25
Harold y el perro

Para Harold había sido un alivio volver a caminar solo. El perro y él avanzaban a su propio ritmo, y no había lugar para debates ni discusiones. Desde Newcastle hasta Hexham, habían parado si estaban cansados y reanudado la marcha en cuanto se sentían repuestos. Se habituaron a andar de nuevo al alba, a veces también de noche, y Harold volvió a sentirse esperanzado. Era más feliz así, viendo cómo se iluminaban las ventanas y cómo la gente iba a lo suyo, inadvertido y sin embargo sensible a la extrañeza ajena. Una vez más se notaba abierto a los pensamientos y recuerdos que acudían a su mente. Maureen, Queenie y David eran sus compañeros de viaje. Volvía a sentirse completo.

Pensó en el cuerpo de Maureen pegado al suyo en los primeros años de su matrimonio y en la hermosa oscuridad que nacía entre sus piernas. Vio a David asomado a la ventana de su habitación, mirando fuera con tanta intensidad como si el mundo exterior le hubiese arrebatado algo. Recordó sus viajes con Queenie: él conducía y ella chupaba caramelos de menta y cantaba canciones al revés.

Ya estaban tan cerca de Berwick que no podían hacer más que caminar. Tras la experiencia con los peregrinos, hacía lo posible por no llamar la atención. Temía que, al hablar con los desconocidos y al escucharlos, hubiese creado en ellos la necesidad de que los guiara, y para eso ya no le quedaban fuerzas. Si llegaban a una zona urbanizada y no podían rodearla, dormían en los terrenos baldíos de los alrededores hasta que anochecía y cruzaban la población de madrugada. Comían lo que encontraban en los arbustos que bordeaban las carreteras y en los contenedores de basura. Sólo cogían los frutos de los huertos o los árboles que parecían abandonados. Seguían deteniéndose a beber el agua de las fuentes allí donde manaba, pero no molestaban a nadie. En un par de ocasiones alguien le pidió permiso para sacarle una foto, y Harold accedió pese a que le costó mirar a la cámara. De tarde en tarde, algún transeúnte lo reconocía y le ofrecía comida. Un probable periodista le preguntó si era Harold Fry. Sin embargo, puesto que tomaba la precaución de ir con la cabeza gacha y buscaba las sombras y los espacios abiertos, rara vez se dirigían a él. Evitaba incluso su propio reflejo.

—Espero que se encuentre mejor —le dijo una mujer elegante que paseaba un galgo—. Fue una gran lástima perderlo. Mi marido y yo lloramos cuando lo supimos.

Aunque él no comprendió a qué se refería, le dio las gracias y siguió su camino. La tierra se elevaba ante sus ojos, formando oscuras cimas.

Empezaron a soplar vientos fuertes que barrían el paisaje de oeste a norte trayendo la lluvia. Hacía demasiado frío para dormir. Entumecido en su saco de dormir y tratando de mantenerse caliente, Harold veía escabullirse los retazos de nubes por encima de la luna. El perro, al que se le marcaban las costillas, se pegaba a él en el saco. Le vino a la mente el día que David se había dejado llevar por la corriente en Bantham, y en lo frágil que parecía entre los brazos morenos del socorrista. Recordó los rasguños que años más tarde se había hecho al afeitarse la cabeza, y cómo solía arrastrarlo escaleras arriba antes de que volviera a vomitar. Cada una de aquellas veces, David había puesto su cuerpo en peligro, como si pretendiera desafiar la normalidad representada por su padre.

Empezó a tiritar. Primero no pasó de un estremecimiento y castañeteo de dientes, pero luego fue a más. Las extremidades le temblaban tanto que le dolían. Miró alrededor, esperando hallar consuelo o distracción, pero no experimentó la sensación de comunión con la tierra que había sentido hasta entonces. La luna resplandecía y el viento soplaba. Su necesidad de calor no causaba el menor efecto. No es que fuera un lugar hostil, es que ni siquiera advertía su presencia. Harold estaba solo, sin Maureen, ni Queenie, ni David, en un sitio completamente indiferente a su sufrimiento, temblando metido en un saco de dormir. Intentó apretar los dientes y los puños, pero aún fue peor. A lo lejos los zorros acorralaban a algún animal y sus gañidos rasgaron de repente el silencio nocturno. La ropa húmeda se le pegaba a la piel, privándolo de su propio calor. El frío le había calado los huesos. Sólo dejaría de tiritar cuando se le congelaran los órganos. Ya no tenía los medios ni siquiera para resistir al frío.

