24
Harold y Rich

Algo ocurrió tras separarse de Maureen. Fue como si hubiese cerrado la puerta a una parte de sí mismo que no sabía si prefería dejar abierta. Harold ya no disfrutaba imaginando la efusiva bienvenida de las enfermeras y los pacientes de la residencia. Tampoco acertaba a visualizar el final de su viaje. Avanzaban a duras penas, y las discusiones los lastraban a tal punto que el grupo tardó casi una semana en recorrer la distancia entre Darlington y Newcastle. Harold le dejó su bastón de madera de sauce a Wilf y jamás lo recuperó.

Maureen le había confesado que lo echaba de menos. Que lo quería en casa. Y él no acertaba a pensar en otra cosa. Buscaba excusas para pedir prestado un móvil y llamarla en cuanto tenía ocasión.

—Estoy bien —le aseguraba ella—. De verdad. —Luego le hablaba de alguna carta conmovedora o algún pequeño obsequio llegado por correo; o le contaba cómo crecían sus judías verdes—. Pero ya estarás harto de oír hablar de mí —añadía al cabo. No era cierto. Eso era justo lo que deseaba Harold fervientemente.

—¿Al teléfono otra vez? —inquiría Rich sonriendo, pero sin asomo de empatía.

Rich acusaba a Wilf de haber vuelto a robar, y Harold temía que estuviera en lo cierto. Le costaba seguir defendiendo al chico cuando sabía que era tan poco de fiar como David. Wilf ni siquiera se molestaba en esconder las botellas vacías. Despertarlo costaba Dios y ayuda, y en cuanto se levantaba empezaban las quejas. En un intento por protegerlo, Harold explicó al grupo que una vieja lesión en la rodilla derecha volvía a dolerle y propuso descansos más largos. Incluso sugirió que quienes quisieran se le adelantaran, pero sólo obtuvo una negativa unánime. Era el alma del viaje. No podían seguir sin él.

Empezó a sentirse aliviado cuando llegaban a zonas habitadas, ya que entonces Wilf parecía revivir. Y al ver a otras personas, al detenerse ante los escaparates de los comercios pensando en cuanto no necesitaba, Harold dejaba de dar vueltas a sus propias dudas acerca del rumbo tomado por el viaje. No sabía cómo había creado algo que había crecido tanto y escapado a su control.

—Un tipo me ha ofrecido una pasta gansa a cambio de mi historia —le anunció Wilf, corriendo para darle alcance. Volvía a estar muy nervioso y olía a whisky—. Le he dicho que no, señor Fry. Que seguiré a su lado.

Los peregrinos montaban el campamento, pero Harold ya no los acompañaba cuando cocinaban o planeaban la ruta del día siguiente. Rich había empezado a cazar conejos y pájaros, a los que desollaba o desplumaba y luego asaba en la hoguera. La visión de aquellos pobres animales, despellejados y ensartados en un palo, conmovía a Harold. Además, desde hacía un tiempo, algo salvaje y voraz en la mirada de Rich le recordaba a Napier y también a su padre, y lo alarmaba. La camiseta de peregrino de Rich se veía manchada de sangre, y le había dado por colgarse al cuello una sarta de dientes de pequeños roedores que a Harold le quitaba el apetito.

Cansado y cada vez más abrumado, deambulaba por las inmediaciones del campamento al anochecer, mientras los grillos cantaban, bajo un cielo cuajado de estrellas. Aquél era el único momento de la jornada en que se sentía libre y conectado con lo que lo rodeaba. Pensaba en Maureen y Queenie. Recordaba el pasado. Las horas transcurrían sin que se diera cuenta, y tan pronto le parecía que habían pasado días como apenas un instante. Cuando volvía al grupo, algunos ya dormían, otros cantaban alrededor de la hoguera, y entonces experimentaba un escalofrío de pánico. ¿Qué hacía él en medio de toda aquella gente?

