32
Harold, Maureen y Queenie

Maureen encajó la noticia con serenidad. Había reservado una habitación doble, cerca del paseo marítimo. Tras comer algo ligero, ella le había preparado un baño y le había lavado el pelo. También lo había afeitado con cuidado e hidratado la piel. Mientras le cortaba las uñas y le masajeaba los pies, había ido desgranando cuanto había hecho en el pasado y de lo que tanto se arrepentía. Harold le había asegurado que sentía lo mismo. Parecía haberse resfriado.

Tras atender la llamada de la residencia, Maureen le cogió la mano a su marido y le repitió exactamente lo que sor Philomena le había dicho: que por fin Queenie tenía una expresión tranquila, casi infantil. Una de las monjas más jóvenes creía haberla oído decir algo antes de morir, como si estuviera viendo a alguien que conocía. «Pero la hermana Lucy es joven», había puntualizado sor Philomena.

Maureen le preguntó si quería que lo dejara solo, pero él negó con la cabeza.

—Esta vez iremos juntos —decidió ella.

El cadáver ya había sido trasladado a una estancia aledaña a la capilla. Acompañaron a la joven monja, sin hablar, porque las palabras en un momento así eran demasiado duras y ásperas. Maureen oía los sonidos de la residencia, los susurros, el breve estallido de una risa, el gorgoteo del agua en las cañerías. De fuera le llegó el trino fugaz de un pájaro, ¿o es que alguien estaba cantando? Sintió que había sido absorbida por un mundo interior. Al llegar ante una puerta cerrada se detuvieron, y una vez más Maureen le preguntó si le apetecía quedarse solo. De nuevo, él negó con la cabeza.

—Tengo miedo —dijo, buscando con sus ojos azules los de su mujer.

Ella vio su expresión de pánico, angustia y resistencia. Y de pronto lo entendió: el único cadáver que había visto Harold en su vida era el de David, en el cobertizo.

—Lo sé. Pero no pasa nada. Estoy aquí. Esta vez todo irá bien, Harold.

—Ha sido una muerte dulce —aseguro la hermana, una muchacha regordeta de mejillas arreboladas, y Maureen se consoló al pensar que una mujer tan joven y alegre podía cuidar a moribundos sin menoscabo de su propia vitalidad—. Sonrió justo antes de morir. Igual que si hubiese encontrado algo.

Maureen miró de reojo a Harold, cuyo rostro estaba tan pálido como la cera, y dijo:

—Me alegro. Nos alegramos de que se haya ido plácidamente.

La monja asintió y, como si hubiese recordado algo, dijo:

—Sor Philomena pregunta si desean unirse a nosotras en la oración de esta noche.

Maureen sonrió educadamente. Era demasiado tarde para hacerse creyentes.

—Gracias, pero mi marido está agotado. Lo que más necesita ahora mismo es descansar.

—Por supuesto —asintió la joven religiosa, sin inmutarse—. Sólo queríamos que supieran que son bienvenidos. —Y abrió la puerta.

No bien entró en la habitación, Maureen reconoció el olor en el aire, impregnado de incienso y dominado por un helado estancamiento. Bajo un pequeño crucifijo de madera, el cadáver que en tiempos fue Queenie Hennessy yacía con el pelo cano peinado y dispuesto sobre la almohada. Tenía los brazos estirados sobre la sábana a ambos lados del cuerpo y las manos abiertas, las palmas hacia arriba, como si hubiese soltado algo por su propia voluntad. Le habían ladeado el rostro discretamente para disimular el tumor facial. Maureen y Harold permanecieron junto a ella en silencio, tratando de aceptar una vez más que la vida se desvaneciera sin dejar rastro.

Ella recordó a David en su ataúd, tantos años atrás, cómo había tomado su cabeza inerte entre las manos y la había besado repetidas veces, incapaz de creer que desear con todas sus fuerzas que su hijo siguiera vivo no fuera suficiente para traerlo de vuelta. Harold estaba junto a ella, apretando los puños con fuerza.

