28
Maureen y la visita

Maureen llevaba días preparando la casa para la llegada de Harold. Había cogido las dos fotografías que él guardaba en el cajón de la mesilla y las había medido para enmarcarlas. Tras pintar la mejor habitación de un suave amarillo, había colgado unas cortinas de terciopelo azul claro compradas de segunda mano, pero que estaban como nuevas, y les había acortado el dobladillo. Había preparado varios pasteles y los había ido congelando, además de una selección de empanadas, musaka, lasaña y estofado de buey, platos que solía cocinar cuando David vivía. En el aparador se alineaban los tarros de chutney de judías verdes hecho por ella, junto con cebollitas y remolacha en vinagre. Guardaba listas de las tareas pendientes en la cocina y la habitación. ¡Quedaba tanto por hacer! Sin embargo, a veces, cuando miraba por la ventana o se quedaba despierta en la cama, oyendo a las gaviotas chillar como niños, tenía la sensación de que, pese a aquel ajetreo, algo en ella permanecía estático, como si estuviera pasándole por alto lo verdaderamente importante.

¿Y si Harold volvía y le anunciaba que necesitaba echarse otra vez a la carretera? ¿Y si era él quien se había cansado de ella?

Un día, a primera hora, alguien llamó a la puerta. Cuando bajó a abrir, se encontró con una joven de semblante pálido en el umbral; tenía el pelo lacio y vestía un abrigo de gruesa lana negra pese a que ya no hacía frío.

—¿Me permite pasar, señora Fry?

Mientras tomaban el té, acompañado de galletas de avena y orejones, la joven le contó que ella le había servido la hamburguesa a Harold meses atrás. Él le había mandado varias postales entrañables, pero a causa de su repentino salto a la fama la gasolinera había empezado a recibir las visitas de numerosos admiradores y periodistas, así que su jefe se había visto obligado a pedirle que se marchara aduciendo motivos de salubridad y seguridad.

—¿Te echaron a la calle? Eso es terrible —se lamentó Maureen—. Harold lo sentirá muchísimo.

—No pasa nada, señora Fry. La verdad es que no me gustaba trabajar allí. Los clientes me gritaban y todo eran prisas. Pero lo que le dije a su marido sobre el poder de la fe me persigue desde entonces.

Parecía inquieta y nerviosa; no dejaba de pasarse el mismo mechón por detrás de la oreja una y otra vez, aunque no se hubiera movido de su sitio.

—Creo que le causé una impresión equivocada.

—Pero tus palabras inspiraron a Harold. Dijo que fue tu fe la que le dio la idea del viaje.

La chica, sentada sobre los pliegues del abrigo, se mordió el labio con tanta fuerza que Maureen temió que se hiciera sangre. Entonces sacó del bolsillo un sobre del que extrajo varias hojas.

—Tenga —dijo, y le tembló la mano al tendérselas a Maureen.

—¿Salsa para mayores de sesenta? —inquirió Maureen haciendo una mueca.

—Están escritos por el dorso —repuso la chica, dándole la vuelta a los papeles—. Es una carta de su marido. La envió a la gasolinera. Mi amigo me dijo que fuera a recogerla antes de que el jefe la viera.

Maureen leyó en silencio, sollozando con cada frase. La pérdida que había abierto un profundo abismo entre ambos veinte años atrás seguía siendo tan dolorosa e incomprensible como si volviera a ocurrir en aquel preciso instante. Cuando terminó, dio las gracias a la chica y dobló la carta, pasando la uña a lo largo del pliegue. Luego lo metió todo en el sobre y se quedó allí sentada, sin apenas pestañear.

—¿Señora Fry?

—Necesito contarte algo. —Maureen se humedeció los labios y dio rienda suelta a sus palabras. Experimentó un gran alivio. La confesión de Harold la había conmovido, y le parecía justo compartir al fin los hechos que rodearon el suicidio de David y la pena que separó a sus padres—. Durante un tiempo discutimos mucho. Culpé a Harold de todo. Le dije cosas terribles. Que debería haber sido un padre mejor, que la afición a la bebida era cosa de su familia. Hasta que se nos acabaron las palabras. Por entonces empecé a hablar con David.