Estando Harold ausente, Rich convocó una reunión secreta. Según explicó, tenía motivos para estar muy preocupado. No resultaba fácil decirlo, pero alguien debía hacerlo. Queenie no resistiría mucho más tiempo, por lo que sugirió que un grupo de reconocimiento, que él mismo lideraría, tomara una ruta alternativa a campo traviesa.

—Sé que es un golpe duro para todos, porque queremos a Harold. Ha sido como un padre para mí. Pero está quedándose atrás. Le duele la pierna. Se pasa la mitad de la noche deambulando por ahí. Y ahora le ha dado por ayunar. No es el mismo…

—No le ha dado por ayunar —objetó Kate—. Según lo cuentas, parece que se trate de algo místico. Sencillamente no tiene hambre.

—Sea como sea, no está en condiciones de acabar el viaje. Hay que llamar a las cosas por su nombre. Tenemos que pensar cómo ayudarlo.

Kate succionaba algo verde y fibroso que retenía entre los dientes.

—Eso son memeces —zanjó.

Wilf soltó una carcajada nerviosa y no volvió a hablarse del tema, pero Rich permaneció muy callado el resto de la velada, algo apartado de los demás, pelando una ramita, ahusándola y sacándole una afiladísima punta con su navaja.

Un griterío despertó a Harold a la mañana siguiente. La navaja de Rich había desaparecido. Tras una búsqueda exhaustiva en el campamento y los alrededores, quedó claro que Wilf se la había llevado. Y como constató Harold, también el pisapapeles con lluvia de purpurina para Queenie.

El hombre gorila informó que, al parecer, el peregrino Wilf había abierto una página en Facebook que ya contaba con más de mil seguidores. En ella contaba anécdotas personales del viaje y de la gente a quien había salvado. También había prometido a sus fans que podrían leer nuevos relatos en los diarios del fin de semana.

—Te dije que no era trigo limpio —rezongó Rich, sentado al otro lado de la hoguera y con los ojos clavados en Harold.

La desaparición del chico hizo mella en él. Caminaba al margen del grupo y escudriñaba las sombras en busca de alguna señal. En los pueblos, los ojos se le iban hacia los pubs y las pandillas de jóvenes, entre los que buscaba el rostro descarnado y enfermizo de Wilf, o aguzaba el oído a la espera de aquella irritante y estridente risa suya. Se recriminaba haberle fallado, y haber sido así toda su vida. Otra vez le costaba conciliar el sueño y algunas noches no pegaba ojo.

—Pareces cansado —le dijo Kate.

Se habían alejado un poco del grupo y estaban sentados en un túnel de ladrillo, junto a un arroyo de agua estancada que, más que líquida, parecía un manto de terciopelo verde. Un poco más allá, a lo largo de la orilla, había menta acuática y berros, pero a Harold ya no le interesaba recogerlos.

—Me siento muy lejos de donde empecé. Y también muy lejos del lugar al que me dirijo. —Pareció estremecerse—. ¿Por qué crees que se marchó Wilf?

—Se cansó. No creo que sea malo, ni mucho menos. Es joven. Y peculiar.

Harold sintió que por fin alguien le hablaba sin cortapisas, como al inicio del viaje, cuando nadie tenía expectativas, ni siquiera él. Le confesó a Kate que Wilf le recordaba a su hijo, y que haber traicionado a David le pesaba sobre la conciencia últimamente, más incluso que haber traicionado a Queenie.

—Cuando mi hijo era pequeño, nos dimos cuenta de que era muy inteligente. Pasaba las horas encerrado en su habitación haciendo los deberes. Si no sacaba las mejores notas, lloraba. Pero luego fue como si esa inteligencia se volviera en su contra. Era demasiado listo. Demasiado solitario. Ingresó en Cambridge y empezó a beber. Yo había sido una nulidad de alumno, y me maravillaba su inteligencia. Lo único que se me daba bien era el fracaso.

