo tragó.
—Pensaba que lo había perdido —dijo el cicerone con un rostro radiante al otro lado de la mesa.
—¿Qué me había perdido?
Palieski se inclinó hacia delante y examinó al veneciano como si fuera por primera vez.
Ruggerio parecía desconcertado.
—Sólo quiero decir, signor, que no nos hemos visto desde hace unos días. Pero si usted está ocupado, ¡entonces Ruggerio es feliz! —guiñó el ojo, sonriendo de nuevo—. ¿Quizás la signora Maria se abra, revelando una pequeña Venecia, también? Con ella, signor, tiene usted vistas muy atractivas, ¿no?
Palieski lo miró sin expresión alguna en su cara.
—¡Una pequeña Venecia, signor, entre los muslos de una mujer!
—No he visto a esa muchacha desde hace dos días —dijo Palieski fríamente.
La sonrisa vaciló y se congeló en el rostro de Ruggerio.
—¿Está usted seguro?
—Dos noches —admitió Palieski—. Y es una muchacha condenadamente bonita.
Ruggerio parecía incómodo.
—Yo también lo pienso. Y muy limpia —murmuró. Y se quedó en silencio durante un rato.
Palieski alargó la mano hacia el café.
—Voy a marcharme dentro de uno o dos días, Ruggerio.
—Pero ¡signor Brett! —La cara de Ruggerio era un poema—. Creo que sus asuntos no están todavía arreglados… Tiene que darnos tiempo. —Sus ojos se ensancharon—. ¿Es… a causa del conde Barbieri?
—Es una cuestión de negocios. —Palieski se dio un toquecito con la servilleta en los labios. El alquiler del apartamento está pagado. Y le debo su tiempo, desde luego… Y el de Maria también.
Ruggerio se irguió.
—Es usted demasiado amable, signor. Naturalmente, agradeceré cualquier regalo que usted decida concederme. Puedo cuidar de la muchacha también… ¿No estuvo con usted anoche? Lo lamento. —Apretó los labios—. Pero me temo que no es todo tan sencillo. Mi honor también está en juego.
—¿Su honor, Ruggerio?
Éste inclinó la cabeza a un lado.
—Signor Brett, me sorprende que no aprecie usted mis dificultades. —Su voz sonaba severa, enfadada, casi—. Yo entrego sus tarjetas a los más prestigiosos tratantes de arte veneciano en la ciudad. La tarjeta dice… ¿Qué? Que es usted de Nueva York. Que colecciona usted arte. —Parecía trastornado y agitaba las manos—. Perdóneme, signor Brett, pero una tarjeta así puede usted adquirirla por unas pocas libras en el taller de cualquier impresor. Si usted ve «coño» escrito en una pared, ¿le produce excitación?
Palieski sonrió, a pesar de sí mismo.
—Desde luego que no.
—Desde luego que no. Eso está muy bien, signor. —Ruggerio parecía estar él mismo excitándose hasta la pasión—. Pasa lo mismo con esa tarjeta. ¿Cree usted que los tratantes se quedan pasmados porque tiene usted una tarjeta con un nombre escrito en ella? No, claro que no. Sin embargo el conde Barbieri… Murió, sí, pero vino a verlo. En el Museo Correr… el director encontró tiempo para usted. El signor Eletro… También él empieza a pensar en este signor Brett. Tienen que pensar… ¡Y soy yo, Antonio Ruggerio, quien les di en qué pensar!
Alargó la mano, que tropezó con el vaso de Palieski. Lo agarró y lo vació.
—Dentro de un mes, les digo, tenéis que desenterrar los más grandes de vuestros cuadros. Les digo, el signor Brett es amigo de Ruggerio; es un buen hombre, con un ojo perspicaz y un poco de dinero que gastar. Reconozco que les dije eso… ¿O por qué vendrían? ¿Por una tarjeta? ¡Bah!
—Ha sido usted más que amable, signor Ruggerio.
—Barone.
—Barone Ruggerio, lo siento. Tengo la culpa, y lo reconozco francamente.
«Pero siempre tengo yo la culpa», pensó. Hizo un gesto con la cabeza para sofocar aquel grito en la oscuridad que no paraba de oír.
—Le he puesto a usted en una situación ciertamente delicada, lo comprendo —continuó—. Pero lo que debe ser, debe ser. ¿Cómo puedo hacerlo aceptable para su honor?
Cómo, se preguntó. ¿Cómo recupera un hombre su honor?
La ira de Ruggerio parecía desinflarse.
—En una ocasión, le dije a usted que la historia de Venecia nunca se ha escrito. Y no puede terminar, porque nadie escribe la misma historia dos veces. Usted me dice que tiene que marcharse. —Alargó la mano en busca de su café—. Volverá. Tiene que volver.
Palieski permanecía inmóvil. ¿Era eso, entonces? ¿Nadie podía escribir la misma historia dos veces?
—¿Y Maria? Me gustaría dejarle algo. Es una lástima que no pueda venir ella misma.
—No tenga miedo, signor Brett. Por el honor de Ruggerio, procuraré que ella reciba lo que sea que usted decida darle.
Palieski soltó un gruñido.
—¿Dónde diablos está, Ruggerio?
—¡Ajá! Ya sabe usted lo que pasa, signor Brett, con las mujeres. ¡Y adonde iríamos sin ellas!
—Debo coger un barco en Trieste —dijo Palieski bruscamente—. Quizás usted pueda averiguar los que zarpan en los próximos días.
—Yo no quiero más que ayudar —dijo Ruggerio.
—Encontrémonos en Florian’s entonces, a las doce —dijo Palieski, rezando para que él pudiera estar allí también.
Se estrecharon las manos, y Ruggerio se marchó haciendo zalemas.
—Qué lástima lo de la chica —murmuró Palieski para sí mismo más tarde, mientras permanecía con las manos en los bolsillos y contemplaba las barcas y las góndolas deslizándose bajo su ventana.
Maria se despertó en la oscuridad. Ésta era casi su elemento, como si hubiera vivido tanto tiempo sin luz que la oscuridad no pudiera ya lastimarla. Ya no podía hacerla llorar.
Movió las manos, flexionó los dedos. Las muñecas empezaban a arderle. Quizás era un signo de que se estaba curando.
Durante un rato no percibió nada más que aquellas extrañas mezclas de color que se formaban y reformaban en la oscuridad, como efímeros dibujos en agua aceitosa; pero luego, muy claramente, oyó cómo se descorrían los cerrojos de la puerta, y luego el crujido de ésta al abrirse.
Sintió que le subía el corazón a la boca. Y luego… no ocurrió nada.
Observó la presencia de un nuevo olor. Se incorporó en la oscuridad, y sintió que algo o alguien le tocaba los pies.
Era una mano, una mano humana… y luego otra mano subió hasta encontrar las suyas y en ella había algo que olía más dulce de lo que sería posible imaginar.
Maria cogió el pan y se lo metió en la boca.
Podrían quitárselo, en cualquier momento. Podía ser un truco, como el agua que habían derramado a través de sus pechos.
Pero ¿por qué, se preguntaba, no había ninguna luz?
Y entonces, lentamente y con gran perplejidad, fue descubriendo el olor a rosas.
—Grazie —susurró—. Per il pane… grazie, caro.
—De nada. ¿Puede usted andar?
—Sí.
—Vayamos a casa.
Palieski tomó una góndola en el embarcadero y dio instrucciones al gondolero de que remara por el Gran Canal.
El palazzo de la puerta que se abría al canal era uno de los mayores. La mayor parte de sus ventanas de postigos estaban cerradas.
Palieski despidió la góndola en un embarcadero cercano. En su cabeza se había imaginado un callejón sin salida, con ventanas que daban a la planta baja, pero la entrada resultó ser una reja que se abrió al tocarla. Dentro había un patio con una fuente en el medio y a su izquierda unas escaleras de piedra que se alzaban hasta el primer piso.
Había algunos niños pequeños que jugaban, vigilados por una vieja dama totalmente envuelta en negra seda que se encontraba sentada en un banco al sol.
—Buenos días —dijo Palieski cortésmente, levantándose el sombrero.
—Buenos días a usted, signor. ¿Se ha perdido?
—Quizás sí.
—¡Ah! —exclamó ella sonriendo—. Éste es el Palazzo d’Istria, signor.
—He oído el nombre.
—¿Oído? Perdone… Pepe, ¿está bien eso? No importa… un muchacho nunca debe pegar a una niña. Ven aquí, cara. Ven con Nonna. Así está bien. Eso está mejor.
La niñita se instaló en el regazo de la dama.
—Hace un siglo, la familia d’Istria era muy alegre, signor. Usted habría conocido el nombre, entonces, sin duda.
—He conocido a una contessa… la contessa d’Aspi d’Istria. Una mujer realmente encantadora.
—Ah, sí. Es una triste historia.
—Puedo soportar una triste historia —dijo él—. ¿Permite?
—Por favor.
La mujer dio una palmadita al banco, y él se sentó a su lado. La niñita levantó la mirada hacia él a través de una maraña de negro cabello, y su abuela empezó a pasarle los dedos por él.
—Lucia d’Istria era una gran belleza. Se casó con el conde d’Aspi. Un enlace muy acertado… dos viejas familias. —Se inclinó a un lado para la confidencia—. Los d’Aspi tenían el dinero, pero los Istria poseían la belleza, como Carla.
—Sí, ya veo.
—Esto fue en tiempos de la República, naturalmente. Trescientos invitados, y las mujeres… tan bellas en aquellos días. Yo estuve allí, y era hermosa también. ¿Por qué no? Era bastante joven. Casada, por supuesto… Debería haberlo visto, signor, todo aquel color… ¡Hasta los hombres! Los hombres no siempre vestían de negro como hoy en día.
»Vivieron aquí en los primeros tiempos. Vino un hijo —Luciano— y también la hija que usted ha conocido. —Movió negativamente la cabeza—. Creíamos que serían felices para siempre. —Golpeó el suelo con las puntas de los dedos, como si estuviera espantando ratones—. Ahora, vete, pequeñina. Pepe será bueno ahora… ¿no es verdad, Pepe? Y usted, signor, ¿tiene usted hijos?
—No —dijo Palieski.
La mujer le dio una palmadita en la mano.
—Eso no es infrecuente en Venecia hoy. Como iba diciendo, la República se hundió, y en la guerra los d’Aspi perdieron un montón de buena tierra, en el interior. Luciano murió combatiendo contra los austríacos, pobre chico. Lucia… Pienso que vivía sólo para su hijo. Eso fue una pena para la niña también. —Lanzó un suspiro—. El conde d’Aspi solía sentarse en este banco, con la barbilla apoyada en su bastón. Decía que había vivido demasiado tiempo. Todo se había reducido a nada, sabe usted.
—¿Y la hija? ¿La condesa?
—Ella es la última. La última de los d’Aspi, la última de los Istria. Pero nunca se casará.
—¿Por qué no?
—Eso está bien, Pepe. Buen chico —dijo la dama, como si no lo hubiera oído.
Palieski se puso de pie, observando a los niños.
—¿Hay muchas familias viviendo aquí ahora?
—¿En el palazzo? No muchas. Mi hijo, el doctor, alquiló el piano nobile cuando se casó. Me temo que es una extravagancia. Yo tengo un apartamento encima y por supuesto es muy conveniente para ellos. Los Gramante viven arriba. Se dedican al comercio, pero son totalmente responsables.
—¿Y su familia, mia donna? ¿Están todos bien?
—¿Nada de heridas de bala?
Palieski vio que la mujer alargaba la mano subrepticiamente para tocar el banco.
—Ya que lo pregunta, sí. Gracias a Dios por los niños, signor.
Palieski hizo una inclinación.
—Gracias por hablar conmigo. Reanudaré mi paseo.
«Qué curioso», pensó, mientras seguía su tortuoso camino hacia la piazza. Evidentemente no era el doctor el que recibió el disparo; ni su hermano, si vamos al caso. Pero no vivía nadie más en el palazzo.
«Me pregunto cómo terminará esto», se dijo.
Divisó a Ruggerio, sentado a una mesa, y se disponía a reunirse con él cuando observó que un hombre que se encontraba de pie detrás, en la sombra de la arcada, le hacía una señal.
—¿Está usted loco, signor Brett? ¿En la piazza, hoy?
—Estoy en manos del destino, Alfredo.
—Podría acabar en manos de la policía, signor, a menos que nos movamos con rapidez.
Palieski levantó una ceja.
—El hermano… No está tan loco como parecía —prosiguió Alfredo—. Recibió un balazo en el hombro y creo que eso lo calmó. De hecho, se lo debemos todo a él, tal como fueron las cosas. Le contó a la policía que había sido un accidente, y que no había nadie más implicado.
—¿Y le creyeron?
Alfredo se encogió de hombros.
—De momento, sí. ¿Por qué no? Vamos, paseemos. La banda se dispone a tocar.
La arcada se iba llenando de gente por momentos; los venecianos patriotas se estaban apartando de la piazza para evitar la apariencia de que disfrutaban de la banda austríaca.
Cruzaron bajo la Procuratie.
—¿Y por qué querría desencaminar a la policía?
—Los venecianos no sienten ningún amor por ellos, signor. Y una familia como ésa… Tratan de resolver sus propios problemas.
—¿Cómo se llama esa familia?
—Por favor, signor Brett, no tengo libertad para decirlo.
—Después de todo lo que hemos pasado, había pensado… —Sus palabras se fueron apagando—. Estuve en el palazzo esta mañana. No hay ninguna vieja familia allí.
—¿Esta mañana? ¿Por qué? ¿Con quién habló usted?
—Con una vieja dama. Me contó toda la historia del lugar. No dijo una sola palabra de lo de anoche.
Alfredo soltó un resoplido.
—El propietario del cuadro quiere ser discreto. Si nos invitara a su palazzo, usted pronto sabría su nombre.
—Pero usted me estaba diciendo…
—Signor Brett, si un cliente quiere discreción, yo soy discreto. No puede usted esperar menos.
—Entonces… ¿por qué estaba el hermano allí también?
Alfredo se detuvo y se dio la vuelta para mirar a Palieski.
—Signor. Le contestaré a esas preguntas, que tienen respuestas muy simples. Y luego debemos seguir; no queda mucho tiempo. ¿En América un hombre puede tener una amante…? Bien. Aquí en Venecia, es normal. No puede llevar esa mujer a su casa, así que toma un pequeño casino —una habitación en otra casa— donde pueden ir para su disfrute. Es muy discreto. Nadie hablará al respecto… Ni siquiera una vieja dama. Pero tal vez ella no sabe nada.
—Pero ¿y el disparo?
—No es usted veneciano, signor Brett. Hace demasiadas preguntas. Lo que pasa entre un hombre y su amante no es de la incumbencia de nadie. ¿Un disparo? ¿Porcelana rota? ¿El restallido de un látigo? ¿Comprende lo que estoy diciendo?
Se dio la vuelta y siguió andando.
—Ya basta. Lo que es importante para nosotros es el hermano. Él no sabe quién es usted, aunque probablemente podría reconocernos a los dos. De manera que es importante que no nos vea, por razones obvias. Yo sugeriría especialmente no ir a comer al Florian’s.
—Pero no ha presentado ningún cargo, ha dicho usted.
—Sigue siendo una posibilidad. Una amenaza, si lo prefiere.
—Todo este asunto es una porquería —dijo Palieski malhumoradamente.
—No. Lo que pasó anoche parece desgraciado, por no decir otra cosa peor, pero también, en cierto modo, creo que ha sido beneficioso. Una pequeña efusión de sangre, para aliviar la presión, ¿no? Sigue existiendo una buena oportunidad, para usted. El hermano ha hablado con nuestro cliente. Éste no pondrá objeción a la venta, pero quiere su parte.
—Su parte —musitó Palieski—. Anoche se comportó como si no pudiera vivir sin el Bellini.
—Hay una compensación para todo.
—¿Compensación?
—Significa, por desgracia, que el precio ha subido.
—Oh —dijo Palieski—. Voy a tener que pagar su parte, ¿no es eso?
—No completamente. Mi patrón ha discutido eso con ambos, y les ha convencido de que sean moderados. Ahora el cliente ha aceptado bajar su precio, en bien de la paz. Siete mil, ése es su último precio. Pero usted ya ha visto el cuadro. Ya sabe cuál es su valor.
—He visto a un hombre disparar contra él, sí.
Alfredo esbozó una extraña y cáustica sonrisa.
—Como autentificación, signor, es bastante concluyente. ¿No está usted de acuerdo?
—Muy bien.
—He tomado algunas medidas para ayudarlo, signor. Esta tarde zarpa un barco para Trieste. Mañana, a las doce, tras haber visitado a sus banqueros, puede usted regresar. Estará usted aquí para una segunda partida mañana por la tarde… hacia Corfú. Desde Corfú puede elegir cualquier destino que le guste… pero no, me parece, Venecia o Trieste.
—¿Y por qué no me acompaña alguien simplemente a Trieste, con el cuadro? Luego puedo salir directamente desde un puerto importante.
—Una buenísima pregunta, signor Brett. Los hermanos no confían demasiado el uno en el otro. La única solución para ellos es recibir el dinero juntos cuando el cuadro cambie de manos… Y entonces, signor, procurar que usted realmente salga de la ciudad.
—¿Quieren verme saludándolos desde la popa con una mano, y el Bellini en la otra?
—Por favor, signor Brett. Nada de bromas. Regrese a su apartamento. Yo lo llamaré a las cinco, y lo acompañaré al barco de Trieste.
—Haga algo por mí, ¿quiere? Hay un cicerone, Ruggerio, sentado en estos momentos en el Florian’s. Bajito, con gafas, unos sesenta años. Espera tomar un buen almuerzo… ¿Le dará eso, con mis saludos, y le pedirá que pase por casa esta tarde?
—Ruggerio. ¿Gafas? Muy bien, signor.
Cogió el billete de banco, y se estrecharon las manos.
—Arrivederci!
—¡Ajá! ¡Maria Contarini! ¡La ducesa en persona! ¡A buena hora llegas a casa, desde luego… y tu padre muriéndose de preocupación, y sin un alma para ayudar a tu madre a cuidar de tus propios hermanos y hermanas!
—Mamma, yo…
—¡Mira en qué estado vienes! —silbó la signora Contarini. Agarró a la muchacha del brazo y la obligó a entrar en la ruinosa choza, cerrando de golpe la puerta. Una docena de pares de ojos habían visto a su hija volver a casa.
—Ese hermoso vestido, ¡es un harapo! Madonna… ¡Si no tuviera más trabajo que el que el Señor nos envía, hace horas que me habría muerto de preocupación, Maria Contarini! ¿Dónde están tus zapatos? ¿Qué le ha pasado a tu vestido?
Echó una mirada a la hinchada cara de Maria, y se llevó la mano a la boca.
—Dios mío, Dios mío, ¿qué te ha hecho?
Sus poderosos brazos atrajeron a la muchacha a su pecho.
—¡Maria, mia ragazza! —Estiró los brazos en toda su longitud, para verla mejor—. Ti prego! —Su voz bajó una octava.
»Si encuentro al hombre que te ha hecho esto, lo haré pedazos con mis propias manos… Yo, que te traje al mundo, ¡mi pequeña!
Volvió a abrazar a Maria, luego la apartó otra vez para inspeccionar sus destrozados vestidos, su pálida y magullada cara y los verdugones de sus muñecas.
Finalmente la signora envolvió a Maria en un húmedo abrazo.
—Voy a comprar carne —declaró ampulosamente, acariciando el negro cabello de Maria.
—Mamma, por favor. El hombre de fuera…
—El espantajo. ¿Él te hizo eso?
—No, mamma. Él me sacó. ¿Por favor?
Maria fue hacia la puerta.
—¿Qué estáis todos mirando? —gritó. El patio estaba lleno de brazos cruzados. Encima de aquellos brazos, docenas de ojos curiosos.
Pero el hombre que la había traído de vuelta no aparecía por ninguna parte.
—¿Lo habéis visto? ¿Lo habéis visto marcharse?
Una mujer escupió.
—Se ha ido —dijo torvamente—. Menuda pinta tienes.
Maria lanzó una salvaje mirada alrededor del patio, y volvió a entrar en la choza, dando un portazo.
Finalmente, de pie en el cuchitril manchado por el humo que les servía de cocina, su barbilla tembló y rompió a llorar.
—Ma poverina —la arrulló su madre, poniéndole su toca y atrayéndola a sus brazos, todo al mismo tiempo—. No te preocupes por ellos, tú siéntate aquí y tu hermano cuidará de ti. ¡Aurelio!
Una oscura figura que arrastraba los pies salió de las sombras que rodeaban la chimenea.
La signora Contarini hizo un gesto con la cabeza, y se marchó majestuosamente con la nariz levantada.
Como muchos venecianos, la signora no gustaba de comer mucho pescado, que podía ser adquirido sin problemas, pues era muy barato. Su familia sólo lo comía cuando la Iglesia lo ordenaba. En general los alimentaba con una dieta de cebolla, ajo, verduras y polenta; unas pocas setas, en temporada, un poco de risotto y de vez en cuando un trozo de panceta podía hacer su aparición en la cocina.
Para comprar carne se dirigió nada menos que hasta el Rialto, y se pasó mucho rato estudiando las diferentes clases, sopesando las ventajas relativas de la ternera —que hacía el mejor caldo— o la carne de caballo, que era particularmente conveniente para un paciente delicado. Los carniceros la trataron con solemne galantería y paciencia, porque, aunque era una dienta poco frecuente, eran las mujeres de la clase de la signora, que compraban raras veces pero lo hacían con determinación, las que mantenían su negocio.
Al final los argumentos a favor del caldo ganaron la partida. Maria, comprendió, estaba débil y herida, pero no realmente enferma. La signora seleccionó un grueso corvejón y se lo llevó a casa en su cesta, envuelto en unas hojas del Corriere veneciano.
Palieski estaba asombrado de lo rápido que había cambiado su estado de ánimo.
Las revelaciones de Alfredo lo habían animado mucho. Difícilmente podía ser acusado de cobardía ahora. El desgraciado hermano no estaba, a fin de cuentas, muerto: ¡Lejos de ello! Parecía estar haciendo una vida normal, y trazando algunos planes como algún viejo exarca bizantino.
El símil le pareció a Palieski particularmente adecuado. ¿Qué era Venecia, a fin de cuentas, sino un retoño de Bizancio que había echado raíces, abriéndose camino, intacto, hasta el siglo XIX como las zarzas en el tejado de una iglesia? Sacerdotes armenios, mosaicos, aristócratas intrigando… Vaya, hasta el Fondaco dei Turchi era un palazzo bizantino.
Sonrió torvamente, ¿qué era una bala de vez en cuando, ahora que el hermano había conseguido su parte? Y así el trato estaba otra vez en marcha… Por mil más, cierto, pero seguía siendo una compra decente. El embajador iría, después de todo, al baile.
El sargento Vosper era un hombre lento y metódico, para el cual las órdenes eran órdenes; aparte de cuestionar la validez del procedimiento de asumir el caso de otro hombre, no dudaba de su jefe. Finkel había analizado los motivos del asesino. El trabajo de Vosper era proporcionar las pruebas que lo apoyaran.
La contessa, desde luego, sería capaz de señalar fácilmente al amante culpable; pero Vosper no era policía porque sí. Era lo bastante astuto para saber que ella rehusaría dar el nombre… incluso aunque lo sospechara. Probablemente se sentía halagada por las pasiones que había despertado. Interrogarla a ella, por lo tanto, significaba una pérdida de tiempo.
