29
Harold y Queenie

Tras escribir la carta, Harold persuadió a un joven para que le comprara un sobre y un sello con recargo de urgencia. Era demasiado tarde para ir a ver a Queenie, así que pasó la noche en su saco de dormir, en un banco del parque municipal. Por la mañana acudió a los lavabos públicos, donde se aseó y peinó con los dedos. Alguien había dejado una maquinilla de plástico en el lavamanos, que se pasó por la barba. No logró afeitársela del todo, aunque sí rebajarla, de modo que, ahora con más pinchos que rizos, aquella extraña mata de pelo seguía allí. La piel en torno a la boca se veía pálida y contrastaba con las zonas curtidas de la nariz y los ojos. Se echó la mochila al hombro y se encaminó a la residencia. Sintió un gran vacío y se preguntó si no necesitaría comer. Pero no tenía apetito; de hecho, sentía náuseas.

El cielo estaba cubierto por espesas nubes blancas, aunque el aire salado anunciaba un día caluroso. Familias enteras llegaban en coche, provistas de cestas de comida y sillas plegables, dispuestas a pasar un día en la playa. A lo lejos, sobre el horizonte, un mar metálico destellaba al sol matinal.

Aunque Harold sabía que se acercaba el fin de algo, no tenía la menor idea de qué era, y tampoco de lo que vendría después.

Enfiló el camino de acceso a la residencia St. Bernadine, y una vez más lo recorrió. El asfaltado era reciente, notaba su blandura. Llamó al timbre sin vacilación, y mientras esperaba cerró los ojos y se apoyó contra la pared. Se preguntó si la enfermera que acudiría a abrir sería la misma con quien había hablado por teléfono. Deseó no tener que explicarse demasiado; le faltaban energía y palabras.

Abrió la puerta una mujer con toca y hábito negro bajo el que asomaba una túnica color crema de cuello alto.

—Soy Harold Fry —se presentó él, estremecido—. He venido caminando desde muy lejos para salvar a Queenie Hennessy. —De pronto sintió una sed inmensa. Le temblaban las piernas. Necesitaba sentarse.

La monja sonrió. Su piel era tersa y suave, y bajo la toca asomaba un pelo escaso y canoso. Tendió las manos y tomó las de Harold. Eran cálidas y ásperas; manos fuertes. Él temió echarse a llorar.

—Bienvenido, Harold —saludó la monja, que se presentó como sor Philomena y lo invitó a pasar.

Harold se limpió los zapatos en el felpudo, una y otra vez.

—No se preocupe —le dijo la religiosa, pero él no podía parar de dar pisotones.

Incluso tras levantar los pies y comprobar que tenía las suelas limpias, siguió restregándolas contra el felpudo de cerdas rígidas, como solía hacer de niño para que sus tías lo dejaran entrar en casa.

Luego se agachó para quitarse la cinta aislante de los zapatos, lo que le llevó un buen rato, pues se le pegaba a los dedos. Cuanto más tardaba, más deseaba no haber empezado.

—Creo que debería dejar mis náuticos junto a la puerta —dijo al fin.

Dentro se respiraba un ambiente fresco y sereno. Olía a desinfectante, lo que le recordó a Maureen, y también a comida caliente, quizá patatas. Con la puntera de un mocasín se quitó el otro, y luego, al verse allí plantado, en calcetines, se sintió desnudo y pequeño a un tiempo.

—Tendrá muchas ganas de ver a Queenie —aventuró la monja, sonriendo, y le preguntó si estaba listo para acompañarla, a lo que Harold asintió.

Avanzaron en silencio por la moqueta azul, sin oír más que sus pasos. No hubo aplausos, ni monjas sonrientes ni enfermos aclamándolo. Sólo estaba él, siguiendo la holgada silueta de una religiosa por un pasillo limpio y desierto. Se preguntó si lo que parecía resonar en el aire era una canción, pero aguzó el oído y supuso que eran imaginaciones suyas. Quizá era el viento al silbar en los tragaluces, o bien alguien que llamaba a otra persona. Cayó en la cuenta de que se había olvidado de comprar flores.

—¿Se encuentra bien? —preguntó la monja, y él volvió a asentir.

A medida que se aproximaban a las ventanas de la izquierda, Harold se percató de que daban a un jardín. Lanzó una mirada anhelante al césped recién cortado y se imaginó hundiendo los pies desnudos en la tierra mullida. Había varios bancos, y un aspersor azotaba el aire con arcos de agua que reflejaban el sol. Delante vio una serie de puertas cerradas. Estaba seguro de que Queenie se hallaría tras una de ellas. Miró al jardín y sintió un pánico incontenible.

