21
Harold y el seguidor

Alguien le pisaba los talones. Lo intuía sin necesidad de volverse. Apretó el paso, pero quien lo seguía por el arcén hizo lo mismo, y aunque no estaba aún lo bastante cerca para proyectar su sombra, no tardaría en darle alcance. Miró en busca de otros caminantes, pero la carretera estaba desierta. Se volvió. La franja de asfalto, tan caliente que reverberaba al sol vespertino, se alargaba hacia el horizonte entre campos de colza amarilla. Los coches aparecían como salidos de la nada y desaparecían con idéntica rapidez. Ni siquiera acertaba a ver a sus ocupantes. Pero no había nadie caminando tras él. No había nadie en el arcén.

Sin embargo, al reanudar la marcha un hormigueo le subió por la nuca hasta el cuero cabelludo y supo que tenía a alguien detrás, y que ese alguien estaba siguiéndolo. No quería detenerse de nuevo, así que esperó una pausa en el tráfico y cruzó la carretera a toda velocidad y en diagonal, al tiempo que miraba de reojo a su izquierda. No vio a nadie, y sin embargo minutos después supo que la persona que lo seguía también había cruzado. Apretó más el paso, con el corazón desbocado y la respiración entrecortada. Había empezado a sudar profusamente.

Siguió así durante media hora, deteniéndose de vez en cuando para mirar atrás, en vano, pero con la seguridad de que no estaba solo. En una ocasión, al volverse, advirtió un temblor en un arbusto, pese a la ausencia de viento. Por primera vez en semanas, lamentó no llevar encima un móvil. Aquella noche buscó cobijo en un cobertizo de herramientas cuya puerta halló abierta, pero apenas se movió en su saco de dormir, y aguzó el oído tratando de oír al desconocido que sin duda lo esperaba fuera.

Por la mañana, justo al norte de Barnsley, alguien lo llamó a voz en grito desde el otro lado de la A61. Un joven delgado y menudo con gafas de sol reflectantes y gorra de béisbol sorteó el tráfico para ir a su encuentro. Respirando con dificultad, anunció que había decidido unirse a él. Hablaba deprisa. Sus pómulos eran afilados como lápices. Dijo llamarse Lf. Harold frunció el ceño.

—Ilf —repitió el chico. Y lo intentó una vez más—: Wilf.

Parecía desnutrido y apenas tendría veinte años. Calzaba unas deportivas con cordones verde fluorescente.

—Quiero ser un peregrino, señor Fry. Yo también quiero salvar a Queenie Hennessy. —Cogió su bolsa de deporte y la sostuvo en el aire. Era a todas luces nueva, al igual que las zapatillas—. Me he traído un saco de dormir y todo.

Era como hablar con David. Hasta le temblaban las manos como a su hijo.

Harold no tuvo ocasión de rechazarlo, porque el joven que se hacía llamar Wilf ya avanzaba a su lado, a zancadas para no quedarse atrás, parloteando nerviosamente. Harold intentaba escucharlo, pero cada vez que lo miraba encontraba nuevos parecidos con su hijo: las uñas en carne viva de tanto mordérselas, el modo de hablar atropellado, como si en realidad lo hiciera más consigo mismo que con un interlocutor.

—Vi su foto en el diario. Y luego pedí una señal. Dije: «Dios mío, si quieres que siga los pasos del señor Fry, dímelo». ¿Y sabe qué hizo Él?

—Pues no.

Una furgoneta aminoró la marcha al adelantarlos. El conductor sacó el móvil por la ventanilla y pareció tomar una foto de Harold.

—Me envió una paloma.

—¿Que te envió qué?

La furgoneta siguió su camino.

—Bueno, a lo mejor era un pichón. Pero el caso es que era una señal. Dios es bueno. Pregúntele qué camino debe seguir y Él se lo enseñará, Harold.