Lo cierto era que a Vosper le asustaba un poco la perspectiva de interrogar a la contessa d’Aspi d’Istria, con todos esos títulos y protocolos, y las oportunidades de hacer el ridículo. Pero la propia tía de Vosper había sido criada, muchos años antes, y él sabía cómo hablar a los sirvientes. Sabía, también, que los sirvientes mantenían abiertos los ojos. Eran una mina de información.
—¿Qué tal, Andreo? —le dijo agradablemente al criado de la contessa, mientras se deslizaba en una silla a su lado en el pequeño café situado en el Campo Santa Maria Mater Domini.
—Antonio. ¿Quién es usted?
—Policía. No te preocupes, no estoy aquí para denunciarte. Sólo quiero tener una pequeña charla.
—¿Se trata de Barbieri, verdad? No sé nada al respecto.
—Entiendo. ¿Y qué te hace estar tan seguro de que se trata de Barbieri?
Antonio miró al policía y frunció el entrecejo.
—¿Qué otra cosa podría ser?
Vosper consideró la cuestión. No se le ocurría una respuesta, así que dijo:
—La contessa, tu ama, es una mujer atractiva.
Antonio no respondió.
—Soltera, curiosamente. —Para Vosper, una mujer no casada era una idea rara y más bien poco atractiva—. Pero hay hombres en su vida, estoy pensando. Admiradores.
Antonio lo miró inexpresivamente.
—No me corresponde a mí decirlo.
—Puedes confiar en mí, Antonio, soy un policía. —Vosper cogió un mondadientes y se lo metió en la boca; no veía motivo para andarse con rodeos—. ¿Me pregunto si la ha estado visitando alguien recientemente? ¿Un nuevo amigo, quizás?
Antonio sonrió. Él no tenía mucho tiempo para los amigos, ni para los policías.
—¿Se refiere al americano?
—El americano —repitió Vosper, sin comprometerse—. Cuéntame cosas de él.
Antonio le complació. Había muy poco que contar, pero estaba razonablemente seguro de que un tipo tan estúpido como Vosper podía perder un montón de tiempo considerando la implicación del signor Brett en el caso. Esperaba que el signor Brett no sufriera demasiadas molestias. Le había parecido un hombre decente.
—¿Tomó el apartamento de al lado? Interesante. —¿Qué mejor manera de llevar una aventura?
También encontró interesantes los detalles de su última —bien que la primera— visita pública al palazzo.
—¿Se sintió enfermo, dices?
Enfermo de celos, sin duda. Brett había visto a su rival en la sala. Se marchó temprano y luego, tras haberse previsoramente hecho acompañar por Antonio hasta la puerta de su apartamento para establecer la coartada, esperó hasta que no hubo moros en la costa, y volvió sobre sus pasos.
Un caso evidente, tal como su jefe había dicho.
—Gracias, Andreo, has sido de mucha ayuda.
—Ha sido un placer —dijo Antonio.
Sólo una cosa inquietaba a Vosper mientras regresaba a la Procuratie.
Él no era, lo sabía, el más brillante de la clase. Así que, ¿por qué Brunelli no se le había adelantado ya?
Brunelli retornó a la Procuratie después de un rápido almuerzo, encontrando a un ansioso Scorlotti que lo esperaba en su despacho.
—¿Problemas, Scorlotti?
—Vosper se ha hecho cargo del caso de Barbieri, commissario. El jefe le dijo que se trataba de un crimen pasional.
Brunelli se sentó pesadamente ante su mesa y se frotó los ojos. Se sentía terriblemente cansado.
—Gracias, Scorlotti.
—¿No va usted… quiero decir, no quiere ver al jefe?
Brunelli levantó la mirada.
—Francamente, Scorlotti, no. No volverá del almuerzo hasta dentro de una hora o dos, de todos modos.
—Hoy, no, señor. Está en su despacho. Vosper cree que ha encontrado al asesino.
—Bien, eso es rapidez. Al menos descartó el suicidio.
Scorlotti sonrió torvamente.
—Vale. —Brunelli palmeó sus manos ante él, y se dio la vuelta en la silla—. ¿Quién lo hizo?
—El americano, aparentemente. Brett.
—Ah, sí. —Brunelli asintió lentamente—. ¿No ha podido ver mis notas sobre el caso?
—No necesariamente, dice el jefe.
—No. No, claro que no. —Se puso de pie—. Si alguien pregunta por mí —supongo que no lo hará nadie, pero nunca se sabe— diles que me he ido a dar un paseo.
—Bene, commissario. —Scorlotti pareció vacilar—. Es un lío, ¿no, commissario?
—Para el signor Brett, Scorlotti, tiene todo el aspecto de una pesadilla.
Scorlotti comprendió que el commissario deseaba estar solo. No le engañaba su aire de fatigada calma. Brunelli quizás despreciaba las razones políticas de su situación, pero odiaba la injusticia aún más… especialmente la injusticia perpetrada por personas cuya tarea era dispensar la justicia honradamente.
El paseo, supuso vagamente Scorlotti, lo llevaría a una resolución.
Los propios pensamientos de Brunelli también eran vagos mientras salía de la Procuratie e iniciaba con rabia su andar renqueante a lo largo del Molo. No hacía suficiente ejercicio, la verdad; y por lo general le gustaba comer demasiado bien… la seppie con nero era solamente la punta del iceberg. Se consideraba afortunado de poder comer bien, porque mucha gente en Venecia había estado a media ración durante años, incluso desde la llegada de «los amigos» y la decadencia del puerto. A veces su mujer le recordaba que debía ser más indulgente. El hambre hace ladrones, decía.
Anduvo, sin decidir realmente adonde ir, siguiendo la invitación de un puente o el aspecto de un callejón. Pero lo intrincado del paseo le agradaba, entre otras cosas porque reflejaba las intricaciones de su propia mente. El Stadtmeister se quejaba de no tener ningún lugar donde ir a montar a caballo, o donde dar grandes zancadas cuando quería pasear; a veces se había embarcado para ir al Lido una tarde. «Me gusta la línea recta, Brunelli. Y —no nos engañemos—, eso también vale para el trabajo policial».
Brunelli conocía cada centímetro de su ciudad, tanto desde el agua como desde tierra. El Gran Canal se curvaba formando una perezosa «S» entre unas islas con diferentes dialectos, diferentes lealtades, diferentes santos y tradiciones separadas. Hasta las caras podían variar de una parroquia a otra. Pero Venecia estaba compuesta de todas esas diferencias. Juntos, sentía Brunelli, constituían un todo.
Eso explicaba por qué la ciudad se había sometido a un desordenado Imperio, luchado, comerciado y cedido terreno cuando la empujaban, y recuperado lo que podía cuando surgía la oportunidad. El dinero que había construido Venecia —el dinero que había pagado los ladrillos, las piedras y los jardines secretos, las bellas fuentes de cada piazzetta, las iglesias y las escuelas— procedía de cualquier cosa menos de seguir la línea recta. Procedía, pensó Brunelli, mientras giraba para entrar en un sopportego bajo un edificio construido con las ganancias del comercio de camellos en el Neguev, de la costumbre de mirar más allá de la siguiente esquina; de observar continuamente las yuxtaposiciones —la curva de un puente, el color rojo de una vieja pared, y el reflejo de un diminuto nicho votivo en el canal por la noche. Procedía de cierta clase de eficiencia… No del tipo de la línea recta, sino de uno que podía mantener mil giros en la mente al mismo tiempo.
Se encontró en el Rialto, y cruzó el puente.
Según el Stadtmeister, los austríacos tenían planes para rellenar los canales e instalar una vía de ferrocarril a través de la laguna. ¿Por qué no? La ciudad se estaba muriendo de pie. Las zanahorias eran más baratas en Padua o Mestre. Los abogados estaban ocupados a todo lo largo de la costa… pero en Venecia, seguramente, buscaban trabajo como todos los demás.
Brunelli se encontró en un puente con pretil —otra feliz idea austríaca— y se asomó, mirando hacia abajo, a las verdes aguas del canal.
Brunelli levantó los ojos del canal y los dejó vagar por la fachada de un palazzo que reconoció como perteneciente a la contessa d’Aspi d’Istria.
Ése era el lugar donde Barbieri había dado su último paseo en góndola.
Y en la puerta de al lado del palazzo, un tal signor Brett, que venía de Nueva York y hablaba italiano como un… ¿cómo qué? Hablaba bien… en dialecto toscano.
Lo cual suponía tres giros en el callejón; tres piezas del laberinto. Había recovecos en el signor Brett, y no líneas rectas.
Pero Brunelli sabía que era inocente del asesinato.
—¿Le sobra una monedita, amigo?
Brunelli bajó la mirada hacia la desastrada figura que tenía a sus pies, y frunció el ceño.
—Deberías marcharte de aquí.
—Eso es lo que el otro policía dice —repuso el mendigo. Parecía forastero… Genovés, quizás. Tenía unas llagas sonrosadas en su cuero cabelludo y la cara hinchada.
Brunelli levantó la mirada… y allí estaba Vosper, de pie, en el umbral de una casa del callejón, de espaldas.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Media hora, quizás menos. Pero no hay nadie en casa.
—¿Nadie en casa?
—El caballero del apartamento ha salido.
Brunelli miró a Vosper, y sintió una oleada de irritación que bordeaba el desprecio.
—¿Vino… en esta dirección el caballero?
—Directamente desde el puente.
Brunelli sabía lo que tenía que hacer.
—Si vuelve —si pasa por aquí otra vez—, ¿le dirás que no vaya a su casa?
—Que no vaya a su casa —repitió el mendigo—. Se lo haré saber.
—Aquí tienes cincuenta —dijo Brunelli, sacando una moneda del bolsillo. La puso en la mano del mendigo—. Dile que se mantenga lejos.
—Muy bien, su señoría. Aquí estaré.
Brunelli se dio la vuelta y empezó a desandar lo andado.
¡Líneas rectas!
¡Qué estúpidos!
Palieski se dirigió con paso enérgico a casa a través de los callejones y calles en zig zag hasta llegar al puente, donde el mendigo le llamó la atención con un siseo.
El sonido le hizo pegar un brinco a Palieski.
—No tenía intención de asustarlo, su señoría —dijo el mendigo obsequiosamente, tocándose la ceja en una especie de vago saludo—. Pero me han dicho que se lo haga saber, que no tiene que volver a su casa.
Palieski miró hacia abajo con asombro. Era la primera vez que realmente veía al mendigo, que llevaba una pálida barba y cuyos ojos estaban medio cerrados, como si no pudiera soportar la luz. Constituía, con las llagas de su cabeza, una visión patética.
—¿No volver a casa? ¿Qué quieres decir?
El mendigo movió negativamente la cabeza y pareció contrito.
—No lo sé exactamente, su señoría, es sólo lo que me han dicho que le diga.
—¿Te han dicho? ¿Quién?
—Un policía, señor. Que tiene un rostro amable. Porque hay otro, vea, rondando por el callejón ahora. Supongo que lo está esperando a usted.
Palieski sintió que se le aceleraba el pulso.
¿Por qué un policía dejaría un aviso, mientras el otro estaba esperando frente a su casa?
—El hombre que te habló… ¿te dio algún nombre? ¿Brunelli?
El mendigo pareció encogerse.
—No dio ningún nombre, señor. Era un tipo grande, bastante pesado. Apuesto a que le gusta comer. Dile que no vaya a casa, dice. Que se mantenga alejado. A causa del otro polizonte, dice.
Palieski había empalidecido.
—No puede ser —murmuró—. Sencillamente, tengo que entrar en el apartamento.
El mendigo pareció interesado.
—Si los deseos fueran góndolas —observó con su aflautada voz—, yo estaría en el Gran Canal, en vez de estar en este puente todo el día y la noche. —Hizo una pausa—. ¿Se trata de joyas, su señoría? ¿O de dinero?
Palieski lo ignoró, y se mordió las uñas.
Alfredo llegaría dentro de una hora. Poco después harían un trato y él subiría a un barco rumbo a Trieste. Al día siguiente saldría para Corfú, con el Bellini en la bolsa.
La bolsa yacía ahora bajo su cama, conteniendo las cartas de crédito.
Y un policía estaba vigilando la puerta.
Se dio cuenta de que el mendigo estaba hablando otra vez.
—Porque tengo una idea, su señoría. Y vale un florín, quizás.
—Sigue —dijo secamente Palieski.
—Se lo mostraré —dijo el mendigo con un débil murmullo. Alargó una mugrienta mano y le pidió a Palieski que se acercara.
Palieski se agachó un poco más, con una desconfianza apenas disimulada. El hombre, que probablemente estaba medio chiflado, hurgó entre sus harapos hasta que dio con un trozo de vieja manta. A Palieski se le ocurrió que en cualquier momento podía sacar un cuchillo.
En vez de eso, el mendigo levantó una esquina de la manta.
Por un instante, Palieski miró con fijeza.
Si el mendigo hubiera sacado un jarrón de rosas, o un niño africano, Palieski no hubiera quedado más sorprendido.
—La tienes —graznó, débilmente—. ¡Tienes mi bolsa!
—Sana y salva, su señoría. Y lo que está adentro, también.
—Yo… tú ¿has mirado dentro? Quiero decir…
—No se lo he robado, su señoría, si es eso lo que está insinuando. No es mi estilo, si usted me comprende.
La boca de Palieski colgaba de puro asombro… y alivio.
—Tómela si gusta, su señoría. —El mendigo deslizó una sucia mano por la punta de su nariz—. Cualquier cosa para hacer un favor a un viejo amigo.
Palieski saltó hacia atrás, como si le hubieran mordido.
Miró a su alrededor frenéticamente, pero no había nadie más en el puente.
Su cara estaba cenicienta.
—Cogeré… cogeré la bolsa —empezó—. ¿Cómo puedo compensarte? Quiero decir… ¡Creo que me has salvado la vida!
—Y usted me salvó la mía antes, también —dijo el mendigo. Cogió la bolsa con ambas manos, y la depositó sobre sus rodillas.
Palieski se pasó las manos por el cabello. Sus ojos amenazaban con salirse de sus órbitas. Se inclinó y miró al mendigo a la cara.
—Eres… ¡no puede ser! No es posible… —exclamó con voz que apenas era un susurro.
El mendigo se encogió de hombros.
—Había empezado a pensar —dijo— que podías necesitar que te echara una mano.
Las piernas de Palieski cedieron y tuvo que sentarse sobre el escalón de piedra.
—Y a mí me parece —añadió Yashim— que he llegado justo a tiempo.
—Lo primero que tenemos que hacer —prosiguió Yashim imperturbablemente— es encontrar algún lugar seguro para dejarte.
—Lo primero que tenemos que hacer —contestó Palieski, respirando pesadamente— es encontrar algún lugar para beber un gran vaso de grapa. —Volvió a mirar al mendigo y apartó los ojos—. No puedo creerlo, Yash. Quiero decir, ni tu propia madre te reconocería. —Hizo una pausa—. Tienes un aspecto horrible, ¿qué has hecho con tu cara?
—Me teñí las cejas de amarillo, para hacerlas igual que la barba. La barba es postiza.
Palieski comprendió por qué el mendigo había parecido tan sensible a la luz: con sus ojos abiertos de par en par, parecía… Bueno, todavía no parecía su amigo de tantos años.
—Bueno, eso puedo imaginarlo. Es tu… tu cara la que parece tan diferente. Tiene una forma extraña.
Yashim metió un sucio dedo en su boca y empezó a trabajar en sus encías. De ahí salieron diversos bultitos húmedos. Yashim movió la mandíbula para relajarla.
—Relleno —dijo triunfalmente. Metió la mano detrás de sus orejas y quitó una especie de masilla, de manera que los pabellones se quedaron pegados a su cabeza—. ¿Me reconoces ahora?
Palieski asintió. Era Yashim… pero seguía siendo una horrible, áspera, rojiza parodia de su viejo amigo.
—Tus dientes —objetó débilmente.
Yashim soltó una risita.
—Olvidé los dientes —dijo, y se sacó unos pegotes de cera.
—Tienes un aspecto horrible.
—Me siento mucho mejor.
—Supongo que, bajo esos harapos, vas estupendamente vestido, ¿no?
—En realidad, creo que voy respetable.
Yashim se puso de pie, y se quitó de encima varias capas de mugrientas ropas.
—La barba se queda —dijo—. Hace falta lejía y agua para quitarla, creo.
—Yo no sé nada en cuanto a respetabilidad —señaló Palieski, mientras supervisaba la familiar túnica marrón de su amigo—. Pero tú no vas a pasar inadvertido.
—Eso puede formar parte del plan —dijo Yashim—. Vamos.
Dejando sus harapos en un montón al lado del puente, Yashim encabezó la marcha hacia el café donde Ruggerio y Palieski había desayunado unos días antes.
Palieski pidió grapa. El camarero miró con curiosidad a Yashim, pero parecía más interesado en su tiña que en sus ropas.
—Lo peor de todo, Yashim, es que… —sus palabras se fueron apagando—. Dios mío. Yashim. Yashim. —Palieski movió la cabeza en un gesto de consternación—. Sigo sin creérmelo. Pero todo se ha ido al traste. Llegas demasiado tarde.
Yashim levantó la cabeza.
—Al contrario. Ya he dicho que he llegado justo a tiempo.
—No, mira. Lo siento. He encontrado el Bellini… Lo voy a recibir mañana. De hecho, sería mejor volver a la casa. Tenemos que encontrar a mi amigo Alfredo antes de que se tope con el policía. —Se inclinó sobre la mesa—. He comprado el cuadro, Yashim. O casi. ¡El Bellini del sultán! Por eso necesitaba la bolsa.
—Y por eso la cogí —dijo Yashim.
Palieski asintió.
—Gracias a Dios que lo hiciste. Iodo el asunto se está complicando… le lo explicaré más tarde. Voy a irme tan rápidamente como pueda. Tenemos que conseguir un pasaje en ese barco mañana… Sólo va hasta Corfú, me temo, pero la necesidad manda y todo eso.
Ingirió su grapa, y lanzó un suspiro.
—Dios mío, Yashim, casi me muero de la impresión.
Yashim tenía un aspecto serio… o todo lo serio que podía parecer un hombre con una falsa barba y con unas cejas y pestañas teñidas de un nauseabundo color amarillo.
—Me temo que la impresión no se te ha pasado todavía. —Hizo una pausa—. No puedes entregar el dinero —añadió Yashim con calma—. Tu Bellini es una falsificación.
Palieski se quedó paralizado.
—Oh —dijo fríamente—. ¿Es eso cierto? ¿Lo es?
Yashim asintió.
—El asunto del mendigo fue una inspiración, Yashim. Todavía encuentro difícil creer que estás aquí, en persona. Pero si me equivoco sobre el Bellini, entonces no me llamo Palieski.
Yashim sonrió un poco triste.
—Bueno, ¿así es, no, signor Brett?
—Ser un mendigo puede que te haya ido bien —replicó Palieski jocosamente—, pero no creo que estuvieras escondido bajo la mesa cuando yo estaba contemplando el cuadro, ¿verdad? El tipo que lo vendía… su hermano casi murió. Entró agitando un arma, y recibió la bala. Estaba oscuro —añadió—. A punto estuvo de dispararme a mí primero.
—Ah, de modo que así es como pasó —murmuró.
—Oh, vamos, Yashim. Una reliquia familiar. Probablemente lo mejor que han desenterrado desde la caída de Atenas.
—¿Quién?
—La familia que está vendiendo su cuadro a escondidas —su voz sonaba débil—. No puedes andar por ahí voceando tus precios por el Rialto estos días. Los amigos —los austríacos— llegarían a oírlo.
—Cuán conveniente.
—¿Conveniente? Tonterías. Nos encontraremos con ellos mañana. El vendedor y el hermano… Cerraron una especie de pacto, gracias a Dios. Yo creía que el hermano había muerto. Tan pronto como tenga el cuadro, le preguntaré a Alfredo quiénes eran.
Yashim miró fijamente a su viejo amigo. A Palieski no le gustó, y apartó la mirada.
—¿Has ido al teatro mientras estabas aquí?
Palieski pareció sorprendido.
—¿Al teatro? Me parece que has cogido el rábano por las hojas, Yash. He estado enfermo, he estado ocupado, he estado… Dios, me encontré con Compston aquí, y tuve que conseguir un par de cortesanas para hacerle compañía, junto con sus compadres de los Habsburgo. —Se apoyó contra la pared, y, ahora que había encontrado este tema, descubrió que valía la pena—. He tenido a unos policías acosándome por culpa de dos individuos que encontraron asesinados. Nada que ver conmigo. He visto cómo le disparaban a un tipo ante mis narices… Pensé que había muerto. Me han amenazado con pistolas, con ahorcarme, con el cólera. He nadado por el Gran Canal. No a lo largo de él, como Byron, pero es que él no llevaba los zapatos alrededor del cuello. He sido incluso envenenado. Una asquerosa pócima, el prosecco. Así que, no, lo siento. Me he perdido el teatro.
Se puso de pie.
—Venecia es un teatro, Yashim. Tú encajas bien con ella, también, con tu barba y tus cejas. No es extraño que el camarero no te mirara. Al terminar el día, probablemente te meterás en una caja etiquetada como «Personajes del Café». Yo ya he tenido bastante.
Yashim no se había movido.
Palieski lo miró fijamente durante unos instantes. Agarró la silla y se sentó. Se sostuvo la cabeza entre las manos. Dijo una palabra en polaco que Yashim no entendió.
—Sigue, Yash —dijo finalmente—. ¿Qué te hace pensar que el Bellini es una falsificación?
El sargento Vosper no sólo era un hombre metódico y lento. El aspecto del trabajo policial que más le gustaba era permanecer en un dintel, al otro lado de la calle, esperando a que un sospechoso apareciera.
En la Procuratie tenía que soportar las interminables conferencias del Stadtmeister, y a hombres como Brunelli, que se burlaban de él. Cuando Brunelli se reía, él nunca sabía si mostrar agrado o sentirse ofendido. Ahora Brunelli iría por su cabeza.
Esperar a Brett no era, considerándolo bien, una mala manera de pasar la tarde.
Llegó a las seis menos cuarto, según el reloj de Vosper. Era un feo individuo que se presentó ante la puerta principal del palazzo, la empujó y entró. Vosper lo siguió.
—¿Signor Brett? —gritó, cuando oyó los pasos del hombre en la escalera de piedra sobre su cabeza.
El hombre de detuvo.
—¿Quién es?
Vosper sacó la cabeza por encima de la barandilla y miró hacia arriba.
—Policía.
—¿Qué está usted buscando?
La regla de Vosper era no responder jamás directamente a una pregunta.
—¿Es usted el signor Brett?
Sobre su cabeza oyó una voz que murmuraba para sí.
—¿Brett? —gritó—. Por favor… ¿es ésta la Ca’ d’Aspi?
—Es la Casa Manin. D’Aspi es la puerta de al lado.
El tipo feo bajó por las escaleras, riendo entre dientes con pesar.
—Casa esto, casa aquello. Deberían darnos números de calle en el siglo diecinueve.
Vosper asintió. Era una buena idea. Los números ayudarían al trabajo policial.
—Estoy esperando al signor Brett.
—Jamás he oído ese nombre —dijo Alfredo—. Tengo que ir a la Ca’ d’Aspi. ¿La puerta de al lado, dijo usted?
