Maureen ya no podía soportarlo. Le había contado a Rex que, desoyendo los consejos de David, iba a salir en busca de Harold. Había hablado por teléfono con su marido, que confiaba en que los peregrinos llegaran a Darlington al día siguiente por la tarde. Maureen sabía que era muy tarde para reparar las heridas del pasado, pero haría un último intento por persuadirlo de que volviera a casa.
En cuanto amaneció, cogió las llaves del coche de la mesita del recibidor y metió en el bolso un pintalabios rojo coral. Mientras echaba la llave, le sorprendió oír a Rex llamándola. Lucía un gorro playero y gafas de sol, y asía una gruesa guía de carreteras de las Islas Británicas.
—He pensado que necesitarías un copiloto. Según la guía, deberíamos llegar esta misma tarde.
Los kilómetros se sucedían a toda velocidad, pero Maureen apenas se daba cuenta. Decía cosas a sabiendas de que ninguna tenía la menor trascendencia, como si sus palabras no fueran más que la punta visible de un inmenso iceberg de sentimientos. ¿Y si Harold no quería verla? ¿Y si los otros peregrinos también estaban presentes?
—Supongamos que te equivocas, Rex —aventuró—. Supongamos que resulta que sí está enamorado de Queenie… ¿Quizá debería escribirle primero? ¿Qué opinas? Tengo la sensación de que me expresaría mejor por escrito.
Al no obtener respuesta, se volvió hacia Rex y le pareció que estaba pálido.
—¿Te encuentras bien?
Rex asintió con gesto rígido, como si temiera moverse.
—Acabas de adelantar a tres camiones articulados y un autocar —dijo—. En una carretera de doble sentido. —Luego añadió que ya se le pasaría, si se quedaba muy quieto y miraba por la ventanilla.
Resultó fácil encontrar a Harold y los peregrinos. Alguien había organizado una sesión fotográfica para la oficina de turismo en la plaza peatonal del mercado, de modo que Maureen se unió a la pequeña multitud congregada. Un hombre alto acompañaba a los fotógrafos de acá para allá, y también un gorila que parecía necesitar una silla, así como una mujer gorda que comía un sándwich y un joven con aire furtivo. Cuando avistó a Harold como si fuera otra desconocida más, se sintió desarmada. Lo había visto en las noticias locales y guardaba los recortes de los diarios en el bolso, pero nada la había preparado para verlo «en la vida real», como solía decir David. No era posible que Harold hubiese crecido a lo alto y a lo ancho, pero mientras observaba a aquel hombre de rostro curtido y aspecto de corsario, con el pelo rizado y un tono de piel semejante al cuero, sintió que ella se había vuelto unidimensional y más frágil que antes. La serena vitalidad que irradiaba su marido la hizo temblar, como si al fin se hubiese convertido en el hombre que siempre debió ser. Su camiseta de peregrino estaba manchada y con el cuello deshilachado. Sus mocasines náuticos habían perdido el color, y la forma de sus pies abultaba los zapatos. Cuando la mirada de Harold se cruzó con la suya, él se detuvo en seco. Tras decirle algo al hombre alto, se apartó del grupo.
Mientras Harold se encaminaba hacia ella rompió a reír tan abiertamente que Maureen se vio obligada a desviar la vista, incapaz de enfrentarse a la plenitud de su sonrisa. No sabía si besarlo en los labios o la mejilla, y en el último momento cambió de idea, por lo que acabó besándolo en la nariz y raspándose con su barba. La gente los miraba.
—Hola, Maureen. —Su voz sonaba grave y segura. A ella se le aflojaron las rodillas—. ¿Qué haces en Darlington?
—Pues… —Se encogió de hombros—. A Rex y a mí nos apetecía dar una vuelta.
—Válgame Dios, ¿también ha venido? —se asombró él, mientras miraba alrededor sonriendo de oreja a oreja.
—Ha ido a la papelería. Necesitaba unos clips. Y tenía muchas ganas de visitar el museo del ferrocarril. Ahí se puede ver el Locomotion.
Harold estaba justo delante de ella, contemplando su rostro sin apartar la mirada ni un segundo. Era como hallarse bajo unos focos potentes.
—Es un tren a vapor —añadió, porque su marido no parecía tener más intención que sonreír. Maureen no podía apartar los ojos de su boca. Pese a la barba, su mandíbula había perdido su rictus rígido. Los labios parecían suaves y carnosos.
—¡Comprad todo lo que podáis! —anunció un anciano por un megáfono—. ¡Palabra del Señor! ¡Comprar es lo que da sentido a nuestras vidas! ¡Jesús vino a la Tierra para comprar! —Iba descalzo.