Kate rio y la papada se le plegó y desplegó sobre el cuello, como un fuelle de acordeón. Pese a sus modales bruscos, Harold había empezado a hallar consuelo en su fornida corpulencia.

—No se lo he contado a los demás —comentó ella—, pero mi anillo de boda también desapareció hace unas noches.

Harold suspiró. Sabía que había confiado en Wilf pese a que no lo merecía porque en el fondo confiaba en que existiera una bondad innata en toda persona, y esperaba que aquella experiencia le sirviera como piedra de toque.

—Lo del anillo me da igual. Mi marido y yo acabamos de divorciarnos. No sé por qué seguía llevándolo. —Flexionó los dedos regordetes—. Puede que Wilf me haya hecho un favor.

—¿Debí haber hecho algo más, Kate?

—No puedes salvar a todo el mundo —repuso ella sonriendo. Hizo una pausa y luego preguntó—: ¿Sigues viendo a tu hijo?

—No —admitió él, con dolor.

—Lo echarás de menos, ¿no?

Nadie le había preguntado por David desde Martina. Se notó la boca seca y el corazón acelerado. Hubiese querido explicarle lo que se siente al encontrar a tu hijo tirado en un charco de vómito, llevarlo hasta la cama, limpiarlo y al día siguiente fingir que no has visto nada. Hubiese querido explicarle qué se siente cuando eres un niño y encuentras al hombre adulto que es tu padre en las mismas circunstancias. Hubiese querido preguntar: «¿Qué explicación puede haber? ¿Acaso soy yo? ¿Soy yo el nexo de unión entre ambos?». Pero no lo hizo; no quería cargarla con semejante peso. Asintió y dijo que sí, que echaba de menos a David.

Con las manos cerradas en torno a las rodillas, se vio de adolescente, acostado en su habitación, atento al silencio que ya no albergaba a su madre. Recordó haber oído comentar que Queenie se había marchado y haberse desplomado en su silla porque no se había despedido de él. Vio a Maureen, pálida de odio, cerrando de un portazo la habitación de invitados. Revivió la última vez que visitó a su padre.

—Lo siento mucho —había dicho la celadora, cogiendo a Harold por la manga de la chaqueta y poco menos que sacándolo de allí a la fuerza—. Su padre está muy alterado. Será mejor que vuelva otro día.

Harold había mirado atrás mientras se alejaba apresuradamente: la última imagen que conservaba era la de un hombre menudo arrojando cucharas al aire y gritando que no tenía ningún hijo.

¿Cómo iba a contar aquello? Era la historia de toda una vida. Podía intentar dar con las palabras adecuadas, pero nunca significarían para ella lo mismo que para él. Si decía «mi casa», por ejemplo, la imagen que acudiría a la mente de Kate sería la de su propio hogar. No había modo de expresarlo.

Ambos permanecieron un rato más en silencio. Él oía el murmullo de las hojas de un sauce movidas por el viento y contemplaba el juego de luces y sombras que formaban al mecerse. Las inflorescencias de la adelfilla y la onagra vespertina relucían en la oscuridad. Desde el campamento llegaban risas y gritos. Rich había propuesto que jugaran a una versión nocturna del «corre que te pillo».

—Se hace tarde —dijo Kate al fin—. Necesitas dormir.

Regresaron con los demás, pero el sueño no llegó. Harold no podía dejar de pensar en su madre, de intentar capturar un recuerdo suyo que lo consolara. Se acordó del frío en la casa de su niñez, del olor a whisky que impregnaba incluso su uniforme escolar, del abrigo que le regaló su padre al cumplir los dieciséis años. Por primera vez, se permitió a sí mismo sentir el dolor de ser un niño no deseado por ninguno de sus progenitores. Vagó durante horas en la oscuridad, bajo un cielo repleto de estrellas titilantes. En su mente se sucedían imágenes de Joan humedeciéndose el dedo para pasar la página de una revista de viajes, o alzando los ojos exasperada mientras su padre cogía la botella con mano temblorosa, pero por más que lo intentara no lograba evocar la imagen de su madre besándolo en la cabeza, o por lo menos diciéndole que todo saldría bien.