—Así es. —El hombre se había perdido. No era americano, para nada—. Gire a la izquierda, y luego la primera a la izquierda.
—Gracias, commissario. —Mientras pasaba, el tipo feo se dio la vuelta y bajó la voz—. ¿Y qué ha hecho ese Brett?
—No estoy en libertad de revelarlo, me temo, señor. —Lo cual, bien mirado, era una vergüenza. Vosper obtenía muy poca gloria de su trabajo, y aquí había un hombre que no parecía echárselo en cara. Se inclinó un poco—. Podría tratarse de una acusación que merece la horca.
El tipo feo hizo una mueca.
—¿Asesinato?
Vosper apretó los labios.
—De eso se trata, por decirlo en una palabra, señor. Entre nosotros.
Alfredo agachó la cabeza en un gesto admirativo.
—Buena suerte, commissario.
—Y buena suerte a usted, también, señor. Es a la izquierda, y luego otra vez a la izquierda.
En el café, Yashim estaba empezando a explicarse.
—Tu amiga Maria.
Palieski levantó la cabeza.
—¿Cómo es que conoces a Maria?
—Tu Alfredo… un hombre gordo y feo.
Palieski se retorció en su silla.
—Eso no lo convierte en un ladrón.
—No. Pero estaba al mando cuando sus dos secuaces registraron tu apartamento. Él los envió. Ellos se llevaron a Maria.
—¿Maria? ¿Qué le ha pasado?
Yashim se lo contó.
—La tenían en el Fondaco dei Turchi. En el viejo hammam.
—¿Tú la encontraste?
—Finalmente.
—¿Y ella está…?
—Oh, está bien. Podrás verla dentro de un momento.
—Pero ¿qué querían de ella?
—Querían saber dónde estabas tú. —La mirada de Yashim buscó el rostro de Palieski—. ¿Era buena tu tapadera?
Palieski se mordió el labio.
—No creo que bajara la guardia y me delatara, Yashim. Y era bastante buena… la tapadera del coleccionista norteamericano. ¿Por qué no? Aparte de aquel encuentro con Compston y sus compadres, nadie podía poner en duda al signor Brett.
—¿Brunelli?
—No, no lo creo.
Yashim lo miró, pensativo.
—Alguien lo imaginó. Ahora no importa. Tu Alfredo estaba sólo atento a todos los detalles.
—Yo vi el cuadro, Yashim —protestó Palieski—. El sultán…
—¿Y lo miraste durante cuánto tiempo? ¿Unos segundos?
Palieski se movió incómodamente en su asiento.
—No mucho, lo admito. Pero aun así, el hermano…
—Justamente. Fue el comportamiento del hermano lo que te hizo creer en el cuadro.
Palieski levantó un par de dedos. El camarero asintió. Recordó aquella noche en el cobertizo, y la extraña conversación entre Alfredo y Mario.
Y Alfredo había alzado la voz… «¡Mirad, el Bellini!» Podía haber sido la señal.
Se cubrió el rostro con las manos.
—No lo sé, Yashim. Es todo teatro… Resulta imposible distinguir lo real de lo falso.
—Lo que pasó aquella noche fue teatro, desde luego… La oscuridad, el arma, la pelea para escapar. Incluso te hicieron nadar.
«No le hablaré de mi visita al palazzo por la mañana —pensó Palieski—. Ahí es cuando debería haberme dado cuenta».
Algo le cruzó por la cabeza; algo más que había ocurrido en la mañana. Pero era vago; y Yashim estaba hablando.
Palieski apartó la idea de su mente.
Por lo cual otro hombre moriría.
—¿De manera que ahora, Yashim, tenemos que empezar de nuevo?
Yashim miró fijamente a los ojos de Palieski.
—Empezar de nuevo… Sí, en cierto sentido. Pero no de cero. Necesito averiguar todo lo que sabes.
Palieski se sobresaltó.
—Por favor, Yashim. Me pones nervioso. Te contaré todo lo que pueda.
—Bien, pero aquí no. Necesitamos llevarte a algún lugar seguro, lejos de la policía… y de la gente de Alfredo. Precisamente conozco ese lugar. Vamos.
A Nico le gusta pintar con los pinceles y los tubitos de color en el estudio del señor Popi hay buena luz los pinceles son bastante buenos. Si exprimes el color del tubito sobre la tabla, y no lo usas, se secará como una caca de perro que el señor Popi pisó.
El señor Popi está enfadado le dará a Nico dos botellas de coñac. El coñac sabe bien hace toser a Nico. El coñac le da a Nico una sensación buena, cálida, uno dos es mejor dura más y el señor Popi no puede venir y ver a Nico cuando Nico tiene grrrrrrrr.
El señor Popi está escribiendo está enfadado y escribiendo.
Eso es bueno está ocupado y no hace daño a Nico ahora escuece quema Nico no puede comer.
El sombrero está mal Nico lo pintó como un sombrero que vio pero Canaletto no vio este sombrero no hay ninguno en todos sus cuadros. El señor Popi lo vio Nico no pensaba que pudiera pero lo vio el señor Popi es listo sabe lo que Nico está pensando quizás grrrrrr Canaletto es listo. Hace que el señor Popi sea generoso dos botellas. Nico debe ser listo como Canaletto, el señor Popi es generoso tres veces y padre fue generoso tres siete cinco diecinueve diecinueve veces ¿dónde está?
Grrr grrrrr gr.
Triste Nico está triste grrrrrr Nico puede acurrucarse muy pequeño para estar triste y el señor Popi no puede decirle que no está pintando JA JA.
¡Se ha ido fuera!
¡Ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido de vuelta!
Está hablando con un hombre.
Es una manera extraña de hablar con ese extraño ruido de la otra habitación el señor Popi no está escribiendo está está está.
Bailando.
Nico se acurruca tan pequeño como puede ve sólo los pies y las piernas uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho todos moviendo pies y piernas puf puf.
Un color que es rojo veneciano uno es Carne ahora el color es Rubio sale a chorros como el agua en las fuentes de Canaletto que Nico puede hacer.
El señor Popi está poniendo el color por todas partes con un pie. A Nico no le gusta el ruido es como el cerdo de Navidad que también hacía ponerse pequeño a Nico.
Padre está bien el cerdo de Nico está muerto todo está bien todo tranquilo.
El señor Popi está bien.
Era su preciosa sangre.
Nico vio a este hombre en la iglesia era el diablo. Padre tú estás a salvo el diablo está en la pared.
No puede hacerte daño.
El señor Popi no puede hacer daño a Nico no tiene piel el diablo se la quita.
El diablo tiene un sombrero pero el sombrero está mal Nico puede pintar como Canaletto él no tiene un sombrero.
Ningún sombrero Nico.
El señor Popi dijo nada de sombrero y a Nico le gusta pintar con los pinceles y los tubitos de colores en el estudio del señor Popi. Hay una buena luz allí. Los pinceles son bastante buenos.
Al sur de la familiar mole de color pardo de los Frari, Palieski se encontró en una zona que no conocía, siguiendo a Yashim mientras éste se abría camino confiadamente a través de las estrechas calles. Esa parte de Dorsoduro parecía, si acaso, más pobre que el resto; el gran Campo Santa Margherita, que ellos cruzaron en diagonal, estaba lleno de hombres ociosos, gatos flacos y mucha ropa tendida, como si las mujeres aceptaran hacer la colada de otras personas. Las mujeres, realmente, estaban diseminadas por el pequeño canal, fregando y aclarando la ropa en las fangosas aguas verdes. Una de ellas gritó algo cuando Yashim y Palieski cruzaban el puente, lo que desencadenó un coro de carcajadas.
Más al oeste, llegaron al patio donde los Contarini vivían en la planta baja. Maria estaba allí. Echó a correr y abrazó a Palieski levantando sus desnudos pies de los adoquines.
—Caro mío! ¡Pensaba que no te volvería a ver!
La cocina estaba muy oscura y olía a humo. La signora Contarini se levantó pesadamente del fuego, que había estado alimentando con leña menuda, e hizo una reverencia.
Yashim le explicó que Palieski necesitaba un alojamiento.
—Es usted bienvenido —dijo la signora con un amplio y elegante gesto de la mano.
Más tarde, Yashim se sentó a contemplar a la signora Contarini mientras ésta trabajaba con un corto cuchillo, sentada en un taburete junto al fuego, cortando zanahorias, cebollas y ajos contra su pulgar: tenía una habilidad para cortar la cebolla de manera que ésta se mantenía entera hasta el último momento, en que caía en cascada formando anillos.
Una por una, la mujer dejaba caer las verduras en un caldero colocado sobre una rejilla encima del fuego. El pulido hogar de piedra sobresalía en la habitación. Sobre él, a un metro de altura, colgaba una campana; el humo subía perezosamente hacia arriba, parte de él escapando a la habitación y oscureciendo vigas y techo. El fuego mismo era pequeño, y la vieja dama lo cuidaba amorosamente con un atizador, metiendo de vez en cuando más ramitas y bastones.
Cuando el agua llegó a su punto de hervor, la signora desenvolvió con cuidado la ternera y la dejó caer en el caldero con ambas manos. Tras observarla durante unos momentos, se dirigió a la mesa y empezó a examinar cuidadosamente sus provisiones. Sacudió un manojo de perejil, lo dobló por la mitad, y lo cortó finamente, dejándolo caer en un cuenco de madera. Arrancó un diente de una cabeza de ajo, lo peló rápidamente y con pequeños movimientos de su dedo índice lo cortó primero a lo largo y luego a lo ancho, antes de hacerlo a trocitos.
Levantó la tapa de una jarra de barro y sacó unas alcaparras que añadió a la salsa. De otra jarra sacó, con la punta del cuchillo, un pepino en vinagre, y lo cortó como había hecho con el ajo.
Apoyó el pulgar sobre el cuello de una pequeña botella verde y dejó caer unas gotas de vinagre en el cuenco. Un pellizco de sal, una pizca de pimienta, y luego empezó a agitar la mezcla, añadiendo un delgado hilillo de aceite de un frasco hasta que la salsa adquirió la adecuada consistencia.
—Debe de haber algo que pueda hacer yo para ayudar —dijo Yashim—. ¿Quizás podría remover la polenta?
Sin perder de vista la salsa, la signora soltó un divertido gruñido: ¿el moro, remover su polenta?
—Yo la hago come la seta —dijo. Como seda.
Vertió una jarra de agua en la caldera que había junto al fuego.
—Hable con su amigo, signor.
Yashim se apartó cortésmente. No sentía ningún deseo de contemplar la polenta de su anfitriona. Maria estaba sentada junto a la ventana, cosiendo su rasgado vestido; llevaba el corpiño azul y la remendada falda gris que se había puesto antes de que supieran que iban a tener visita.
Yashim miró hacia atrás, para ver a la signora desgranando una mazorca con una mano. Con la otra, trazaba lentos y firmes círculos con una cuchara de madera. Yashim sonrió para sí, y le dio la espalda. En Trebisonda, donde había nacido, las mujeres hacían el kuymak de la misma manera.
Quizás adoraban a los mismos dioses, aquellas mujeres, ya que realizaban el milagro diario de transformar los elementos básicos en seda. El lujo más raro que el mundo podía permitirse.
Maria levantó la cabeza de su costura.
—Algunos días —dijo casi en un susurro—, colgamos una anchoa de un cordel, encima de la mesa. Luego cada uno frota la anchoa contra la polenta… ¡y sabe tan bien!
Su madre se inclinó sobre el caldero y examinó su obra. Había acabado de verter el maíz pero continuó agitándolo, lentamente, con su mano libre sobre el borde de la cazuela mientras la polenta, poco a poco, iba cuajando.
—¡Maria! Trae la tabla.
María dejó a un lado su labor y pegó un brinco. Cogió lo que parecía un pequeño banco de trabajo colgado con dos ganchos de la pared y lo instaló ante el fuego.
Yashim observaba, pese a sí mismo. La cara de la signora estaba embelesada mientras inclinaba la sartén y la polenta se deslizaba a través de la tabla, tan suave como seda amarilla.
Maria estaba poniendo platos y tenedores en torno de la mesa.
—¡Maria! —siseó su madre, e hizo un gesto señalando hacia el arcón de madera. Tras eso, siguieron unas irritadas palabras en un cerrado dialecto que ni Yashim ni Palieski pudieron entender.
Maria enrojeció y retiró los platos y cubiertos de la mesa. Luego sacó un mantel limpio del cofre y lo extendió sobre la mesa.
Yashim sonrió a la signora y ella le devolvió la mirada, una ceja levemente enarcada. Sí, pensó Yashim, se comprendían mutuamente, moro y veneciana, en los más sencillos deberes de la ceremonia y la limpieza. La mesa tenía que estar bien puesta.
El mantel resplandecía, y parecía como si la habitación no fuera ya el humilde cuchitril de bajo techo que era antes, sino algo más brillante, ordenado, acogedor. Hasta la comida olía mejor.
Maria puso los cubiertos y los platos. Su madre espumaba el caldo.
El padre de Maria, un hombre delgado como un lebrel que trabajaba en las barcas y había estado disfrutando de unas bocanadas de cigarro con sus amigos en el astillero, se unió a ellos con apretones de manos y lacónicos saludos de bienvenida.
Comieron las tajadas de ternera sobre un lecho de polenta nadando en un buen caldo, con cucharadas de la salsa verde, en silencio y en actitud apreciativa. Los hermanitos y hermanitas de Maria permanecían sentados en extraña inmovilidad, tras haber sido rescatados a gritos de los vecinos callejones. Excepto el mayor, un guapo chaval con la maraña de negro cabello de Maria y las mangas de la camisa enrolladas, todos llevaban la cabeza afeitada y poseían unos enormes ojos redondos que no dejaban de mirar a Palieski y a Yashim, especialmente a este último, mientras tomaban silenciosamente su polenta con la cuchara.
Finalmente, una niñita más inquieta que el resto —apenas debía de tener más de siete años, supuso Yashim— rompió el silencio para preguntar si era cierto que en la tierra de los moros nadie tenía que ir a la iglesia.
—Creo que Dios se pondría triste —dijo Yashim pensativamente— si nadie fuera a darle las gracias de vez en cuando. Por alimentos como éste, y niños como vosotros, y un día soleado como hoy.
—¿Está triste él en tu país, cuando nadie va?
—En absoluto, signorina. Porque algunas personas van a la iglesia, y otras a la mezquita, y algunas a la sinagoga. De manera que oye a la gente dar las gracias en montones de diferentes voces, como las vuestras, y la mía, y la de vuestra madre, y la de nuestro amigo Palieski. Y eso le hace tres veces feliz.
La niña volvió a mirarlo, un poco dubitativa, y no replicó.
Y mucho más tarde, cuando todo el mundo estaba dormido, y los dos amigos se sentaron juntos frente a las brasas, Yashim habló sobre el calígrafo, Metin Yamaluk, y el libro perdido de los dibujos de Bellini, y de cómo su instinto le había advertido de que ahí pasaba algo malo.
—Era un viejo piadoso. Murió con una mirada de terror en su rostro.
Le habló, también, sobre las enigmáticas observaciones de Reshid.
—Él sabía que algo estaba pasando en Venecia. Algo peligroso.
Palieski, por su parte, explicó lo de la fiesta de la contessa, y la muerte de Barbieri, y que Alfredo había sido su última esperanza.
Yashim se mordió la mejilla.
—Sí… y querría saber cómo ese Alfredo sabía lo que tú estabas buscando.
—Insinuación es una palabra veneciana, Yashim. Rumor. La especulación nació en el Rialto. —Su silla crujió—. Todo el mundo sabe algo, y nadie está seguro de nada. Excepto de que estoy perdiendo horas de sueño —murmuró, subiéndose la manta hasta la barbilla. En un minuto estuvo dormido, las piernas estiradas, los pies sobre el baúl, como un soldado en campaña.
A Yashim le tomó más tiempo instalarse. Palieski le había esbozado un reparto de personajes. Algunos eran impostores; otros estaban muertos; y otros, estaba seguro, sabían más cosas de las que daban a entender.
La signora estaba barriendo alrededor de sus pies.
—Duerme usted como un niño, signor, ¡un hombre grandote como usted! —dijo la mujer cuando Palieski abrió un ojo—. Bueno, Maria bajará ahora.
Su marido se había ido, llevándose a Yashim con él.
—Es remero de las barcazas en San Lucano —explicó la signora—. Su amigo, el moro, dijo que le dijera, signor, que debería quedarse donde está.
La importancia de no moverse no le pasaba por alto a Palieski. La policía podía estar aún vigilando su piso, y tampoco sentía deseos de encontrarse con Alfredo.
Maria bajó, bostezando, y muy bonita con un corpiño abotonado con descuido. Ella y Palieski compartieron un plato de polenta gratinada, mientras la mujer le contaba con gran detalle todo lo que había sufrido.
—¡Y eran venecianos! —concluyó, en un tono de asombro—. Mi madre no lo comprende.
Yashim regresó media hora más tarde. Llevaba algunas de las bolsas de la signora atestadas de provisiones, así como una muda de ropa para Palieski. Llevaba otra vez turbante, aunque nadie parecía notarlo. Palieski recordó a un grupo de obreros que recientemente había visto cerca del Campo San Polo. También ellos llevaban turbante… Aunque los suyos eran menos blancos y no estaban tan limpios.
—La signora me permite cocinar esta noche —dijo Yashim con felicidad, mordiendo un pedazo de polenta. Sacó un sobre amarillo del bolsillo—. Mientras tanto, tienes una invitación, mi viejo amigo. La recogí en tu apartamento. El signor Eletro, hoy, a las doce en punto.
Palieski se cruzó de brazos.
—Se supone que me estoy ocultando, no que voy paseando por Venecia con un personaje salido de Las mil y una noches. ¿Quién es ese Eletro?
Yashim se puso de pie.
—¿No lo sabes? —Cogió el sombrero de Palieski y se lo dio a éste. Saludó a Maria con una reverencia—. Hasta luego —dijo con una sonrisa.
—Tenga cuidado —dijo ella.
Yashim cogió a su amigo del brazo y lo llevó afuera, a través del patio.
Palieski hizo una mueca de malhumor.
—De acuerdo, Eletro es uno de los tratantes que Ruggerio me dijo que tanteara. Le envié una tarjeta.
—¿Cuál es su especialidad?
—¿Cómo quieres que lo sepa, Yashim? Quizá la charla convincente. No creo que tenga un Bellini en su desván.
—Probablemente no. Pero me gustaría tomarle la medida, de todos modos. Podría resultar útil.
Subieron a una góndola.
Palieski resopló.
—Francamente, Yash. Casi desearía que no hubieras aparecido. Yo podría estar a kilómetros de distancia a estas alturas. Me gustó el Bellini… Y al sultán le hubiera gustado también.
—Hasta descubrir que era una falsificación.
—Si era una falsificación —dijo Palieski malhumoradamente—, yo no lo sabía. Y él no lo sabría. Y los tratantes como Eletro o Barbieri, probablemente pensarían que era auténtico.
—Pero ¿y si suponían que era falso?
—Oh, entonces tratarían de venderle algo del mismo estilo. ¿Y por qué no, maldita sea? Es un asunto ridículo, y todo el mundo es feliz.
Yashim frunció el entrecejo.
—Sería falso.
—¿Falso? Todo el juego es falso. Tengo un cuadro del rey Sobieski en mi cuarto de estar, Yashim. Me gusta. El hombre parece un rey.
—Conozco el cuadro —dijo Yashim.
—Pues claro que lo conoces. El hecho es que fue pintado veinte años después de que Sobieski muriera. Está escrito en el dorso. ¡Y no me preocupa!
Yashim miró fijamente a su viejo amigo. Se estaban deslizando por una serie de estrechos canales verdes. Cuando irrumpieron en la laguna, la frágil embarcación empezó a cabecear.
Yashim puso una mano sobre la borda.
—La mentira engendra mentira —declaró—. Hasta que, un día, alguien necesita la verdad.
Palieski paseó su mirada por la laguna.
—La verdad… —dijo pensativamente.
Estaban demasiado cerca del meollo ahora. El ineluctable misterio de los asuntos humanos, las cuestiones de la fe, la duda y la prueba…
—Yo desearía que el sultán tuviera una falsificación —dijo finalmente Palieski.
Estaban nuevamente en el cuerpo central de Venecia ahora, examinando cuidadosamente sus venas y ventrículos. El gondolero se detuvo en un pequeño campo.
—Espéranos —dijo Yashim.
El campo estaba más desierto que de costumbre. A Yashim le llevó un momento darse cuenta de que todo el lado izquierdo no era más que una fachada vacía. Detrás de una puerta medio abierta vio montones de escombros y vigas carbonizadas; un gato se deslizó, desapareciendo al momento. En el centro del estrecho patio había una fuente, manchada de humedad.
Palieski, a su lado, se estremeció.
—No es extraño que lo quemaran. Este lugar parece como si nunca viera el sol —observó—. ¿Dónde está Eletro?
—Debe de ser por este lado —dijo Yashim—. Es donde está la única puerta.
Ésta se abrió de par en par al primer empujón. Dentro, un estrecho corredor desaparecía hacia la parte trasera, al pie de las escaleras.
—Hay mucha humedad —dijo Palieski haciendo una mueca.
Yashim olisqueó el aire.
—No es humedad —dijo—. Son las alcantarillas. Y, a propósito, puedes presentarme a Eletro como el sirviente del pachá.
—¿El sirviente del pachá? —repitió Palieski—. ¿Qué se supone que significa eso?
Yashim se encogió de hombros.
—Nada en absoluto. Vamos, estará esperando.
El olor era más fuerte en la escalera y en el rellano del primer piso. Palieski sintió náuseas y tuvo que ponerse un pañuelo en la nariz.
—Huele como si fuera gangrena —murmuró—. Mira eso.
Señalaba la puerta cuyas jambas estaban negras por enjambres de moscas. Una gorda moscarda pasó zumbando perezosamente por su lado y se estrelló contra la ventana del rellano.
Yashim se recogió los pliegues de su capa y se acercó a la puerta. Un enjambre de moscas zumbando ascendió al techo y se precipitó hacia la ventana. Palieski tuvo que cerrar los ojos cuando pasaban junto a él, golpeando contra su cara y sombrero. Yashim, el cuerpo medio vuelto hacia él, posó su mano sobre el picaporte.
Yashim sintió que las moscas se amontonaban sobre su muñeca.
Giró con decisión el pomo, y empujó la puerta, liberando una franja de sol y una espesa y cálida bocanada de descomposición.
Una nube de moscas se levantó.
Yashim se agachó instintivamente, tapándose los ojos y la boca con su capa. El intenso y dulzón tufo de carne en descomposición se pegó a su garganta, haciéndole retroceder al rellano.
Palieski se encontraba en la ventana, sacudiendo el picaporte de ésta y al instante ambos hombres estaban asomándose a la sombra del campo, tratando desesperadamente de llenar sus pulmones con aire limpio.
Al cabo de unos minutos, Yashim se cubrió otra vez la nariz y la boca, y regresó a la puerta. Penetró en el piso de Popi y lo cruzó enteramente, hasta la ventana del lado opuesto, que abrió.
Esta vez no fue sólo el hedor lo que le provocó náuseas.