—¿Cuánto tiempo dice que lleva caminando?

—Pues… —repuso él. El significado de su viaje se desvanecía por momentos—. Mucho.

—Me temo que no invitamos a pasar a los otros peregrinos. Los habíamos visto en la tele y nos parecían demasiado bulliciosos.

La monja se volvió y Harold tuvo la impresión de que le guiñaba un ojo, aunque la desechó por absurda. Pasaron ante una puerta entornada. Harold no se atrevió a mirar dentro.

—¡Sor Philomena! —la llamó una voz frágil como un susurro.

La monja se detuvo y se asomó a la habitación, apoyando las manos a ambos lados del marco.

—Sólo será un momento —le aseguró a quienquiera que hubiese dentro, permaneciendo de puntillas como si fuera una bailarina con deportivas, y luego, volviéndose de nuevo hacia él, le sonrió con amabilidad y le dijo que ya casi habían llegado.

Harold sintió frío o cansancio, algo que parecía exprimirle hasta el último aliento.

La monja avanzó unos pasos más y por fin se detuvo y llamó suavemente a una puerta. Se quedó a la escucha un instante, con los nudillos y la oreja apoyados en la madera, antes de abrir una rendija y asomarse.

—Tenemos visita —anunció a alguien que Harold aún no alcanzaba a ver. Luego abrió de par en par y se apoyó en la puerta para ceder el paso a Harold—. Qué emoción —añadió.

Él respiró hondo sin apartar los ojos del suelo, como si el aire le llegara desde los pies, y luego alzó la vista para contemplar la habitación.

Había una sola ventana, con finas cortinas semicerradas, y más allá un cielo que parecía muy lejano. Vio una sencilla cama presidida por un crucifijo de madera. Bajo la cama había una cuña y a su lado una silla.

—Pero si no está aquí —dijo, con una inesperada mezcla de alivio y aturdimiento.

—Claro que sí —repuso la monja riendo, y señaló con la cabeza hacia la cama.

Al volver a mirar, Harold descubrió un exiguo bulto bajo las sábanas, de un blanco impoluto. Algo sobresalía por un costado, como una larga garra blanca, pero al fijarse mejor pensó que sólo podía tratarse del brazo de Queenie. La sangre se le agolpó en las sienes.

—Harold… —dijo la monja acercando su rostro, de modo que él pudo ver la malla de finas arrugas que surcaba su piel—. Queenie está algo confusa, y tiene bastantes dolores. Pero lo ha esperado. Como usted le dijo que hiciera. —Y se apartó para dejarlo pasar.

Con el corazón en un puño, Harold se acercó poco a poco. Y al llegar por fin junto a la mujer por quien había recorrido tantos kilómetros, las piernas casi le fallaron. Queenie yacía inmóvil apenas a un metro de él, con el rostro vuelto hacia la claridad de la ventana. Se preguntó si estaría dormida, o quizá sedada, o a la espera de algo que no era él. Fue un momento intensamente íntimo. Queenie no se movió ni se percató de su llegada. Su cuerpo apenas se marcaba bajo las sábanas. Se la veía tan pequeña como una niña.

Se quitó la mochila y la sostuvo contra el estómago, como si quisiera protegerse de la imagen que tenía ante sí. Se atrevió a dar un paso más.

Del cabello de Queenie apenas quedaba una pelusa blanca similar a la de un diente de león, recogida en la coronilla y estirada hacia un lado, como si una ráfaga de viento la hubiese zarandeado. El cuero cabelludo se veía delgado como el papel. Tenía el cuello vendado.

Queenie Hennessy no parecía ella, sino un ser desconocido. Un fantasma. Un caparazón. Miró de reojo atrás en busca de sor Philomena, pero ya se había ido.

Podía dejar los regalos y marcharse. Quizá con una tarjeta. Dejar algo por escrito parecía la mejor opción, sin duda. Redactaría unas palabras de consuelo, pensó con un súbito arrebato de energía. Estaba a punto de retirarse cuando la cabeza de Queenie empezó a moverse despacio desde la ventana hacia él, y una vez más le conmocionó lo que veía: primero el ojo izquierdo, luego el derecho, luego el lado derecho del rostro, hasta que quedó vuelta hacia él y sus miradas se cruzaron por primera vez en veinte años. Harold contuvo la respiración.