—¿Se refiere a su fantasma? —preguntó la chica, que había visto demasiadas películas.

—No, un fantasma no —repuso Maureen, negando con la cabeza—. Era más bien una presencia. Lo intuía de algún modo. Era mi único consuelo. Al principio apenas le decía nada. Dónde estás, te echo de menos, cosas así. Pero, a medida que fue pasando el tiempo, empecé a hablar más con él. Le decía cuanto no podía contarle a Harold. Había momentos en que casi deseaba no haber empezado. Pero entonces pensaba que, de no hacerlo, estaría traicionando de algún modo a David, suponiendo que me escuchara realmente. Suponiendo que me necesitara. Me dije que si esperaba lo bastante quizá llegara a verlo. Una lee cosas así en las revistas de las salas de espera. Hubiese dado cualquier cosa por verlo. —Se enjugó los ojos—. Pero nunca ocurrió. Yo lo buscaba a todas horas, pero jamás lo vi.

La chica se tapó los ojos y exclamó entre sollozos:

—¡Dios mío, qué triste! —Cuando retiró las manos, tenía los ojos tan empequeñecidos y las mejillas tan enrojecidas que parecía haberse arrancado la piel. Hilos de saliva y moco le colgaban de la nariz y la boca—. Soy una impostora, señora Fry.

Maureen tomó la mano de la chica. Era pequeña como la de una niña, y sorprendentemente cálida. Se la apretó con suavidad.

—No eres una impostora. Fuiste tú quien hizo posible su viaje. Tú inspiraste a Harold al hablarle de tu tía. No llores.

La chica volvió a sollozar y ocultó el rostro en un pañuelo de papel. Cuando levantó la cabeza, parpadeó y respiró hondo, estremeciéndose.

—De eso se trata —explicó al fin—. Mi tía está muerta. Murió hace años.

Maureen sintió que algo se desmoronaba. Toda la habitación pareció sufrir una tremenda sacudida, como si hubiese tropezado al bajar la escalera.

—¿Cómo dices? —inquirió, articulando con dificultad. Abrió y volvió a cerrar la boca. Tragó saliva una y otra vez. De pronto, añadió a bocajarro—: ¿Y qué pasa con tu fe? Creía que la había salvado, creía que se trataba de eso…

La chica se mordió una comisura del labio superior torciendo la boca.

—Cuando un cáncer se extiende, no puede detenerse.

Era como escuchar la verdad por primera vez, una verdad que, de repente lo comprendió, siempre había sabido. Por supuesto que no había manera de frenar un cáncer terminal. Maureen pensó en todas las personas que habían confiado en el peregrinaje de Harold. Pensó en él, que en aquel preciso instante avanzaba penosamente. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—Ya le he dicho que soy una impostora —insistió la chica.

Maureen se dio unos toquecitos en la frente. Notaba que había más verdades pugnando por salir de lo más profundo de su ser, pero, a diferencia de la verdad sobre la muerte de David, éstas la avergonzaban terriblemente.

—Si hay una impostora en esta habitación, soy yo —musitó.

La chica negó con la cabeza, sin comprender.

Maureen empezó a contar su versión de la historia, poco a poco, sin mirar a la chica, porque debía concentrarse en arrancar cada palabra del rincón oscuro en que las había encerrado todo aquel tiempo. Le explicó que veinte años atrás, al poco del suicidio de David, Queenie Hennessy se había presentado en su casa preguntando por Harold. Estaba muy pálida y llevaba un ramo de flores. Había en ella algo profundamente vulgar y noble al mismo tiempo.

