En cuanto la historia de Harold salió publicada en el Coventry Telegraph, ya no hubo un momento de paz en Fossebridge Road. La noticia había llegado en un día carente de grandes noticias. La habían mencionado en un programa radiofónico de los que recibían llamadas de los oyentes, y varios diarios locales la habían recogido, incluido el South Hams Gazette, que le había dedicado sus tres primeras páginas. De ahí había saltado a dos o tres de las grandes emisoras nacionales, y de pronto todo el mundo quería saber más. El viaje de Harold se convirtió en el tema de «La reflexión del día» en Radio 4 y dio pie a varios editoriales sobre la naturaleza del peregrinaje moderno, la quintaesencia de Inglaterra y el coraje de la generación Saga, la nacida hacia finales de la Segunda Guerra Mundial, que ahora, pensionistas en su mayoría, habían visto mermar su nivel adquisitivo y su calidad de vida a raíz de la crisis económica. La gente hablaba del tema en tiendas, parques infantiles, plazas, pubs, fiestas y oficinas. La historia de Harold había cautivado al país entero, como había asegurado Mick a su director, y a medida que circulaba los detalles iban cambiando y multiplicándose. Algunas personas afirmaron que Harold era un hombre de setenta y pocos años, otras que padecía dificultades de aprendizaje. Lo habían avistado en Cornualles e Inverness, así como en Kingston upon Thames y en el Distrito de los Picos. Unos cuantos periodistas montaban guardia delante de la casa de los Fry, y un equipo de la televisión local se había instalado al otro lado del seto de ligustro de Rex. Si uno disponía de los medios necesarios, podía incluso seguir su viaje por Twitter. Maureen no disponía de dichos medios.
Lo que más la desconcertaba cuando veía su fotografía en el diario local era lo mucho que había cambiado Harold. Habían pasado poco más de seis semanas desde que salió a echar aquella carta al buzón, pero parecía increíblemente alto y a gusto consigo mismo. Seguía llevando la misma cazadora impermeable y la misma corbata, pero tenía una mata de pelo enmarañado, barba entrecana que se espesaba en la barbilla y la piel tan morena que se vio obligada a escrutar la fotografía para buscar los rasgos del hombre al que creía conocer.
«El insólito peregrinaje de Harold Fry», rezaba el pie de foto. El artículo contaba que un jubilado de Kingsbridge —localidad de la que también era natural Miss Devon del Sur— se había propuesto llegar caminando a Berwick sin dinero, teléfono ni mapas, y que al hacerlo se había convertido en un héroe del siglo XXI. El artículo concluía con una imagen más pequeña y el pie de foto «Los pies que han caminado ochocientos kilómetros», y en ella se mostraba un par de mocasines náuticos similares a los de Harold. Al parecer, estaban vendiéndose como rosquillas.
Desde Bath, la estela de hilo azul reptaba por el mapa de Rex en dirección norte, una ruta que pasaba por Sheffield. Maureen calculaba que, si seguía avanzando al mismo ritmo, Harold podría llegar a Berwick en cuestión de semanas. Sin embargo, pese al éxito de su marido, incluso pese al florecimiento de su huerto y a la amistad con Rex, por no mencionar las cartas de apoyo que llegaban a diario de admiradores y enfermos de cáncer, había momentos en que se sentía muy sola. Era una sensación que le sobrevenía de pronto, así, de la nada. Estaba preparando un té y de repente la infinita soledad de su taza le daba ganas de gritar. No se lo había dicho a Rex, pero cuando le ocurría volvía a la habitación, corría las cortinas, se metía en la cama y lloraba. Hubiese sido tan fácil dejar de levantarse… Dejar de asearse. Dejar de comer. Vivir sola requería un esfuerzo descomunal y constante.
Un día, una joven telefoneó a Maureen para ofrecerle sus servicios como relaciones públicas. Le aseguró que la gente quería oír su versión de los hechos.
—Pero si yo no tengo otra versión de los hechos —replicó Maureen.
—¿Qué opina de lo que está haciendo su esposo?
—Opino que debe de ser agotador.
—¿Es cierto que tenían ustedes problemas de pareja?
—Perdone, ¿quién ha dicho que es usted?
La joven repitió que trabajaba como relaciones públicas. Su cometido consistía en proteger la intimidad de sus clientes y presentar ante la opinión pública la mejor imagen posible de ellos. Maureen la interrumpió para preguntarle si le importaba esperar un segundo; un fotógrafo estaba pisando sus judías y tenía que llamarlo al orden golpeteando en el cristal de la ventana.