Sus palabras sirvieron para romper el hielo, y Harold y Maureen sonrieron. Ella tuvo la sensación de que compartían un secreto, como si fueran las únicas personas en el mundo que lo veían como era.
—La gente…
Maureen negó con la cabeza con gesto cómplice.
—De todo tiene que haber… —añadió Harold sin la menor condescendencia, ni amago de reproche. Si algo denotaba era generosidad, como si la extrañeza de los demás fuera maravillosa.
Pero Maureen se sintió terriblemente pueblerina.
—¿Tienes tiempo para una infusión? —preguntó, aunque jamás se hubiese referido así a una taza de Earl Grey, pero tratar de disimular su provincianismo inglés invitándolo a tomar el té ya era el colmo.
—Me encantaría, Maureen.
Se decantaron por la cafetería de la planta baja de unos grandes almacenes porque, según Maureen, más valía malo conocido que bueno por conocer. La joven dependienta no apartaba los ojos de Harold, como tratando de ubicarlo, y Maureen se sintió a la vez orgullosa e incómoda, igual que si su presencia estuviera de más. En el último momento se había puesto un par de deportivas recién compradas que destacaban como señales luminosas allí donde terminaban sus piernas.
—Hay tanto donde elegir… —comentó él mientras observaba las magdalenas y las pastas, dispuestas en sendos envoltorios de papel—. ¿Seguro que no te importa pagar?
Ella deseaba más que nada en el mundo mirarlo sin disimulo. Hacía años que aquellos ojos azules no brillaban con tal intensidad. Él se mesó los rizos de su larga barba entre el índice y el pulgar, proyectándolos hacia fuera en forma de picos, como el glaseado real. Maureen se preguntó si la chica de la cafetería se habría percatado de que era la mujer de Harold.
—¿Qué vas a pedir? —dijo, aunque hubiese querido añadir «cariño», pero no se atrevió.
Harold dijo que le apetecería una porción de tarta de arroz inflado con chocolate y un batido de fresa. A Maureen se le escapó una carcajada que pareció liberarla por fin.
—Y yo tomaré un té, gracias —le dijo sonriente a la camarera—. Con leche y sin azúcar.
Harold sonrió con gesto benévolo a la chica, que llevaba el nombre impreso en una tarjeta sujeta con un imperdible a su camiseta negra, por encima del seno izquierdo. Para asombro de Maureen, la joven se ruborizó y le devolvió la sonrisa.
—Usted es ese hombre que sale en las noticias, ¿verdad? El peregrino. Mis amigos creen que es usted increíble. ¿Le importaría firmarme un autógrafo?
La muchacha le tendió un rotulador y una vez más Maureen no dio crédito cuando vio a su marido escribir sin pestañear su nombre con tinta indeleble en el terso antebrazo de la joven: «Con cariño, Harold». La chica se acercó el brazo al rostro y lo miró fijamente. Luego dispuso las bebidas y la tarta de arroz inflado en una bandeja, junto con un scone.
—Cortesía de la casa —dijo.
Maureen jamás había visto nada parecido. Cuando Harold la condujo hasta una mesa, fue como si todo el mundo enmudeciera y se hiciera a un lado para abrirle paso. Se fijó en que nadie apartaba los ojos de su marido y hacían comentarios por lo bajo, con la mano en la boca. En la mesa del rincón había tres señoras de su misma edad tomando el té. ¿Dónde estarían sus maridos? Tal vez jugando al golf, tal vez muertos, o quizá las hubiesen dejado plantadas también.
—Buenas —saludaba jovialmente Harold a completos desconocidos.
Eligió una mesa junto a la ventana para poder vigilar al perro, que mordisqueaba una piedra tumbado en la acera, como si esperar le resultara apasionante. Maureen se sintió profundamente identificada con el animal.
Se sentaron frente a frente, no al lado. Y aunque habían tomado juntos el té durante cuarenta y siete años, las manos de Maureen temblaban al llenar la taza. Las mejillas de él se hundieron al tiempo que el batido ascendía por una cañita y lo sorbía ruidosamente. Ella aguardó unos instantes por cortesía, dándole tiempo a tragar la bebida, pero esperó demasiado y fue a hablar en el exacto instante en que él tomaba la palabra.
—Es bueno poder…
—Qué bien que hayas…
Rieron al unísono, como si no se conocieran.
—No, no —dijo él.
—Empieza tú —cedió ella.
Fue como un segundo encontronazo, de modo que ambos buscaron refugio en sus respectivas bebidas. Maureen quiso verter un poco más de leche en la taza, pero la mano seguía temblándole y la volcó toda de golpe.