Algo en el modo en que el joven pronunció su nombre le generó desconcierto, como si Wilf supiera algo sobre él, o tuviera razones para esperar algo de él, aunque éste lo ignorara. Siguieron caminando a lo largo del herboso arcén, aunque a veces se estrechaba y era difícil continuar uno al lado del otro. Wilf daba pasos más pequeños, por lo que avanzaba ligeramente rezagado respecto a Harold.

—No sabía que tuviera usted un perro.

—No lo tengo.

—Entonces ¿de quién es ése? —inquirió el chico, esbozando una mueca y mirando de soslayo hacia atrás.

Estaba en lo cierto. Al otro lado de la carretera, un perro se había detenido y miraba al cielo, jadeante, con la lengua colgando a un lado. Era un animal pequeño, del color de las hojas otoñales y el pelaje áspero como un cepillo. Sin duda se habría pasado toda la noche fuera del cobertizo.

—No tengo nada que ver con ese perro —aseguró Harold.

Cuando echó a caminar de nuevo, seguido de cerca por el muchacho, que tenía que intercalar sus pasos con pequeños brincos para no quedar atrás, alcanzó a ver con el rabillo del ojo que el animal había cruzado la carretera y correteaba tras ellos. Siempre que Harold se detenía y miraba atrás, el perro se encogía, agachaba la cabeza y se metía entre los matorrales como si no estuviera allí, o como si fuera otra cosa. Acaso una estatua.

—Vete —le ordenó Harold—. Vuelve a casa.

El perro ladeó la cabeza como si acabaran de decirle algo interesante. Se acercó a él trotando y, con delicadeza, depositó una piedra junto a uno de sus zapatos.

—A lo mejor no tiene casa —aventuró Wilf.

—Por supuesto que la tiene.

—Bueno, a lo mejor no le gusta la casa que tiene. A lo mejor le pegan o algo así. Esas cosas pasan. No lleva collar.

El perro cogió la piedra y la colocó junto al otro zapato de Harold. Luego se sentó sobre las patas traseras y se quedó mirándolo con aire expectante, fijamente y sin mover la cabeza. Sobre el horizonte se alzaban los páramos oscuros del Distrito de los Picos.

—Yo no puedo cuidar de un perro. No tengo comida. Y voy a ir caminando hasta Berwick por carreteras muy transitadas. Es demasiado peligroso. Vuelve a casa, chucho. —Intentó engañarlo arrojando la piedra lejos y escondiéndose tras la maleza, pero el animal la cogió y fue a apostarse junto a su escondite, meneando la cola.

—El problema es que le cae usted bien, creo yo —susurró Wilf—. También quiere acompañarlo.

Abandonaron a rastras su escondrijo entre los arbustos y reanudaron la marcha, ahora ya con el perro brincando alegremente al lado de Harold. No resultaba seguro seguir por la A61. Harold tomó un desvío por la B6132, menos concurrida, aunque eso implicara ir más despacio. Wilf tenía que detenerse a menudo para sacudirse la tierra del interior de sus zapatillas. No habían recorrido más de un kilómetro y medio.

Pero el día le tenía reservada otra sorpresa: una mujer que estaba limpiando los rosales de su jardín reconoció a Harold nada más verlo.

—Es usted el peregrino, ¿verdad? He de decirle que lo que está haciendo me parece sencillamente maravilloso. —Y abrió el monedero y le tendió un billete de veinte libras.

Wilf se secó la frente con la gorra y soltó un silbido.

—No puedo aceptarlo —repuso Harold, y notó que el chico lo miraba con asombro—. Pero agradecería mucho una ronda de sándwiches. Y quizá unas cerillas y una vela para la noche. Un poco de mantequilla. No tengo nada de eso. —Miró de reojo el rostro nervioso de Wilf—. Es posible que las necesitemos.

La mujer le rogó que aceptara cenar algo ligero con ella e incluyó a Wilf en la invitación. También puso a disposición de ambos el cuarto de baño y el teléfono.

Éste sonó siete veces hasta que Maureen contestó.

—Si es usted la relaciones públicas otra vez… —respondió con voz tensa.

