Queenie contempló el mundo borroso alrededor y descubrió algo que no había visto antes. Entornó el ojo, esforzándose por enfocar la imagen. Un resplandor rosado parecía flotar en el aire, girando sobre sí mismo, y de vez en cuando proyectaba un haz de colores sobre la pared. Fue hermoso contemplarlo durante un rato, pero el esfuerzo de seguir buscándolo por la habitación resultaba agotador.
Apenas quedaba nada de ella. Un parpadeo y se habría desvanecido.
Alguien había ido y luego se había marchado. Alguien por quien sentía afecto. No era ninguna monja, por más que todas se mostraran cariñosas. Tampoco su padre, pero sí un hombre bueno como él. Había mencionado un viaje a pie, eso sí lo recordaba, que había ido hasta allí caminando. Pero no acertaba a recordar de dónde había salido. A lo mejor del aparcamiento. Le dolía la cabeza y quería pedir agua, y lo haría dentro de un momento, pero por ahora deseaba seguir allí tumbada, muy quieta y cómoda al fin. Quería dormir.
Harold Fry. Ahora lo recordaba. Había ido a despedirse de ella.
En tiempos había sido una mujer llamada Queenie Hennessy. Hacía contabilidad y su caligrafía era intachable. Había amado unas pocas veces y salido perdiendo, y eso no tenía nada de extraño. Había tocado la vida, había jugueteado un poco con ella, pero la vida es un pez escurridizo, no se deja coger fácilmente, y llega un momento en que debemos cerrar la puerta y dejarla atrás. Había sido un pensamiento aterrador a lo largo de aquellos años, pero ¿ahora? Ahora no era aterrador en absoluto. No era nada. Queenie estaba muy cansada. Hundió el rostro en la almohada y sintió que algo se abría como una flor en su cabeza a medida que se dejaba vencer por el sopor.
Un recuerdo largamente olvidado acudió a su mente. Era tan vívido que casi podía saborearlo. Estaba bajando a la carrera la escalera del hogar de su infancia, llevaba sus zapatos de piel rojos y su padre la llamaba, ¿o acaso era el hombre bueno, Harold Fry? Ella corría y reía porque aquello le resultaba terriblemente gracioso. «¿Queenie? —la llamaba él—. ¿Estás ahí?». Veía su silueta, un hombre alto a contraluz, pero él seguía llamándola y mirando a todas partes excepto a donde ella estaba. La emoción le cortaba la respiración. «¡Queenie! —Ella anhelaba que la descubriera de una vez—. ¿Dónde estás? ¿Dónde se habrá metido esta niña? ¿Estás lista?».
—Sí —dijo. La luz era deslumbrante. Incluso con los párpados cerrados, intuía que era plateada—. Sí —repitió, un poco más alto para que él la oyera—. Aquí estoy.
Algo giró junto a la ventana y la habitación se llenó de estrellas.
Queenie entreabrió los labios para tomar otra bocanada de aire. Y cuando ésta no llegó, pero sí algo distinto, fue tan fácil como respirar.