Su cabeza estaba horriblemente deformada: tenía dos cabezas en vez de una, la segunda parecía brotar de la primera. Nacía por encima del pómulo y sobresalía más allá de la mandíbula. Era tan grande aquel tumor, aquel segundo rostro desprovisto de facciones, que parecía que fuera a estallar en cualquier momento, rasgando la piel. Le cerraba el ojo derecho y se lo estiraba hacia la oreja. La boca también se había desplazado a un lado y colgaba sobre la mandíbula. Era inhumano. Queenie alzó unos dedos huesudos que más parecían garras, como si pretendiera esconderse tras ellos, pero era imposible no mirar.

Harold gimió; no pudo hacer nada por evitar que aquel sonido brotara de sus labios. La mano de Queenie buscaba a tientas algo que no lograba encontrar. Él deseó fingir que no era una visión espeluznante, pero no podía. Con gran esfuerzo, logró articular dos palabras:

—Hola, Queenie. —Llevaba mil kilómetros a la espalda, y no se le ocurría nada más.

Ella no dijo nada.

—Soy Harold. Harold Fry. —Se percató de que asentía de forma mecánica y vocalizaba exageradamente, dirigiéndose no al rostro desfigurado de su amiga sino a su mano esquelética—. Trabajamos juntos hace mucho. ¿Te acuerdas? —Volvió a mirar fugazmente el gigantesco tumor, aquella masa bulbosa y reluciente, surcada de capilares y sembrada de hematomas, como si a la piel le doliera contenerlo. El ojo abierto de Queenie parpadeó. Algo líquido manó del otro ojo y humedeció la almohada—. ¿Te dieron mi carta?

La mirada de Queenie era inexpresiva, como la de un animal atrapado en una caja.

—¿Y mis postales?

«¿Me estoy muriendo? —preguntaba aquel ojo vidrioso—. ¿Me dolerá?».

Harold no pudo seguir mirando. Abrió la mochila y hurgó dentro, pero estaba oscuro y le temblaban los dedos. Era tan consciente de que Queenie estaba observándolo que no encontraba lo que buscaba.

—Te he traído unos recuerdos. Fui reuniéndolos durante el viaje. Hay un trozo de cuarzo que colgado en tu ventana quedará muy bien; tiene que estar por aquí. Y también un tarro de miel, ahora lo encontraré, descuida. —De pronto se le ocurrió que, con semejante tumor, seguramente no podría comer—. A lo mejor no te gusta la miel, claro. Pero el tarro es bonito, te servirá para poner bolígrafos o lo que quieras. Lo compré en la abadía de Buckfast.

Encontró la bolsa de papel con el colgante rosado y se lo ofreció. Pero Queenie no se movió. Él lo dejó junto a su mano huesuda y le dio dos palmaditas. Cuando alzó la vista, el terror lo paralizó: Queenie Hennessy estaba resbalando sobre la almohada, como si el peso de su horrible rostro la arrastrara hacia el suelo.

No sabía qué hacer. Debía ayudarla, pero ignoraba cómo. Temía que debajo de su cuello vendado hubiera más. Más carnicería. Más pruebas brutales de la fragilidad humana. No podría soportarlo. Pidió auxilio. En un primer momento sin levantar la voz, para no alarmar a Queenie, pero luego llamó otra vez, y otra, cada vez más alto.

—Hola, Queenie —saludó la monja al entrar en la habitación, pero no parecía la misma de antes. Su voz era más jovial, el cuerpo más robusto, y se movía de un modo más enérgico—. A ver, que entre un poco de luz, que esto parece un velatorio. —Se acercó a la ventana y descorrió las cortinas de golpe, tirando con tanto ímpetu que las argollas chirriaron al deslizarse por la barra metálica—. Qué alegría, una visita.

Todo en aquella mujer se le antojaba demasiado intenso para la habitación y para el frágil estado de Queenie. Lo indignó que la dejaran cuidar de una persona tan delicada, por más que también experimentara alivio al ver que ella tomaba las riendas de la situación.

—Se está… —dijo Harold y señaló.

—Pero bueno, ¿otra vez? —rezongó la monja en tono dicharachero, como si Queenie fuera una niña que se hubiese derramado comida sobre la blusa.