Aunque estaba seguro de que mejoraría al levantarse, no fue así. No había modo de escapar a lo que había descubierto mientras luchaba por retener el calor durante la noche. Con o sin él, la luna y el viento seguirían allí, yendo y viniendo. La tierra seguiría proyectándose hacia delante hasta topar con el mar. La gente seguiría muriendo. Lo mismo daba que Harold caminara, temblara o se quedara en casa.

Lo que apenas había sido un sentimiento tenue, sutil, había ido cobrando fuerza a lo largo de las horas hasta convertirse en algo más parecido a una terrible acusación. Cuanto más pensaba en lo insignificante que era, más se convencía de ello. ¿Quién era él para pretender salvar a Queenie? ¿Qué más daba si Rich Lion ocupaba su lugar? Cada vez que paraba a recuperar el aliento, o se frotaba las piernas para activar la circulación, el perro se sentaba a sus pies, mirándolo con inquietud. Ya no se alejaba de Harold. Ya no le llevaba piedras.

Reflexionó sobre su viaje. La gente a quien había conocido, los lugares que había visto, los cielos bajo los que había dormido: hasta entonces los había retenido en la memoria como una colección de souvenirs. Le habían dado fuerzas para seguir cuando el camino se volvía tan arduo que deseaba rendirse. Pero ahora pensaba en aquellas personas, lugares y cielos, y ya no podía verse entre ellos. Las carreteras recorridas se hallaban ahora llenas de otros coches. Las personas con quienes se había cruzado ahora se cruzaban con otras personas. Sus huellas, por firmes que fueran, se desvanecerían con la lluvia. Era como si no hubiese estado en ninguno de los lugares en que había estado, ni se hubiese cruzado con ninguno de los desconocidos con quienes se había cruzado. Al mirar atrás, no advirtió el menor rastro, la menor señal, de su paso.

Las ramas de los árboles, rindiéndose al viento, se mecían como tentáculos en el agua. Había sido un desastre como marido, padre y amigo. Hasta como hijo había fracasado. No era sólo que hubiese traicionado a Queenie, o que sus padres no lo quisieran. No era sólo que hubiese sido incapaz de relacionarse con su mujer y su hijo, sino que además pasaba por la vida sin dejar la menor huella. No significaba nada.

Se disponía a cruzar la A696 en dirección a Cambo cuando se percató de que el perro había desaparecido. Presa del pánico, se preguntó si habría resultado herido sin que él se diera cuenta. Retrocedió, escudriñando la carretera y las cunetas, pero no había rastro del animal. Intentó recordar dónde lo había visto por última vez. Horas atrás, seguramente, cuando habían compartido un sándwich sentados en un banco. ¿O acaso el día anterior? No podía creer que incluso algo tan sencillo le hubiera salido mal. Pidió por señas a los conductores que se detuvieran, para preguntarles si habían visto un perrito de pelo corto, pero ellos no aminoraban, como si lo creyeran peligroso. Al verlo, una niña se aferró a su sillita y rompió a llorar. No le quedaba más remedio que desandar sus pasos en dirección a Hexham.

Encontró al perro sentado en una marquesina de autobús, a los pies de una chica con uniforme escolar. Tenía un pelo largo y oscuro, casi del mismo color otoñal que el animal, y expresión amable. Al inclinarse para darle una palmadita en la cabeza, recogió algo que había junto a su zapato y se lo metió en el bolsillo.

«No tires esa piedra», estuvo a punto de advertirle Harold. El autobús que esperaba la joven se detuvo junto a la marquesina y ella subió, seguida por el perro, que parecía saber exactamente adónde se dirigía. Harold vio alejarse el vehículo, con la chica y su compañero de fatigas sin mirar atrás, sin despedirse.

Se dijo que el chucho había tomado su propia decisión. De la misma forma que había elegido acompañarlo durante un tiempo, ahora había elegido seguir a aquella muchacha. Así era la vida. Pero, al perder a su último compañero, Harold sintió que le arrancaban otra capa de piel. Temía lo que vendría después. No podría aguantar mucho más.

Las horas se convirtieron en días, y él no acertaba a distinguir unos de otros. Empezó a cometer errores. Echaba a andar con las primeras luces del alba sintiéndose obligado a caminar hacia el sol naciente, por más que no fuera ésa la dirección para llegar a Berwick. Se enfadaba con la brújula cuando señalaba al sur, convencido de que se había estropeado, o, peor aún, que le mentía de forma deliberada. A veces avanzaba quince kilómetros hasta descubrir que había estado caminando en círculo y le faltaba poco para llegar al punto de partida. Se desviaba para seguir un grito o una silueta que nunca conducían a nada. Vio a una mujer pidiendo auxilio en la cima de una colina, pero tras escalar durante una hora comprobó que no era más que un tronco seco. A menudo perdía el equilibrio y tropezaba. Cuando las gafas se le rompieron por segunda vez, las desechó.