—Puedo hacer muchas cosas por usted —le aseguró luego la joven, y mencionó el apoyo emocional, las entrevistas en los magacines matutinos de la televisión y las invitaciones a fiestas privadas—. Sólo tiene que decirme lo que quiere y yo me encargaré de conseguirlo.
—Es muy amable por su parte, pero nunca me han gustado las fiestas. —Había días en que no sabía cuál de los mundos estaba más desquiciado, si el de su mente o el que salía en los diarios y revistas. Dio las gracias a la joven por tan generosa oferta—. No estoy segura de que necesite ayuda, la verdad. A no ser, claro está, que le apetezca venir a planchar…
Cuando se lo contó a Rex, éste se echó a reír, a diferencia de la joven, recordó Maureen. Estaban tomando café en el salón de su vecino porque ella se había quedado sin leche y había un grupito de admiradores delante del jardín esperando noticias de Harold. Le habían llevado obsequios —pastel de frutos secos y calcetines tejidos a mano—, a pesar de que, como ella ya les había explicado varias veces, no tenía una dirección a la cual remitir los regalos.
—Un periodista afirmó que es la historia de amor perfecta —comentó a media voz.
—Harold no está enamorado de Queenie Hennessy —repuso Rex—. Su viaje no va de eso.
—La relaciones públicas preguntó si teníamos problemas.
—Debes tener fe en él, Maureen, y también en tu matrimonio. Volverá.
Ella inspeccionó el dobladillo de su falda. Un trozo colgaba descosido.
—Pero es tan difícil continuar creyendo en él, Rex… A decir verdad, es doloroso. No sé si sigue queriéndome. No sé si quiere a Queenie. Hay días en que pienso que todo sería más fácil si estuviera muerto. Por lo menos sabría a qué atenerme. —Miró de reojo a Rex y palideció—. Qué cosa más horrible acabo de decir.
—No pasa nada —aseguró él encogiéndose de hombros.
—Sé cuánto echas de menos a Elizabeth.
—A todas horas. Sé que se ha ido, pero eso no impide que siga buscándola con la mirada. Lo único que ha cambiado es que estoy acostumbrándome al dolor. Es como descubrir un gran agujero en el suelo. Al principio te olvidas de que está ahí y caes una y otra vez. Con el tiempo, sigue estando, pero aprendes a bordearlo.
Maureen se mordió el labio y asintió en silencio. Al fin y al cabo, su vecino también había sufrido lo suyo. Una vez más, se sintió conmovida por el tumulto de emociones que puede albergar el corazón humano. Un joven que se cruzara con Rex por la calle no vería más que a un hombre mayor y desamparado, alguien que vive ajeno a la realidad, en irremediable declive. Sin embargo, bajo aquella piel de aspecto ceroso y aquella complexión robusta, había un corazón que latía con la misma pasión que el de un adolescente.
—¿Sabes qué es lo que más lamento de haberla perdido? —dijo Rex, y ella negó con la cabeza—. Que no luché contra el cáncer.
—Pero Elizabeth tenía un tumor cerebral. ¿Cómo ibas a luchar?
—Cuando los doctores nos dijeron que se moría, le cogí la mano y me rendí. Ambos lo hicimos. Sé que en el fondo nada habría cambiado, pero ojalá le hubiese demostrado cuánto deseaba que siguiera junto a mí. Tendría que haber montado en cólera. —Permanecía inclinado sobre su té, como si rezara, con la mirada baja. Con una ira contenida que sorprendió a Maureen, al punto que la taza de Rex tembló sobre el platillo, repitió esas palabras—: Tendría que haber montado en cólera.
Aquella conversación se le quedó grabada. Maureen volvió a sentirse abatida, y pasaba horas mirando por la ventana, recordando el pasado, sin hacer apenas nada. Pensó en la joven que había sido, cuando estaba tan segura de que podía serlo todo para Harold, y luego en la mujer en que se había convertido. Ni siquiera una esposa. Sacó las dos fotografías de la mesilla de Harold, una de sí misma riendo en el jardín al poco de casarse, y otra de David con su primer par de zapatos.
Algo en esta segunda imagen hizo que el corazón le diera un vuelco. Volvió a mirarla para cerciorarse. Era la mano. La mano que sostenía a David mientras se balanceaba apoyado en una pierna. Un escalofrío le recorrió la espalda. Aquella mano no era suya, sino de Harold.