¿Se habría preguntado alguna vez dónde estaba su hijo, cómo le irían las cosas?

En cierta ocasión había visto el rostro materno reflejado en un espejo de bolso mientras ella se pintaba los labios. Lo hacía con tanta delicadeza que Harold había tenido la sensación de que intentaba inmovilizar algo bajo el color. Sintió una gran emoción al recordar cómo se habían cruzado sus miradas. Ella había interrumpido el gesto y su boca había quedado incompleta, mitad Joan y mitad madre. Con el corazón tan desbocado que la voz le temblaba, Harold había hecho acopio de valor para preguntarle:

—Por favor, dime la verdad: ¿soy feo?

Su madre había soltado una carcajada. El hoyuelo de la mejilla se le había acentuado tanto que Harold se había imaginado hundiendo un dedo en él.

Su intención no era hacerla reír. Lo había dicho muy en serio. Pero, en ausencia de toda demostración de afecto, su risa había sido lo más parecido. Se arrepintió de haber hecho trizas su única carta. «Qerido hijo» era mejor que nada. Como también lo habría sido abrazar a David y prometerle que las cosas mejorarían. Todo lo que no tenía vuelta atrás lo angustiaba profundamente.

Poco antes del alba, cuando volvió a meterse en su saco encontró un pequeño atado con un trozo de pan, una manzana y agua embotellada. Se enjugó los ojos y comió, pero no logró conciliar el sueño.

A medida que el contorno de Newcastle empezaba a dominar el horizonte, las tensiones volvieron a aflorar en el grupo. Kate era partidaria de ni siquiera entrar en la ciudad. Alguien tenía juanetes y necesitaba un médico, o por lo menos un botiquín de primeros auxilios. Eran tantas las reflexiones que hacía Rich sobre la naturaleza del peregrinaje moderno que el hombre gorila necesitaba comprarse un cuaderno nuevo. Y, para desconcierto de todos, Harold pidió al grupo que se desviaran a fin de pasar por Hexham. Se sacó del bolsillo de la cazadora la tarjeta de visita del hombre al que había conocido en el hotel donde pasó su primera noche. Estaba arrugada y con los bordes gastados. Aunque los primeros días de la caminata habían estado a punto de doblegarlo, los recordaba con nostalgia, pues poseían una candidez que temía acabar perdiendo, si es que no la había perdido ya.

—No puedo obligaros a venir conmigo, claro está —puntualizó—, pero me mantendré fiel a mi promesa.

Rich convocó una segunda reunión secreta.

—No puedo creer que sea yo el único que tiene el valor de decirlo. Los árboles no os dejan ver el bosque. Harold se nos viene abajo. No podemos ir a Hexham, eso nos obligaría a desviarnos más de treinta kilómetros.

—Harold hizo una promesa —afirmó Kate—, del mismo modo como nos la hizo a nosotros. Es demasiado educado para no cumplirla. Es algo típicamente inglés, y muy entrañable.

—Por si lo has olvidado, Queenie está muriéndose —soltó Rich, encolerizado—. Voto por separarnos y que un grupo vaya directamente a Berwick. Él mismo lo ha sugerido en alguna ocasión. Podríamos estar allí en una semana.

Nadie expresó su opinión a las claras, pero al día siguiente Kate descubrió que había habido una intensa campaña nocturna. Las conversaciones a media voz en las tiendas y en torno a los últimos rescoldos de la hoguera habían confirmado las suposiciones de Rich: todos querían a Harold, pero había llegado el momento de seguir adelante por cuenta propia. Lo buscaron pero no lograron dar con él. Así pues, recogieron el campamento y se pusieron en camino. El lugar quedó tan desierto que, de no ser por las ascuas humeantes, Kate hubiese acabado pensando que todo había sido un espejismo.