Privado de reposo y esperanza, empezaron a escapársele otras cosas. No lograba recordar el rostro de su hijo. Acertaba a ver sus ojos oscuros y su mirada penetrante, pero, si trataba de evocar el flequillo que caía sobre éstos, lo único que acertaba a ver eran los rizos prietos de Queenie. Era como armar un puzle sin tener todas las piezas. ¿Cómo podía ser su mente tan cruel? Harold perdió toda noción del tiempo, de si había comido o no. No es que se le olvidara, sino que dejó de importarle. Ya no sentía el menor interés por el paisaje, ni por las diferencias entre los elementos que lo conformaban, ni por los nombres de éstos. Un árbol no era sino otro objeto más de los que jalonaban su camino. Y, a ratos, las únicas palabras que oía en su mente eran las que le preguntaban por qué seguía andando si de nada servía. Un cuervo solitario sobrevoló la carretera, haciendo restallar las negras alas en el aire como un látigo. Al verlo, Harold sintió un pánico atroz y echó a correr en busca de refugio.

La tierra era tan inmensa, y él tan pequeño, que cuando volvía la vista atrás para calcular la distancia recorrida, tenía la sensación de no haber avanzado nada. Era como si, a cada paso, sus pies volvieran a pisar el mismo punto de partida. Miraba las cumbres que se alzaban sobre el horizonte, la hierba ondulante, las peñas rocosas; las casas grises arracimadas entre éstas parecían tan pequeñas, tan provisionales, que se le antojaba un milagro que siguieran en pie. «Nuestras vidas penden de un hilo», pensó, sintiendo toda la desesperación que ello suponía.

Harold avanzaba bajo el sol abrasador, el azote de la lluvia y el azulado frío de la luna, pero había perdido la cuenta de los kilómetros recorridos. Se sentaba bajo el gélido cielo nocturno, palpitante de estrellas, y veía cómo las manos se le amorataban. Sabía que debía levantarlas, llevárselas a la boca y calentarlas soplando, pero la sola idea de flexionar unos músculos y luego otros suponía demasiado esfuerzo. No recordaba qué músculos permitían mover sus distintas extremidades. Tampoco de qué le serviría hacerlo. Era más fácil quedarse quieto, absorto en la contemplación de la noche y la nada circundante. Era más fácil rendirse que seguir.

Una noche, tarde, llamó a Maureen desde una cabina. Lo hizo a cobro revertido, como de costumbre, y al oír la voz de su mujer dijo:

—No puedo hacerlo. No puedo acabar. —Ella guardó silencio. Harold se preguntó si seguiría echándolo de menos o habría cambiado de parecer. O si la habría despertado—. No puedo hacerlo, Maureen —repitió.

Ella tragó saliva.

—¿Dónde estás, Harold?

Miró fuera. Los coches pasaban a gran velocidad. Había luces, y gente que se apresuraba a volver a casa. Una valla publicitaria anunciaba un programa televisivo que se estrenaría en otoño y mostraba una gigantesca y sonriente agente de policía. Más allá, quedaba la oscuridad que se extendía entre él y el lugar al que se dirigía.

—No lo sé.

—¿Sabes de dónde venías?

—No.

—¿El nombre de alguna población?

—No lo sé. Creo que dejé de fijarme hace tiempo.

—Entiendo —repuso ella, y dio la impresión de que entendía muchas otras cosas.

Harold tragó saliva.

—Esté donde esté, es cerca de la sierra de Cheviot. Puede que haya visto un letrero. Pero también puede que fuera hace días. Desde luego, vi colinas. Y aulagas. Y un montón de helechos. —La oyó tomar aire bruscamente un par de veces. Imaginó su cara, cómo abría y cerraba la boca mientras reflexionaba—. Quiero volver a casa, Maureen. Tenías razón. No puedo hacerlo. No quiero hacerlo.

—Harold, trataré de averiguar dónde estás y qué hacer —dijo por fin ella, despacio y en tono cauteloso, como si tratara de refrenar las palabras—. Necesito media hora, ¿puedes? —Harold apoyó la frente contra el cristal, paladeando el sonido de su voz—. ¿Puedes volver a llamarme? —Él asintió, olvidándose de que ella no podía verlo—. ¿Harold? —insistió Maureen, como si necesitara recordarle quién era—. Harold, ¿sigues ahí?