Ella había tomado la instantánea. Por supuesto. De pronto lo recordaba. Harold había tendido la mano a David mientras ella iba por la cámara. ¿Cómo había podido borrar aquel fragmento del pasado de su memoria? Durante años había reprochado a su marido no haber cogido nunca a su hijo. No haberle dado el afecto que todo niño necesita.
En la mejor habitación, Maureen sacó los álbumes de fotos que nadie miraba, los cantos recubiertos por una capa de polvo que limpió con la falda. Con los ojos arrasados en lágrimas, estudió detenidamente cada página. La mayoría eran fotos suyas con David, pero entre éstas había otras, como aquélla en que su bebé estaba acostado en el regazo de Harold, que lo miraba con las manos suspendidas en el aire, como si no se atreviera a tocarlo. En otra, David aparecía a hombros de su padre, que estiraba el cuello para que él se sentara derecho sin perder el equilibrio. También se veía a David de adolescente, posando al lado de Harold, el uno con larga melena negra, el otro con chaqueta y corbata, ambos asomados al estanque de los peces de colores. Maureen sonrió. Sí, habían intentado estrechar lazos. No de un modo obvio ni cotidiano, pero el padre había buscado al hijo y éste había tratado de corresponderle, si bien de forma ocasional. Se sentó con el álbum abierto sobre el regazo y la mirada perdida. No veía los visillos bordados que tenía ante sí, sino sólo el pasado.
Evocó de nuevo las imágenes de aquel día en Bantham, cuando David se había dejado arrastrar por la corriente. Vio a Harold intentando desatarse los cordones con torpeza y pensó en la cantidad de años que llevaba echándoselo en cara. Y luego vio esa misma imagen desde otra perspectiva, como si hubiese dado la vuelta a una cámara imaginaria y se la hubiese enfocado hacia sí. Se le encogió el estómago. Había una mujer en la orilla, gritando y haciendo aspavientos, pero que no se lanzaba al agua. Una madre desesperada de miedo, pero que no reaccionaba. Si David había estado a punto de ahogarse, ella era tan culpable como Harold.
En las jornadas siguientes todo empeoró. Los álbumes fotográficos yacían esparcidos por el suelo de la mejor habitación porque ella no tenía valor para devolverlos a su sitio. Una vez puso una colada de ropa blanca a primera hora de la mañana y la dejó todo el día empapada en el tambor de la lavadora. Se acostumbró a comer queso con galletas saladas por no tomarse la molestia de calentar un cazo con agua. Se había visto reducida a sus recuerdos.
Cuando Harold acertaba a llamar, lo único que podía hacer era escucharlo. «Vaya por Dios —murmuraba, o bien—: Quién iba a decirlo». Harold le hablaba de los lugares en que había dormido, las casetas de guardar la leña, los cobertizos de herramientas, los barracones, los graneros y las marquesinas de los autobuses. Las palabras brotaban de sus labios con tal vitalidad que en comparación ella se sentía una anciana.
—Siempre lo dejo todo como me lo encuentro. Y nunca fuerzo una cerradura —decía su marido.
Conocía el nombre de cada una de las plantas silvestres que crecían junto a la carretera, y también sus usos. Nombró varias, pero Maureen se perdió en plena enumeración. Ahora, le había dicho, estaba aprendiendo los rudimentos de la orientación natural. Le describía a las personas con que se cruzaba, que le daban de comer o le reparaban los zapatos, pero también a los drogadictos, los borrachos y los marginados.
—Si te paras a escuchar, nadie da tanto miedo.
Harold parecía disponer de tiempo para todos. La dejaba tan desconcertada, aquel hombre que caminaba a solas y saludaba a los desconocidos, que ella a cambio desgranaba en un tono levemente aflautado trivialidades que más tarde lamentaba haber dicho sobre los juanetes o el tiempo. Nunca le dijo: «Harold, he sido injusta contigo». Nunca le dijo que había sido feliz en Eastbourne, o que deseaba haber cedido en lo del perro. Nunca le dijo: «¿De veras crees que es demasiado tarde?», cosas, sin embargo, en que no dejaba de pensar mientras lo escuchaba.
Cuando se quedaba a solas, se sentaba al frío resplandor del cielo nocturno y lloraba durante lo que se le antojaban horas, como si la luna solitaria y ella fueran las únicas capaces de entenderlo. Ni siquiera podía hablar de ello con David.
Maureen tenía la mirada puesta en las farolas que relumbraban en la oscuridad a lo lejos, sobre Kingsbridge. No había lugar para ella en aquel mundo seguro y durmiente. No podía dejar de pensar en Rex y en la ira que aún sentía por la muerte de Elizabeth.