—¿La gente suele reconocerte, Harold? —Sonaba como una periodista entrevistándolo para la tele.
—Lo que me tiene maravillado es lo bien que se portan conmigo.
—¿Dónde dormiste anoche?
—En el campo, al raso.
Ella negó con la cabeza, asombrada, pero él debió de malinterpretar el gesto, porque se apresuró a añadir:
—No huelo mal, ¿verdad?
—No, no —se apresuró a tranquilizarlo Maureen.
—Me lavé en un arroyo, y luego volví a asearme en una fuente. Lo que pasa es que no tengo jabón. —Ya había dado buena cuenta de la tarta de arroz inflado, y se disponía a partir el scone. Comía tan deprisa que más parecía aspirar la comida.
—Podría comprarte una pastilla de jabón. Creo que he pasado por delante de un Body Shop.
—Te lo agradezco, eres muy amable, pero no quiero cargar con demasiadas cosas.
Maureen se avergonzó de nuevo por no comprenderlo. Ansiaba mostrarle toda su gama de colores, pero de pronto se veía a sí misma de un monótono gris de extrarradio.
—Ah —musitó, bajando la cabeza. El dolor ascendió, atenazándole la garganta, impidiéndole hablar.
Harold le tendió un pañuelo arrugado, y Maureen se lo acercó al rostro. Olía a Harold, y a tiempos pasados. De nada servía intentar contenerse; las lágrimas humedecieron sus ojos.
—Es por volver a verte… —se excusó—. Tienes tan buen aspecto…
—Tú también, Maureen.
—No es verdad. Tengo el aspecto de alguien que se ha quedado atrás. —Se enjugó el rostro, pero las lágrimas seguían colándose entre sus dedos. Estaba segura de que la chica del mostrador los miraba, al igual que los clientes y las señoras sin maridos. Que miraran. Que miraran cuanto quisieran—. Te echo de menos, Harold. Ojalá volvieras a casa.
Esperó la respuesta con el corazón acelerado.
Harold se frotó las sienes, como si con ello pudiera aliviar el dolor de cabeza.
—¿Me echas de menos?
—Sí.
—¿Te gustaría que volviera a casa?
Maureen asintió, incapaz de repetirlo. Él se frotó la cabeza de nuevo y le sostuvo la mirada. A ella se le encogió el estómago.
—Yo también te echo de menos —declaró él despacio—. Pero, Maureen, me he pasado la vida sin hacer nada. Y ahora por fin estoy haciendo algo. Tengo que acabar el viaje. Queenie está esperándome. Cree en mí, ¿entiendes?
—Sí, claro. Lo entiendo, por supuesto que lo entiendo. —Bebió un sorbo de té, que se había enfriado—. Lo que pasa es que… lo siento, Harold, pero no veo dónde encajo yo. Sé que ahora eres un peregrino y todo eso, pero no puedo evitar pensar en mí. No soy tan altruista como tú. Lo siento.
—No soy mejor que nadie. De verdad que no. Cualquiera puede hacer lo que estoy haciendo. Pero tenemos que aprender a soltar amarras. No lo sabía al principio, pero ahora sí. Hay que desprenderse de las cosas que crees necesitar, como las tarjetas de crédito, los teléfonos, los mapas y demás. —La miraba con ojos relucientes y con aquella sonrisa tan serena.
Maureen volvió a coger la taza, pero sólo cuando se la llevó a los labios recordó que se había destemplado. Quiso preguntarle si los peregrinos que lo acompañaban también viajaban sin sus esposas, pero no lo hizo. Forzó otra de aquellas expresiones alegres que parecían hacerle daño, y luego miró por la ventana, al otro lado de la cual seguía el perro de Harold, esperando.
—Está comiéndose una piedra.
—Sí, suele hacerlo —convino él, riendo—. Ni se te ocurra tirarla para que la recoja. De lo contrario, pensará que te gusta tirar piedras y te seguirá. No se olvida.
Maureen volvió a sonreír. Esta vez sin que le doliera.
—¿Cómo se llama?
—Lo llamo «perro» a secas. No me pareció correcto darle otro nombre. Es dueño de sí mismo. Si le pusiera un nombre sería como si me considerase su amo.
Maureen asintió, pues no supo qué decir.
—Oye, podrías acompañarnos —le propuso él de pronto. Alargó la mano hacia la suya, y ella dejó que la cogiera. Las palmas de Harold estaban tan morenas y encallecidas, y las suyas eran tan pálidas y menudas, que no acertaba a comprender cómo habían podido encajar la una en la otra alguna vez. La mano de su marido rodeaba la suya, pero el resto de su cuerpo no sentía nada en absoluto.
