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Harold y los peregrinos

Querida Queenie:

La situación ha dado un vuelco inesperado. No te imaginas la cantidad de personas que se interesan por ti.

Saludos cordiales,

Harold

PD: En la oficina de correos me ha atendido una señora muy amable que no quiere cobrarme el franqueo y que también te envía saludos.

En el cuadragésimo séptimo día de su viaje, se unieron a Harold una mujer de mediana edad y un padre de familia. Kate explicó que había sufrido mucho recientemente, y que deseaba dejar atrás el dolor. Era una mujer menuda, vestida de negro, que caminaba con paso resuelto alzando un poco el mentón, como si se esforzara por ver más allá del ala de una pamela. Tenía la frente perlada de sudor, y dos medialunas oscuras bajo las axilas.

—Menuda gorda —dijo Wilf.

—No digas eso.

—Pero es que lo es.

El hombre se hacía llamar Rich, diminutivo de Richard, y se apellidaba Lion. Había trabajado en la banca, pero se había quedado en paro antes de cumplir los cuarenta. Desde entonces vivía a salto de mata. Al enterarse del viaje de Harold había sentido una esperanza que no experimentaba desde la infancia. Sin coger más que lo imprescindible, se había echado a la carretera. Al igual que Harold, era un hombre alto, y su voz, firme y enérgica con un deje ligeramente nasal. Vestía botas de aspecto militar, pantalones de camuflaje y un sombrero de piel de canguro comprado por internet. Llevaba una tienda de campaña, un saco de dormir y una navaja suiza para emergencias.

—Si te soy sincero —le confió a Harold—, destrocé mi propia vida. Me despidieron por reducción de plantilla, y a partir de entonces me vine abajo. Mi mujer me abandonó y se llevó a los niños. —Clavó la afilada hoja de la navaja en el suelo—. Esto lo hago por los chicos, Harold. Los echo mucho de menos. Quiero que vean que soy capaz de hacer algo, ¿entiendes? Que se sientan orgullosos de mí. ¿Has pensado en seguir a campo traviesa?

A medida que el grupo se abría paso hacia Leeds, surgieron divergencias en torno a qué ruta era la mejor. Rich sugirió evitar las ciudades y cruzar los páramos despoblados. Kate apostaba por el trazado de la A61. Al preguntar a Harold cuál era su opinión, éste, acostumbrado a rehuir los conflictos, contestó que ambas rutas eran buenas, siempre que los llevaran hasta Berwick. Había pasado tanto tiempo a solas que hallarse en constante compañía lo abrumaba. Las preguntas y el entusiasmo de sus acompañantes lo conmovían y lastraban a partes iguales pero, puesto que habían decidido acompañarlo en su viaje y apoyar la causa de Queenie, también se sentía responsable por ellos, como si les hubiese pedido que se le unieran y, por ende, se viera obligado a atender sus necesidades dispares y asegurarse de que llegaban sanos y salvos a su destino. Wilf caminaba enfurruñado al lado de Harold, las manos en los bolsillos, quejándose de sus zapatillas pequeñas, y Harold experimentaba la misma sensación que con David: deseaba que se mostrara más sociable y temía que su inseguridad se interpretara como arrogancia. Les llevó más de una hora dar con un lugar que a todos les pareciera bastante cómodo para pasar la noche.

Al cabo de dos días, Rich no soportaba a Kate. No es que hubiese dicho nada en concreto, según explicó a Harold, sino que se trataba más bien de su actitud. Se daba aires sólo porque había llegado media hora antes que él.

—¿Y sabes qué? —insistió Rich, pero Harold lo único que sabía era que la situación empezaba a exasperarlo—. Vino hasta aquí en coche.

Al llegar a Harrogate, Kate sugirió que visitaran los Baños Reales para refrescarse. Rich la miró con desdén pero reconoció que no le vendría mal comprar hojas de recambio para su navaja. Harold, que no necesitaba ni lo uno ni lo otro, se sentó a esperarlos en los jardines municipales, donde varias personas se acercaron a animarlo y preguntarle por Queenie. Wilf se había esfumado.