—Era una buena mujer —dijo Maureen al fin—. Y una gran amiga. —Notó algo cálido rozándole los dedos, y sintió la mano de él asiendo la suya—. No podías haber hecho nada más —añadió, pero no sólo por Queenie, sino también por David. Aunque su muerte los había distanciado y sumido a cada uno en su particular calvario, al fin y al cabo su hijo había hecho lo que había querido—. Me equivoqué. Me equivoqué mucho. Nunca debí culparte. —Sus dedos se cerraron en torno a los de Harold.

Poco a poco, Maureen empezó a percibir la luz que se filtraba por los resquicios de la puerta y los sonidos de la residencia, que colmaban el vacío como el murmullo del agua. La habitación se había vuelto tan oscura que los detalles perdían su contorno; hasta la silueta de Queenie empezaba a desdibujarse. Volvió a pensar en las olas, y se le ocurrió que ninguna vida está completa hasta que se enfrenta a su fin. Se quedaría allí, al lado de Harold, todo el tiempo que él deseara. Cuando se moviera, ella lo seguiría.

Comenzaba la misa cuando cerraron la puerta tras la que yacía Queenie. Permanecieron inmóviles unos instantes, dudando entre ir a dar las gracias o escabullirse. Fue Harold quien pidió que se quedaran un momento. Las voces de las monjas se elevaron entrelazadas en un cántico y, por un instante magnífico y fugaz, la belleza de aquel sonido imbuyó a Maureen de algo muy parecido a la alegría. «Si no somos capaces de revelar nuestros sentimientos —pensó—, si no somos capaces de aceptar lo que no conocemos, entonces no habrá realmente esperanza».

—Ya podemos irnos —aseguró Harold.

Caminaron por el paseo marítimo, en la penumbra. Las familias ya habían recogido las cestas de comida y las sillas plegables; sólo quedaban unos pocos perros con sus amos y algunas personas que habían salido a correr enfundadas en chándales fluorescentes. Hablaron de pequeñas cosas: las últimas peonías, el día que David empezó la escuela, la previsión del tiempo. Pequeñas cosas. La luna brillaba en lo alto y proyectaba una réplica temblorosa de sí misma sobre las oscuras aguas. A lo lejos titilaban las luces de un barco que surcaba el horizonte, avanzando tan despacio que parecía detenido, rebosante de vida y bullendo de actividad, aunque éstas nada tenían que ver con Harold y Maureen.

—Cuántas historias. Cuánta gente a quien no conocemos —apuntó ella.

Harold también contemplaba el mar, pero otros pensamientos lo ocupaban. No habría sabido decir cómo lo sabía, ni si el hecho de saberlo lo alegraba o entristecía, pero estaba seguro de que Queenie seguiría junto a él, al igual que David. También estaban Napier, y Joan, su propio padre y todas aquellas tías, pero ya no lucharía contra ellos, ni se angustiaría por el pasado. Todos ellos formaban parte del aire que respiraba, al igual que todas las almas con que se había cruzado en su viaje. Comprendió que las personas acababan tomando las decisiones que deseaban tomar, y que algunas se hacían daño a sí mismas y a sus seres queridos, y otras pasaban inadvertidas, mientras que unas pocas repartían alegría. No sabía qué vendría después de Berwick-upon-Tweed, pero estaba listo para aceptar esa incertidumbre.

Recordó la noche, ya tan lejana, en que había sorprendido a Maureen mirándolo entre la multitud. Recordó lo que había sentido en aquel instante, mientras bailaba de modo febril y desmadejado, como queriendo sacudirse de encima cuanto había dejado atrás, bajo la mirada de una joven tan hermosa. Envalentonado, había seguido bailando de manera más frenética aún, pateando el aire, moviendo las manos como si fueran anguilas resbaladizas. Luego se había detenido para comprobar si ella seguía mirando, y esta vez Maureen le había sostenido la mirada y se había echado a reír. Reía de un modo tan espontáneo y natural, sacudiendo los hombros, el pelo alborotado sobre el rostro, que por primera vez en su vida él no pudo resistir la tentación de abrirse paso entre el gentío para tocar a una completa desconocida. Así fue como comprobó que, bajo el suave cabello, el cutis de Maureen era pálido y terso. Ella ni siquiera había parpadeado.