Uno tras otro, recordó varios momentos de su matrimonio, como una sucesión de instantáneas. Harold saliendo tímidamente del cuarto de baño la noche de bodas; la desnudez de su pecho le había parecido tan hermosa que ahogó una exclamación, lo que hizo que él volviera a ponerse la camisa con gesto apresurado. Harold en el hospital, contemplando a su hijo recién nacido y estirando su dedito. Todas aquellas fotos de los álbumes con tapas de piel que durante años había borrado de su memoria cruzaron su mente como ráfagas veloces, irreconocibles para cualquier otra persona. Maureen suspiró.
Todo parecía tan lejano y había tantas otras cosas que se interponían ahora entre ellos… Recordó a ambos veinte años atrás, uno al lado del otro con sus respectivas gafas de sol, incapaces de tocarse.
—¿Qué dices? ¿Te apetecería venir, Maureen? —insistió Harold, sacándola de su ensimismamiento.
Ella apartó su mano de la de él y echó la silla atrás.
—Es demasiado tarde —murmuró—. Creo que no. —Se levantó, pero él permaneció sentado, de modo que ella se sintió como si ya estuviera saliendo por la puerta—. Está el huerto. Y Rex. Además, no he traído mis cosas.
—No necesitas tus…
—Sí las necesito.
Harold se mordió el labio y asintió sin levantar la vista, como musitando para sus adentros un «lo sé».
—Será mejor que vuelva. Rex te manda saludos, por cierto. Y te traje unas tiritas. Y también una de esas bebidas de fruta que tanto te gustan. —Las dejó sobre la parte neutral de la mesa, a medio camino entre ambos—. Pero a lo mejor los peregrinos no usan tiritas…
Harold se reclinó para guardarse ambos regalos en el bolsillo. Los pantalones le colgaban de las caderas.
—Gracias, Maureen. Me serán muy útiles.
—Ha sido egoísta por mi parte pedirte que renuncies a tu viaje. Perdóname.
Él bajó la cabeza de tal modo que ella se preguntó si se habría quedado dormido sobre la mesa. Observó la línea de la nuca hasta la pálida piel de la espalda, no bronceada por el sol. La recorrió un estremecimiento, como si estuviera viéndolo desnudo por primera vez. Cuando él levantó la cabeza y le sostuvo la mirada, Maureen se ruborizó.
—Soy yo quien debería pedirte perdón —dijo Harold en un tono tan quedo que, no bien las pronunciaba, sus palabras se desvanecían en el aire.
Rex estaba esperando sentado en el coche con una taza de poliestireno y un donut envuelto en una servilleta. Maureen se sentó a su lado y tomó aire varias veces seguidas para no romper a sollozar de nuevo. Él le ofreció el tentempié, pero ella no tenía apetito.
—Hasta he soltado un «creo que no». ¿Cómo he podido?
—Te vendrá bien llorar, desahogarte.
—Gracias, Rex, pero ya he llorado bastante. Ahora preferiría no hacerlo.
Se enjugó los ojos y se volvió hacia la calle, donde la gente se afanaba en sus quehaceres cotidianos. Alrededor no veía más que parejas, de ancianos, de jóvenes, caminando separados o de la mano. El mundo de las parejas parecía tan ocupado, tan seguro de sí…
—Hace mucho tiempo, cuando Harold y yo nos conocimos, él me llamaba Maureen. Luego pasó a llamarme Maw durante años. Ahora vuelvo a ser Maureen.
Se llevó los dedos a los labios, como si les impusiera silencio.
—¿Te gustaría quedarte? —oyó preguntar a su vecino—. ¿Quieres volver a hablar con él?
—No. Vámonos a casa —repuso ella, haciendo girar la llave en el contacto.
Mientras arrancaban vio a Harold, aquel desconocido que había sido su esposo durante tantos años, con un perro correteando a su lado y un grupo de seguidores a quienes no conocía, pero no saludó con la mano, ni tocó el claxon. Sin grandes gestos ni palabras solemnes, sin ni siquiera una despedida digna de tal nombre, se alejó de Harold y dejó que prosiguiera su viaje.
Dos días después, al despertar, Maureen se encontró con un cielo despejado y prometedor. La brisa mecía las hojas. Era el día perfecto para hacer la colada. Subida a la escalera de mano, descolgó los visillos bordados. La luz, los colores y las texturas irrumpieron en la habitación como si hubiesen permanecido todo aquel tiempo atrapados tras los visillos. Antes de que acabara la jornada se habían secado y habían recuperado su blancura.
Maureen los dobló, los metió en varias bolsas y los donó a una tienda benéfica de objetos de segunda mano.