Una silueta vencida, sentada en un banco y encorvada para protegerse del viento, miraba hacia la orilla; parecía llevar allí toda la vida. El cielo, de un gris plomizo, se reflejaba en el mar y resultaba imposible distinguir dónde empezaba uno y terminaba el otro.
Al verlo, Maureen se detuvo con el corazón desbocado. Luego se acercó y se paró a su lado, aunque Harold no alzó la vista ni pronunció palabra. El pelo le rozaba el cuello de la cazadora impermeable, cayendo en suaves rizos que ella anhelaba acariciar.
—Hola, forastero —saludó—. ¿Te importa que me siente?
Él no contestó, pero se ciñó la cazadora y se hizo a un lado. Las olas rompían en la playa en cenefas de blanca espuma, arrastrando consigo guijarros y fragmentos de conchas marinas, para luego dejarlos atrás. La marea estaba subiendo.
—¿Crees que vienen de muy lejos estas olas? —preguntó ella, sentándose algo apartada de su marido.
Él se encogió de hombros y negó con la cabeza, como si dijera: «Es una buena pregunta, pero la verdad es que no me importa». Vista de perfil, su silueta era tan exigua que parecía consumida, y tenía profundas ojeras, oscuras como cardenales. Volvía a ser un hombre completamente distinto. Parecía haber envejecido varios años. Lo que quedaba de su barba inspiraba lástima.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó Maureen—. ¿Has visitado a Queenie?
Harold tenía las manos entre las rodillas. Asintió en silencio.
—¿Sabía que llegabas hoy? ¿Se ha alegrado de verte?
Él emitió un suspiro que sonó como un resquebrajamiento interior.
—Pero… la has visto, ¿no?
Volvió a asentir, y siguió haciéndolo una y otra vez, como si hubiese olvidado ordenar al cerebro que parara.
—¿Y habéis hablado? ¿Qué le has dicho? ¿Se ha reído?
—¿Si se ha reído? —repitió Harold.
—Sí. ¿Estaba contenta?
—No —repuso él con un hilo de voz—. No ha dicho nada.
—¿Nada? ¿De verdad?
Otra serie de asentimientos. Su reticencia era como una enfermedad que amenazaba con contagiar a Maureen. Se subió el cuello del abrigo hasta el mentón. Ella había esperado encontrarlo abatido y exhausto, pero por haber acabado el viaje. Sin embargo, lo que ahora veía era la clase de apatía que te quitaba las ganas de vivir.
—¿Y los regalos, le han gustado?
—Les he dado la mochila a las monjas. Me ha parecido lo mejor. —Hablaba en tono quedo, cauteloso, haciendo equilibrios sobre las palabras pero dejando entrever que en cualquier momento podría precipitarse al abismo de sentimientos subyacentes—. Nunca debí venir. Debí mandarle una carta. Una carta habría bastado. Si me hubiese limitado a eso, habría podido…
Maureen esperó a que acabara, pero él se quedó absorto en la contemplación del horizonte. Parecía haber olvidado lo que estaba diciendo.
—Aun así —aventuró ella—, me sorprende que, después de cuanto has hecho, Queenie no haya dicho ni mu.
Finalmente, Harold se volvió hacia ella y le sostuvo la mirada. Su rostro, su voz parecían sin vida.
—No puede. No tiene lengua.
—¿Cómo? —repuso ella con súbito espanto.
—Creo que se la extirparon. Además de la mitad de la garganta, y parte de la columna. Fue un último intento desesperado por salvarla, pero no funcionó. El cáncer no puede operarse porque no le queda ninguna parte operable. Ahora le crece un tumor en la cara. —Harold apartó la mirada y la fijó en el cielo, con los ojos entornados, como tratando de bloquear el mundo exterior para ver con mayor claridad la verdad que iba cobrando forma en su mente—. Por eso no podía ponerse cuando la telefoneaba. No puede hablar.
Maureen se volvió también hacia el mar, tratando de comprender. A lo lejos las olas se veían llanas, metálicas. ¿Sabían ellas que se avecinaba el fin de su propio viaje?