Rodeó la cama, colocó bien las almohadas de la moribunda y la enderezó, sosteniéndola por las axilas y tirando de su cuerpo. Queenie se dejaba hacer como una muñeca de trapo, y así pensó Harold que la recordaría para siempre: soportando lo indecible mientras alguien la levantaba sobre una almohada y hacía comentarios jocosos que a ella le parecían detestables.

—Por lo visto, Henry ha venido caminando desde muy lejos, desde… ¿De dónde dice que viene, Henry?

Harold iba a explicar que no se llamaba Henry y que vivía en Kingsbridge, pero le faltó voluntad. No merecía la pena corregirla. En ese momento ni siquiera creía que mereciera la pena ser él mismo.

—¿Dorset, ha dicho? —preguntó la monja.

—Sí, eso es —contestó él en su mismo tono. Por un instante, pareció que ambos hablaran a voz en grito para sobreponerse al rumor del viento—. Del sur.

—¿Lo invitamos a una taza de té, qué opinas? —preguntó la monja a Queenie sin mirarla—. Usted siéntese, Henry, y vayan poniéndose al día mientras preparo té. Hemos estado bastante ajetreadas, ¿verdad, princesa? Han llegado tantas cartas y postales… La semana pasada nos escribió una señora desde Perth. —Se volvió hacia él al salir—. Oye cuanto se le dice —lo informó.

Harold pensó que si era así no resultaba demasiado educado comentarlo abiertamente. Pero se abstuvo de mencionarlo. No pensaba decir más que lo imprescindible.

Fue a la cabecera de Queenie, se sentó en la silla, que arrastró atrás para no entorpecer el paso, y se puso las manos entre las rodillas.

—Hola —saludó de nuevo, como si acabara de llegar—. Debo decir que te veo muy bien. Mi esposa (¿te acuerdas de Maureen?) te manda saludos. —Al mencionar a Maureen, se sintió más seguro. Ojalá Queenie pudiera decir algo para romper el hielo—. Sí, te veo muy bien —repitió. Y enfatizó—: Muy, muy bien. —Miró atrás para ver si la monja ya venía con el té, pero seguían a solas. Soltó un largo bostezo, aunque no tenía ni pizca de sueño—. Llevo mucho tiempo caminando —explicó con un hilo de voz—. ¿Quieres que cuelgue el cuarzo? En la tienda lo tenían junto a la ventana. Creo que te gustará. Se supone que tiene propiedades curativas. —El ojo abierto de Queenie le sostuvo la mirada—. Aunque no sé si será verdad.

¿Cuánto tiempo más tendría que soportarlo? Se levantó con el cuarzo meciéndose en el extremo del hilo y fingió buscar un lugar adecuado para colgarlo. Al otro lado de la ventana, el cielo se veía tan blanco que no supo si era efecto de las nubes o del sol radiante. En el jardín, una monja con sombrero de paja empujaba una silla de ruedas y parecía hablarle con dulzura al enfermo. Harold se preguntó si estaría rezando. Envidió su certidumbre.

Sintió agitarse viejas emociones e imágenes del pasado que habían permanecido mucho tiempo enterradas, porque convivir con ellas a diario habría sido un esfuerzo sobrehumano. Se apoyó en el alféizar para no perder el equilibrio y trató de respirar hondo varias veces, pero el aire estaba demasiado caliente y no lo aliviaba.

Revivió la tarde en que llevó a Maureen a la funeraria para ver por última vez a David en su ataúd. Ella había reunido algunos objetos —una rosa roja, un osito de peluche y una almohada— para depositarlos bajo su cabeza. En el coche le había preguntado a Harold qué objetos había elegido, a sabiendas de que él no había cogido ninguno. La puesta de sol lo deslumbraba mientras conducía. Ambos llevaban gafas de sol. Ella no se las quitaba ni dentro de casa.

En la funeraria, y para su sorpresa, Maureen le expresó su deseo de despedirse a solas de David. Harold esperó fuera del edificio, sujetándose la cabeza entre las manos, aguardando su turno, hasta que un desconocido se detuvo a ofrecerle un cigarrillo y Harold lo aceptó, aunque no fumaba desde los tiempos en que trabajaba en la empresa de autobuses. Intentó imaginar qué podía decirle un padre a su hijo muerto. Le temblaban tanto los dedos que el desconocido hubo de usar tres cerillas.

El fuerte sabor de la nicotina le inundó la garganta y le revolvió las tripas. Cuando se levantó y se inclinó sobre una papelera, reconoció el olor acre de la descomposición. Entonces, a su espalda, un sollozo agudo y penetrante rasgó el aire con tal desgarro que él se quedó paralizado, abrazado a la papelera.