Las paredes, el suelo, la mesa y las sillas aparecían rebozadas en sangre seca, sobre la cual se amontonaban miles de brillantes moscas azules. Entre él y la puerta yacía, aunque sólo vagamente, la forma de un hombre, tan abotargado y putrefacto se había convertido el cadáver bajo el calor del sol. Bajo la capa de moscas, el cuerpo estaba a la vez hinchado y licuado, fundiéndose sobre las tablas del suelo como si su piel no pudiera ya contener su derretida putrefacción.
Palieski se dirigió a la puerta.
Vomitó en el vestíbulo. Se sintió mejor, hasta que vio que las moscas se apiñaban sobre su vómito.
Se quedó de pie en la puerta otra vez y señaló torpemente el hinchado cadáver.
—¿Dónde está su piel?
Su voz era un graznido.
Yashim volvió a mirar, sintió náuseas, apartó la cara y trató de concentrarse en la habitación. Era la habitación de un trabajador. Incluso sin la sangre, necesitaba una nueva capa de pintura. Un pequeño hule descansaba bajo la mesa de pino, y una tabla estaba instalada sobre la mesa, con algo deforme sobre ella, probablemente un trozo de queso viejo. Junto a ello había un cuchillo. El cuchillo no estaba ensangrentado. En el otro extremo de la mesa había una silla, papel y una pluma. El papel estaba salpicado de sangre, pero era el mismo papel que el de la carta. No había nada escrito en él. Bajo la silla, se encontraba una botella de vino, con el corcho metido.
Colgaban varios cuadros de las paredes.
Se había levantado una ligera brisa, que soplaba entre la soleada ventana del apartamento y la ventana situada en la sombra de las escaleras. Palieski cruzó la habitación tapándose la nariz con el pañuelo y fue a hacer compañía a Yashim en la ventana.
—Podrían ser Canalettos —jadeó, volviéndose hacia el sol.
—¿Canalettos?
—Esos cuadros. Un pintor de moda del siglo pasado. Pintaba, ¿qué? vedute venecianas. Vistas. —Tosió en su pañuelo—. Se ha perdido su auténtico nombre… Canaletto sólo significa pequeño canal. Los hacía por docenas… Tenía una fabulosa técnica. Visto uno, visto todos.
—¿Quieres decir… que parecen el mismo? —Yashim miró fijamente el cuadro durante un rato—. Estos dos son, de hecho, idénticos.
Palieski se volvió para mirar.
—Lo son —murmuró—. Qué extraordinario. ¡Vaya, el viejo timador! Así que éste era su chanchullo.
Se dio la vuelta y abrió la otra puerta, cautelosamente, con el rostro enterrado en la curva de su brazo.
La ventana estaba abierta. Flotaba un olor a aguarrás y aceite.
—Aquí es donde debe de haberlos hecho. Mira.
Yashim lo siguió adentro, observando los cuadros esparcidos sobre una mesita, pintarrajeados con capas de verde y amarillo. Una gran tela yacía apoyada contra la pared; y otra descansaba en un caballete. En el rincón de la habitación había una sucia cama sin hacer.
Yashim estudió la tela del caballete.
Palieski la miró.
—Otro Canaletto —dijo despreocupadamente.
—Pero no pintado por Canaletto —le recordó Yashim, que contemplaba la obra, hipnotizado. Era un cuadro bullicioso, repleto de vistas de la vida en el canal en la Venecia de 1760. Góndolas que se deslizaban a través de la rizada agua; matronas que se asomaban en los balcones, subiendo su compra con una cuerda. Un pez gordo empelucado soltando una conferencia a sus damas sobre los órdenes clásicos delante de Santa Maria della Salute; un perro que ladraba a un mendigo; una mujer sentada junto a su ventana, leyendo una carta con una sonrisa feliz en su rostro.
A diferencia de Palieski, Yashim nunca había visto tanta atención al detalle. Era algo más que una representación realista de la luz en un cuadro. Era como mirar a través de una ventana. Casi creía que podía saltar dentro del cuadro y zambullirse en el Gran Canal.
—Eso no supone ninguna diferencia —estaba diciendo Palieski—. Este hombre, Eletro, debe de haber tenido cierta brillantez… Pero todo es puro reflejo. ¿Y por qué? Canaletto pintaba un fiel reflejo de la ciudad. Muy inteligente. Medalla de honor. Eletro repite lo que hacía Canaletto. Inteligente también. Medalla de honor de segunda clase.
Yashim se enderezó.
—¿Crees tú que es ese Eletro el que está en el suelo aquí al lado?
—Supuse que sí. Pero no lo sé, ahora que lo mencionas.
—No, yo también pienso que es él. —Yashim hizo un gesto señalando las enmarañadas sábanas y mantas—. Aquí es donde vivía. Y donde lo asesinaron.
Volvió a mirar la tela, fascinado por la profundidad de la perspectiva, la animación de las diminutas figuras que parecían sólidas y reales en el fondo, y luego iban menguando hasta convertirse en simples pinceladas a medida que aumentaba la distancia.
Movió la cabeza para adelante y para atrás, entrecerrando los ojos.
—No fue Eletro el que pintó este cuadro —dijo finalmente—. Y no fue tu Canaletto, tampoco. Pero quienquiera que fuera, sí que pintó un fiel reflejo de Venecia. Mira.
Estaba señalando la tela… sin tocarla. La pintura estaba todavía fresca.
Palieski inclinó la cabeza y miró.
—¡Santo Dios!
Yashim no estaba señalando hacia el fondo del cuadro, sino una pequeña ventana, en una fila de ventanas que casi se perdían en la sombra de la gran iglesia. Allí, en una oscurecida habitación, podía verse a un hombre de brazos rojos y un curioso moño forcejeando con un par de ensangrentadas piernas.
Vosper se encontraba de pie, rígido delante de la mesa del Stadtmeister, y repetía lo que acababa de decir:
—El sirviente del pachá, señor. Son sus mismas palabras.
El Stadtmeister extendió sus papeles sobre la mesa, en un gesto de desesperación.
—¡No tengo nada sobre esto! ¡Nada! ¿Y me dice usted que llevaba un turbante? ¡Dios mío!
—Lo siento, señor.
—¿Lo siente? Ja, ja, todos lo sentimos, Vosper. ¿Qué vamos a hacer? ¿Mañana, dice usted?
—Eso fue lo que me dijo, señor.
—¿Dijo cuántos? ¿Algún nombre?
—Yo… no lo creo, señor. Él pensaba que yo lo sabía todo al respecto. Y yo supuse que usted había sido informado.
—Der Teufel! ¡Trabajo con idiotas! —El Stadtmeister empezó a abrir cajones, sacando hojas del amarillo papel imperial, todas gofradas con el águila bicéfala del regimiento de infantería—. Vuelva, Vosper, y encuentre a ese hombre, ese sirviente del pachá, y tráigamelo de inmediato. Sea discreto, naturalmente. Le dirá usted que el Stadtmeister desea echar un vistazo a algunos artículos del programa de la recepción, y que le encantaría discutirlos esta tarde.
Vosper entrechocó sus talones.
—Si es que puedo encontrarlo, señor.
—¿Encontrarlo? ¡Pues claro que debe encontrarlo! ¿No se aloja en el antiguo apartamento del americano?
—Sí, señor. Estaba justamente trasladándose a él.
—Entonces ahí lo tiene. Y, Vosper —el Stadtmeister masticó su bigote—, envíeme a Brunelli inmediatamente.
Palieski estudió el cuadro.
—No tiene sentido —dijo— si eso es Eletro en el momento en que lo asesinaron… Vaya, ¿quién habría pintado semejante cosa? ¿Y cuándo, Yashim?
Yashim se encontraba junto a la ventana. Había una caída de seis metros hasta el canal.
Se dio la vuelta y examinó la habitación: paredes desnudas, la mesita manchada de pintura, un crucifijo sobre la cama.
Se disponía a cruzar nuevamente la puerta cuando su mirada se posó sobre la maraña de sábanas y mantas de la cama.
Yashim se acercó con un par de zancadas a la cama y tiró de las amarillentas sábanas.
Por un momento pensó que lo habían engañado, que no había nada allí.
El hombre estaba hecho un ovillo, con las manos encima de la cabeza, y las rodillas subidas hasta la barbilla. Sus manos eran dos huesudos puños.
Yashim lo cogió de los brazos y los separó, revelando un arrugado rostro del color de las sábanas viejas, los ojos cerrados y la boca seca y agrietada.
La acurrucada figura no se resistió. No le quedaban fuerzas; posiblemente ya nadie podía ayudarlo. Sus miembros se separaron al simple toque.
—Necesitamos agua —dijo Yashim. Sin vacilar se inclinó y cogió el individuo por debajo de sus brazos—. Coge el cuadro.
Se abrieron camino a través de una nube de moscas y, una vez en el rellano, Palieski cerró la puerta de golpe a sus espaldas. Fuera, en el campo, abrió la tapa del pozo y sacó un cubo de agua. Yashim se sentó y sostuvo al hombre contra su pecho, mojándole los labios con las gotas que caían del cubo.
Cogió el agua con la mano y le dejó correr sobre la cara del hombre.
Los párpados de éste no se movieron, pero sí los agrietados labios, ligeramente.
Yashim sostuvo su mano como si fuera una cuchara y dejó que el agua goteara sobre la boca del hombre. Sonó una especie de chasquido, y el hombre tragó.
—¿Qué vamos a hacer con él?
Yashim parecía ansioso.
—Hablaré con los Contarini. No te preocupes. Él no ha matado a nadie. No hay sangre en su cuerpo. —Levantó la mirada—. Eres tú el que me preocupa.
Desplegó su capa y la usó para envolver al frágil esqueleto.
—A veces, son los que parecen débiles, como él, los que sobreviven —dijo Palieski.
Lo llevaron a la góndola. El gondolero se sobresaltó ante la visión del fardo de Yashim.
—¿Qué es eso? Parece una pietá —exclamó, haciendo la señal de la cruz.
—Llévanos a Dorsoduro tan deprisa como puedas —dijo Palieski—. Y reza, amigo mío, por la resurrección de la carne.
El atlas del Stadtmeister confirmó que Venecia y la capital otomana, Estambul, estaban separadas solamente por cuatro grados de latitud. Muy significativo, pensó. Dos ciudades del Mediterráneo… Una a cubierto de su influencia directa por el Adriático y la laguna, y la otra por el mar de Mármara.
Brunelli era el hombre adecuado para la tarea.
—Ajá, commissario —dijo cuando Brunelli entró—. Necesito su ayuda.
—¿Ayuda, señor? —Brunelli se enfrentó a su jefe con una apagada expresión—. Tenía la impresión de que Vosper le había proporcionado ya toda la ayuda que necesitaba.
—¿Qué? ¿Qué? —El Stadtmeister enrojeció—. Mire, Brunelli. Es tarea mía organizar la disposición de fuerzas en esta ciudad para el máximo beneficio de la ciudadanía. Necesidades operativas. Quiero decir, no nos engañemos… El sargento Vosper es un hombre muy bueno. Un buen hombre. Pero este crimen pasional… No puedo permitirme derrochar todos mis recursos en semejante investigación. A veces, tenemos que guardar en reserva a los mejores. —Sonrió, mostrando sus amarillos dientes—. ¿Me sigue usted, Brunelli? Los mejores, en la reserva. Y ahora, requiero su ayuda.
Un crimen pasional… ¡Así que era eso! Brunelli hizo un esfuerzo por reprimir la risa. Vosper y el Stadtmeister persiguiendo a un amante celoso que le cortaba la cabeza a un hombre y la depositaba en un platillo de comunión. ¡El apasionado signor Brett!
El Stadtmeister juntó las yemas de sus dedos.
—No estoy completamente seguro de cómo se ha creado esta situación —empezó diciendo— pero, sin conocimiento por nuestra parle, se ha organizado alguna especie de visita, a esta ciudad, de un alto funcionario del Imperio otomano.
—¿Un pachá en Venecia, señor?
Ahora, Brunelli se permitió una sonrisa.
—No es nada cómico, Brunelli. Altos asuntos de Estado. No nos corresponde a nosotros cuestionarlo. Quiero que se haga usted cargo de los, ejem, arreglos.
—Tal vez podría ser usted más específico, Stadtmeister.
—¡Si pudiera ser más específico, Brunelli, sería más específico! —rugió el Stadtmeister, enrojeciendo intensamente—. El pachá ha enviado por delante a un hombre… que se aloja en el apartamento del americano, y Vosper va a traérnoslo aquí, para que nos veamos. Debemos averiguar lo que el pachá se propone… y cuánto tiempo se quedará.
—¿Sabemos cuándo va a llegar, señor?
—Sí —dijo el Stadtmeister muy tranquilamente—. Sí, Brunelli. Va a llegar de Estambul mañana por la mañana. ¡Y usted será su… enlace!
Yashim no estaba seguro de que la lastimosa figura envuelta en su capa viviera para ver Dorsoduro, pero Palieski tenía razón: aún estaba vivo cuando lo llevaron a la cocina de la signora y lo dejaron sobre un jergón de paja.
La signora le echó una mirada y levantó las manos.
—¡En mi casa! Nos traerá la enfermedad a todos.
Yashim replicó:
—No está enfermo. Está muerto de hambre. Tráigame un poco de agua caliente y una toalla. Voy a lavarlo.
A Palieski le parecía casi una escena bíblica. La ennegrecida habitación llena de humo, la demacrada figura sobre el jergón, y Yashim enjugándole el sudor y quitándole la suciedad.
—Un poco de caldo, signora, si no le importa. No demasiado caliente.
Palieski se arrodilló para sostener al hombre, mientras Yashim le llevaba la cuchara a los labios. El hombre tragó, débilmente.
—De no haber sido por esa cita —Palieski frunció el ceño y movió negativamente la cabeza—, ¿qué habría pasado en esa habitación, Yashim? ¿Quién es ese hombre?
Bajó la mirada, fijándola en el rostro del desgraciado. Los ojos de éste estaban cerrados: se había dormido. Limpio ofrecía mejor aspecto. Tenía el cabello en forma de pequeños mechones dorados, sus orejas eran sorprendentemente delicadas y pequeñas, con tres diminutos lunares en la punta; y se podían ver las venas en su frente.
—Alguien bien aseado, al menos.
Yashim se balanceó sobre sus talones. Sacó una bolsita de cuero del bolsillo y cogió de ella un pellizco de tabaco Ladakieh, que lió en un papel de arroz. Lo encendió con una tea y empezó a fumárselo, en silencio.
—En cuanto a eso —dijo, formando un perfecto anillo de humo en el aire—, tengo algunas ideas. No creo que él sea el asesino. Es posible que pintara la escena del asesinato, en cuyo caso puede que tenga cosas que decirnos. Eso si se recupera.
Hizo una pausa y miró a su amigo.
—Pero si él no es el asesino… —empezó, y luego meneó la cabeza—. No me gusta, Palieski. Se está… acercando mucho.
Los hombros de Palieski sufrieron una sacudida.
—Acercándose… ¿A qué?
Yashim señaló con un dedo.
—A ti. Primero, Barbieri; luego Eletro.
—Pero Boschini… el tipo del canal. Yo… yo no había tenido ningún contacto con él.
—No… No te dieron la oportunidad —dijo Yashim, dando una calada a su tabaco.
—¿Crees que ya es hora de dejarlo correr? Volver a Estambul. Reconocer la derrota. —Palieski dejó caer suavemente al muchacho sobre el jergón y le subió la capa de Yashim hasta la barbilla—. Ese cuadro parecía una solución sencilla a mis problemas, por una vez.
Yashim asintió.
—Creo que deberíamos hacer planes para quedarnos un poco más —dijo—. Alguien puso un Bellini a la venta. El sultán llegó a enterarse, así que yo supuse que el cuadro estaba disponible. Pero tú no has oído nada en diez días.
—No. Y todo el mundo consigue que lo maten.
Yashim levantó la mano.
—¿Cómo se enteró el sultán del rumor? ¿Quién se lo contó?
—No tengo ni idea.
—Digamos que fue tu amigo Alfredo. Él lo escenificó todo a fin de hacer venir a alguien aquí… y engañarlo.
—¿O sea, que nunca existió un Bellini?
Yashim parecía desconcertado.
—No lo sé. Alguien tenía que venir a Venecia. Pero entonces… ¿por qué están asesinando a esas personas?
—¿Por qué se asesina a la gente? Por dinero, o mujeres.
—O porque saben demasiado.
Palieski se sobresaltó.
—Alfredo sabía dónde encontrarme —dijo lentamente—. Al día siguiente de ver el cuadro estaba esperando junto al Florian’s, en la piazza.
—Sigue.
—Yo simplemente le dije a Ruggerio que nos encontraríamos allí para almorzar. Él también estaba allí, en una mesa.
—Ya veo. De manera que Ruggerio le dijo a Alfredo dónde podía encontrarte.
—Sí. Quizás. También podría haber sido una coincidencia.
Yashim lanzó la punta de su cigarrillo al fuego.
—Tal vez. Pero uno de ellos parece haber supuesto alguna cosa más: que tú no eras el signor Brett. ¿Por qué, si no, cogerían a Maria para interrogarla?
—Quizás la banda sólo quería asegurarse de con quién estaba tratando. Asegurarse de que yo podía poner el dinero sobre la mesa.
—No. Una cortesana comercia en ducados, no en millares de plata. Se llevaron a Maria porque querían una confesión. Algo íntimo. Ya sospechaban quién eras tú realmente.
Yashim se encontró examinado a su amigo. Vio en él a un perfectamente plausible visitante de Venecia, como cualquier otro: bien vestido, aceptablemente a la mode. Signor Brett, ¡connaisseur!
—Estás… —Enrojeció—. ¿Estás circuncidado, Palieski?
—No.
Yashim apartó la mirada, frustrado, y su mirada se posó en algo del suelo, al lado de la silla de Palieski.
Lanzó un hondo suspiro.
—Déjame ver tu sombrero.
—¿Mi sombrero?
—Ahí lo tienes. —Yashim sostenía el sombrero de Palieski y lo invitaba a mirar en su interior.
—Bueno. ¡Que me…! Pero no hice ningún secreto del hecho que había estado en Estambul.
—Eso está bien… Pero los visitantes ocasionales no compran sus sombreros en Estambul. Yo tampoco compraría mis pantalones en Venecia. No es concluyente, por supuesto… Pero podría haber levantado las sospechas de Ruggerio.
—¿Sospechas de qué, Yashim? No comprendo.
—De que tú eres el hombre de Estambul.
—El hombre de Estambul —repitió Palieski.
—¿Por qué le importaría tanto a Ruggerio que tú vinieras de Estambul? —Yashim golpeaba el sombrero contra su palma—. Podría haber dos posibilidades. O estaba esperando a alguien de Estambul… Y no lograba estar seguro de que tú eras ese alguien… quizás podría haber esperado a alguien como yo. O… ¡bah! —Meneó la cabeza y murmuró—: Olmaz.
—¿Imposible? —repitió Palieski.
Los ojos de Yashim se entrecerraron.
—No. Ruggerio pudo también haberse confundido porque no esperaba que viniera nadie de Estambul.
Palieski arrugó la nariz.
—Ha sido un día difícil, Yashim. Uno se encuentra enredado en una doble negación, o lo que sea. Quiero decir, no se puede no esperar a que venga alguien de Estambul. Puede ser improbable, pero no es lo mismo, ¿verdad? ¿Por qué no debería Ruggerio esperar que viniera alguien de Estambul?
Yashim asintió y se pellizcó el labio.
—Sólo se me ocurre una razón —dijo—. Porque ese alguien ya estaba aquí.
Palieski se cruzó de brazos.
Yashim miró con aire ausente a su amigo.
—En el cuadro. El hombre de los brazos rojos. ¿No observaste algo en él? ¿Algo extraño?
—¿Extraño? No me lo parece. Es muy pequeño.
Yashim se encontraba de pie. Arrancó el cuadro de la pared.
—Cuando lo vi por primera vez, tuve la impresión de que el asesino era un extranjero. No veneciano, al menos. —Yashim se puso en cuclillas y miró con ojos entrecerrados a las diminutas figuras—. Me parece que tenía razón. Mira.
Palieski frunció el ceño contemplando el cuadro.
—No se ve mucho en él, ¿verdad? Excepto, bueno…
—¿Bueno?
—Tiene la cabeza afeitada, ¿no? Excepto por esa especie de moño.
—El moño, exactamente. ¿Y si tengo razón, y viene de Estambul?
—En Estambul —dijo Palieski pensativamente—, yo lo tomaría por un tártaro.
Los tártaros eran unos consumados jinetes procedentes de la estepa, y durante siglos habían sido los más estrechos aliados de los otomanos. Pero los rusos se habían apoderado de su tierra de Crimea. Desde entonces muchos habían huido del gobierno del zar, instalándose en el Imperio otomano, al otro lado del mar.
—Podría ser uno de esos exilados crimeanos —continuó Palieski—. La mayoría de ellos proceden de las costas del mar Negro. Podría tratarse de eso… O de una pincelada poco precisa.
—Nuestro pintor lo es todo menos impreciso.
—Pero Venecia no está inundada de tártaros, Yashim. Él lo vería a la legua. —Miró a su amigo—. A menos que llevara un sombrero.
—Otro sombrero.
Palieski se puso de pie al lado del fuego, las manos a la espalda.
—¿Por qué no vería el tártaro al hombre que lo pintó? Debía de haber estado en el mismo apartamento.
Yashim echó una mirada a la durmiente figura del jergón.
—Nosotros tampoco lo vimos, ¿verdad?
El nombre. Ha llegado el momento. Ha venido en busca del último nombre.
El hombre se estremeció bajo el sol.
Iba a terminar. Darían su paseíto nuevamente, por última vez.
El asesino a unos pasos detrás de él, como una novia respetuosa.
O como un cazador, acechando a su presa.
Su último paseo.
El último nombre.
La última muerte.
El hombre dejó escapar aire por sus labios, y se dijo a sí mismo que pensara en el pago. Le habían prometido… bastante. Como venecianos que eran, le habían sopesado, valorado y juzgado, como si supieran su precio.
El miedo a la muerte, y la esperanza de oro.
Se secó la boca con el dorso de la mano y empezó a caminar.
Aparte del caldero, y de la olla que había utilizado para la polenta la noche anterior, la signora Contarini poseía una sartén de hierro, un bote para la leche y dos cacharros de barro… Uno de ellos era alto, con una boca estrecha, y el otro era un plato ancho, como el de la fábula de la cigüeña y la zorra.
Yashim decidió no emplear la olla. Ésta era como un altar al dios del hogar de la signora.
Decidió también, en parte por la misma razón, no utilizar el cuchillo. El pequeño cuchillo de cocina que Malakian le había regalado, la hoja damascena infernalmente brillante incluso a la escasa luz de la cocina de la signora, transmitía a su mano una sensación de ganas de usarlo, y de equilibrio. Era un vínculo con su mundo, también, tan alejado de esa extraña ciudad de infieles y canales. Yashim había pasado varios días en Venecia sintiéndose confundido gran parte del tiempo, por la mezcla de lo que le resultaba familiar y lo que le era extraño.
Vertió unos puñados de garbanzos en el cacharro alto, los cubrió con agua, y puso el recipiente en la parte de atrás del fuego.
Palieski pareció haber leído sus pensamientos.
—No te lo había dicho, Yash, pero Venecia me puso enfermo por unos días.
—¿Enfermo?
¿Debería usar la tabla de la polenta para cortar las cebollas? Decidió que no.