—Me eché a caminar porque no encontraba palabras —oyó decir a Harold—. No las encontré cuando leí su carta. Maureen, soy de esos hombres que dan las gracias al reloj cuando una voz pregrabada dice la hora. ¿Cómo iba yo a cambiar nada? ¿Cómo pude creer que podría impedir la muerte de una mujer? —Un acceso de llanto pareció adueñarse de él. Cerró los ojos con fuerza y se quedó allí sentado, muy recto, emitiendo sollozos inaudibles—. Era tan buena… Siempre intentaba ayudar. Cada vez que la llevaba en coche traía algún tentempié para el trayecto de vuelta. Preguntaba por David, por cómo le iba en Cambridge… —Se interrumpió. Todo él temblaba. Una mueca de dolor le desencajó el rostro mientras las lágrimas surcaban sus mejillas—. Tendrías que haberlo visto. Tendrías que haber visto a Queenie, Maw. No es justo.
—Lo sé.
Ella posó su mano izquierda sobre la de él y la cogió con firmeza. Se fijó en lo oscuros que parecían los dedos de su marido sobre su propio regazo, en las abultadas venas azules. Pese al extrañamiento de las últimas semanas, conocía aquella mano como ninguna. La conocía sin necesidad de mirarla. Siguió sosteniéndola mientras Harold lloraba. Poco a poco, fue tranquilizándose, hasta que su llanto se transformó en un sereno fluir de lágrimas.
—Mientras caminaba recordé muchas cosas —dijo—. Cosas que no sabía que había olvidado. Acerca de David, y de nosotros. Hasta recordé a mi madre. Algunos de esos recuerdos fueron duros, pero en su mayoría eran maravillosos. Y tengo miedo. Tengo miedo de perderlos de nuevo algún día que quizá no tarde en llegar, y esa vez será para siempre. —Se le quebró la voz. Luego tomó aliento y empezó a confiarle todos los recuerdos rescatados de su memoria, los momentos de la vida de su hijo que se le habían revelado como el más precioso de los álbumes de recortes—. No quiero olvidar su cabeza de bebé. O cómo se quedaba dormido cuando le cantabas. Quiero conservarlo.
—Claro que lo harás —aseguró ella. Trató de reír para cambiar de tema, aunque por la mirada de Harold intuía que él necesitaba seguir.
—Hubo un momento en que no recordaba el nombre de David. ¿Cómo pude olvidarlo? No soporto la idea de que quizá un día te miraré y no te reconoceré.
Maureen sintió un escozor en los párpados y negó con la cabeza.
—No estás perdiendo la memoria. Sólo estás cansado, muy, muy cansado.
Maureen buscó su mirada, que era franca, desnuda. Al mirarse a los ojos, los años se desvanecieron. Ella volvió a ver al joven alocado que bailaba como un poseído tantos años atrás y en cuyas venas corría el tumulto del amor. Parpadeó y se enjugó las lágrimas. Las olas seguían rompiendo contra la orilla, cada vez con mayor ímpetu. Toda aquella energía, toda aquella fuerza, había cruzado océanos y empujado barcos y transatlánticos para acabar a escasos metros de sus pies, convertida en un último aliento de espuma.
Maureen reflexionó sobre lo que ocurriría a partir de entonces: visitas periódicas al médico de cabecera, tal vez resfriados que se convertirían en neumonías, análisis de sangre, pruebas de audición y oftalmológicas. Tal vez, Dios no lo quisiera, alguna operación, períodos de convalecencia. Y luego, por supuesto, llegaría el día en que uno de ellos se quedaría solo para siempre. Se estremeció. Harold tenía razón; era demasiado doloroso haber llegado hasta allí para alcanzar lo que quería en realidad y luego concluir que acabaría perdiéndolo de nuevo. Se preguntó si no deberían volver a casa por Cotswold y quedarse a pasar allí unos días, o quizá tomar un desvío y seguir hasta Norfolk. Le encantaría volver a Holt. Pero tal vez no fuera posible. Todo se le hacía una montaña; ya no sabía nada. Las olas seguían derramándose en la playa, una tras otra, interminablemente.
—Hoy estamos aquí, mañana se verá… —musitó. Se acercó más a Harold.
—Ay, Maw… —gimió él entre lágrimas.
Maureen lo abrazó con fuerza hasta que dejó de llorar. En aquel cuerpo alto y rígido reconoció al que era su hombre.
—Cariño… —Buscó su rostro a tientas con la boca y le besó las mejillas saladas y húmedas—. Te levantaste de la silla e hiciste algo. Y si ponerse en camino cuando ni siquiera sabes si podrás llegar a tu destino no es un pequeño milagro, que venga Dios y lo vea. —Sus labios temblaron y ocultó el rostro entre las manos. Estaban tan cerca que los rasgos de Harold se habían desdibujado y lo único que acertaba a ver era lo que sentía por él—. Te quiero, Harold Fry —susurró—. Eso es lo que has logrado.