—¡Nooo! —aullaba Maureen—. ¡¡No, no, no!! —Sus gritos parecían resonar a través de él y estrellarse contra el cielo metálico.

Harold arrojó un espumarajo blanco a la papelera.

Al volverse, Maureen le sostuvo la mirada y luego se puso las gafas de sol con ademán brusco. Había llorado tanto que todo su ser parecía líquido. Harold se percató con horror de lo mucho que había adelgazado su mujer; sus hombros eran como una percha de la que colgaba el vestido negro. Quiso acercarse a ella, abrazarla y dejarse abrazar, pero se lo impidió el hedor del cigarrillo y de su propio vómito. Se quedó de pie junto a la papelera, fingiendo no verla, y ella echó a andar con paso raudo hacia el coche. El espacio que los separaba reverberaba al sol como cristal. Harold se limpió la cara y las manos, y fue a reunirse con ella.

Mientras volvían a casa en silencio, supo que lo ocurrido entre ambos era irremediable. No se había despedido de su hijo. Maureen sí, pero él no. Siempre habría esa diferencia. A continuación habían celebrado una pequeña ceremonia de incineración a la que Maureen no quiso invitar a nadie. Había colgado los visillos para que la gente no husmeara, aunque a veces Harold tenía la sensación de que lo hacía más bien para impedirse a sí misma mirar fuera. Durante algún tiempo Maureen le recriminó y lo culpó de todo, pero luego ni siquiera eso. Se cruzaban en la escalera como dos completos desconocidos.

Pensó que el día que Maureen salió de la funeraria aullando y lo miró antes de ponerse las gafas de sol, en aquel instante habían firmado un pacto que los obligaría de por vida a decir sólo aquello que no sentían y a destrozar cuanto les era querido.

Temblaba de dolor mientras lo recordaba en la habitación donde Queenie agonizaba.

Había pensado que al verla le daría las gracias e incluso se despediría de ella. Que habría algún tipo de intercambio entre ambos, y que eso lo absolvería de los terribles errores del pasado. Pero no existía intercambio posible, ni siquiera una despedida, porque la mujer a quien en tiempos había conocido ya no estaba allí. Harold pensó que debía quedarse allí, apoyado en el alféizar, hasta aceptarlo. No sabía si volver a sentarse, si el hecho de estar en la silla cambiaría algo. Pero antes de decidirlo sabía que no sería así: sentado o de pie, pasaría mucho tiempo hasta que lograra asumir que Queenie había acabado reducida al despojo que tenía ante él. David también estaba muerto; no había manera de traerlos de vuelta. Con un nudo rápido, ató el cuarzo a una argolla de la cortina; quedó colgado a contraluz, girando sobre sí mismo, tan delgado que apenas se veía.

Recordó haber intentado desatarse los cordones de los zapatos el día que David estuvo a punto de ahogarse. Recordó haber vuelto a casa con Maureen al salir de la funeraria, consciente de que todo había acabado. Pero hubo más. Se vio de muchacho, tras la marcha de su madre, postrado en la cama, preguntándose si tendría más posibilidades de morirse cuanto menos se moviera. Sin embargo, tantos años después, estaba delante de una mujer a la que había tratado poco tiempo pero por quien sentía un gran afecto, y que luchaba por conservar el pequeño hálito de vida que le quedaba. No era suficiente. No era suficiente mantenerse al margen.

En silencio, se acercó a la cabecera de Queenie. Y cuando ella volvió la cabeza y sus miradas se cruzaron, se sentó en la cama, a su lado. Le asió la mano; sus dedos eran frágiles, apenas piel y huesos, pero se doblaron de un modo casi imperceptible y acariciaron los suyos. Harold sonrió.

—Parece que hayan pasado siglos desde que te encontré en aquel armario empotrado —dijo. O por lo menos quiso decirlo; quizá no fue más que un pensamiento.

Todo permaneció inmóvil, vacío, largo rato, hasta que la mano de Queenie se desprendió de la suya y su respiración se enlenteció. Un tintineo de porcelana lo sobresaltó.

—¿Se encuentra bien, Henry? —preguntó la joven monja, entrando en la habitación con aire resuelto y una bandeja.

Harold volvió a mirar a Queenie. Se había quedado dormida.

—¿Le importa que no me quede a tomar el té? Debo irme.

Y eso hizo.