Encontró a Harold sentado a la orilla de un río, tirando piedras para diversión del perro. Tenía la espalda encorvada, como si un enorme peso le impidiera incorporarse. De pronto, a Kate le pareció muy envejecido. Le contó que Rich había persuadido al hombre gorila para adelantarse, y que habían arrastrado consigo a sus admiradores y a la tribu de periodistas.

—Convocó una reunión y dijo que necesitabas un descanso. Hasta les arrancó unas lágrimas. No pude evitarlo. Pero no se dejarán engañar mucho tiempo.

—No me importa. A decir verdad, empezaba a agobiarme.

Harold contempló las golondrinas que volaban a ras de agua, girando sobre sí en pleno vuelo.

—¿Qué harás ahora, Harold? ¿Volverás a casa?

Él negó con la cabeza, pesaroso.

—Me desviaré hasta Hexham, y de allí subiré hacia Berwick. No tardaré en ponerme en marcha. ¿Y tú?

—Regreso a casa. Mi ex se ha puesto en contacto conmigo. Quiere que lo intentemos de nuevo.

—Eso está bien —dijo Harold, cuyos ojos se humedecieron a la luz matutina.

Alargó la mano y estrechó la de Kate, que se preguntó si él estaría pensando en su propia esposa. Llegados a ese punto, ni sus brazos ni los de Harold desaprovecharon la ocasión de rodear el cuerpo del otro. Kate no sabía si era ella la que lo abrazaba, o viceversa. Harold era todo pellejo y huesos bajo la camiseta de peregrino. Permanecieron unidos en aquel extraño medio abrazo, trastabillando un poco, hasta que ella se apartó y se enjugó las mejillas.

—Haz el favor de cuidarte. Sé que eres un buen hombre, y por eso caes bien a la gente, pero pareces cansado. Tienes que cuidarte, Harold.

Vio alejarse a Kate, que se volvió varias veces para despedirse agitando la mano mientras él seguía en el mismo sitio. Llevaba demasiado tiempo caminando con otras personas, escuchando sus historias y siguiendo sus rutas. Sería un alivio volver a escucharse sólo a sí mismo. Aun así, a medida que la figura de Kate iba volviéndose cada vez más pequeña, sintió el dolor de su pérdida, como si algo hubiese muerto en su interior. Cuando Kate llegó a un claro entre los árboles y Harold estaba a punto de dar media vuelta, de pronto ella se detuvo, como si no supiera qué dirección tomar o como si hubiese olvidado algo. Entonces volvió sobre sus pasos deprisa, casi a la carrera, y Harold sintió un escalofrío de emoción porque, de entre todos ellos, incluido Wilf, era la única a quien había acabado queriendo. Pero luego se detuvo de nuevo, y pareció negar con la cabeza. Harold sabía que, por su bien, debía permanecer inmóvil viéndola partir, una constante en la distancia, hasta que lo hubiese dejado definitivamente atrás.

La animó a seguir adelante moviendo las manos, como si las sacudiera en el aire. Ella asintió, reanudó su marcha y acabó internándose en el bosque.

Él permaneció allí largo rato, por si ella reaparecía, pero la brisa se había detenido y no la trajo de vuelta.

Se quitó la camiseta de peregrino y sacó de la mochila la camisa y la corbata. Estaban arrugadas y desgastadas, pero en cuanto se las puso sintió que volvía a ser él mismo. Pensó en llevarle la camiseta a Queenie como un recuerdo más del viaje, pero luego no le pareció adecuado conservar lo que había sido motivo de tantos disgustos, así que la tiró a una papelera. Descubrió que estaba más cansado de lo que creía. Tardó otros tres días en llegar a Hexham.