—No, Maureen. Soy yo.

—Esto es una locura —protestó—. A veces la gente me pide entrar a ver la casa. Rex sorprendió a un chico intentando arrancar un trozo de sílex de la fachada.

Cuando Harold salió de la ducha, descubrió que su anfitriona había invitado a un pequeño grupo de amigos y organizado una fiesta en el jardín. Al verlo, todos alzaron sus vasos y brindaron a la salud de Queenie. Harold nunca había visto tantas matas de pelo gris azulado peinadas hacia atrás, ni tantos pantalones de pana en tonos mostaza, dorado y marrón cobrizo. Bajo la mesa, sobre la que había canapés y embutidos, estaba el perro, mordisqueando algo que sujetaba entre las patas. De vez en cuando alguien tiraba la piedra, que el animal recogía con diligencia.

Los hombres contaron anécdotas de sus propias hazañas, relacionadas con yates o la caza, y Harold los escuchó resignado. Vio que Wilf charlaba animadamente con su anfitriona, cuya risa poseía un tono estridente que casi había olvidado. Se preguntó si alguien se daría cuenta si se escabullía con discreción.

Estaba echándose la mochila al hombro cuando Wilf se despidió precipitadamente de la mujer y le dio alcance.

—No tenía ni idea de que esto fuera así —dijo, y se metió un trozo de salmón ahumado en la boca valiéndose de los cinco dedos, como si estuviera vivo—. ¿Por qué nos vamos?

—Tengo que seguir. Y no siempre es así. Lo normal es que me busque un rincón para pernoctar metido en el saco de dormir sin que nadie se fije en mí. Llevo días alimentándome de pan y lo que encuentro por el camino. Pero tú deberías quedarte, si quieres. Estoy seguro de que serás bienvenido.

Wilf miraba a Harold, pero no estaba escuchándolo.

—La gente no deja de preguntarme si soy hijo suyo —dijo.

Harold sonrió, enternecido. Se volvió de nuevo hacia los invitados del jardín y tuvo la sensación de que Wilf y él estaban conectados de algún modo, como si, por el hecho de ser forasteros, compartieran algo más de lo que en realidad compartían. Dijeron adiós con la mano.

—Eres demasiado joven para ser mi hijo —replicó Harold, dándole una palmadita en el brazo—. Será mejor que nos pongamos en marcha si queremos encontrar un sitio donde dormir.

—¡Mucha suerte! —les gritaron los invitados—. ¡Queenie vivirá!

El perro ya los esperaba al pie de la verja. Echaron a andar sin prisa. Sus sombras eran como columnas proyectadas sobre la carretera, y el aire iba impregnándose de la dulce fragancia de las flores de saúco y ligustro. Wilf le contó la historia de su vida. Le dijo que había probado muchas cosas, pero que ninguna se le daba bien. De no ser por Dios, aseguró, estaría en la cárcel. A ratos Harold lo escuchaba, y a ratos miraba arriba, a los murciélagos que revoloteaban en el cielo crepuscular. Se preguntó si el chico lo acompañaría realmente hasta Berwick, y qué haría con el perro. ¿David habría interpelado alguna vez a Dios? A lo lejos, las fábricas escupían más nubes hacia el cielo.

Apenas una hora después, Wilf ya cojeaba. No habían recorrido ni un kilómetro.

—¿Necesitas descansar?

—Estoy perfectamente, señor Fry.

Pero andaba a la pata coja. Harold buscó un lugar resguardado y dio la jornada por concluida antes de lo habitual. Imitándolo, Wilf extendió el saco de dormir junto a un olmo caído. Del interior del tronco reseco asomaban los sombreros de un grupo de políporos escamosos, cubiertos de marcas moteadas que recordaban las plumas de un ave. Harold cogió las setas mientras el joven se apoyaba ora en un pie, ora en el otro, dando saltitos y soltando improperios. Después buscó ramas frondosas caídas de los árboles y trozos de musgo que dispuso sobre el hueco dejado en la tierra por las raíces del árbol caído. Hacía días que no ponía tanto cuidado en la preparación de su lecho. Mientras trajinaba, el perro lo seguía de acá para allá, recogiendo piedras y dejándolas caer a sus pies.