—Mareado. Ido. Cuando llegué aquí pensé… Cracovia. Rynek Glowny. Los colores, la forma de las ventanas, las puertas de piedra esculpidas. Un gótico naciente, no lo sé… Nosotros lo teníamos más desarrollado. Y todas esas iglesias. Monjas… ¡hasta en góndolas! —se rió—. Y entonces, todo se inclinó en sentido contrario, y todo lo que miraba me parecía Estambul. Deslizándome por el agua… armenios y griegos, y a veces las cúpulas, también, con su plomo y sus curvas. De modo que la siguiente vez que vi a esas monjas me recordaron a las muchachas de Estambul, con sus chadores, tomando un bote con destino al Cuerno de Oro.
Los ojos de Yashim se posaron en la mesa. La signora, observó, la fregaba cada día con lejía y cenizas. La signora quizás no lo notaría si él la usaba —cuidadosamente— como tajo.
—Mareado —volvió a decir Palieski, como si le gustara la palabra—. Yo estaba contemplando un hermoso Corán, en el monasterio armenio, y me sentí… mareado. El único libro legible del lugar, por lo que pude ver. Era un regalo de mis antiguos vecinos… la familia d’Aspi.
El hombre del jergón giró la cabeza y Yashim vio que tenía los ojos abiertos de par en par. Su cabeza era como un cráneo, pero sus ojos eran grandes y oscuros. Y no tenían miedo.
Yashim sonrió.
—Palieski, nuestro amigo necesita agua, y un poco de sopa.
Se volvió hacia sus cestas de comida. Palieski alzó un vaso hasta los labios del joven, y pudo oír como bebía.
La cebolla estaba verde. Yashim le quitó la cabeza y el rabo y la partió en dos mitades. Luego cortó las mitades en rodajas.
—No sé cómo puedes pensar en comer —soltó Palieski— después de lo de esta mañana.
Yashim se encogió de hombros. Dejó caer un pedazo de mantequilla en el caldero y lo dejó sobre el fuego. Por unos momentos manipuló los utensilios de cocina, tratando de descubrir para qué servía cada cosa, antes de echar la cebolla en el caldero y levantar el asa hasta colgarla de una muesca de la barra.
Admiró la disposición de los trastos de cocina, añadiéndolos a su reserva de sueños. Yashim siempre había soñado con un yali junto al Bósforo, con el agua reflejándose en su techo. Un agua mejor que la de ahí, pensó. Venecia, al menos en verano, apestaba.
Dirigió su mirada hacia donde Palieski estaba dando de comer al hombre, que parecía un niño demacrado.
«Pero el hombre vivirá —pensó—. Y sabe quién mató a Eletro».
«Y yo lo sé también».
Hizo una pausa, tocando el borde del caldero.
«Su nombre, no. Ni su paradero. Pero sí sé qué es».
Removió la cebolla con una cuchara, y frunció el entrecejo, pensativamente.
«Lo que todavía no sé es ¿por qué?»
Brunelli aguardó gran parte de la tarde al sirviente otomano, pero, al no haber aparecido éste a las cuatro, decidió darse otro paseo.
El mendigo debía de haber seguido sus instrucciones. El americano había desaparecido.
Entregando su apartamento al sirviente del pachá.
Brunelli sabía una cosa que el Stadtmeister y Vosper no sabían: que el signor Brett pretendía haber estado en Estambul antes de llegar a Venecia.
Brunelli anduvo paseando, dando vueltas sin rumbo fijo, como sus pensamientos.
Y se encontró en el puente del Rialto.
Había una relación, lo sabía, entre el pachá y el misterioso americano.
Pero el americano parecía haberse desvanecido en el tenue aire. Podía haberse marchado de Venecia. Y en el momento en que un tal signor Brett desaparecía, un sirviente de pachá hacía su aparición… Exactamente en el mismo lugar.
Vosper, por supuesto, nunca se había encontrado con Brett. No podía identificar al hombre que estaba buscando, con tan absurda acusación.
Pero ni siquiera Vosper, seguramente, sería capaz de creer que Brett era un sirviente del pachá, ¿verdad?
Dobló una esquina y llegó al Zattere, con su amplia vista a La Giudecca y los degradados muelles, desmoronadas casas y viejas iglesias que se alineaban en la costa.
Vosper, evidentemente, era capaz de creer cualquier cosa… pero ¿por qué Brett le contaría una historia tan extraordinaria?
Brunelli se detuvo. Y se echó a reír.
Si Brett quería quitarse de encima a Vosper, ¿qué mejor que una mentira tan enorme, tan disparatada que Vosper se viera obligado a tragársela entera?
Si Brunelli hubiera pensado por un momento que Vosper y el Stadtmeister tenían razón, y que Brett era sospechoso, no habría vacilado en unirse a ellos en la caza.
Pero había conocido al hombre, y confiaba plenamente en su intuición. Y aquella ramera de los hoyuelos lo había apoyado también. Brett era un tipo poco limpio, quizás, pero no era un asesino.
Le había dado esquinazo a Vosper. Había convencido al Stadtmeister de que la burocracia por la que eran famosos sus amos finalmente se había desquiciado, y el firmamento le estaba cayendo sobre la cabeza.
Brunelli sonrió.
Le gustaba Brett, y le gustaría charlar un ratito con él.
Pensó que sabía dónde encontrarlo.
En la sartén de la signora, Yashim frió unas lonchas de berenjena. Cuando estuvieron doradas, las sacó y las dejó en una fuente. Cortó algunos tomates a trozos y los metió en la sartén con un pellizco de sal y azúcar, removiéndolos de vez en cuando.
Peló y cortó unos dientes de ajo, que siguieron el camino de las cebollas. Cuando las cebollas estuvieron pochas, metió en el recipiente una buena ración de carne picada de cordero. El cordero había resultado caro. Tuvo que probar con varios carniceros antes de encontrar lo que quería.
La carne se doró. Añadió un gran pellizco de canela, un puñado de albahaca desmenuzada y los tomates.
En la cacerola de la leche mezcló mantequilla y harina para hacer una salsa espesa. Añadió leche lentamente, manteniendo el recipiente en el borde del fuego. Cuando tuvo lista la salsa, la salpicó con sal y una pizca de nuez moscada rallada.
Depositó la carne en el plato llano de loza, la cubrió con unas capas de berenjenas y vertió encima la salsa.
Con la mussaka lista, limpió la sartén y le echó otra vez aceite. Cuando éste se encontraba muy caliente dejó caer, después de aplastarlos entre sus palmas, unos pimientos puestos a secar, y los cocinó hasta que estuvieron casi negros. Recogió con una cuchara el kirmizi biber doméstico y lo metió en una taza de harina.
—El monasterio armenio.
Hablaba tan pausadamente que Palieski, que ahuyentaba las moscas del cristal de la ventana, no podía estar seguro de haberlo oído bien.
—¿El monasterio?
—Dijiste que te habías mareado. Estabas en la biblioteca, contemplando un Corán.
—Cierto. Parecía peculiar.
—¿Un Corán antiguo?
—No, no. Bastante reciente… Y muy hermoso.
—¿De la familia d’Aspi, dijiste? ¿Viste quién lo había hecho?
—Yo sólo quería irme a casa a dormir, Yashim.
—Me gustaría verlo —dijo Yashim.
—¿Ahora?
—Pienso que sería lo mejor —reconoció Yashim—. Abrígate. Podría hacer frío en el agua.
Les llevó casi una hora llegar a la isla. El canal estaba señalizado con postes, lúgubres como horcas en la penumbra. El agua estaba quieta y aceitosa.
Palieski tiró de la campanilla, y la oyeron tintinear en la caseta del portero. Al cabo de unos minutos se abrió una pequeña ventana y apareció una cara.
—¿Quiénes son ustedes? Es tarde.
El monje hablaba en italiano, Yashim respondió en armenio.
—Lo siento, padre. El signor Brett visitó el monasterio hace unos días, pero no pudo hablar con el padre Aristo.
—El padre Aristo —repitió el monje— estará en el scriptorium.
Descorrió los cerrojos y les dejó entrar. Cuando hubo cerrado otra vez la puerta, se metió las manos en las mangas.
—Por favor, síganme.
Cruzaron un patio y penetraron en un ancho pasadizo. Los candelabros acababan de ser encendidos. El monje abrió una puerta suavemente, sin llamar, y Yashim inhaló un rico y agradablemente familiar olor de libros viejos, tinta y madera. El scriptorium estaba lleno de estanterías que se perdían en la penumbra; una vela se derretía sobre la ancha mesa de roble que se levantaba en medio de la sala.
La mesa estaba desnuda, excepto donde se amontonaba una confusa pila de papeles y libros, cerca de la vela. A Yashim le recordó el estudio del embajador polaco en Estambul. El negro sombrero de forma cónica del padre Aristo descansaba sobre un montón de diccionarios, y su cabeza calva lo hacía sobre los papeles. Parecía estar dormido. El monje sonrió.
—El padre Aristo trabaja mucho —susurró. Luego, un poco más fuerte—: Padre, padre Aristo.
—Hemos venido a ver el Corán, en realidad —dijo Yashim con suavidad—. ¿Quizás deberíamos dejar dormir al padre Aristo?, ¿no?
El monje hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Se sentiría decepcionado.
Tocó el brazo del anciano monje.
El padre Aristo levantó la cabeza, y miró a su alrededor, parpadeando. Su barba era magnífica y blanca.
—Tiene unos visitantes, padre.
El padre Aristo palpó en la mesa en busca de sus gafas, y se las puso cuidadosamente ajustando las varillas detrás de sus enormes orejas.
—Estaba echando una siesta.
Tenía una voz profunda y una sonrisa dulce.
Todavía en armenio, Yashim los presentó a los dos.
—Deseamos echar una ojeada al Corán, padre.
—Ah, sí, el Corán. Naturalmente. Es espléndido. ¿Querrían tomar un poco de té?
Mientras el otro monje iba en busca del té, el padre Aristo les mostró los papeles que tenía ante él.
—Éste es nuestro diccionario —explicó, mirando afectuosamente los libros que lo rodeaban, como si su presencia fuera una agradable sorpresa—. Inglés-armenio. He llegado a la decimocuarta letra de nuestro alfabeto.
Aún le quedaban veinticuatro más, pensó Yashim.
El monje regresó con una bandeja y tres tazas de té dulce.
—Es una tarea sagrada, porque la escritura armenia es una escritura sagrada —dijo el padre Aristo—. Ha llegado hasta nosotros sin cambios, a través de los siglos. La primera letra es la «A», por Astvats, Dios. La última es la «K», por Kristos. Mashtots recibió estas letras en un sueño, al cabo de años de estudio. Y fue un sueño muy bueno, amigos míos. Estas letras —añadió lentamente— nos han mantenido unidos durante mil cuatrocientos treinta y cinco años.
Se puso de pie, levantando cuidadosamente la silla del suelo.
—Pero ustedes han venido a ver el Corán. Se lo mostraré.
Desapareció en la penumbra. Parecía conocer su camino por el tacto, porque al cabo de unos momentos regresó con un gran libro encuadernado en piel que colocó sobre la mesa.
—Los musulmanes también consideran su escritura como sagrada —dijo. Y miró a Yashim—. ¿No es así?
Yashim se inclinó. Levantó la cubierta del libro, y vio que aquél era, realmente, un precioso Corán, de una calidad propia de un palacio o una gran mezquita.
En la primera hoja aparecía una breve inscripción, en latín.
Palieski se inclinó.
—Dice que Alvise d’Aspi regaló este Corán a sus amigos del Monasterio Armenio de San Lazzaro, el año…
Frunció el ceño. Los números romanos no tenían sentido ¿1264?
El padre Aristo sonrió y le dio un golpecito en el brazo.
—Por supuesto. El conde d’Aspi era un buen amigo nuestro. Utilizaba el calendario armenio, que empieza en el año 552 de su calendario gregoriano. —Asintió con la cabeza—. Hay mucho que explicar sobre el calendario armenio, pero ustedes tienen otro. —Sus ojos centellearon detrás de las gafas—. Para usted sería 1816.
Yashim pasó las páginas. Cada sura estaba brillantemente ilustrada, según una tradición que se remontaba al siglo XII, con un follaje estilizado, atiborrado de animales y pájaros. No había ninguna firma del calígrafo. Yashim no esperaba encontrarla.
La obra misma ya constituía una firma; llevaba el sello del hombre que, sin ayuda alguna, había trabajado para crear ese hermoso libro. Debía de haberle llevado meses, si no años. El calígrafo era Metin Yamaluk.
Las guardas del libro eran muy hermosas y estaban hechas muy cuidadosamente. Yashim se detuvo en ellas, frunciendo el ceño. Mostraban un cuadrado, entre las esquinas y el punto medio de cada línea del cuadrado discurría un nudo sin fin de líneas entrecruzadas, que formaba una estrella de ocho puntas.
Palieski señaló el diagrama.
—He visto uno igual. Está en el suelo del salón de la contessa, me parece.
—¿De veras? —murmuró Yashim. Él lo había visto, también, unas semanas atrás, en el estudio de Yamaluk, en Uskudar.
El Diagrama del Arenero.
El Corán de Yamaluk había sido encargado por el conde d’Aspi. Y el propio Yamaluk había ido a ver al nuevo sultán, para ofrecérselo.
—¡La imprenta! —dijo el padre Aristo con un suspiro, e hizo un gesto hacia las estanterías—. Me pregunto, caballeros, ¿cómo habría considerado Dante a los impresores? ¿Benefactores… o criminales? No sabría decirlo.
—Yo conocía al hombre que hizo este Corán —dijo Yashim.
Permanecieron juntos un momento contemplando, a la luz de la vela, las iluminadas páginas.
—Gracias, padre Aristo —dijo Yashim—. Me ha mostrado usted exactamente lo que necesitaba ver.
El viejo asintió con la cabeza y se frotó las gafas con una punta de la sotana.
Se marcharon con la bendición del anciano monje.
La góndola los estaba esperando en el malecón. Palieski y Yashim se subieron a la embarcación. Ya en la pequeña cabina, Yashim se inclinó hacia delante con una expresión de triunfo.
—Me gustaría conocer a tu amiga, la contessa d’Aspi d’Istria.
Palieski se encogió de hombros.
—Quizás. —Hizo una pausa—. Yo traté de verla también. Por dos veces. No, tres. No recibe visitas desde el asesinato de Barbieri.
Yashim se quedó en silencio unos momentos. El agua borboteaba suavemente contra el casco de la góndola mientras ésta se deslizaba de regreso a Venecia.
—Creo que ya sé dónde podríamos hallar el cuadro, Palieski —dijo Yashim—. Si no llegamos demasiado tarde.
Yashim cortó tres cebollas en finas rodajas. Eran rojas y crujientes, y las extendió sobre una ancha fuente blanca.
Cogió un gran hígado de cordero y lo preparó cuidadosamente, quitando las arterias y la dura membrana. Lo cortó en tiras y lo arrojó en la harina y el kirmizi biber.
En la sartén, salteó ajo y unas semillas de comino. El aceite estaba caliente; antes de que el ajo se hiciera demasiado, lo echó en el hígado cortado y lo removió todo rápidamente con una cuchara de madera. La carne se compactó y se doró. Cogió las tiras con una cuchara y las dejó sobre los anillos de cebolla. Cortó un poco de eneldo y perejil y lo esparció sobre el plato. Como tenía hambre, tomó un trozo de hígado junto con un anillo de cebolla y se lo metió en la boca.
Los venecianos habrían cocinado la cebolla hasta que estuviera muy blanda. Deliciosa, a su manera, y dulce; pero carente de la osadía del original otomano, pensó Yashim, cuando las texturas y los aromas estallaron en su boca. Su arnavut cigeri también parecía mejor.
Era una lástima que no hubiera podido encontrar un yogur. Cortó un limón y dispuso las porciones alrededor de la fuente.
Escurrió los garbanzos. Los cocinaría con la cebolla, el arroz y el resto del delicioso caldo de la signora.
Hizo un adobo con las semillas de neguilla que había encontrado en el épicier. Estaban etiquetadas como comino negro, pero Yashim estaba más enterado. Las mezcló con zumo de limón, ajo machacado, sal, pimienta y orégano. En un cuenco, llorando como un bendito, ralló dos cebollas. Mezcló la pulpa con una cucharada de sal.
Limpió el cuchillo y lo usó para cortar tres filetes de pez espada en trozos que echó en el adobo. Sacó un montón de hojas de parra que había arrancado, sin mucho remordimiento, de una vid que asomaba por encima de la alta pared de un jardín, en su camino a casa aquella mañana. Las lavó, las ablandó en el agua de los garbanzos, y las echó en el cuenco de agua fría.
Exprimió la pulpa de una cebolla entre sus manos, derramando el jugo sobre el pescado.
La signora utilizaba un cuchillo largo y plano con una punta redondeada para extender su polenta. Preguntándose si sería un sacrilegio, decidió usarlo como espetón para el pescado.
Cuando hubo envuelto cada trozo de pescado en una hoja de parra, descubrió que el cuchillo de la polenta tenía la punta demasiado roma para atravesar las hojas. Pacientemente, pinchó cada paquete con el pequeño cuchillo de Malakian, ensanchó el agujero y deslizó el pescado dentro de la ancha hoja.
Vertió lo que quedaba del adobo sobre el pescado y puso el espetón sobre las brasas del fuego.
Preparó el arroz. Cuando estuvo cubierto con un paño, y humeando suavemente, salió afuera y dirigiéndose al pozo se lavó cuidadosamente las manos, la cara las orejas y la nariz.
—Cuando estéis listos, podemos comer —anunció.
Al commissario Brunelli le gustaba pensar que lo había visto todo en Venecia, pero cuando Maria lo acompañó hasta la cocina de su madre, cambió de opinión.
—Mi nombre, signora, es Brunelli, Vittorio Brunelli. —Inhaló profundamente, y su pecho se ensanchó—. Espero que no la esté molestando.
La vela, al principio, hizo que los cabellos de la nuca se le erizaran. Lo captó todo —la luz, los aromas, las sombras en las caras— mucho antes de comprender dónde se encontraba.
Era una fiesta para los pobres.
Vio el turbante. Vio la enjuta y pálida cara del signor Brett. Vio a Maria, con expresión dubitativa, con su cabello negro como el azabache. Vio a los niños, con la cabeza afeitada, mirándolo con sus grandes ojos, y a su padre, sonriendo, así como las sombras y las negras vigas y las brasas del agonizante fuego.
Entró con paso indeciso en la habitación.
—Buon appetito —dijo, al tiempo que hacía una inclinación. Tropezó con un jergón donde apenas si se sorprendió al descubrir la figura de un Cristo agonizante.
—Por favor, signor Brunelli —dijo la signora en tono autoritario—. Acompáñenos.
Brunelli se encontró apretujado en el extremo del banco con un niño pequeño a un lado y Yashim al otro, y el cuchillo, el tenedor, el plato y el vino tinto delante de él.
La única diferencia entre ésta y otras fiestas que podía imaginar era que nadie parecía estar realmente comiendo.
Brunelli olisqueó, y su mirada retornó a la mesa. Ésta se encontraba cubierta de un mantel limpio, y sobre él reposaban varios platos. Vio una gran cantidad de arroz, un plato de algo con cebolla cruda, un montón de curiosos bultos parecidos a huevos y un plato de loza cubierto de una salsa blanca.
Alrededor de la mesa, un grupo de caras recelosas.
El nombre de Brunelli no estaba inscrito en el Libro Dorado, que enumeraba las familias aristocráticas con derecho a disfrutar de las responsabilidades y recompensas del gobierno. Pero la sangre de Venecia corría por las venas de Brunelli, la sangre de unos hombres que habían comido carne de caballo cruda con los jinetes de Crimea, mordisqueado huevos pasados con el Gran Kan en Catay y estofados cargados de especias con los beduinos del golfo Pérsico… Por no mencionar la col hervida en las salas de los reyes polacos.
Brunelli extendió las manos e hizo la bendición de la mesa. Se trataba de una bendición que había oído muchas veces en el Ghetto.
—Bendito seas, Dios mío, Señor del Universo, que nos traes el pan de la tierra.
Palieski sonrió, y sirvió a la signora el arroz.
Brunelli cogió las hojas de parra y las ofreció a su vecino. Yashim cogió una, Brunelli otra, y pasaron el plato. Uno de los niños pequeños se sirvió a sí mismo un poco de arroz. El padre de Maria cogió una cucharada de hígado con cebolla, mientras Maria hacía lo mismo con uno de aquellos rollitos de hojas de parra y lo mordía. Exclamó:
—¡Es pescado! Mamma, ¡prueba uno!
En cuestión de momentos todo el mundo estaba comiendo y hablando a la vez.
Brunelli se inclinó a través de la mesa.
—Signor Brett… —empezó.
El aludido lo interrumpió.
—Me temo que no he sido franco con usted, commissario. Desde el comienzo. Lo cual lamento. Éste es Yashim.
—Bien —dijo el grandullón—. Me gustan los rodeos. —Tomó un sorbo de vino—. ¿Qué están ustedes haciendo, exactamente?
Palieski desvió la mirada hacia Yashim.
—¿Qué estamos haciendo?
—Buscando justicia —replicó Yashim—. Justicia, y un Bellini.
Brunelli enarcó una ceja.
—Ambas cosas son valiosas, signor. Pero raras.
Yashim sonrió y le contó todo lo que sabía.
Mucho más tarde, cuando Brunelli se había ido a casa y la familia Contarini se hubo ido a la cama, exclamando aún por la sorpresa: «¡Cebolla cruda! ¡Pescado envuelto en hojas de parra! ¡Lasaña sin pasta!», Yashim y Palieski se acercaron al fuego.
—Cuéntame más cosas sobre la contessa —sugirió Yashim.
Palieski se encogió de hombros.
—No hay mucho que contar. Excepto que es muy hermosa, practica la esgrima y algún antepasado suyo estuvo con Morosini en el Peloponeso. Es una mujer sorprendente, Yashim. Hay algo peligroso en ella, quizás. Y tampoco quiere casarse, ignoro el motivo.
Repitió los detalles de la tragedia familiar que la anciana dama de la Ca’ d’Istria le había contado.
—Su padre fue el último bailio veneciano en Estambul. De ahí el Corán. Y ella nació allá, casualmente.
Yashim levantó una ceja.
—¿Y no deseaba verte, dices?
Palieski movió la cabeza negativamente.
—No estoy seguro de que estuviera allí. La última vez que lo intenté, nadie vino siquiera a abrir la puerta.
Yashim removió las brasas con un palo.
—Tengo una idea —dijo lentamente—. Venecia es un teatro, dices tú. Quizás ha llegado el momento de adoptar un enfoque más teatral.
—¿Qué quieres decir?
—En una ocasión el dux se casó con el mar.
—Napoleón quemó el Bucintoro, el barco —señaló Palieski.
—En efecto. Yo no estaba imaginando un regreso del dux. Pero he estado hablando con el signor Contarini. El gabarrero.
Palieski pareció sorprendido.
—¿Qué tiene que ver el signor Contarini con eso?
—Todo. Venecia ha estado hambrienta de entretenimiento durante demasiado tiempo. Lo que yo imagino —dijo Yashim, dibujando su plan en el humo procedente del fuego de la signora— es una visita. Una visita —añadió, bostezando— procedente de un mundo perdido.
Palieski se frotó la cara con las manos, y estiró los pies hasta el fuego.
—No sé de qué estás hablando.
—No te preocupes. Ya lo verás.