—Sí, te escucho.

—Dame media hora. Sólo eso.

Harold intentó recorrer las calles de la población para que el tiempo pasara más deprisa. La gente hacía cola ante un puesto de pescado y patatas fritas; vio a un hombre vomitando junto a una alcantarilla. Cuanto más se alejaba de la cabina, más miedo tenía, como si una parte de él se hubiese quedado allí, esperando a Maureen. Los montes se recortaban sobre el cielo nocturno igual que gigantes amenazadores. Una pandilla de adolescentes invadió la calzada, gritando a los coches y arrojándoles latas de cerveza. Harold se ocultó entre las sombras para que no lo vieran. Iba a volver a casa, y aunque no sabía cómo le diría a la gente que no había cumplido su promesa, le daba igual. Necesitaba poner fin a aquella locura. Si le escribía otra carta, Queenie lo entendería.

Telefoneó de nuevo a cobro revertido.

—Soy yo otra vez. —Maureen no contestó, sino que se limitó a tragar saliva, por lo que él se sintió obligado a añadir—: Soy Harold.

—Sí.

—¿Quieres que llame más tarde?

—No. —Hizo una pausa y luego añadió despacio—: Rex está aquí. Hemos consultado el mapa y hecho unas llamadas. Él ha buscado en su ordenador. Hemos sacado tu Guía ilustrada de las carreteras de Gran Bretaña. —Seguía hablando de un modo extraño. Sus palabras apenas le llegaban a Harold, como si su mujer tratara de recuperar el aliento tras una carrera. Hubo de pegar más el auricular a la oreja para entender lo que decía.

—Saluda a Rex de mi parte.

Maureen respondió con una risita nerviosa.

—Él también te manda saludos. —Se oyeron más sonidos extraños y guturales; como hipos, pero más sutiles. Luego, Maureen añadió—: Rex cree que debes de estar en Wooler.

—¿Wooler?

—¿Te cuadra?

—No lo sé. Hay muchas cosas que han dejado de cuadrarme.

—Pensamos que te has equivocado de dirección. —Harold estaba a punto de decir que le había ocurrido muchas veces, pero le suponía demasiado esfuerzo—. Hay un hotel, El Cisne Negro. Creo que debe de ser agradable, y Rex también. Te he reservado una habitación, Harold. Están esperándote.

—Pero no llevo dinero encima. Y debo de tener un aspecto horrible.

—He pagado ya, con la tarjeta. Y tu aspecto da igual.

—¿Cuándo vendrás? ¿Te acompañará Rex? —quiso saber, haciendo una pausa al final de cada pregunta, pero Maureen permaneció en silencio. Harold se preguntó incluso si no habría dejado el auricular sobre la mesa—. ¿Vas a venir? —insistió, notando un súbito calor, preludio del pánico.

Maureen seguía al otro lado de la línea. La oyó sorber entre dientes una bocanada de aire, como si se hubiese quemado la mano. De pronto, rompió a hablar de un modo tan acelerado y alto, que él se vio obligado a apartar un poco el auricular:

—Queenie sigue viva, Harold. Le pediste que te esperara y ya ves, está esperándote. Rex y yo hemos consultado la previsión meteorológica y lucirá el sol en todo el Reino Unido. Por la mañana te sentirás mejor.

—Maureen… —Ella era su última oportunidad—. No puedo hacerlo. Estaba equivocado.

Ella no lo escuchó, o si lo hizo se negó a admitir la gravedad de lo que decía. Harold siguió oyéndola en un tono cada vez más agudo:

—Tú sigue caminando. Sólo te quedan veinticinco kilómetros para Berwick. Puedes conseguirlo, Harold. No te apartes de la B6525.

Él no sabía cómo expresar lo que sentía, así que colgó.

Siguiendo las indicaciones de su esposa, Harold se registró en el hotel. Fue incapaz de mirar a la cara al recepcionista, ni al joven portero que insistió en conducirlo hasta su habitación y abrir la puerta por él. El chico descorrió las cortinas, le enseñó cómo regular el aire acondicionado y le indicó dónde estaba el cuarto de baño, así como el minibar y el galán de noche. Harold asentía pero no veía nada. El ambiente era frío e inhóspito.

—¿Desea que le traiga algo de beber, señor? —preguntó el portero.