—No pienso tirártelas —le advertía, pero lo hizo en un par de ocasiones.

Recordó a Wilf que comprobase si tenía ampollas en los pies. Era importante no descuidarlos. Más tarde le enseñaría cómo drenar el pus.

—¿Sabes encender un fuego, Wilf?

—Y un cuerno, señor Fry. ¿Dónde está la gasolina?

Harold le explicó de nuevo que viajaba con lo mínimo imprescindible y lo envió por más leña mientras él, valiéndose de las uñas, cortaba las setas en rodajas irregulares. Estaban más duras de lo deseable, pero esperaba que no le hicieran quedar mal. Las cocinó sobre el fuego en una vieja lata que cargaba en la mochila a ese fin, junto con mantequilla y unas hojas de hierba del ajo desmenuzadas. El aire olía a ajo frito.

—Come —le dijo finalmente a Wilf, ofreciéndole la lata.

—¿Con qué?

—Con los dedos. Luego puedes limpiarte en mi cazadora. A lo mejor mañana encontramos patatas.

Wilf soltó una carcajada, algo más parecido a un alarido que a una risa.

—¿Cómo sé que no son venenosas?

—Yo estoy comiéndolas. Mírame. Y esta noche no hay otra cosa.

Wilf mordisqueó una seta y masticó con los labios fruncidos, como si temiera que le picara.

—¡Joder! —exclamó—. ¡Joder!

Harold rio y el chico comió otro trozo.

—No están mal, ¿eh? —dijo Harold.

—Pero si sabe a ajo… Y a mostaza.

—Eso es por las hojas. La mayor parte de la comida silvestre tiene sabor amargo. Ya te acostumbrarás. Si no sabe a nada, estás de suerte. Si sabe bien, pues mejor. A lo mejor encontramos grosellas. O fresas silvestres. Una bien madura sabe a tarta de queso.

Estaban sentados de rodillas, contemplando las llamas. Sheffield se distinguía en la distancia como un resplandor sulfuroso sobre el horizonte, y si uno aguzaba el oído siempre oía circular algún coche, pero Harold tenía la impresión de que estaban muy lejos de todo. Le explicó al joven cómo había aprendido a cocinar en la hoguera, y lo mucho que había descubierto de la vida vegetal gracias a un librito comprado en Exeter. Había setas buenas y setas malas, y era importante diferenciarlas. Por ejemplo, había que asegurarse de no confundir el hifoloma de láminas verdes con el cuerno de la abundancia. De vez en cuando se acercaba a la hoguera y soplaba sobre las ascuas, que resplandecían incandescentes. Briznas de ceniza revoloteaban en el aire y centelleaban unos segundos antes de desvanecerse en la penumbra. El aire vibraba con el canto de los grillos.

—¿Nunca tienes miedo? —preguntó Wilf.

—Fui un hijo no deseado. Luego me hice un hombre, conocí a mi mujer y tuvimos un hijo. Pero eso también salió mal. Desde que vivo en la carretera, me parece que hay menos cosas que temer —respondió, deseando que David pudiera oírlo.

Más tarde, mientras limpiaba la lata de cocinar con un trozo de periódico y volvía a guardarla en la mochila, Wilf se entretuvo arrojándole al perro una piedra a la maleza. El animal gañía ansioso hasta que el chico la lanzaba, y luego salía disparado hacia la oscuridad y regresaba con su trofeo, que depositaba a los pies de Wilf. Harold pensó en lo mucho que se había acostumbrado a la soledad y el silencio.

Cuando se metieron en los sacos, Wilf preguntó si podían rezar.

—No me opongo a que lo hagan otros, pero, si no te importa, yo me abstendré.