Yashim se había marchado cuando Palieski y Maria se sentaron a desayunar. Maria también tenía recados que hacer, de modo que Palieski se pasó la mañana en el patio con los desempleados, tratando de comprender su dialecto y dando de vez en cuando una calada a un cigarro muy barato. Un viejo desdentado había estado en la batalla de Borodino. Compartieron sus decepciones, y compitieron con sus recuerdos para entretenimiento de los más jóvenes, hasta que la señora los llamó a almorzar.
Yashim regresó unos minutos más tarde, y se sentó ante una espesa sopa de lentejas con evidente placer.
Después del almuerzo, Yashim habló quedamente con Maria y su madre. Palieski no pudo oír lo que decían, pero la vieja dama parecía dubitativa. Finalmente rompió a reír, y se cubrió la cabeza con el delantal, para esconder sus feos dientes. Palieski observó que Yashim le daba un poco de dinero a la signora.
Yashim salió al patio. Palieski le lanzó una mirada inquisitiva.
—La signora —explicó Yashim— ha aceptado pasar la tarde cociendo en el horno. Junto con una docena de sus amigas.
—¿Bollos?
—Los bollos son tradicionales en Estambul. Imagino que también serán apreciados en Venecia.
—Yashim, estoy totalmente confundido.
—En ese caso —replicó Yashim, sonriendo—, es muy probable que mi plan salga bien.
Era una mañana digna del pincel de Canaletto. El sol brillaba, el cielo era azul y un viento que podía hacer flamear una bandera soplaba desde la laguna mientras una barcaza que transportaba una banda militar austríaca iniciaba su lento ascenso por el Gran Canal. En su popa la enseña imperial, blanca y dorada, del Imperio Habsburgo; en la proa una pequeña enseña verde con una media luna plateada.
Una flotilla de góndolas se movían a su estela, en fila de a tres. Sus cabinas estaban casi todas vacías. Representaban a dignatarios ausentes del Imperio Habsburgo.
Los venecianos habían salido a la calle en masa. Desde el alba se habían estado desparramando desde los barrios bajos de Dorsoduro, moviéndose a pie por los callejones, haciendo partícipes de las noticias a los panaderos que alimentaban sus hornos, a vendedores de verduras que instalaban sus tenderetes y a faroleros en sus rondas matutinas. Las madres que iban en busca de pan decidían que sus hijos se saltaran la escuela aquel día; los hombres que se dirigían a su trabajo se detenían y hablaban del asunto con sus amigos en las puertas de los cafés.
Desde Dorsoduro, las noticias habían inundado San Paolo y Santa Croce; a media mañana, habían cruzado ya el puente de Rialto, entrando en San Marco y Castello. Venecia hervía de excitación y curiosidad. A las diez, los balcones estaban llenos. Postigos que se habían mantenido cerrados durante veinte años crujían al ser abiertos, y por un precio simbólico se permitía a la gente que se asomara desde apolillados palazzi y apartamentos vacíos. Alfombras y colgaduras pendían de las ventanas. Damas cuya última procesión en el Gran Canal había sido en honor de Josefina Bonaparte, en 1799, sonreían ante los recuerdos que evocaban. Los jóvenes se asomaban a las ventanas ante la posibilidad de divisar, todas a la vez, las ocultas bellezas del Gran Canal; se atusaban el bigote y se inclinaban hacia fuera, mientras que muchachas casaderas corrían hacia los balcones para dejarse ver.
Detrás de la flotilla de góndolas venía una barcaza, de poco calado, y colmada de flores, cuyos colores, agrupados en vueltas y revueltas de rojo y oro, recordaban los de la bandera veneciana. Una ovación brotó de la multitud, que se empujaba para encontrar una buena posición sobre el primer pontón.
Tras ella, apareció una barcaza otomana, ataviada con aros de verdor. Entre los aros, unos acróbatas y comedores de fuego hacían juegos malabares con bollos de azúcar; los chamuscaban, y luego los arrojaban a la encantada multitud.
En una góndola abierta de color carmín imperial, agradeciendo elegantemente los gritos y el clamor de las multitudes, estaba el propio pachá otomano, envuelto en seda roja, y bajo un enorme y deslumbrante turbante.
La muchedumbre arrojaba al aire sus sombreros y rugía.
La procesión siguió avanzando canal arriba. Poco antes de las once, pasaba bajo el puente de Rialto, donde una multitud de espectadores y vendedores del mercado reían y enviaban besos a los colores venecianos que pasaban por debajo.
Durante cuarenta años, los habitantes de Venecia habían soportado una dieta de pobreza y degradación. Con expresión ceñuda, del primero al último, habían contemplado la llegada de soldados franceses, o generales austríacos, mientras el espíritu del Carnaval se marchitaba. Pero este destile se estaba convirtiendo en una verdadera regata. Una alegre comitiva de esquifes y góndolas alquiladas, chalanas de pasajeros y botes de remos se arremolinaba en torno a la esbelta góndola del pachá; los pescadores vendían un sitio en sus pesadas barcas, los niños corrían por los callejones próximos al canal, saltando en cada pontón. La gente de las embarcaciones saludaba con la mano a los que estaban apostados en tierra.
En años futuros, rateros y carteristas moverían apreciativamente la cabeza cuando recordaran esa mañana.
La procesión se detuvo cuando llegaron a la Ca’ d’Aspi. Sólo los hombres que remaban en la barcaza que iba en cabeza, y que transportaba la banda militar, siguieron adelante, y pronto los estridentes acordes de su fanfarria se fueron apagando.
Nadie se movió. Los vítores cesaron. Más tarde, se dijo que se podía oír el agua golpeando contra los cimientos del palazzo.
En el piano nobile del palazzo una sola ventana estaba abierta, donde la contessa d’Aspi d’Istria permanecía inmóvil, apoyada en el borde, pálida e impasible. De vez en cuando la brisa prendía en un rizo de su rubio cabello y jugaba con él, levantándolo en el aire, lanzándolo contra su rostro; pero ella no hacía movimiento alguno para apartarlo.
Algunos gondoleros, alzando la mirada, parecían emocionados. Cantarían una canción antes de que terminara el mes, sobre el amor de una mujer por un infiel, y sus años de tormento, y de cómo al final él había venido a cortejarla pese a los austríacos y sus armas.
La góndola de color carmesí se apartó del centro de la procesión y, con un golpe de remo, el gondolero llevó la pequeña nave hacia el embarcadero.
El pachá se puso de pie, llevando una pequeña caja envuelta en papel dorado.
El antinatural silencio se quebró inmediatamente. Absurdas conjeturas circulaban entre la multitud, leyendas que eran embellecidas y mejoradas a medida que avanzaba el día. Algunos decían que el pachá le había traído una diadema del sultán; otros, que se trataba de un pañuelo de gasa que el sultán entregaba, cada noche, a la concubina destinada a compartir su lecho. Se decía que los d’Aspi, en sus tiempos de poder, habían prestado al sultán un servicio tan grande que él no había hallado la manera de agradecerlo hasta ahora, cuando los d’Aspi gemían igual que el resto de ciudadanos bajo la bota austríaca. Algunos decían que era dinero. Otros, que joyas. Los había incluso que hablaban de una sagrada reliquia que los venecianos habían echado de menos cuando saquearon Constantinopla en 1204.
Un guasón decía que se trataba de una caja de delicias turcas.
Lo que nadie seguramente podía suponer era la verdad, que Yashim confesó a la contessa cuando Antonio lo hubo acompañado escaleras arriba del palazzo. Ella se dio la vuelta, apartándose con reticencia de la ventana.
Yashim se inclinó.
—Debo excusarme, signora, por la intrusión. La caja está vacía.
Ella apartó un mechón de pelo.
—Qué decepcionante —dijo con calma. Y despidió a Antonio con un gesto de la mano.
Cuando el sirviente hubo salido, la mujer dijo:
—Supongo que ha venido usted a matarme, pachá, tal como ha matado a los demás.
—No, contessa. Espero haber venido para salvarla.
Ella le brindó una breve sonrisa.
—Nadie puede salvarme. Está escrito… Seguramente, como otomano que es usted, ya lo sabe.
Ella se llevó una mano al cabello y lo levantó, dejando al descubierto su esbelto cuello.
Yashim levantó sus manos vacías.
—Ninguna cuerda de arco, contessa. Usted envió un recado a Estambul… Y yo estoy aquí.
Ella le lanzó una mirada, de soslayo, su mano se deslizó lentamente del cuello, de manera que su cabello cayó en dorados haces.
Yashim sabía más que suficiente sobre las mujeres hermosas. El harén del sultán, por donde podía ir y venir a voluntad, estaba lleno de muchachas cuyos encantos eran los de un animal joven. Tenían los ojos claros, y la piel suave, y las formas y figuras de ninfas liberadas, con cuerpos flexibles y relucientes; sus sentimientos se reflejaban en sus adorables rostros, registrando cada momento de felicidad o celos o temor, con franqueza, sin reserva alguna. Bonitas muchachas. Uno sonreía al verlas, como cachorros persiguiéndose la cola.
Pero la contessa era una mujer.
—¿Que yo mandé un recado a Estambul? —Se apartó del alféizar de la ventana y cruzó la habitación—. Parece estar usted muy seguro, querido pachá… Ignoro su nombre, me parece.
—Me llamo Yashim —repuso él con una breve inclinación—. Sirvo al sultán.
Eso no era la verdad, pero tampoco totalmente una mentira.
—Usted envió al sultán Abdülmecid un mensaje —hacía usted una oferta. El retrato de Bellini de su antecesor.
Por un momento ella se contuvo.
—¿Es eso lo que les dijo usted a ellos? A Boschini… A Barbieri… Y ahora ellos están muertos.
Un florete apareció de repente en su mano.
—En lo que a mí se refiere, puedo fijar el momento, y el lugar —dijo la mujer levantando la punta de la espada.
El florete no tenía ningún botón en su punta.
—Com’era, dov’era —murmuró—. En garde.
Yashim vio que ella levantaba la rodilla, y en un instante se lanzaba contra él… los pies ágiles y los hombros alzados… y una hoja chispeó junto a su oreja mientras Yashim se lanzaba al suelo.
Dio una voltereta, por dos veces, y la punta de la hoja rayó un par de veces el mármol.
Yashim dio un brinco, retrocediendo. La contessa había recuperado su posición. Estaba con su mano izquierda libre, los pies separados, respirando a través de sus labios entreabiertos. Por un segundo Yashim pensó que la hoja se había desprendido de la empuñadura, antes de ver que la punta se balanceaba a sólo unos centímetros de sus ojos.
Cuando Carla embistió, Yashim movió con rapidez la cabeza y, en el mismo segundo, dio un paso hacia delante, superando su instinto de retroceder. Estaban casi uno al lado del otro, flanco contra flanco. Yashim bajó su brazo derecho bruscamente y sintió que su manga rozaba la de la mujer cuando ésta lanzó su estocada. La contessa se zafó con un barrido del florete, apartándose de él, usando el peso del arma para darse la vuelta.
Tenía su codo retrasado, apartando la punta de su florete. Yashim lo vio retirándose por el aire, igual que un mosquito, y él se lanzó hacia la izquierda con una voltereta.
La contessa saltó tras él, dando un paso en diagonal que la llevaría hasta su derecha.
Por un momento, cuando levantó la cabeza, Yashim se sintió desorientado.
Dos cosas pasaron por su mente.
Una era una observación sobre la esgrima que había leído una vez, en una novela francesa: «El arte de la esgrima consiste en dos cosas, y sólo dos: dar y no recibir».
La otra era: «Ignora la punta y vigila los pies».
¡Los pies! Apoyando con fuerza ambas manos en el suelo, soltó un pie y dibujó con él un arco, enganchando los pies de la contessa y empujándolos.
La mujer rodó hacia atrás, pero se levantó de un brinco. Yashim se había vuelto a poner en pie. Estaban separados por unos dos metros.
Ella se frotó la cadera.
Sus ojos azules resplandecían.
Ojos azules. Yashim levantó un puño y abrió dos dedos, el viejo signo para rechazar el mal de ojo.
La contessa lo comprendió. Y empezó a sonreír.
Su sonrisa terminó en un gruñido, clavó sus pies en el suelo y saltó.
Yashim vio la punta de su florete volando por el aire.
¡La punta!
Yashim se cubrió desviando hacia abajo la hoja cuando ésta volaba hacia su pecho.
Ella debió de haberse sorprendido cuando la punta se desplazó: Yashim vio que sus ojos se dirigían hacia ella. Pero en un instante la contessa se lanzó de nuevo contra él, moviendo con un golpe de muñeca el arma hacia arriba, en dirección a su abdomen. Él volvió a desviar el ataque y, cuando la hoja golpeaba su antebrazo, dio un paso hacia delante, sintiendo que el cabello de la mujer se deslizaba a través de los dedos de su mano izquierda.
Casi la tenía.
La mujer giró en redondo otra vez, deslizando su cabeza a un lado, echándose hacia atrás.
Una mano de Yashim estaba vacía. La otra sangraba.
No había filo en la hoja del florete, naturalmente: Sólo la punta podía matar. Pero el florete de la contessa se movía lo bastante deprisa para hacer sangrar a su adversario.
—Está usted confundido sobre las reglas, pachá —dijo Carla. Había adoptado nuevamente su guardia.
Yashim estaba atento a sus pies.
—Sigo el esquema —dijo el turco. Mientras hablaba dio un paso hacia ella, la mano extendida, y luego, mientras ella giraba hacia arriba la mano que sostenía el florete, él volvió a dar un paso atrás, con ligereza y hacia un lado.
Ella se dio la vuelta con suavidad para hacerle frente otra vez, medio girando su mano; ahora apuntando otra vez hacia abajo.
Yashim se preguntó si ella le permitiría hacer la misma maniobra dos veces.
Confiaba en ello, porque detrás de la mujer, a su derecha, estaba la colección de armas que él había hecho describir a Palieski con todo detalle, mientras estaban los dos sentados en medio del humo de la cocina de la signora.
Y debajo de él se hallaba en mármol de colores, en el suelo, el esquema que ya conocía.
Lo habían estado siguiendo desde el principio. Abriendo camino y cediendo terreno, adelante y atrás… y siempre hacia el lado. Un nudo sin fin, rotando inexorablemente.
Necesitaba dos giros más. Dos más le harían dar la vuelta completa, pero el siguiente era el más difícil. El esquema no era completamente regular. El siguiente punto del dibujo te acercaba más a él, desprotegido por ambos lados.
Levantó la mano hasta su turbante, perplejo.
Carla no esperó a que él terminara su movimiento.
Hay un ataque en esgrima llamado la fleche; adecuadamente ejecutado, es el golpe asesino, si es que un golpe puede calificarse así. Los pies van juntos; el cuerpo sale lanzado; hoja y cuerpo se concentran detrás de la punta con una enorme velocidad e, independiente de la complexión del atacante, también con enorme fuerza.
La flèche de Carla fue ejecutada adecuadamente. De repente la punta del florete se desplazaba por el aire exactamente como mandaban los cánones. Era una flecha.
Y Yashim, que jamás había sido un fatalista, tuvo tiempo solamente de bajar la cabeza.
Veinte años habían transcurrido desde que Yashim entrara por primera vez en la escuela de palacio. Era un joven ya, cuatro o cinco años mayor que sus compañeros, aquellos inexpertos e imberbes muchachos cuyas plegarias y charla lo habían atormentado durante aquellos primeros meses de indiferencia y desesperación. Fue admitido como un favor. A su padre no se le ocurrió ninguna otra manera de curar el terrible daño que sus enemigos habían causado a su hijo. Quizás, también, fue enviado allí porque el muchacho le recordaba demasiado a la vieja gobernadora de su vida, la madre de Yashim, la hermosa Elena.
Elena había estado en la cueva. Fue deshonrada, y luego la mataron. Los enemigos de su padre habían reservado para Yashim, sin embargo, una tortura más exquisita. El acto en sí duraba solamente unos segundos; y sólo implicaba dolor. Pero la amargura de aquel momento lo atormentaría toda la vida.
Castrado por los enemigos de su padre por mera diversión, Yashim había llevado su dolor y su desesperación a la escuela de palacio, en Estambul. Y allí le habían impartido una incesante disciplina, un constante entrenamiento del cuerpo y la mente. Yashim entró en un mundo regido por la vara; un mundo de duros bancos de madera, azotainas, baños fríos y expulsiones semanales. El viejo eunuco que los gobernaba era un ordenancista, caprichoso, exigente, manipulador; ligeramente cruel. Para los menos talentosos, era infaliblemente amable, antes de echarlos a patadas. Para los que se mostraban como auténticas promesas, era un azote. Yashim lo hacía todo bien, pero eso fue tres años antes de que descubrieran lo que lo hacía mejor que nadie. Antes de volverse indispensable.
Al principio él se había resistido a aquel régimen, no creyendo mucho en su redención, y dudando de que quedara nada en él que redimir, como si ya hubiera muerto. Su espíritu estaba muerto. Se mostraba malhumorado y lento. No se burlaba del viejo maestro o de los montones de fría caligrafía que se veía obligado a ingerir, o de los juegos de lucha y gerit. Era un joven cultivado, más fuerte, más rápido, más experimentado que los demás. Simplemente, no le importaba.
El viejo eunuco empezaba despertándolo temprano, una hora antes que a los demás, en las horas muertas de la noche. Lo despertaba con un golpe de su vara, rematada en plata, contra las piernas. «Tienes menos tiempo que los demás. Debemos hacer más». A veces le hacía correr. Otras, recitar el Corán. Por la noche, cuando los demás muchachos hablaban entre sí en susurros, Yashim se caía dormido, exhausto.
No obstante, poco a poco, sin saber el motivo, se encontraba despabilado. Aprendió a canalizar su agonía mental hacia la disciplina que le imponía el viejo lala, y dejó de tener miedo de hacerlo demasiado bien. «Entrena el cuerpo y cultiva la mente, y el corazón seguirá», según reza el antiguo precepto otomano.
Fuera de la miríada de logros que él había esperado alcanzar, los recitales, la música y las lenguas, la retórica, el álgebra, la etiqueta y la lógica, la equitación, el tiro al arco, el gerit, Yashim conservaba sólo vagos recuerdos de la escuela de lucha.
Sin embargo, eso quizás era lo que se esperaba de él en la escuela de palacio. Gracias al estudio, a fin de cuentas, cualquiera podía aprenderse el Corán, cualquiera podía aprender a tensar un arco con habilidad y esfuerzo. Pero para los hombres que iban a dirigir las energías del Imperio, el dominio de todas las artes no era un final, sólo un comienzo. Recordar una cosa no era nada. Lo que contaba era poder usarla.
El conocimiento de Yashim del Diagrama del Arenero no es que estuviera disponible para él en su pensamiento: lo tenía inculcado a un nivel instintivo.
Las franjas tejidas de un interminable nudo estaban inscritas en la invisible maquinaria de su mente.
Veinte años más tarde, en un palazzo de Venecia, el instinto cobró vida.
Cuando la punta del florete, dirigida al pecho de Yashim —sixte, en la indispensable jerga de la esgrima— tocó el bulboso turbante que cubría su cabeza, liberó a Yashim de una carga que había estado llevando desde primera hora de la mañana, y le permitió, al mismo tiempo, deslizarse hacia delante, sosteniendo la muselina en la mano.
Con su turbante ensartado por el florete, Yashim dio un quiebro y avanzó, dando tres pasos más o menos desequilibrados. Mientras se movía, hizo girar la muselina y, a su espalda, la hoja de la contessa, entremetida en los pliegues, salió volando.
El arma, al caer, hizo un ruido metálico y rebotó sobre el suelo, dando vueltas, hasta estrellarse contra la pared de debajo de la ventana.
Yashim no se fijó en la trayectoria, Carla sí. En vez de ello, él uso la oportunidad para saltar y agarrar la empuñadura forrada de piel del arma más cercana, que resultó ser una cimitarra turca.
Sólo entonces, por instinto, miró a su alrededor.
Para su sorpresa, la contessa estaba de pie con la mano en la cadera, observándolo.
No había hecho ningún esfuerzo para recuperar su florete.
La cimitarra estaba firmemente fijada a la pared, Yashim soltó de mala gana su presa, y se dejó caer al suelo.
La contessa sonrió.
—Al parecer, siempre he de encontrarme con sabreurs —dijo.
—¿Sabreurs?
Ella hizo un gesto señalando la cimitarra.
—Ustedes conquistaron la Europa oriental con eso. Es el antepasado de nuestro sable. Los húngaros lo adoptaron, como adoptaban cualquier cosa que ustedes llevaran al campo de batalla. Húsares. Dragones. Bandas militares. Nosotros luchamos igual con igual, Yashim Pachá.
—Sí —dijo Yashim. Se agachó para recuperar un pedazo de turbante. Envolvió con él su sangrante mano, y lo rasgó con los dientes—. Sí, por supuesto.
—Y el sable ganó la batalla de Waterloo —añadió ella—. No está de moda ahora.
Yashim envolvió su cabeza con el resto del turbante.
Cuando se sintió adecuadamente vestido, dijo:
—No soy ningún pachá.
Ella avanzó unos pasos y tiró de la campanilla.
—Café, Antonio —y dirigiéndose a Yashim dijo—: El pueblo de Venecia parece pensar que es usted un pachá. Usted les ha dado algo que habían perdido durante muchos años. A mis ojos, es usted un pachá. Incluso pese a la caja vacía.
Yashim pensó que detectaba una pizca de diversión —una cruel diversión, en aquellos hermosos ojos negros—. El pachá… ¡Con su caja vacía! Yashim, el eunuco.
—Contessa… yo… —se encontró balbuceando—. Los armenios… El Corán… Reconocí la escritura…
Ella se llevó un dedo a su labio inferior, y lo dejó allí, con aire reflexivo.
—Usted conocía el esquema.
—Fui entrenado para él —replicó Yashim—, del mismo modo, al parecer, que lo fue usted.
—Lamento lo de su mano.
—Lo dudo.
Ella se rió.
—Fue usted mejor que yo, Yashim Pachá. Yo pensaba… esperaba que aprendería algo sobre usted. Menos de lo que me imaginaba —hizo una pausa, bajando sus párpados—. Usted nunca atacó. Quizás debería haberle dejado coger ese sable.
—Estaba pegado a la pared —señaló Yashim.
—Pero no se trata de eso —prosiguió ella, con una voz fascinada—. Usted se escondía. ¿Cómo lo hizo?
Yashim se encogió de hombros.
—Tuve suerte.
—No sea condescendiente conmigo.
Yashim hizo una pausa.
—Tal vez la utilicé a usted.
—¿Que me utilizó? ¿Cómo?
—Me temo que era usted casi demasiado buena, contessa. Yo no soy un experto en florete, o en esgrima, pero vi cómo movía usted los pies. La manera en que avanzaba para atacar parecía perfecta. Sólo que usted no se concentraba en su oponente.
—Espero que no piense que lo subestimé.
Yashim movió la cabeza en un gesto negativo.
—No es eso. Usted no me subestimó… Ni siquiera me sopesó. Más tarde, pensó que me escondía. Yo diría que… Usted realmente no miraba.
Yashim pudo ver que ella se ruborizaba, y se mordía el labio.
—¿Está usted diciendo que yo presumía?
—Es usted consciente de su poder —dijo él con voz inexpresiva—. Y es hermosa, naturalmente.
—Y la belleza me hace débil.
—No. Es el pensar en ello lo que la desequilibró.