Cuando el grupo volvió a reunirse, junto a Harold había un joven viudo cuya mujer había muerto de cáncer. El hombre le explicó que deseaba acompañarlos y que, a fin de recabar mayor apoyo para la causa de Queenie, deseaba hacerlo ataviado con un disfraz de gorila. Antes de que Harold pudiera disuadirlo, Wilf apareció dando muestras de evidentes dificultades para caminar en línea recta.

—¡Por el amor de Dios! —soltó Rich.

Avanzaban a paso lento. Wilf se cayó en dos ocasiones. Además, resultó que el hombre gorila sólo podía alimentarse por medio de una cañita y era propenso a sufrir ataques de llanto, favorecidos por el exceso de sudoración que le provocaba el disfraz. Cuando habían recorrido unos ochocientos metros, Harold sugirió que se detuvieran a pernoctar.

Encendió la hoguera del campamento mientras se decía que él había tardado unos cuantos días en encontrar su propio ritmo. Habría sido cruel abandonarlos a su suerte sabiendo que lo habían buscado y se habían comprometido a apoyar a Queenie. Tal vez las probabilidades de supervivencia de ésta serían mayores cuanta más gente creyera en ella y se integrara en la marcha.

A partir de entonces, otras personas se unieron al grupo. Se quedaban un día, dos a lo sumo. Si hacía sol, podían llegar a ser muchas. Manifestantes, excursionistas, familias, marginados, turistas, músicos. Había pancartas, reuniones en torno a la hoguera, debates, ejercicios de precalentamiento y música. La gente hablaba con emoción de los seres queridos a quienes habían perdido, víctimas del cáncer, y también de cosas que lamentaban haber hecho en el pasado. Cuanto más numeroso era el grupo, más despacio avanzaba. No sólo debían acompañar a los caminantes menos experimentados, sino también buscarles comida. Se alimentaban de patatas asadas, pinchos de ajo, remolacha en papillote. Rich tenía un libro sobre el forraje natural e insistía en hacer buñuelos de cardo. Cada vez era menor la distancia recorrida. Había días en que no llegaban ni a los cinco kilómetros.

Pese a su lentitud, el grupo parecía tener una confianza que desconcertaba a Harold. Se decían que habían dejado de ser una mera yuxtaposición de torsos, pies, cabezas y corazones para convertirse en una sola energía cuyo vínculo era Queenie Hennessy. Aquel viaje había sido durante tanto tiempo una idea que sólo estaba en su cabeza que, cuando otras personas proclamaban su fe en ella, Harold no podía sino conmoverse. Más aún: sabía que podía funcionar. Si antes lo había sabido, ahora estaba más convencido que nunca. Montaban las tiendas de campaña, desenrollaban los sacos de dormir y dormían bajo las estrellas. Se juraban que Queenie viviría. A su izquierda se recortaban las sinuosas y oscuras cimas de Keighley Moor.

Sin embargo, en apenas unos días empezaron a aflorar las tensiones. Kate no tragaba a Rich, pues según decía era un ególatra. Él a cambio se refería a ella como una «bruja amargada». Luego, durante una misma noche, el hombre gorila y un estudiante que estaba de paso se acostaron con la misma maestra de primaria, y cuando Rich intervino para intentar poner paz, estuvo a punto de desencadenar una pelea. Wilf no dejaba de intentar convertir a sus compañeros de viaje, y siempre estaba pidiendo que se rezara por Queenie, lo que no hacía sino acrecentar la tensión latente. Cuando un grupo de excursionistas aficionados se presentó ante ellos con la intención de pasar la noche, se desataron nuevas discusiones: unos sostenían que las tiendas de campaña traicionaban el espíritu del viaje de Harold, mientras que otros se mostraban partidarios de evitar las carreteras y seguir el trazado más emocionante de los Peninos. ¿Y en qué quedamos respecto a los animales atropellados?, había preguntado Rich, provocando otra discusión. Harold los escuchaba con incomodidad creciente. Le daba igual dónde durmieran o cómo caminaran. Le daba igual lo que comieran. Sólo quería llegar a Berwick.

