26
Harold y la cafetería

El último tramo fue el peor. Lo único que alcanzaba a ver era la carretera. No pensaba en nada. Su antigua lesión en la pierna derecha había vuelto a manifestarse con virulencia, y ahora cojeaba. Ya no aspiraba a ningún placer; se hallaba en un lugar donde tal cosa no existía. Las moscas revoloteaban como un enjambre alrededor de su cabeza. A veces los mosquitos lo acribillaban, y también lo había picado alguna avispa. Los campos se veían inmensos y desiertos, y los coches se deslizaban por las carreteras como si fueran de juguete. Otra cima. Otro cielo. Otro kilómetro. Siempre lo mismo. El paisaje lo aburría y abrumaba hasta la exasperación. A menudo olvidaba adónde se dirigía.

Sin amor no había nada que… ¿qué? ¿Cuál era la palabra? Imposible recordarla. Convencido de que empezaba por uve, sentía el impulso de decir «vulva», aunque sabía que no podía ser ésa. Nada le importaba demasiado. La negrura iba adueñándose del cielo. La lluvia le fustigaba la piel. El viento soplaba con tal fuerza que le costaba mantener el equilibrio. Se dormía empapado, e igual despertaba. Jamás experimentaría de nuevo lo que era entrar en calor.

Las pesadillas que creía haber superado habían vuelto, y no lograba escapar de ellas. Despierto o dormido, revivía el pasado, sintiendo el mismo horror de la primera vez. Se veía emprendiéndola a hachazos con los tablones del cobertizo del jardín, desgarrándose las manos y llenándolas de astillas, aturdido por el whisky. Veía cómo de sus manos goteaba la sangre sobre las esquirlas de cristal irisado. Se oía rezando, con los párpados cerrados con fuerza y los puños apretados, pronunciando palabras que nada significaban. Otras veces veía a Maureen volviéndole la espalda y adentrándose en una deslumbrante esfera luminosa. Los veinte años transcurridos se habían visto reducidos a nada. No podía escudarse en la normalidad, ni siquiera en los lugares comunes. Al igual que los pormenores del paisaje, esas cosas habían cesado de existir.

Nadie podía imaginar semejante soledad. En cierta ocasión gritó, pero no obtuvo más respuesta que el silencio. Sentía el frío en lo más hondo de su ser, como si incluso tuviera los huesos helados. Cerraba los ojos tratando de dormir, convencido de que no sobreviviría a otra noche y sin voluntad para resistirse. Al despertar, notaba la ropa rígida hiriéndole la piel, y el rostro quemado por el sol, o quizá por el frío, y entonces se levantaba y seguía adelante haciendo de tripas corazón.

Un bulto en los zapatos había acabado por desgarrar una costura, y las suelas estaban tan desgastadas que parecían de tela. En cualquier momento, los dedos asomarían por el cuero. Envolvió los zapatos con cinta aislante azul, una y otra vez, pasándola por debajo de la suela y rodeando el tobillo, de modo que el zapato se convirtió en parte de él. ¿O sería al revés? Empezaba a creer que tenían voluntad propia.

Adelante, adelante, adelante: ésa era la única palabra, y no sabía si la proclamaba a voz en grito, si sólo la pensaba o si había alguien más que lo arengaba. A veces creía que era la única persona que quedaba sobre la tierra. Aparte de la carretera, no había nada más. Él mismo apenas era un cuerpo que albergaba un viaje. Todo su ser se reducía a la cinta aislante azul y a Berwick-upon-Tweed.

A las tres y media de la tarde de un martes, Harold reconoció el olor a salitre en el aire. Una hora más tarde, desde la cima de una colina divisó una población que se extendía a sus pies, ribeteada por el inmenso vacío del mar. Cuando se acercó a las murallas de un gris rosáceo, nadie se detuvo al verlo ni se volvió para mirarlo dos veces, ni le ofreció comida.

Ochenta y siete días después de haber salido de casa para echar una carta, Harold Fry llegó a las puertas de la residencia St. Bernadine. Había recorrido mil kilómetros, incluidos errores y desvíos. El edificio que se alzaba ante él era moderno y sin pretensiones, flanqueado por árboles de hojas temblorosas. Junto a la entrada había una farola de aspecto antiguo y un letrero que indicaba el aparcamiento. En el césped vio varias personas tumbadas en hamacas, como prendas de ropa puestas a secar al sol. Una gaviota revoloteó en el cielo y graznó.

Siguió la suave curva del camino asfaltado y alzó el dedo hasta el timbre. Deseó que aquel momento permaneciera suspendido, como una imagen recortada en el tiempo: su dedo oscuro sobre el botón blanco, el sol en sus hombros, la gaviota emitiendo su extraña risa. El viaje había tocado a su fin.

Su mente retrocedió, veloz, a lo largo de los kilómetros que lo habían llevado hasta allí. Vio carreteras, colinas, casas, vallas, centros comerciales, farolas y buzones, sin que hubiera en nada de ello algo extraordinario. Eran sencillamente cosas que había dejado atrás, que cualquiera podía haber dejado atrás. Aquel pensamiento lo desazonó y sintió temor, justo cuando lo que esperaba era una sensación de triunfo. ¿Cómo había podido llegar a creer que aquellas cosas tan corrientes y molientes, sumadas, podían convertirse en algo más? Su dedo seguía suspendido sobre el timbre, sin tocarlo. ¿A qué venía todo aquello?