Tras llamar al timbre del piso del hombre de negocios, estuvo esperándolo toda la tarde, pero no hubo ni rastro de él. Por fin, una vecina salió a explicarle que el hombre estaba de vacaciones en Ibiza.

—Siempre está de vacaciones —añadió. Y le ofreció un té, o un poco de agua para el perro, pero él rechazó amablemente ambas cosas.

Una semana después de la escisión, se supo que los peregrinos habían llegado a Berwick-upon-Tweed. Los periódicos publicaron fotos de Rich Lion caminando de la mano con sus dos hijos a lo largo del muelle, y de un hombre disfrazado de gorila frotándose cariñosamente la mejilla con la de Miss Devon del Sur. Una banda de música les dio la bienvenida, actuó un grupo de animadoras local y estaba prevista una cena con las fuerzas vivas de la ciudad. Algunos suplementos dominicales afirmaban tener la primicia de los diarios de Rich. Se rumoreaba que iba a rodarse una película.

La llegada de los peregrinos también apareció en los informativos televisivos. En el programa Spotlight de la BBC, Maureen y Rex vieron imágenes de Rich Lion y otros peregrinos llevando flores a la residencia y una enorme cesta repleta de magdalenas, aunque no fue posible entregárselas a Queenie. La reportera añadió que, por desgracia, nadie en la residencia había querido hacer declaraciones. Apostada micrófono en mano junto al camino de entrada al edificio, a su espalda se veía un jardín bien cuidado, con hortensias azules, y a un hombre ataviado con mono que rastrillaba la hierba cortada.

—Esa gente ni siquiera conocía a Queenie —protestó Maureen—. Me sacan de quicio. ¿Por qué no podían esperar a Harold?

Rex bebió un sorbo de su tentempié de malta y cacao.

—Me imagino que estaban impacientes por llegar.

—Pero no se trataba de una carrera. Lo importante era el viaje. Y ese tal Rick no se echó a la carretera por Queenie, sino para demostrar que era un héroe y recuperar a sus hijos.

—Supongo que lo suyo, al fin y al cabo, también ha sido un viaje —repuso Rex—, sólo que distinto al de Harold. —Volvió a dejar la taza sobre el posavasos para no manchar la mesa.

La reportera hizo una breve referencia a Harold Fry, al que se vio fugazmente, rehuyendo la cámara. Parecía una sombra de sí mismo: sucio, demacrado, temeroso. En una entrevista exclusiva, Rich Lion explicó desde el muelle que el anciano peregrino de Devon había sucumbido a la fatiga y a complejos problemas emocionales que lo habían obligado a abandonar al sur de Newcastle.

«Pero Queenie sigue viva, eso es lo que importa. Por suerte, yo y los chicos estábamos ahí, listos para tomar el relevo», dijo.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Maureen, soltando una carcajada sarcástica—. Ese hombre ni siquiera sabe hablar con propiedad.

Rich alzó los brazos y entrelazó los dedos de ambas manos en un gesto victorioso.

«Sé que Harold se sentiría conmovido por vuestro apoyo», dijo, y la multitud de seguidores congregados a su alrededor lo ovacionó.

El reportaje concluía con un plano de las piedras rosáceas del muro del muelle, donde varios operarios municipales estaban desmontando las pancartas de bienvenida. Uno de los operarios iba sacando las secciones desde un extremo y otro desde el opuesto, de modo que recogieron las primeras letras para introducirlas en una furgoneta, y entonces se leyó wee da la bienvenida a har. Maureen apagó la tele con gesto brusco y se puso a dar vueltas por la sala.

—Están ninguneándolo. Se avergüenzan de haber confiado en él, así que ahora quieren hacerlo quedar como un tonto. Es indignante. ¡Y pensar que Harold ni siquiera pidió que se unieran a él!

Rex frunció los labios con gesto pensativo.

—Por lo menos ahora lo dejarán en paz. Ya sólo quedan la carretera y él.

Maureen dirigió la vista al techo. No podía hablar.