—¡Que me desequilibró! ¿Hay algo más que debería saber, maestro?
Él vaciló. Se trataba, de hecho, de algo más que había percibido en sus movimientos; pero, bueno, nunca había luchado con una mujer.
—¿Por qué no me mató usted, Yashim Pachá?
Lo dijo tan repentinamente que Yashim no tuvo tiempo de reaccionar.
—¿Cómo puede usted estar tan segura de mí? —dijo.
—¡Ah! ¿Tan segura? —La mujer volvió a reír, pero sin alegría—. Gracias, Antonio. Eso es todo.
Ella sirvió el café en dos diminutas tazas de porcelana. Su mano apenas temblaba.
Cogió la taza de Yashim y se la pasó, con una ligera reverencia.
Estaban muy cerca.
—Eletro —dijo ella—. Un hombre llamado Popi Eletro.
Ella retrocedió hasta la bandeja, y cogió su taza.
—Entonces lo supe —añadió, y tomó un sorbo—. Boschini fue ahogado. El conde Barbieri fue asesinado, al salir de mi casa. Pero ellos eran mi gente.
—¿Su gente? —Yashim estaba confuso.
—Como los pachás, Yashim. Sonrió. —Pero Eletro era uno de… los reaya.
Las ovejas: los reaya, los no creyentes a los que el sultán estaba sin duda destinado a gobernar. Hombres corrientes.
—Y entonces lo supe —dijo—. El Fondaco dei Turchi. Puede usted verlo desde esta ventana, Yashim Pachá. Venga.
Una discordante ovación sonó afuera cuando se asomó a la ventana. La contessa levantó una esbelta mano.
—¿Ve usted esa ruina? En siglos pasados, Yashim Pachá, el Fondaco era su caravansar en Venecia, el han del comercio otomano. Seguro y aislado… pero magnífico, por supuesto. Ahí es donde celebramos la partida.
Yashim miró afuera. Las barcazas se habían marchado; unas pocas góndolas se balanceaban en las suaves aguas del Gran Canal. Sin embargo, la gente seguía allí, atestando el pontón situado casi en frente del Palazzo d’Aspi.
—¡Consumad la unión! —sugirió un gondolero, su voz perdida entre la risa de sus amigos.
Yashim retiró la cabeza.
—Conozco el Fondaco —dijo—. Lo que queda de él. Alguien ha estado usando el hammam como prisión. Una prisión privada.
Ella se encogió de hombros.
—No me sorprendería.
—¿La partida, contessa?
Por primera vez, ella adoptó un aspecto precavido.
—Eletro era el dueño del edificio. Por eso estaba allí.
—¿Eletro? —preguntó Yashim con incredulidad.
Ella se encogió levemente de hombros.
—El Fondaco es una ruina. Y Venecia es barata.
Yashim no dijo nada, estudiando la cara de la mujer.
Ella le devolvió la mirada.
—Sea lo que sea lo que usted ve, Yashim Pachá, no es miedo.
—No —admitió él.
—Boschini y Barbieri eran los otros jugadores. Y cuando Eletro fue asesinado, entonces comprendí.
—Pero ¿por qué celebrar una partida en esa ruina?
Ella se encogió de hombros.
—Com’era, dov’era.
Tal como era, donde estaba. Yashim había oído esa expresión anteriormente.
—Yo… nosotros… Queríamos fingir, por un momento, que nada había cambiado realmente.
—¿Nosotros?
—El duque y yo.
—¿El duque?
—El duque de Naxos. Nuestro invitado en Venecia.
La cabeza le estaba dando vueltas a Yashim.
—Pero el duque de Naxos…
—Murió hace trescientos años, sí. Joseph Nasi, un financiero judío. El sultán Selim el Borracho le hizo duque de Naxos por su ayuda en la captura de Chipre.
—¿De modo que ese duque —su invitado— era un impostor? ¿Y usted lo sabía?
Ella lo miró, evaluándolo. Alargó sus manos.
—Quizás usted realmente ha venido a salvarme.
Una anciana se quejó a la policía de que un mendigo se había instalado en las escaleras de su casa, y no se movía.
Estaba sentado en los escalones, con la cabeza sobre las rodillas. Para cuando Scorlotti llegó a su lado estaba clavado en el lugar; sólo sus brazos se habían alzado de forma extraña, como los brazos de una persona devota, cuando le llegó el rigor monis.
No había ninguna marca en él, excepto una mancha de color violeta en su nuca, y una leve magulladura sobre su nuez. Sus documentos, así como una pequeña cantidad de monedas, seguían en sus bolsillos.
La vieja cerró la puerta de golpe y dio la vuelta a la llave. Scorlotti oyó cómo los cerrojos se corrían.
Llevó el cadáver al depósito en una góndola.
—Naxos perteneció a los venecianos hasta el reinado de Solimán —dijo Yashim lentamente—. Sólo los venecianos nombraban un duque de Naxos, hasta que ésta cayó en manos otomanas. Tras eso hubo solamente uno, Joseph Nasi. Pero cuando Nasi murió, creo que el título desapareció.
—Supongo que así fue. —Ella parecía divertida—. O si no… fue añadido a los múltiples títulos que ya poseía el hombre que se lo otorgó a Nasi.
—¿El sultán Selim?
—Selim —salmodió ella, cerrando los ojos— padishah, Señor de los Dos Mares y los Dos Continentes, gobernador de Mingrelia y Hungría, en la Crimea, Kan y Vovoida en los Principados danubianos. Era el duque de Naxos.
—Así que ahora… —Yashim se estaba esforzando por comprender—. El duque de Naxos…
La mujer hizo un equívoco encogimiento de hombros.
—Sería el sultán. O su hijo, quizás.
—No lo creo —dijo Yashim.
—¿Está usted jugando conmigo, Yashim Pachá?
Pero Yashim se limitó a mirarla fijamente.
—En catorce ocasiones desde la conquista de Estambul, la familia d’Aspi ha proporcionado a Venecia un bailio —continuó Carla—. Estambul ha sido nuestro segundo hogar. Uno de mis antepasados, Alvise d’Aspi, fue el príncipe comerciante más rico de Pera… Solimán el Magnífico iba a visitarlo, Yashim Pachá. Eran amigos. Mi padre, que se llamaba también Alvise, fue el último bailio de la República. Conocía bien a Selim III, tocaban música juntos. ¿Puede usted creerlo? ¿O los tiempos han cambiado tanto que los hombres no pueden recordar?
—Lo creo —dijo Yashim. Su boca estaba seca.
Ella hizo un gesto señalando las armas que se encontraban en la pared detrás de Yashim.
—Los d’Aspi tampoco tenían miedo de luchar. No todos fuimos comerciantes y embajadores, Yashim Pachá. Proporcionamos a la República almirantes y generales, y cuando Venecia era presionada con demasiada dureza, ayudábamos a hacer las guerras para conseguir la paz.
Se dio la vuelta para mirarlo de frente.
—Yo soy la última de los d’Aspi. Ése es… mi orgullo, si usted quiere. Pero debe creerme cuando le digo que conocía al duque de Naxos. Lo conocía por instinto, como si fuera mi propio hijo.
Los ojos de Yashim se desviaron hacia las guirnaldas de armas, las cornisas doradas, el fantástico trompe l’oeil… y no vio nada.
¡Abdülmecid! ¿El duque de Naxos, el príncipe heredero del trono de Osmán?
El tímido y retraído muchacho —aquel pálido joven que había tenido miedo de ver morir a su padre— había venido a Venecia, ¡disfrazado!
Era imposible. Ni un solo miembro de la estirpe otomana había cruzado nunca la frontera del Imperio… Excepto para conquistar. ¡La idea era absurda!
Y sin embargo… y sin embargo.
Los sultanes se disfrazaban. Había ocurrido en el pasado. De incógnito, habían recorrido mercados y mezquitas, valorando lo que el pueblo decía.
¡Incógnito! En Venecia, en el Carnaval, todo el mundo iba de incógnito… ¡Vaya, «incógnito» era una palabra veneciana!
Y Abdülmecid disfrutaba de una libertad que su padre no había conocido nunca. Una libertad que desaparecería con motivo de su elevación al trono. Como sultán, sería vigilado a cada momento del día.
Abdülmecid hablaba francés.
—El duque. ¿Ganó… o perdió?
—¿A las cartas? —Ella pareció sorprendida—. Jugaba bien.
—¿Ganó dinero? —Yashim nunca había jugado.
—He dicho que jugaba bien, Yashim Pachá. Pero Barbieri era muy bueno… Y las apuestas eran altas.
—¿La partida, contessa, fue arreglada por usted?
—Podría decirse que yo la inspiré. El duque tenía un cicerone… Se lo sugerí. Él hizo los arreglos con Eletro.
—Pero ¿por qué vino Eletro? No era un aristócrata, como ha dicho usted. Era una especie de criminal.
—Juega a las cartas. Y estábamos en Carnaval. Un período de desorden. Era muy atractivo… y muy largo. Una larga sucesión de fiestas, juegos, bebida. Todo el mundo va enmascarado… Eso forma parte de la diversión, supongo.
—Usted no lo cree así.
Carla se encogió de hombros.
—Es una tradición. En cuanto a Eletro, él simplemente llevaba una máscara. —Hizo una pausa, recordando—. Tomamos una góndola hasta la puerta que se abría al canal. Él ya estaba allí —Eletro, quiero decir— como un invitado, realmente. Era de noche, desde luego, y no se podía ver el estado del lugar, más allá de la luz de las velas. Centenares de pequeñas velas, en recipientes de vidrio. Y las puertas estaban totalmente abiertas, dando a una gran escalera de piedra, donde las velas parpadeaban a cada escalón. Eletro nos acompañó arriba —Barbieri lo reconoció, pienso, o se lo imaginó— con un gran candelabro en su mano. Y resultaba excitante, porque yo he estado en todos los palazzi de Venecia, supongo, en un momento u otro. Pero nunca había estado allí. Así que era Venecia, pero no totalmente como Venecia.
»A medio camino de las escaleras, todos nos detuvimos. El Fondaco, sabe usted, era un palacio bizantino. En una ocasión, hasta el emperador de Bizancio se alojó allí… y trajo a seiscientos cincuenta sacerdotes de su fe ortodoxa. De manera que nos detuvimos para mirar hacia abajo, al patio. Estaba iluminado con flambards. Y en todo caso, las puertas de arriba estaban cerradas… Al menos, había una gran cortina que cruzaba la puerta. Había un montón de incienso en el aire —supongo que el lugar no olía muy bien, después de todos aquellos años de decadencia—, y estaba Eletro, con una máscara grotesca, sosteniendo las velas en una mano sobre su cabeza, y llevándose los dedos a los labios. De manera que nos detuvimos y escuchamos.
»No se podía oír nada al principio, sólo a la gente de la escalera, y yo tenía el duque agarrado a mi brazo y… lo apretaba. Entonces algunos de nosotros oímos un debilísimo y misterioso sonido —el rasgueo de un violín, aunque muy suave— pero, mientras escuchábamos, fue poco a poco aumentando de volumen, y luego otros instrumentos se sumaron, y de repente Eletro descorrió la cortina, ¡y allí estábamos! El piano nobile —era una estancia enorme— iluminado por un gran candelabro en medio, y, por todas las paredes, colgaduras de muselina, y la orquesta tocando en la penumbra en alguna parte… Creo que encima de nuestras cabezas.
—¿Cuántos eran ustedes?
—Más o menos, una docena, si mal no recuerdo. Nos sentamos a la mesa, y hubo champán y cena. Y luego jugamos a las cartas.
—¿En otras mesas?
—Mesitas para cartas. Todas montadas. Fue entonces… fue entonces cuando los cuatro hombres se reunieron.
—¿Usted no jugaba?
—Aquella noche no. Las apuestas eran demasiado altas, Yashim Pachá. Yo ayudaba al duque, un poco. Era muy joven.
—Sí —dijo Yashim pensativamente—. Sí, supongo que efectivamente lo era. —Hizo una pausa—. ¿Y el cicerone?
—Oh, iba y venía, comprobando que todo iba bien.
—¿Quién era el cicerone, contessa?
—Uno de los barnaboti, un profesional. Se llama Ruggerio.
Vosper alcanzó al sirviente del pachá en la entrada del apartamento de Palieski.
—Le pido disculpas, signor, pero el Stadtmeister desea saber cuándo sería conveniente celebrar una audiencia con su amo.
—¿Una audiencia? —Yashim levantó la cabeza—. No me parece que una audiencia sea algo realmente apropiado, sargento. El pachá está haciendo una visita privada.
La cara de Vosper se alargó.
—¿Una visita privada, signor? Es irregular, debería decirle. Creo que el Stadtmeister está esperando alguna clase, alguna especie de, ejem, visita.
—Se lo mencionaré al pachá, signor.
—¿No le importaría venir a la Procuratie usted mismo y explicar lo que me ha dicho al Stadtmeister?
—Me temo que no, sargento. No estoy en libertad de hacer visitas. Pero, como le he dicho, informaré a mi amo… Como usted puede hacer al suyo. Buenos días.
Cuando Vosper se hubo ido, Yashim llenó una pequeña bolsa con las ropas de Palieski y emprendió el camino de regreso al Dorsoduro.
—Nuestro amigo se ha sentado y tomado un cuenco de sopa —dijo Palieski—. Como un lobo.
—¿Ha dicho algo?
Palieski y Maria intercambiaron miradas.
—Hace… ruidos. No creo que esté hablando —dijo Maria.
Encontraron al joven sentado con una manta envolviéndole las rodillas. No hizo ningún esfuerzo para volver la cabeza cuando ellos entraron, sino que siguió sentado y en silencio, mirando fijamente el fuego.
Yashim se acercó y se puso de rodillas a su lado.
—Es bueno que hayas comido —dijo—. Yo me llamo Yashim.
El chico no reaccionó. Yashim le cogió la mano, y la guió hasta su pecho.
—Yo soy Yashim —repitió. Y golpeó suavemente la mano del hombre contra su pecho—. Yashim, ¿comprendes?
Levantó la mirada hacia Palieski, que hizo una mueca y se encogió de hombros.
Muy lentamente, la cabeza del muchacho se giró, aunque sus ojos siguieron fijos durante un rato más en el fuego. Finalmente miró a Yashim.
Pero cuando abrió la boca para hablar, sólo salió un sonido… una especie de gemido, de su garganta. Sus labios apenas se habían movido.
Yashim parpadeó. Y sonrió. Se inclinó hacia el fuego y cogió una ramita ardiendo. Con la punta carbonizada escribió la palabra en el hogar: Yashim.
Señaló el nombre y luego a sí mismo.
El joven casi no miró el nombre escrito, sino que fijó su mirada durante un rato en el palito. Y luego levantó los ojos hacia su rostro.
Lentamente, casi con temor, alargó la mano y cogió la ramita. Su mirada iba del objeto al rostro de Yashim.
La cabeza se volvió hacia el hogar. Se inclinó hacia delante, mientras la lengua le sobresalía de sus comprimidos labios.
Palieski dejó escapar un suave silbido.
—Eres tú, Yash. Está dibujando un retrato tuyo.
Yashim se arrodilló y levantó la cabeza. El joven se puso en cuclillas y casi tímidamente le tendió otra vez la ramita.
Sobre el hogar, con unos pocos y bastos trazos de carbón, aparecía el propio Yashim, con turbante y bigote y —lo más extraordinario de todo— con su verdadero aspecto, incluyendo su expresión de preocupación.
—¡Tú eres el pintor! —exclamó Yashim, involuntariamente—. El pintor de los Canalettos.
Los ojos del muchacho se nublaron.
Yashim sonrió y movió la cabeza.
—No importa —dijo. Y dio una palmadita al joven en su flacucho brazo.
Se puso de pie lentamente y acompañó a Palieski a la puerta.
—¿Qué vamos a hacer con él?
—Bueno, nunca he visto nada igual. Él debe de ser el autor de los Canalettos.
—Sí. ¿Viste cómo se concentraba? Como un niño.
—Ése no es un niño dibujando —señaló Palieski.
—No. Creo que deberíamos darle algunos materiales mejores. Como papel, o carboncillo. ¿Maria?
Maria estuvo fuera más de una hora, pero cuando regresó el joven cogió el papel y el carboncillo emitiendo pequeños gemidos de placer. Puso el papel en el suelo y empezó inmediatamente a dibujar, llenando cada hoja con bocetos de la habitación, la ventana, las personas, con la misma viva concentración que había mostrado al dibujar a Yashim en el hogar.
Estuvo dibujando durante más de una hora, pero cada vez más lentamente. Y luego se echó en su cama, se hizo un ovillo y se durmió.
Yashim estudió sus dibujos, pasmado.
—En nuestro país —dijo finalmente, sintiendo que los cabellos se le erizaban en la nuca—, diríamos que este hombre está tocado por Dios.
—¿Crees que no puede hablar… o no quiere?
—Sospecho que hablar no es su estilo. Quizás ve y comprende las cosas de manera diferente a nosotros.
—¿Qué vamos a hacer con él?
—Dejarlo libre. Hacer que recupere las fuerzas. Y esperaremos a ver qué pasa.
—¿Adonde vas a ir?
—De vuelta al Palazzo d’Aspi. La contessa no recibe a un pachá cada día, y está esperando que me quede. Creo que lo haré.
—Ya veo —la voz de Palieski sonaba fría—. Por mucho que disfrute de una buena sopa de lentejas, Yashim, estoy empezando a irritarme por todos estos arreglos sociales. ¿Puedo volver ya a mi apartamento?
Su expresión era tan enfadada que Yashim se rió.
—Pensaba que ibas a dormir con la hija de la casa, ¿no?
—¡Yashim! —Palieski parecía escandalizado—. Maria duerme con la mitad de su familia, tal como están las cosas.
—Lo siento, no será por mucho tiempo. —Yashim parecía serio—. Dime, si alguien pierde a las cartas, y debe dinero, ¿qué hace?
—Pegarse un tiro, si es un caballero —dijo Palieski—. A menos que pueda pagar, claro.
—Puede pagar… pero no lleva el dinero encima. ¿Qué pasa, entonces?
—Entonces, si es alguien de confianza, le dará a su acreedor un pagaré de su puño y letra.
—¿Un pagaré? ¿Una promesa de pagarle más tarde, quieres decir?
—Dependiendo de lo frecuentemente que hagan cuentas, todo el juego puede consistir en un intercambio de pagarés. Yo pierdo, te escribo uno. Tú lo apuestas la próxima vez. Montones de papel, que van y vienen. Yo lo dejé, hace años. Demasiados tipos juegan y beben al mismo tiempo. El juego es tremendamente peligroso.
—¿Está firmado?
—Firmado, por supuesto. Al día siguiente, cuando se está sintiendo como Marat en su baño, al desafortunado jugador le son presentados todos sus pagarés para su cobro inmediato.
—Supongo que, en algunos casos, la firma podría valer más que la nota.
—¿Amenazando con mostrarla a la esposa, ese tipo de cosa? A veces ocurre. Depende de la compañía que uno escoja.
—O de quién seas —murmuró Yashim.
—Estás siendo misterioso, Yashim.
Éste asintió, lentamente.
—Esto es también un misterio, amigo mío.
La contessa recibió a Yashim en el salón donde, aquella misma mañana, había tratado de matarlo. Yashim no estaba seguro de cuándo había parecido más hermosa. Ahora, en el oscuro salón, o antes, con la muerte en sus ojos. Su vestido estaba adornado con aljófares que brillaban misteriosamente cuando se movía, y llevaba el cabello recogido, dejando al descubierto su esbelto cuello.
Las velas estaban encendidas en una mesa puesta para dos.
—He estado pensando en usted todo el día —dijo simplemente—. Preguntándome qué sabía usted.
Yashim inclinó la cabeza.
—Sé demasiado poco, contessa.
—Bien. —Sus ojos brillaban—. ¿Qué sabe usted del esquema… nuestro esquema?
Yashim frunció el entrecejo.
—Yo mismo me he estado haciendo esa pregunta. Hoy, yo diría que se trata de un sistema —una clave, si lo prefiere—, para una disciplina de combate. Ambos la usamos.
—¿Y eso es todo?
—Podría ser… Excepto que lo he visto en otra parte, sin mirarlo realmente. Yamaluk, el calígrafo, lo usó en la encuadernación que su familia regaló al monasterio armenio. Su hija me dijo que es un símbolo de la infinita riqueza de la creación de Dios.
—Muy bien. Eso ya es un significado… El esencial, supongo. —Carla resiguió la línea del diagrama con un pie—. ¿Habló usted con Yamaluk, en Estambul?
—Hablé con su hija. Yamaluk ha… pasado a mejor vida.
—Lamento oír eso. A mi padre le encantaba su trabajo.
—Su hija continúa la tradición —dijo Yashim.
Ella lo volvió a mirar. Él se sintió desnudado por aquellos ojos azules.
Entonces la mujer se rió, suavemente.
—Estambul ha cambiado, Yashim Pachá.
Él lo reconoció con un gesto.
—Pero usted, contessa, no puede conocer Estambul.
—Nací allí —replicó ella—. Y viví allí hasta que cumplí tres años. Estambul es mi sangre. Sin embargo, Venecia ha cambiado, también. —Hizo una aspiración—. Esta mañana mencionó usted a Bellini.
Yashim se sobresaltó.
—Sí.
Carla dejó escapar un suspiro.
—Gentile Bellini fue a Estambul en 1479, por invitación del sultán.
—Para pintar el retrato del sultán.
—El retrato fue una idea tardía —dijo la contessa, haciendo un gesto negativo con la cabeza—. El sultán lo encargó después de haber visto lo que Bellini podía hacer.
—Pero, si Bellini no fue enviado a pintar el retrato del sultán, ¿por qué fue?
La contessa señaló la mesa, y tomó asiento.
—Uno de mis antepasados llevó a Bellini a Estambul como embajador oficioso. Mehmet se consideraba a sí mismo un gobernante universal. En tanto que conquistador de Estambul, se había convertido en el gobernante más poderoso del mundo bizantino… Un mundo que, informalmente, incluía a Venecia. —La mujer tocó su vaso—. El diagrama era un símbolo de soberanía que Mehmet quería comprender. Los bizantinos lo habían incorporado a su ritual eclesiástico. Para ellos representaba la unión entre lo finito y lo infinito. Los mundos de Dios y los hombres. Para nosotros, también simbolizaba la interminable ronda del comercio… Un recuerdo, si usted quiere, de que todo el mundo podía participar de la infinita generosidad del mundo. Mehmet, sospecho, lo veía como un símbolo de dominio: un mundo, un gobernante, bajo un único Dios.
—Pero ¿por qué Bellini? ¿Por qué no podía su antepasado haber explicado el diagrama?
—Es una buena pregunta. Creo que Gentile conocía la ciudad. Él y su familia, casi con toda seguridad, habían estado allí bajo los bizantinos. Su hermana se casó con un artista griego, Andrea Mantegna. El padre, Jacopo, realizó retratos de la familia imperial antes de la caída de Constantinopla.
La mujer levantó la barbilla.
—Él no era un político, Yashim. Ni un guerrero, ni un diplomático. Ni un comerciante, tampoco. Simplemente tenía un don. Una capacidad casi mágica de detener la aguja que mueve… el tiempo.
—¿Detenerlo? ¿Cómo?
