Estimada muchacha de la gasolinera:
Te debía la historia completa. Veinte años atrás enterré a mi hijo. Es algo por lo que ningún padre debería pasar. Deseaba conocer al hombre en que se convertiría. Aún lo deseo.
Sigo sin comprender por qué lo hizo. Estaba deprimido, y era adicto a una mezcla de alcohol y pastillas. No encontraba trabajo. Pero daría cuanto tengo por que hubiese buscado mi ayuda.
Se ahorcó en el cobertizo del jardín, con una cuerda que ató a uno de los ganchos donde yo solía colgar las herramientas de jardinería. Había tomado tanto alcohol y pastillas que, según el forense, debió de llevarle lo suyo hacer el nudo. Se dictaminó suicidio.
Fui yo quien lo encontró. Apenas puedo escribirlo… En aquel momento sólo se me ocurrió rezar, por más que, como te dije en la gasolinera, no sea creyente. Dije: «Dios mío, por favor, no dejes que muera. Haré lo que sea». Lo descolgué, pero en su cuerpo no quedaba el menor rastro de vida. Era demasiado tarde.
Ojalá no me hubiesen explicado que tardó tanto en anudar la soga.
Para mi mujer, su muerte fue un golpe terrible. Se negaba a salir de casa. Colgó visillos porque no quería que los vecinos nos espiaran.
Poco a poco, toda aquella gente fue alejándose de nosotros, y llegó un día en que nadie nos conocía ni sabía lo ocurrido. Pero cada vez que Maureen me miraba, yo sabía que estaba viendo a nuestro hijo sin vida.
Empezó a hablar con él. Decía que seguía junto a ella. Siempre estaba esperándolo. Maureen conserva su habitación intacta, tal como estaba el día que David murió. A veces eso me lleva a revivir el dolor, pero ella así lo quiere. No puede admitir que haya muerto, y lo entiendo. Es pedir demasiado a una madre.
Queenie sabía lo de David, pero nunca mencionó nada. Velaba por mí. Me traía un té con azúcar y me hablaba del tiempo. Sólo una vez me dijo: «Creo que ya ha bebido bastante, señor Fry». Porque ésa es otra: me dio por beber.
Todo empezó con una sola copa, para darme fuerzas antes de enfrentarme al informe del forense. Desde entonces empecé a esconder botellas envueltas en bolsas de papel en los cajones del escritorio. Sabe Dios cómo llegué a casa aquella noche en mi coche. Sólo quería dejar de sentir.
Una noche perdí la cabeza y desmantelé el cobertizo del jardín. Pero no tuve suficiente, así que entré a escondidas en la fábrica de cerveza e hice algo terrible. Queenie, que sabía que sólo podía haber sido yo, decidió convertirse en chivo expiatorio.
Fue despedida en el acto y luego desapareció. Oí decir que la invitaron a irse de la comarca por su propio bien. Una secretaria que tenía amistad con la casera de Queenie comentó que no había dejado ninguna dirección de contacto. Consentí que se fuera. Y que asumiera la culpa de mis actos. Pero no volví a beber.
Maureen y yo discutimos durante mucho tiempo, y luego, poco a poco, dejamos de hablarnos. Ella abandonó nuestra habitación. Ya no me quería. Fueron muchos los momentos en que pensé que se iría, pero no lo hizo. Noche tras noche, me costaba conciliar el sueño.
La gente cree que emprendí este viaje porque Queenie y yo habíamos mantenido un romance años atrás, pero no es cierto. Me eché a la carretera porque ella me salvó y yo ni siquiera se lo agradecí. Y por eso te escribo. Quiero que sepas lo mucho que me ayudaste meses atrás, cuando me hablaste de tu fe y de tu tía, aunque me temo que mi coraje nunca ha estado a la altura del tuyo.
Te doy las gracias de corazón y te deseo lo mejor,
Harold (Fry)
PD: Perdona que no sepa tu nombre.