Pensó en la gente que lo había ayudado. En aquéllos que se sentían rechazados, aquéllos a quienes nadie quería, y se contó entre ellos. ¿Qué pasaría ahora? Le llevaría los regalos a Queenie y le daría las gracias, ¿y luego qué? Regresaría a su antigua vida, que casi había olvidado, en la que la gente colocaba baratijas a modo de barreras entre sí y el mundo exterior. Donde él se acostaba en una habitación, insomne, y Maureen en otra.

Volvió a echarse la mochila al hombro y se alejó de la residencia. Mientras cruzaba la verja, los de las hamacas no movieron los ojos en su dirección. Nadie lo esperaba, así que nadie pareció percatarse de su llegada ni de su partida. El momento más extraordinario de la vida de Harold había pasado sin pena ni gloria.

En una pequeña cafetería, pidió a la camarera un vaso de agua y permiso para usar el lavabo. Disculpándose por no llevar dinero encima, aguardó pacientemente mientras la camarera observaba su pelo enmarañado, la cazadora y la corbata deshilachadas, sus pantalones manchados de barro y los zapatos, que tenían más de cinta aislante que de mocasines. Frunció los labios y, volviéndose a medias, miró fugazmente a una mujer mayor con chaqueta gris que hablaba con unos clientes, sin duda la encargada del local.

—Será mejor que se dé prisa —le dijo finalmente, conduciéndolo a una puerta sin tocarlo en ningún momento.

Harold apenas reconoció el rostro reflejado en el espejo. La piel colgaba en pliegues oscuros, como si sobrara para cubrir los huesos. Tenía varios cortes en la frente y el pómulo, el pelo y la barba más asilvestrados de lo que suponía, y de sus cejas y fosas nasales asomaban largos pelos, hirsutos como cables. Parecía la caricatura de un viejo. Un marginado. No guardaba el menor parecido con el hombre que había salido a echar una carta. Tampoco con el que había posado para los fotógrafos y lucido una camiseta de peregrino.

La camarera le dio un vaso de agua, pero no lo invitó a tomar asiento. Harold preguntó si alguien podía prestarle una cuchilla de afeitar o un peine, pero en ese momento la encargada de la chaqueta gris se acercó y señaló un letrero en la ventana: prohibido mendigar. Y le pidió que se marchara o tendría que llamar a la policía. Nadie lo miró mientras se dirigía a la puerta. Harold se preguntó si olería mal. Había pasado tanto tiempo a la intemperie que ya no distinguía entre buenos y malos olores, pero sabía que los demás sentían vergüenza ajena y quería ahorrarles el trance.

En una mesa junto a la ventana, un hombre joven y su esposa canturreaban con voz suave a su bebé. Harold sintió un dolor tan intenso que temió perder el equilibrio.

Volviéndose hacia la encargada y los clientes de la cafetería, se encaró con ellos.

—Quiero ver a mi hijo —afirmó, y en cuanto lo dijo su cuerpo empezó a temblar, no con un suave estremecimiento, sino con sacudidas espasmódicas que llegaban de lo más hondo. Se le desencajó el rostro a medida que el dolor se abría paso en su pecho y subía imparable por la garganta.

—¿Dónde está su hijo? —preguntó la encargada.

Harold apretó los puños para evitar caerse.

—¿Ve usted a su hijo aquí? —insistió la mujer—. ¿Está en Berwick?

Un cliente tocó el brazo de Harold y le preguntó en tono más amistoso:

—Perdone, señor, ¿es usted el hombre que peregrinaba?

Harold reprimió un sollozo; la amabilidad de aquel hombre lo desarmó.

—Mi mujer y yo leímos acerca de usted. Teníamos un amigo con quien habíamos perdido el contacto. El fin de semana pasado fuimos a visitarlo y estuvimos hablando de usted. —Harold dejó que el hombre hablara y le asiera el brazo, pero no podía contestar, ni siquiera gesticular—. ¿Quién es su hijo, cómo se llama? Tal vez pueda ayudarlo.

—Se llama… —El corazón le dio un vuelco, como si se hubiese precipitado al vacío desde lo alto de un muro—. Es mi hijo. Se llama…

La encargada lo miraba con frialdad, a la espera, con los clientes a su espalda y aquel hombre amable asiéndole la manga. No tenían ni idea. Ni idea del horror, la confusión, los remordimientos que pugnaban en él. No lograba recordar el nombre de su hijo.

Ya en la calle, una joven intentó darle un papel.

—Clases de salsa para mayores de sesenta —anunció—. Debería probarlo. Nunca es demasiado tarde.

Pero sí lo era. Era demasiado tarde para todo. Harold negó con la cabeza bruscamente y avanzó un poco más, tambaleante. Las piernas no le respondían.

—Por favor, coja el folleto —pidió la chica—. Cójalos todos. Puede tirarlos a la papelera si quiere. Yo sólo quiero irme a casa.

Harold recorrió a trompicones las calles de Berwick con el fajo de folletos bajo el brazo, sin saber adónde iba. La gente lo esquivaba, pero no se detuvo. Podía perdonar a sus padres por no haberlo querido. Por no haberle enseñado a amar, ni haberle dado siquiera las palabras adecuadas para demostrarlo. Podía perdonar a sus padres, y a los padres de sus padres.

Lo único que quería era recuperar a su hijo.