«Hola», había dicho él, y en ese instante su niñez se había desvanecido y de pronto el universo se había reducido a ellos dos. Harold supo entonces que, pasara lo que pasase, sus vidas quedarían unidas para siempre. Habría hecho cualquier cosa por ella. Al recordarlo se sintió súbitamente aligerado, como si el calor hubiese vuelto a sus entrañas.

Maureen se alzó el cuello del abrigo hasta las orejas para resguardarse del frío nocturno. Las luces de las casas brillaban a su espalda.

—¿Regresamos? —preguntó—. ¿Estás listo?

Por toda respuesta, Harold estornudó. Ella se volvió para ofrecerle un pañuelo cuando él soltó un breve resoplido, casi inaudible, y se tapó el rostro. Al punto se oyó otra vez el mismo sonido. Aunque Maureen no lo sabía, no era un estornudo ni un resoplido, sino risa. A Harold se le escapaba la risa.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó ella, pues él parecía tratar de retener algo dentro de la boca tapándosela con la mano. Ella le tiró de la manga—. ¿Harold? —Él negó con la cabeza, sin despegar la mano de los labios. De pronto, se le escapó la risa otra vez—. ¿Harold? —inquirió ella de nuevo.

Su marido se llevó las manos a los carrillos, como si tratara de enderezarse la boca.

—No debería reírme. No quiero hacerlo, pero es que… —Y soltó una carcajada en toda regla.

Maureen no entendía nada, pero su sonrisa también empezaba a aflorar.

—No nos vendría mal reír un poco —repuso—. ¿Qué es lo que te hace tanta gracia?

Harold respiró hondo, tratando de serenarse, y la miró con aquellos ojos azules que parecían relumbrar en la oscuridad.

—No tengo ni idea de por qué me ha venido a la mente, pero ¿recuerdas la noche del baile?

—¿Cuando nos conocimos? —La sonrisa de Maureen fue ensanchándose.

—Y nos reímos como niños.

—Ay, ¿qué fue lo que dijiste, Harold?

Él soltó tal carcajada que tuvo que sujetarse el vientre. Ella lo observaba con la sonrisa a punto de estallar, casi uniéndose a él, pero no del todo aún. Harold se había doblado en dos de tanto reír. Parecía dolorido de verdad.

—No fui yo… —farfulló casi sin aliento—. No fue lo que dije yo… sino lo que dijiste tú.

—¿Yo?

—Sí. Te dije «hola» y entonces tú me miraste y dijiste…

Maureen lo recordó. La risa brotó de su estómago y la llenó como si fuera un globo de helio. Se llevó una mano a la boca.

—Claro…

—Dijiste…

—Es verdad. Dije…

No podían repetirlo. Las palabras no les salían: lo intentaban, pero cada vez que abrían la boca sucumbían a una nueva e incontenible hilaridad. Se cogieron de las manos para serenarse.

—Por Dios —resopló Maureen—, por Dios… Ni siquiera era nada demasiado ocurrente…

Al intentar en vano reprimir la risa, ésta acabó en una sucesión de sollozos y chillidos agudos. Entonces la asaltó otra carcajada, como una gigantesca ola que la pilló desprevenida y se convirtió en un violento ataque de hipo. Y fue peor aún. Se apoyaron el uno en el otro, inclinados hacia delante, sin poder parar. Se les saltaban las lágrimas; les dolía toda la cara.

—La gente pensará que nos ha dado un infarto simultáneo —acertó a decir Maureen entre carcajadas.

—Tienes razón. Ni siquiera era gracioso —recordó él, enjugándose los ojos con el pañuelo. Por un momento pareció recobrar la compostura—. Ésa es la clave, amor mío. No era nada del otro mundo. Nos pareció gracioso porque éramos felices.

Volvieron a cogerse de la mano y se encaminaron a la orilla, dos pequeñas siluetas recortadas sobre el fondo negro del oleaje. A medio camino, uno de los dos debió de recordarlo otra vez, y la risa se propagó entre ambos como una corriente de pura alegría. Se detuvieron al llegar a la orilla, sin soltarse, desternillándose.