Ahora aquellas personas formaban parte de su viaje. Al fin y al cabo, también ellas habían sufrido lo suyo. Wilf aún despertaba con temblores en plena noche, y a menudo veía a Kate sentada junto a la hoguera con las mejillas bañadas en lágrimas. Incluso Rich, al hablar de sus hijos, tenía que desdoblar un pañuelo y simular un ataque de alergia. Por mucho que lamentara que se hubiesen unido a él, Harold no era capaz de abandonar a sus compañeros. A veces se apartaba del grupo y aprovechaba para lavarse o inspirar profundas bocanadas de aire. Se recordaba a sí mismo que en aquel viaje no había reglas. En un par de ocasiones había cometido el error de creer que había comprendido la naturaleza del mismo, pero no había tardado en descubrir que estaba equivocado. A lo mejor ocurría lo mismo con los peregrinos: quizá fueran ellos la siguiente etapa del viaje. Según descubría, había momentos en que la ignorancia era la mayor de las verdades, y a ella había que atenerse.

Las noticias en torno al peregrinaje acaparaban cada vez más atención, como si hubiesen adquirido vida propia. Bastaba con que se corriera la voz de que se acercaban a determinada población para que todo aquél que tuviera un horno se pusiera a cocinar. Kate estuvo en un tris de resultar herida cuando una mujer que conducía un todoterreno se empeñó en hacerles entrega de un queso de cabra. Reunidos en torno a la hoguera del campamento, Rich sugirió que Harold pronunciara antes de cada comida unas palabras sobre lo que significaba ser peregrino. Al rehusar éste, se ofreció para hacerlo en su lugar e invitó a los presentes a tomar notas. El hombre gorila decidió complacerlo, por más que le resultara difícil escribir con aquel guante peludo y tuviera que interrumpir una y otra vez al orador.

La prensa también siguió recogiendo testimonios sobre la bondad de Harold, el cual no tenía tiempo para leer los diarios, pero al parecer Rich estaba más al día. Un espiritista de Clitheroe afirmó que el peregrino poseía un aura dorada. Un joven que había estado a punto de tirarse del puente colgante de Clifton hizo un relato conmovedor de cómo Harold lo había disuadido.

—Pero si yo no he estado en Bristol —objetó éste—. Llegué hasta Bath y de allí fui a Stroud. Lo recuerdo bien porque estuve a punto de tirar la toalla. Nunca me crucé con nadie en un puente. Y estoy seguro de que no convencí a nadie de que no se tirara.

Rich opinaba que aquél era un detalle sin importancia. Una nimiedad, vamos.

—A lo mejor no te dijo que estaba a punto de suicidarse, pero el hecho de que te cruzaras en su camino le dio esperanzas. Lo habrás olvidado.

Una vez más, recordó a Harold que debía buscar una perspectiva global. En ese sentido, la publicidad siempre servía. A Harold se le ocurrió que, aunque Rich tuviera cuarenta años, o sea, que podría ser su hijo, se dirigía a él como si Harold fuera el menor. Le dijo que había acotado un buen mercado potencial, que debería aprovechar mientras estuviera en la cresta de la ola. También mencionó algo sobre las ideas y las cerezas, y acerca de la necesidad de remar todos juntos en la misma dirección, pero a Harold empezaba a dolerle la cabeza. Tenía tal congestión de imágenes incoherentes en la cabeza —olas, cerezas y botes de remos— que se veía obligado a parar una y otra vez para intentar averiguar qué le decía Rich exactamente. Deseó que su compañero de viaje fuera fiel al verdadero sentido de las palabras, en lugar de emplearlas como munición.

Ya estaban a mediados de junio, y el hasta entonces ausente padre de Wilf habló en una conmovedora entrevista de la valentía de su hijo («Nunca me ha visto siquiera», se quejó el joven). El ayuntamiento de Berwick-upon-Tweed encargó carteles y guirnaldas de banderines para dar la bienvenida a los peregrinos. El propietario de una tienda de Ripon los acusó de haberle robado varios productos, incluida una botella de whisky.