—Me preguntó si podía darle un mensaje a Harold, relacionado con la fábrica, con algo que quería que él supiera. Y después de confiármelo, me entregó las flores y se marchó. Supongo que yo fui la última persona que la vio por aquí. Tiré las flores a la basura y nunca le di el mensaje. —Se interrumpió. Seguir hablando le resultaba demasiado doloroso, la avergonzaba mucho.

—¿Qué le dijo, señora Fry? —preguntó la chica, en un tono tan dulce como una mano que la guiara en la oscuridad.

Maureen vaciló. Habían sido tiempos difíciles, sí, pero eso no era excusa para lo que había hecho, o dejado de hacer… ¡Ojalá todo hubiese sido distinto!

—Yo estaba rabiosa. David había muerto. Y también sentía celos. Queenie se mostraba amable con Harold cuando yo no era capaz. Temía que, si le daba su mensaje, lo consolara. Y no quería que él hallara consuelo cuando no lo había para mí. —Se enjugó el rostro y continuó—: Queenie me contó que Harold había entrado en el despacho de Napier por la noche. Aquella misma tarde ella lo había visto sentado en su coche delante de la fábrica. No se había acercado a él por pudor, pensando que quizá estuviera llorando. Sólo ató cabos al día siguiente, cuando la noticia corrió de boca en boca. Era el sufrimiento lo que hacía que las personas se comportaran de un modo extraño, dijo. En su opinión, Harold iba camino de la autodestrucción. Al hacer añicos aquellos payasos de cristal de Murano, estaba invitando a Napier a sacar lo peor de sí mismo, a vengarse terriblemente. —Hizo una pausa y se secó la nariz con la punta del pañuelo—. Así que Queenie se convirtió en el chivo expiatorio. Aseguró que el hecho de ser mujer le facilitó las cosas, pues Napier no supo reaccionar. Queenie le dijo que los payasos se le habían caído por accidente mientras limpiaba el polvo.

—¿Está diciéndome que todo eso pasó porque su marido rompió unos payasos de cristal? —exclamó la chica, riendo y con lágrimas en los ojos—. ¿Tan valiosos eran?

—En absoluto, pero habían pertenecido a su madre. Napier era un hombre cruel y despiadado, tuvo tres mujeres y a las tres las maltrató. Incluso una de ellas acabó en el hospital con un par de costillas rotas. Pero adoraba a su madre, eso sí. —Esbozó una sonrisa triste que languideció por un instante, hasta que la borró encogiéndose de hombros—. Así que Queenie se plantó en su despacho y asumió la culpa de Harold. Y dejó que Napier la despidiera. Me lo contó todo, y me pidió que le dijera a mi marido que no se preocupara. Me explicó que él siempre había sido amable con ella, y era lo menos que podía hacer por él.

—Pero usted no se lo contó, ¿verdad?

—No. Dejé que sufriera. Aquello acabó convirtiéndose en otro tema tabú, y nos separó aún más. —Maureen abrió mucho los ojos y las lágrimas rebosaron—. ¿Lo ves? Tenía motivos para abandonarme.

La chica no contestó. Cogió otra galleta y durante unos instantes no pareció pensar más que en su sabor.

—No creo que la haya dejado tirada —opinó al cabo—. Tampoco creo que sea usted una impostora, señora Fry. Todos cometemos errores. Pero sé una cosa.

—¿El qué, el qué? —gimió Maureen, acunándose la cabeza entre las manos. ¿Cómo iba a reparar los errores del pasado? Su matrimonio estaba acabado.

—Si yo fuera usted, no me quedaría aquí encerrada haciendo galletas y hablando conmigo, sino que pasaría a la acción.

—Pero si viajé a Darlington en coche y no sirvió de nada…

—Eso fue cuando todo iba bien. Desde entonces han pasado muchas cosas. —Hablaba en un tono tan pausado y seguro que Maureen alzó la vista. El rostro de la chica, aún pálido, de pronto se vio envuelto en un halo de resplandor. Puede que Maureen se sobresaltara, o incluso que soltara un gritito, porque la chica se echó a reír—. ¿A qué espera para ir a Berwick-upon-Tweed?