Wilf entrelazó los dedos y apretó los párpados. Se había mordido tanto las uñas que la piel parecía desollada. Inclinó la cabeza como un niño y murmuró unas palabras que Harold no se molestó en descifrar. Esperaba que hubiese alguien, o algo, escuchándolo, aparte de sí mismo. Mientras se dejaban vencer por el sueño, un resquicio de luz languidecía en el cielo. Había nubes bajas, pero no soplaba nada de aire. Harold estaba seguro de que no llovería.

Pese a sus oraciones, de madrugada Wilf despertó llorando y temblando. Cuando Harold lo abrazó, se dio cuenta de que el joven estaba empapado en sudor, y entonces temió haberse equivocado con las setas, por más que hasta entonces nunca le hubiese pasado.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó Wilf, estremeciéndose.

—No son más que zorros. Quizá perros. Y ovejas, también. Sí, son ovejas, seguro.

—No hemos visto ningún rebaño.

—No, pero por la noche se oyen mejor todos los sonidos. Te acostumbrarás enseguida, no te preocupes. Nada te hará daño.

Le frotó la espalda y lo tranquilizó, como hacía Maureen con David cuando éste despertaba asustado en plena noche tras sus vacaciones en el Distrito de los Lagos.

—No pasa nada —repetía, igual que hacía ella. Ojalá hubiera encontrado un lugar más acogedor para la primera noche de Wilf a la intemperie. Días atrás se había topado con un cenador acristalado que no tenía echada la llave y había dormido cómodamente en un sillón de mimbre. Incluso debajo de un puente hubiesen estado mejor, aunque Harold habría temido llamar la atención.

—Esto es muy raro —dijo Wilf. Le castañeteaban los dientes. Harold sacó la boina de punto de Queenie y se la puso.

—Yo solía tener pesadillas, pero poco a poco he dejado de tenerlas. Te pasará lo mismo.

Aquella noche, por primera vez en semanas, Harold no logró conciliar el sueño. Se quedó contemplando al muchacho, recordando el pasado y preguntándose por qué David había elegido lo que había elegido, y si debería haberlo previsto desde el primer momento. ¿Habrían sido distintas las cosas si su hijo hubiese tenido otro padre? Hacía mucho tiempo que estas cuestiones lo inquietaban. El perro dormía junto a él.

Con el alba, la luna fue convirtiéndose en un tenue resplandor amarillento que se apagaba lentamente, rindiéndose al sol. Se pusieron en camino sintiendo en las piernas el roce de las suaves espiguillas rosadas de la juncia y el llantén, mojadas por el rocío. Las gotas de agua colgaban de los tallos como piedras preciosas, y las telarañas parecían inflorescencias algodonosas entre las briznas de hierba. El sol naciente relucía con tal intensidad y en un plano tan inclinado que las formas y colores se desdibujaban ante sus ojos como si estuvieran adentrándose en la niebla. Harold señaló la senda que los pies de ambos dejaban en el arcén y le dijo a Wilf:

—Eso de ahí somos nosotros.

Las flamantes zapatillas de Wilf seguían rozándole, y la falta de sueño lastraba los pasos de Harold. En los dos días siguientes no consiguieron ir más allá de Wakefield, pero se sentía incapaz de dejar atrás al joven. Los ataques de pánico y las pesadillas continuaron. Wilf se empeñaba en que había sido malo en el pasado, y que Dios lo salvaría.

Harold no lo tenía tan claro. El chico estaba terriblemente delgado, y era propenso a los cambios de humor: tan pronto avanzaba con ímpetu y echaba carreras al perro para buscar la piedra, como se dejaba vencer por un profundo abatimiento. Harold distraía a Wilf contándole cuanto había aprendido de las plantas silvestres y del cielo. Señalaba la diferencia entre los estratos, que eran como bandas nubosas bajas y deshilachadas, y los cirros, que se desplazaban en las alturas igual que gigantescas rocas. Le enseñaba que observando las sombras y texturas que lo rodeaban podía orientarse. Así, si una planta se mostraba más desarrollada por uno de sus lados, era evidente que ese lado recibía más sol; eso les indicaba que estaba de cara al sur, y que por tanto debían tomar la dirección opuesta. Wilf parecía escucharlo con avidez, aunque a veces, a juzgar por las preguntas que le formulaba, se diría que apenas había atendido. Se sentaron a la sombra de un álamo, cuyas hojas murmuraban agitadas por el viento.