Rich convocó una reunión durante la cual acusó a Wilf, en términos nada ambiguos, de ser el responsable del robo, y sugirió enviarlo a casa. Por una vez, Harold se levantó y le llevó la contraria, aunque le dolió verse en una confrontación y supo que no podría volver a hacerlo. Rich lo escuchaba con los ojos entornados y a Harold le costaba acabar las frases. Al final, Rich accedió a dar otra oportunidad a Wilf, pero evitó a Harold durante el resto de la tarde. Entonces, la mitad del grupo sufrió fuertes dolores estomacales y fiebre porque el chico había confundido unas setas ligeramente venenosas con las comestibles, casi idénticas. Justo cuando empezaban a recuperarse, un exceso de grosellas rojas, cerezas y grosellas espinosas crudas en la dieta del grupo provocó un brote de diarrea que lastró más aún su avance. Una avispa se coló en el guante del hombre gorila mientras tomaba notas del discurso de Rich, causándole graves picaduras. Durante dos días no avanzaron en absoluto.

El horizonte se presentaba como una serie de cimas azules que Harold anhelaba escalar. El sol relucía en el cielo, hacia el este, haciendo palidecer tanto a la luna que más parecía hecha de nubes. Si aquella gente se marchara, si buscara otra cosa en la que creer… Negó con la cabeza, reprochándose semejante deslealtad.

Rich informó al grupo que necesitaban algo que distinguiera a los verdaderos peregrinos de sus seguidores, y que tenía la solución. Se había puesto en contacto con un viejo amigo que trabajaba como relaciones públicas y le debía un favor, así que éste había hablado con los distribuidores de una bebida multifrutas que se habían mostrado encantados de suministrar a los caminantes oficiales camisetas con la palabra peregrino estampada delante y detrás. Las camisetas estarían disponibles en blanco y en tres tallas.

—¿Blanco? —se mofó Kate—. ¿Y dónde se supone que vamos a lavarlas?

—El blanco destaca —replicó Rich—. Transmite sensación de pureza.

—Porque lo digas tú, claro —le espetó ella.

La empresa también proporcionaría una cantidad ilimitada de refrescos de fruta. Lo único que pedían a cambio era que Harold se dejara ver con una de esas bebidas en la mano tan a menudo como fuera posible. En cuanto llegaron las camisetas, se organizó una conferencia de prensa. Con motivo de la sesión fotográfica, Harold debía reunirse con Miss Devon del Sur en la A617.

—Creo que los demás también deberían salir en la foto —adujo—, puesto que se han comprometido a acompañarme.

Rich discrepó, argumentando que restaría fuerza al mensaje sobre la fe en el siglo XXI y protagonismo a la historia de amor de Queenie.

—Pero jamás fue mi intención reivindicar esas cosas —discrepó Harold—. Y además quiero a mi mujer.

—No te pido que te la bebas, sólo quiero que sostengas la dichosa botella —le dijo entonces Rich, tendiéndole una y recordándole que la mantuviera con la etiqueta hacia la cámara—. Por cierto, el alcalde te ha invitado a cenar.

—La verdad es que no tengo mucho apetito.

—Será mejor que te lleves al perro. Al parecer, su mujer está metida en la Cruz Azul, ya sabes, la organización benéfica de protección de animales.

Daba la impresión de que la gente se ofendía si los peregrinos no visitaban su población. El alcalde de una localidad turística de North Devon arremetió contra Harold en una entrevista acusándolo de elitista, y éste se sintió tan consternado que llegó incluso a disculparse. ¿Acaso ahora tendría que volver a casa andando a fin de detenerse en los lugares por los que no había pasado de camino a Berwick? Luego comentó a Kate que las bebidas de fruta estaban alterándole la digestión.

—Pero Rich te dijo que no las bebieras —repuso ella—. Puedes tirarlas en cuanto te hagan la foto.

—No puedo sostener la botella, quitarle el tapón y luego no beberla —repuso Harold sonriendo con pesadumbre—. Me crie en la posguerra, Kate. No presumimos de nuestros logros y tampoco tiramos las cosas. Así nos educaron.

Por toda respuesta, Kate le dio un sudoroso abrazo.

Harold hubiese querido devolvérselo, pero se quedó quieto como un pasmarote, sin saber qué hacer. Quizá fuera otro rasgo característico de su generación. Desde luego, cuando miraba a quienes lo rodeaban, enfundados en sus camisetas y pantalones cortos, se preguntaba si su presencia no se habría convertido en superflua.