—Con la pintura. Con el lápiz. Comprendía el esquema… pero también ayudó a sentar las bases del arte del retrato. Fue un adepto en ambos mundos… el mundo del esquema y la geometría, que es eterno, y en ver lo eterno en las cosas que cambian y están sometidas al tiempo.
—Entiendo.
—Después de que Gentile pintara el retrato de Mehmet, la idea se hizo muy popular… en Venecia, más que en Estambul. —Levantó el vaso hasta sus labios—. Pero el esquema conservó su significado. Una mutua herencia de los bizantinos. Un vínculo esotérico entre nuestras dos ciudades.
Yashim frunció el ceño.
—¿El sultán participó en un pacto secreto? ¿A través de Gentile Bellini?
Carla sonrió.
—Nada tan siniestro como eso, Yashim. Era simplemente un esquema, una interpretación que podíamos compartir. Un punto de contacto entre nuestros dos mundos.
Yashim se echó hacia atrás.
—¿Y quizás un esfuerzo por describirlos, también? Las conexiones se hacen en diversos puntos alrededor del cuadrado.
Carla tenía un aspecto radiante bajo la luz de la vela. Su cabello, recogido hacia atrás, brillaba contra la penumbra de la grande y oscura habitación. Sus ojos resplandecían, iluminados por su leve sonrisa.
—El discípulo ha superado al maestro.
—Pero si era esencialmente un símbolo de paz… —empezó Yashim, vacilante.
Ella asintió con lentitud.
—El esquema reconcilia, Yashim. Es verdad. En un cuadro inmutable, aquellos puntos fijos y opuestos están unidos y reconciliados en un tejido interminable. Com’era, dov’era. Este con Oeste, Venecia con Estambul, muerte y vida, hombre y mujer. —Ella lo miró con ojos brillantes—. Pero luego vino Chipre.
Yashim recordó. Había sido mucho tiempo atrás: en 1570. Las tropas otomanas habían invadido la joya más rica de la diadema de islas que unían al Imperio veneciano a través del Mediterráneo oriental. Un año más tarde, la flota veneciana, apoyada por España, había destruido la armada otomana en Lepanto.
—Chipre, y la batalla de Lepanto, cambiaron el significado del símbolo. Comenzó a representar el dominio y la guerra. Tras aquello, supongo, ambos bandos desarrollaron un estilo de combate basado en el Diagrama del Arenero.
Sus ojos se encontraron.
—Joseph Nasi ayudó al sultán Selim a financiar el ataque contra Chipre —dijo Yashim—. A cambio, lo hicieron duque de Naxos.
—Siga.
—De modo que cuando Abdülmecid eligió el nombre como disfraz, fue como enviar una especie de señal. Una señal hostil.
Carla se encogió de hombros, y las sombras se deslizaron a través de los huecos de sus hombros.
—Casi. Creo… que no era completamente hostil. Sólo realista. Venecia es un Estado ocupado actualmente, y por tanto nuestra relación con Estambul no puede seguir siendo com’era, dov’era. —Esbozó una pequeña, leve, sonrisa—. Pero su nuevo sultán tiene una vena romántica. Y cierta… curiosidad. Por eso vino.
Se llevó descuidadamente un dedo a los labios, y Yashim supo al punto lo que la contessa no decía.
—¿Y el Bellini? ¿El retrato del Conquistador?
Carla se rió suavemente.
—Era algo sentimental. Un vínculo —el último, vínculo— entre los d’Aspi y el trono de Osmán.
—¿No pensó usted… que podría ser algo peligroso de poseer?
—Me pertenecía. No era asunto de nadie más. Hasta ahora.
—¿Puedo verlo?
Ella lo miró fijamente a los ojos. Yashim sintió que la cabeza le daba vueltas: la contessa era hermosa, pero a la luz de la vela, parecía etérea.
—Naturalmente —dijo ella—. Venga.
La mujer encabezó la marcha, con una gracia desgarradora, sosteniendo el candelabro en su mano derecha y la cola de su falda en la izquierda.
Entraron en un corredor. Ella se detuvo ante una puerta.
—Ésta es mi habitación.
La vela llenó la habitación de sombras. A un lado se encontraba un magnífico lecho doselado de columnas ricamente esculpidas y colgaduras de damasco. En el extremo de la cama había un ancho y bajo diván, cubierto de seda gastada, que Yashim supuso que había venido de Estambul. El suelo estaba cubierto con una mullida alfombra turca.
En la pared opuesta a la cama, entre dos retratos de tamaño natural, colgaba una pequeña cortina.
La contessa señaló los retratos.
—Mis padres.
El corazón de Yashim latía con fuerza, golpeándole el pecho.
Lucia d’Istria había sido una mujer hermosa. Su hija había heredado de ella el rubio cabello, e incluso la sonrisa; pero los ojos de Carla pertenecían al conde. Eran azules, firmes… y un poco duros.
Los propios ojos de Yashim parpadearon ante la cortina.
La contessa posó una mano sobre su hombro.
—¿Quiere usted verlo? ¿Lo desea mucho?
—Sí.
—Pídamelo, entonces. Dígalo.
Él giró la cabeza y la miró con curiosidad.
—Deseo mucho ver el cuadro.
Ella esbozó una sonrisa, alargó la mano y dio un pequeño tirón a la cuerda de la cortina.
—Ahí lo tiene.
La primera sensación de Yashim fue de alivio, cuando vio que el lienzo era mucho más grande que el cuadro que le habían mostrado a Palieski.
Estaba enmarcado por una simple banda de oro, de unos cincuenta centímetros de alto y cuarenta de ancho. Dentro del cuadro, se veía otro, un arco pintado que enmarcaba el retrato del envejecido sultán como si fuera una ventana, su alféizar drapeado con un denso damasco marrón bordado con perlas, vueltas de rubíes y esmeraldas, y una corona bordada con hilo de plata. Había seis coronas, en dos columnas, a cada lado del marco. Mehmet era el séptimo sultán.
Yashim contempló el cuadro con atención. Las cejas arqueadas, la larga y esbelta nariz y la pronunciada barbilla donde se reconocían todos los rasgos: cuando Abdülmecid estuviera viejo y enfermo, podría tener también ese aspecto.
—Mehmet el Conquistador —murmuró.
—Un milord inglés podría pagar por él —dijo Carla—. O un marchante de arte, de América. Para ellos sería… ¿Qué, una antigua obra maestra, acompañada de una curiosa leyenda? Mejor que el Vivarini del hombre acaudalado, pero apenas igual a su Tiziano, o su Veronese. —Echó la cabeza para atrás—. Se merece algo mejor.
—Quiere usted mantener el esquema, ¿no es verdad? No apartarse de él.
—Justamente. Usted es otomano, Yashim. Eso lo sé. Quizás no sea un pachá, pero pertenece a palacio. Usted comprende el esquema. No para explicarlo, tal vez, pero sí para usarlo. Si alguien ha de devolver el cuadro a Estambul, ése debe ser usted.
—Dijo usted que es orgullo suyo ser el último de los d’Aspi, contessa. ¿Qué quiere decir?
—Dicen que un buen capitán se hunde con su barco, Yashim Pachá. Así es con familias como la mía. Las viejas familias, que vivieron para la República. Yo hice un voto… y no estaba sola.
—¿Un voto de celibato… Como una monja?
La mujer sonrió.
—Yo diría, más exactamente, un voto de no casarme jamás. Los austríacos podían apoderarse de la Serenísima… Pero no podían apoderarse de nosotros. La sangre de la República.
¿Era cierto, se preguntó Yashim, que esas viejas familias eran la sangre de la República? Habían dirigido su curso durante siglos, ciertamente; pero ¿adonde había ido a parar? A la arena, finalmente. Seguramente la sangre de Venecia fluía por las venas de los marineros que tripulaban los barcos, los remeros, los soldados. ¿No era Venecia como un pintor sin habla, o un descarado gondolero, como un d’Aspi o un Gritti? ¿Acaso no era Venecia un lugar para los vivos, más que un amargo recuerdo, congelado por toda la eternidad?
La contessa había hecho una elección. Pero para ella, quizás, no era demasiado tarde. Para Yashim, la elección ya estaba hecha.
—¿No tiene usted miedo —dijo él amablemente— de haber abandonado a Venecia?
Ella se quedó muy quieta. Sólo la vela captó que sus ojos se empañaron levemente.
Carla negó con la cabeza.
—Hice un voto. Y Venecia no volverá a levantarse.
Sus ojos se encontraron.
—Sí —respondió ella en un débil susurro—. Sí, ése es mi único temor.
Sus brazos se movieron hacia él.
—No he tenido miedo de amar —dijo la contessa. Y rodeó con sus manos el pecho del hombre. Yashim bajó la mirada.
—Creo, madame, que usted no desea…
—Lo deseo, Yashim. Realmente lo deseo.
—Soy un eunuco.
Ella se rió suavemente.
—¿Un eunuco? ¿Y por qué no? No estoy esperando un hombre, o una mujer… o un eunuco, Yashim. —Esbozó una media sonrisa—. Estoy esperando un amante.
Pero más tarde, mucho más tarde, él vio que las lágrimas corrían por las mejillas de Carla.
—No pares —susurró ella. Su cara brillaba bajo la luz de la vela.
—Lo siento —dijo él—. Yo sólo…
—Chisst. —Ella le tocó la cabeza. Luego se echó hacia atrás, formando con su espalda un esbelto arco, metiendo sus dedos bajo las sábanas, su despeinado y dorado cabello volando por la almohada.
—Dime —dijo más tarde—. Dime cómo sucedió.
Yashim se quedó en silencio durante un rato. Su mirada se paseaba por la habitación, contemplando los cerrados postigos contra las ventanas, el damasco estampado de las cortinas alrededor del lecho, las paredes revestidas con paneles de madera de brillante color gris perla, los oscuros espacios donde colgaban los cuadros.
—El cómo no importa —dijo lentamente—. Se hizo como se hizo. Por medio del cuchillo.
Yashim temía la siguiente pregunta. Aun ahora, después de todos aquellos años, no tenía una respuesta completa. Los motivos de los hombres continuaban sorprendiéndolo. Los de las mujeres, también.
—¿Por qué?
Él negó con la cabeza.
—¿Quién sabe si se hace una cosa por deber, o por deseo?
Sus ojos se encontraron.
—Una vez —dijo ella—. Fui… a Istria. Y tuve un hijo.
Dijo eso con tanta brusquedad que Yashim parpadeó.
—Un hijo —repitió ella a través de sus dientes apretados.
Yashim seguía inmóvil.
—Era tan joven… Tan… tan resuelta.
—¿Resuelta?
—El voto que hice, Yashim.
La mujer se estremeció, y se cubrió la cara con las manos.
—Lo entregué —dijo con voz apagada—. No volvería a Venecia con un bebé. Así que me deshice de la criatura.
Yashim no dijo nada. No había nada que pudiera decir.
—Me he pasado la vida tratando de olvidarlo.
Levantó la cabeza y contempló fijamente la pared, mientras se llevaba los dedos a las sienes.
—Y no pasa un día sin que piense en él.
Su respiración salió con un silbido por entre sus dientes.
—Nunca le había contado esto a nadie. No sé por qué te lo estoy contando a ti.
El invisible Yashim: el amante que no deja huella.
—Quizás te lo cuento porque creo que tú no me juzgarás.
—Nadie puede juzgar, excepto Dios.
Ella se puso de pie, llena de gracia, y se sirvió un vaso de vino.
—Tiene veinticuatro años —dijo—… Un campesino de Istria…
—¿Lo… lo buscarías ahora?
Ella movió la cabeza negativamente.
—Lo intenté. Hace dos años volví al convento donde había nacido. Y ellas comprendieron, Yashim, aquellas monjas. Comprendieron, rezaron conmigo… Pero no pudieron ayudarme. Dijeron que mi hijo era una bendición para una mujer que había perdido el suyo. —Apretó los puños—. Y yo me he convertido en esa mujer, Yashim. No por la voluntad de Dios, sino por la mía. ¡La mía!
Cogió el vaso y lo vació, y con una salvaje carcajada lo arrojó a la chimenea.
—¿Por qué debería asustarme alguna vez, Yashim? Uno sólo puede tener miedo cuando tiene esperanza, y yo ya no tengo ninguna.
Pero más tarde se acurrucó contra él.
—Quiero que me tomes otra vez, caro.
Pero Yashim se limitó a mover la cabeza, y acarició su pelo hasta que ella se durmió.
Entonces él se levantó, en silencio, cansado, y se marchó a la habitación que se había preparado para él.
Yashim soñó el mismo sueño que Palieski aquella noche: una interminable búsqueda bajo las piedras de Venecia; y cada piedra tenía que levantarla con la mano, una por una. Pero no había nada debajo; sólo tierra y agua. Y había una mujer, retorciéndose las manos detrás de él.
Seguía oyendo sus gemidos y llantos cuando se despertó, en la oscuridad, y yació allí, escuchando contra su voluntad.
Murmurando una plegaria por su alma. Una plegaria contra la oscuridad de la noche.
Se dio la vuelta rápidamente y se puso de pie, de un salto.
Aquel grito… ¿era realmente el sonido de una mujer afligida?
¿O el sonido del peligro?
Después del grito, silencio.
El corredor estaba oscuro como boca de lobo. Yashim se abrió camino palpando la pared. Llegó a una puerta y la cruzó. La siguiente, la abrió. Una luz a franjas se filtraba a través de los postigos sobre la cama doselada, de la que colgaba un oscuro drapeado; la habitación tenía un aspecto enorme y vacío.
Se disponía a cerrar la puerta, cuando un largo gruñido hizo que el cabello se le erizara en la nuca.
Dio un paso para entrar en la habitación, deseando tener una vela. Y una forma blanca se lanzó a través del aire, proyectándolo hacia atrás, contra la pared.
Sintió que un suave cabello le azotaba la cara, y que unas uñas duras rasgaban su pecho.
Ella lo mordió como un animal salvaje, en el cuello, en la mejilla, arañándole el pecho y los hombros.
Yashim aplicó una mano bajo su barbilla y empujó a la mujer hacia atrás. Notó el sabor de la sangre en su propio labio.
Carla se tambaleó hacia atrás, y luego volvió a lanzarse hacia delante, sollozando y mordiendo.
Yashim la agarró por los brazos y trató de obligarla a bajarlos. Ella forcejeó, intentando deshacer su presa, arrastrándolo hacia la cama.
Entonces él se subió encima de ella, cogiéndole los brazos por encima de la cabeza. Las caderas de la mujer se retorcieron bajo él.
Ella le escupió en la cara.
Yashim sacudió la cabeza. Furioso, arrancó una cuerda de la columna más cercana y la enrolló en torno de las muñecas de la dama. Ésta se retorcía bajo su presa, y consiguió casi quitárselo de encima, de manera que Yashim cambió su peso más arriba de su cuerpo. Las piernas de Carla golpearon furiosamente la cama.
Con gran esfuerzo, movió los brazos de la mujer a través de la cama, acercando sus muñecas al pilar. Cuando se inclinaba sobre ella para atárselas, Carla sacudió bruscamente la cabeza, intentando morderlo.
La mujer tiró luego furiosamente de la cuerda con sus brazos, tratando de soltarse.
De un salto, Yashim estuvo fuera de la cama, y se quedó allí de pie, jadeando.
La cuerda resistió.
Carla jadeó, buscando aire. Y, entre jadeos, empezó a reír.
Yashim cerró los ojos; su pecho palpitaba.
Ella pensaba que había ganado.
Yashim sintió un arrebato de ira. Si ella había ganado, él había perdido.
«Déjalo estar —se dijo a sí mismo—. Déjalo estar».
Su jadeo cesó.
Y algo frío, y muy fino, se deslizó debajo de la oreja de Yashim, y una voz susurró en ésta suavemente:
—Tesekur ederim.
Pasaron unos segundos.
Yashim supuso que Carla se había vuelto a reír.
Estaba muy quieto, ahora. Sentía la hoja bajo su oreja.
Pero sólo una idea corría por su mente como un toque de tambor.
Tesekur ederim significaba «gracias» en turco.
Yashim sintió que se tensaba su estómago, al igual que sus hombros.
E hizo la tijera. Dio un paso adelante, sus hombros se bajaron y se dobló por la cintura.
Intuyó, más que sintió, la hoja introduciéndose en la blanda piel detrás de su oreja.
Bruscamente, dio una patada hacia atrás.
Tenía la esperanza de que el tártaro hubiera perdido forma. Matar venecianos era como cazar pájaros con liga.
Su pie impactó, pero no con dureza: al siguiente momento, el tártaro había hecho presa en su tobillo. Con la mano izquierda… Yashim dio un tirón, se impulsó hacia delante y se dio de bruces contra la cama.
Apoyándose con ambas manos sobre el colchón, se lanzó hacia atrás.
El tártaro lo esquivó fácilmente, pero ahora Yashim se encontraba a su espalda. Cuando el tártaro giró en redondo, Yashim lanzó un puño y luego el otro. El protuberante nudillo de su dedo medio se hundió en la mejilla del tártaro.
El tártaro lo cogió por el cogote. Yashim sintió que se ahogaba, y se agitó a ciegas. Entonces el tártaro lo agarró por el cinturón y con un gruñido lo proyectó por el aire… Yashim levantó las manos y los postigos estallaron como ramitas podridas.
Pero Yashim estaba ya retorciéndose mientras volaba. Sus rodillas se doblaron contra el alféizar de la ventana y por un segundo vio que la oscura mole de los edificios se balanceaban. Su cabeza se estrelló contra la pared… En un instante el tártaro lo cogería por los pies y lo echaría por la ventana. Y sería el final de la lucha.
Instintivamente, Yashim tensó las piernas. Con un último esfuerzo, se puso de pie. El tártaro ya estaba en la ventana.
Yashim lo agarró con ambas manos… Pero la inercia fue demasiado débil para hacerlo retroceder. Mientras caía hacia atrás dio nuevamente una patada, y ambos salieron por la ventana y dieron vueltas, el tártaro girando una y otra vez por el aire.
Sólo en Venecia podía alguien sobrevivir a una caída de dos pisos.
El tártaro fue el primero en estrellarse contra el agua. Yashim pareció golpearlo al caer sobre él… Movió frenéticamente las piernas y tosió, mientras subía en busca de aire.
Daba patadas, presa del pánico. El tártaro seguía bajo el agua.
Yashim nadó con rapidez hacia la seguridad de la pared del palazzo, y allí, al débil resplandor de la farola sobre el agua, vio que el tártaro salía a la superficie, a diez metros de distancia.
Estaba alejándose a nado, canal arriba.
El deseo de Yashim era más bien dejarlo escapar.
Se secó la boca con los dedos, y notó el sabor de la sangre.
Con su otra mano buscó el cuchillo. El cuchillo que Malakian le había regalado por una monedita. El cuchillo de cocina.
Un cuchillo que un cazador podía llevar; un cuchillo para despellejar una presa.
El cuchillo que estaba hecho de acero de Damasco.
Yashim se apartó con una patada de la pared, e inició la caza.
—¡Maravilloso! ¡Maravilloso! —murmuró Palieski. Tenía las botas delante del fuego, y un puñado de dibujos en su regazo.
—¡Muy bueno! —dijo con entusiasmo, sosteniendo ante sus ojos un dibujo de la choza. Asintió vigorosamente, y su nuevo amigo soltó una risita y se balanceó.
Era más bien como tener un hijo, pensó Palieski.
—Maravilloso volvió a decir, cogiendo un nuevo dibujo del montón. —Maria, ¿has visto lo que nuestro amigo ha hecho?
Maria se acercó y se inclinó sobre su silla. Palieski sintió la redondez de su pecho contra su mejilla.
—Éste —dijo—. Y éste.
Maria dejó escapar un suspiro.
—¡Increíble! ¡Como un ángel!
—Quizás te gustaría sentarte aquí a contemplarlos todos, Maria…
—Sí, signor… Pero mi madre quiere que barra y limpie la habitación.
—Yo podría barrer.
Maria se rió. Una risa cálida y feliz. Era la primera vez que se reía desde que había vuelto a casa.
—Creo que realmente lo que le gusta es que tú mires sus dibujos.
Palieski le lanzó una mirada de enfado.
—No creo que él sea tan exigente.
Pero Maria había cogido su escoba y ya estaba barriendo el suelo bajo la mesa.
Palieski suspiró.
—Pero ¡qué hermoso es esto! —dijo, para hacer reír otra vez a Maria. El extraño joven asintió, farfulló algo y sonrió.
Palieski sintió una punzada de remordimiento. Los dibujos de aquel joven eran sublimes; ¡el problema era que hiciera tantos! La lengua siempre en la comisura de la boca, los ojos centelleando, su mano moviéndose con facilidad por la página. Una vez tras otra, el joven había esbozado escenas enteras en unas pocas líneas; la inclinación de la cabeza de una mujer, la atmósfera de una atestada habitación, la curva de la mejilla de un niño. Varias veces, Palieski se había reconocido a sí mismo, con las piernas estiradas y las anchas y elegantes solapas de su chaqueta.
A veces el joven dibujaba de memoria… Rápidos bocetos de la piazza llena de gente, con los músicos de la banda austríaca a punto de tocar; o la vista, desde una alta ventana, de los tejados y la laguna y los lejanos Dolomitas.
—¡Hola! —exclamó Palieski, sacando otro dibujo del montón—. ¡Aquí está Barbieri!
El tártaro se estaba alejando en las oscuras aguas. Yashim supuso que se había herido en la zambullida… quedándose sin aliento, sin duda.
Quizás, también, el tártaro había perdido su cuchillo.
Quizás la ventaja estaba ahora de su parte.
El agua no estaba especialmente fría, y Yashim iba vestido ligeramente. El tártaro le llevaba varios metros de ventaja.
Yashim lo vio nadar a través de la boca de un pequeño canal. Una vez al otro lado, empezó a moverse más deprisa contra la pared del canal, gateando como un murciélago, utilizando los cimientos de ladrillo del siguiente palazzo como asideros.
Yashim se lanzó a través del canal y lo siguió. Ahora podía oír la respiración del hombre, y los chapoteos mientras avanzaba peleándose con el agua. A la luz de la luna era una forma oscura recortada contra la pared.
En la siguiente esquina, el tártaro giró hacia la izquierda y desapareció.
Yashim se apartó cautelosamente de la pared empujando con el pie, y rodeó la esquina.
El tártaro no aparecía por ninguna parte. El canal era un oscuro abismo, pero mientras Yashim se balanceaba en el agua distinguió una luz a lo lejos que se encendía y apagaba.
Yashim quedó desconcertado, hasta que la luz de la luna hizo resaltar el debilísimo perfil de una baja y almenada barrera que cruzaba la boca del canal. De vez en cuando, recordó Yashim, las autoridades cerraban un canal, para efectuar un drenaje.
Nadó cautelosamente hacia un extremo de la barrera, con el cuchillo en la mano. Cuando tocó la áspera madera, contuvo la respiración, apretando la espalda contra la pared de mampostería.
¿Se había encaramado el tártaro a la barrera? ¿O estaba al lado de Yashim, aguardando en la oscuridad?
Yashim palpó la parte superior de la gruesa plancha. Debía de sobresalir unos cuarenta y cinco centímetros sobre la superficie. Deslizó su arma otra vez en su bolsillo y, con un suave movimiento, se izó.
El canal más allá había sido drenado y estaba vacío. El lecho destellaba a sus pies, a unos tres metros de distancia. El tártaro seguía sin aparecer.
Yashim pasó por encima de la barrera y se dejó caer en el blando barro.