No podía explicarle su difícil relación con el alcohol, así que se limitó a volverle la espalda. Cuando el portero se hubo marchado, se tumbó vestido en la cama, obsesionado con que no quería seguir adelante. Durmió brevemente y despertó con un sobresalto, acordándose de la brújula del compañero de Martina. Hurgó en el bolsillo del pantalón, lo volvió del revés y repitió la operación con el otro bolsillo. No estaba. Tampoco la había dejado sobre la cama, ni en el suelo. Ni siquiera en el ascensor. Entonces, tenía que haberla olvidado en la cabina.

El portero descorrió el cerrojo de la entrada y prometió esperarlo. Harold corrió tan deprisa que al respirar el aire se le clavaba como un puñal en el pecho. Abrió bruscamente la puerta de la cabina, pero la brújula había desaparecido.

Tal vez fuera por la impresión de hallarse de nuevo entre cuatro paredes, acostado entre sábanas limpias y almohadas mullidas, pero aquella noche rompió a llorar. No podía creer que hubiese perdido la brújula de Martina. Trató de convencerse de que sólo era un objeto y de que ella lo entendería. Pero echaba de menos aquel peso en el bolsillo; su ausencia, tan palpable, equivalía a una presencia. Temía que, al perderla, se hubiese quedado también sin una parte esencial de sí mismo que le brindaba serenidad. Incluso cuando sucumbió brevemente a algo parecido a la inconsciencia, su mente se pobló de imágenes. Vio al hombre de Bath travestido y con un ojo a la funerala. Vio al oncólogo leyendo la carta de Queenie y a la admiradora de Jane Austen hablando sola. También estaba la madre ciclista con cicatrices en los antebrazos: ¿cómo podía alguien hacerse algo así? Se abrazó a la almohada y soñó con el caballero del pelo plateado que se disponía a visitar al chico de las zapatillas. Vio a Martina esperando a un hombre que jamás regresaría. ¿Y qué había de la camarera que nunca abandonaría South Brent? ¿Y de Wilf? ¿Y de Kate? Cuánta gente buscando la felicidad… Despertó llorando y siguió llorando todo el día, mientras caminaba.

Maureen recibió una postal de la sierra de Cheviot, sin sello, con el siguiente mensaje: «Buen tiempo. Besos. H.» Al día siguiente llegó otra postal, de la muralla de Adriano, pero esta vez sin mensaje.

Las postales siguieron llegando a diario. A veces incluso varias al día. Los mensajes eran muy escuetos: «Lluvia. Estoy mal. Sigo adelante. Te echo de menos». En una ocasión dibujó una colina. En otra, una uve doble serpenteante que quizá representara un pájaro. A menudo enviaba las postales en blanco. Maureen pidió al cartero que estuviera atento a cuando llegaran a la oficina de clasificación de correo y le aseguró que pagaría cualquier coste adicional. Aquellos mensajes, decía, eran más preciosos que cartas de amor.

Harold no volvió a telefonear. Ella se sentaba a esperar su llamada todas las noches, en vano. Le reconcomía haberlo abandonado a su suerte cuando más la necesitaba. Le había reservado la habitación de hotel y había hablado con él entre lágrimas. Pero Rex y ella le habían dado muchas vueltas; si Harold desistía estando tan cerca de la meta, lo lamentaría el resto de su vida.

Julio trajo consigo vientos y precipitaciones copiosas. Las cañas de bambú se inclinaban hacia el suelo, ebrias de lluvia, y los tallos de las judías verdes daban palos de ciego, buscando en vano su amparo. Las postales de Harold siguieron llegando, pero ya no señalaban un avance constante hacia el norte. Le envió una desde Kelso, que según los cálculos de Maureen quedaba treinta y siete kilómetros al oeste del punto en que debería estar. Otra desde Eccles, y también desde Coldstream… de nuevo, demasiado lejos de Berwick. No pasaba una hora sin que sintiera el impulso de llamar a la policía, pero no bien levantaba el auricular se daba cuenta de que no tenía derecho a detener a Harold ahora que estaba a punto de culminar su peripecia.

Rara vez dormía toda la noche de un tirón. Cediendo a la inconsciencia, temía renunciar al único punto de contacto que le quedaba con su esposo, y que eso la llevara a perderlo definitivamente. Se sentaba en una silla fuera, bajo las estrellas, y pasaba la noche velando al hombre que, en algún lugar muy lejos de allí, se cobijaba bajo el mismo cielo. De vez en cuando, Rex le llevaba té al alba y una manta de viaje que guardaba en su coche. Juntos veían cómo la noche se despojaba de las tinieblas y juntos daban la bienvenida a la perlada luz del amanecer sin decir palabra e inmóviles.

Por encima de todo, Maureen quería que Harold volviera.