—¿Qué te preocupa? —le preguntó Kate—. En cuanto tienes ocasión te apartas del grupo.

—A veces pienso que esto no está bien —explicó él, enderezándose—. Tanto ruido, tanto jaleo… Agradezco lo mucho que habéis hecho todos, pero ya no creo que este viaje pueda ser de ayuda a Queenie. Ayer sólo avanzamos diez kilómetros. Y anteayer siete. Me pregunto si no debería marcharme.

—¿Marcharte? —exclamó Kate con brusquedad, como si le hubiesen asestado un puñetazo en la barbilla.

—Volver a la carretera.

—¿Sin nosotros? —replicó la mujer con expresión de pánico—. No puedes hacerlo. No puedes abandonarnos. Ahora no.

Él asintió.

—Prométemelo. —Le asió el brazo con fuerza. El oro de su anillo de bodas refulgió al sol.

—Por supuesto que no me marcharé sin vosotros.

Caminaron en silencio. Harold se arrepintió de haberle confiado sus dudas. Era evidente que Kate no podía ponerse en su piel.

Sin embargo, pese a su promesa, no dejaba de pensarlo. Había momentos en que caminaban a buen ritmo, pero con las enfermedades, las lesiones y el interés que despertaban a su paso, tardaban casi dos semanas en recorrer cien kilómetros. Aún no habían llegado a Darlington. Harold se avergonzaba al imaginar a Maureen viendo sus fotos en los diarios. ¿Qué pensaría? ¿Lo creería un mentecato?

Cierta noche, mientras admiradores y simpatizantes sacaban las guitarras para cantar en torno a la hoguera, cogió la mochila y se escabulló. El cielo estaba tan despejado y negro que se veía cuajado de estrellas, y la luna empezaba a perder su plenitud una vez más, lo que le recordó la noche que había dormido en un granero, cerca de Stroud. Pensó que nadie conocía el verdadero motivo por el que se había echado a la carretera para reunirse con Queenie. Todos suponían que se trataba de una historia de amor, o la búsqueda de un milagro, o bien un acto de nobleza, incluso una demostración de coraje, pero la verdadera razón era otra. La distancia entre lo que él sabía y lo que creían los demás lo asustaba. Y también sentía, si miraba hacia el campamento, que aun estando entre ellos era un desconocido para todos. El fuego se alzaba resplandeciente en medio de la negrura. Le llegaban las voces, los cánticos y las risas de todos aquellos extraños.

Seguiría caminando. Nada se lo impedía. Sí, le había prometido a Kate que no los dejaría, pero su lealtad hacia Queenie era mayor. Al fin y al cabo, tenía cuanto necesitaba: los zapatos, la brújula, los regalos para Queenie. Podía tomar una ruta menos directa, a campo traviesa, quizá, y así evitar todo contacto con la gente. El pulso se le aceleró a medida que avanzaba. De nuevo caminaría de noche. Y al alba. Podría llegar a Berwick en cuestión de semanas.

Entonces oyó la voz de Kate alzándose en la oscuridad, llamándolo a gritos, y al perro ladrando a sus pies. Oyó otras voces, algunas de las cuales reconoció, gritando «¡Harold!» en la noche. Su lealtad hacia ellos no era la misma que la que lo unía a Queenie, pero no merecían que los abandonara sin una explicación. A regañadientes, volvió sobre sus pasos.

Rich apareció entre las sombras cuando Harold se adentraba en el tenue haz luminoso de la hoguera. Al verlo, corrió hacia él y lo abrazó.

—¡Creíamos que te habías ido! —Le temblaba la voz. Quizá había estado bebiendo; desde luego, olía a alcohol. Lo aferró con tanta fuerza que Harold perdió el equilibrio y estuvo en un tris de caer al suelo—. ¡Cuidado, no te caigas! —exclamó Rich entre risas.

Fue un inusual momento de afecto, pero, atrapado en su torpe abrazo, Harold sintió que le faltaba el aire, como si estuvieran asfixiándolo lentamente.

Al día siguiente apareció una fotografía en los diarios, acompañada de la pregunta: «¿Lo conseguirá Harold Fry?». Parecía desplomado en los brazos de Rich.