—El árbol tembloroso —dijo Harold—. Se distingue fácilmente. Tiembla tanto que si lo miras de lejos parece lleno de lucecillas diminutas. —Le habló de las personas a quienes había conocido al empezar el viaje, y también más recientemente. Había una mujer que vivía en una cabaña de paja, una pareja que llevaba una cabra en el coche, y un dentista jubilado que hacía diez kilómetros diarios para ir por agua fresca a un manantial—. Me lo contó él, convencido de que todos deberíamos aceptar lo que la tierra nos ofrece. Es una forma de demostrarle nuestra gratitud —añadió—. Desde entonces, siempre que veo un manantial me detengo a probar su agua.

Sólo al compartir aquellos conocimientos se percató Harold de lo lejos que había llegado. Se complacía en calentar agua con una vela, en cantidades pequeñas, y recoger la flor de la lima para preparar un té a Wilf. Le enseñó que podía comer margaritas, manzanilla, linarias y los dulces brotes del lúpulo. Tenía la sensación de estar haciendo cuanto en su día no hizo por David. ¡Eran tantas las cosas que quería enseñarle a Wilf!

—Esto son vainas de algarroba. Son dulces, pero si comes demasiadas te sentarán mal. Como el vodka, dicho sea de paso.

Wilf cogió la diminuta vaina, la mordisqueó con aprensión y finalmente la escupió.

—Prefiero el vodka, señor Fry —aseguró, pero Harold fingió no haberlo oído.

Permanecieron agachados tras un promontorio a la espera de que una oca pusiera su huevo. El joven rompió a gritar y bailar cuando el huevo apareció sobre la hierba, mojado, blanco y enorme.

—Joder, qué mal huele. Ha salido directamente de su culo. ¿Le tiro algo?

—¿A la oca? No. Tira una piedra para que el perro la coja.

—Preferiría darle a la oca.

Harold descartó la idea dando un manotazo en el aire, y fingió no haber oído aquello tampoco. Hablaron de Queenie Hennessy y sus pequeños actos de bondad. Harold le contó que sabía cantar las letras de varias canciones al revés, y que le encantaban las adivinanzas.

—No creo que nadie más supiera esas cosas de ella —comentó—. Nos contábamos intimidades que quizá no podríamos contar a nadie más. Resulta más fácil mientras se viaja.

Luego le enseñó los regalos que había comprado para ella. Al joven le gustó especialmente el pisapapeles de la catedral de Exeter, con su lluvia de purpurina. A veces Harold veía que se lo cogía de la mochila y jugaba con él, y debía recordarle que tuviera cuidado. A cambio, Wilf realizaba nuevas aportaciones a la colección de recuerdos: un trozo de sílex, una pluma moteada de gallina de Guinea, una piedra surcada de anillos. En cierta ocasión, apareció con un pequeño gnomo de jardín que sostenía una caña de pescar y juró que lo había encontrado en un cubo de basura. Otro día se presentó con casi dos litros de leche y dijo que se los habían regalado. Harold le advirtió que no bebiera mucha cantidad de golpe, pero él hizo caso omiso y al cabo de diez minutos tuvo que vomitar.

Recogía tantas ofrendas que Harold se veía obligado a dejarlas atrás sin que Wilf se diera cuenta, tomando la precaución de ocultárselas al perro, que por su parte no cejaba en su empeño de coger piedras y ponerlas a los pies de Harold. A veces, el chico se volvía para comentar a voz en grito algo que había encontrado, y entonces a Harold se le disparaba el pulso por lo mucho que le recordaba a David.