Nunca un mes de mayo había sido tan hermoso. Cada día, el cielo amanecía resplandeciente, de un azul inmaculado, sin rastro de nubes. Los jardines ya rebosaban de altramuces, rosas, espuelas de caballero, madreselvas y pies de león, con sus inflorescencias verde lima. Los insectos revoloteaban por doquier, haciendo vibrar el aire con su zumbido inquieto. Harold dejó atrás campos de ranúnculos, amapolas, margaritas, tréboles, algarrobas y silenes. Los arbustos que flanqueaban la carretera despedían un dulce aroma a flores de saúco que asomaban entre el follaje, vencidas las ramas por su peso, y se enredaban con las clemátides silvestres, el lúpulo y los escaramujos. Los huertos también estaban en flor: por todas partes se sucedían las hileras de lechugas, espinacas, acelgas, remolachas, patatas nuevas y guisantes que trepaban por los encañizados. Las primeras grosellas espinosas colgaban de las ramas como verdes bayas peludas. Los jardineros dejaban fuera de sus propiedades cajas con el excedente de producción y un letrero que rezaba: «Sírvase usted mismo».
Ahora sabía que nada lo detendría. Contaba la historia de Queenie, hablaba de la chica de la gasolinera y preguntaba a los desconocidos si tenían la bondad de ayudarlo. A cambio, los escuchaba. A veces le ofrecían un sándwich, una botella de agua o tiritas. Jamás cogía más de lo que necesitaba y rechazaba educadamente los ofrecimientos de llevarlo en coche o equiparlo con material de excursionismo o paquetes de comida adicionales destinados a ahorrarle nuevas paradas. Cuando arrancaba una vaina de guisantes de su tallo rizado, los comía con avidez, como golosinas. Las personas con quienes se cruzaba, los lugares por los que pasaba, todo formaba parte de su viaje, y reservaba en el corazón un lugar para cada uno de ellos.
Tras pernoctar en el granero, siguió durmiendo al raso. Elegía lugares secos, y siempre tomaba la precaución de dejarlo todo como lo había encontrado. Se aseaba en los lavabos públicos, las fuentes y los arroyos. Lavaba la ropa allí donde no hubiese nadie mirando. Pensaba en ese mundo medio olvidado donde la vida transcurría entre casas, calles y coches, donde la gente hacía tres comidas diarias, dormía de noche y se hacía compañía mutuamente. Se alegraba de que estuvieran a salvo, y también de hallarse por fin al margen.
Avanzaba por carreteras principales, secundarias, por caminos y senderos. La brújula oscilaba, señalando el norte, y él la seguía. Caminaba de día o de noche, según le apeteciera en cada momento, kilómetro tras kilómetro. Si las ampollas le dolían mucho, las vendaba con cinta aislante. Dormía cuando sentía necesidad, y nada más levantarse reanudaba la marcha. Caminaba bajo las estrellas y a la tenue luz de la luna, apenas visible de tan fina, que hacía resplandecer los troncos, confiriéndoles un aspecto óseo. Avanzaba contra viento y marea, bajo cielos blanqueados por el sol. Tenía la sensación de haber estado toda la vida esperando el momento de echar a andar. Ya no sabía qué distancia había recorrido, sólo que seguía adelante. La pálida piedra de Cotswold dio paso al ladrillo rojo de Warwickshire, y el paisaje fue allanándose a medida que se adentraba en el centro de Inglaterra. Al llevarse la mano a la boca para ahuyentar a una mosca, notó una incipiente y tupida barba. Queenie viviría. Estaba seguro.
Sin embargo, lo más extraño era que un conductor que lo adelantara y reparara de reojo en un vejestorio con camisa y corbata, acaso con unos mocasines náuticos, no vería más que a un hombre corriente y moliente, caminando al borde de la carretera. Era tan hilarante, y él se sentía tan feliz, tan en armonía con la tierra que pisaba, que hubiese reído a mandíbula batiente de lo simple que era todo.
Desde Stratford se abrió paso hasta Warwick. Al sur de Coventry, conoció a un joven afable de ojos azul claro y patillas por debajo de los pómulos. Dijo llamarse Mick y lo invitó a un refresco. Alzando su jarra de cerveza, brindó por el coraje de Harold.
—¿Así que se pone a merced de completos extraños? —preguntó.
—No. Soy cuidadoso —repuso Harold, sonriendo—. No merodeo por el centro de las ciudades tras la puesta de sol. Evito los problemas. Pero en general las personas que se detienen a escuchar son también aquéllas que están dispuestas a ayudar. Hubo uno o dos momentos en que pasé miedo. En la A439 temí que un hombre fuera a atracarme, cuando en realidad sólo quería darme un abrazo. El cáncer se había llevado a su mujer. Lo prejuzgué porque le faltaban los incisivos. —Harold se fijó en sus propios dedos, que rodeaban el vaso: la piel curtida, las uñas quebradizas y marrones.
—¿Y de veras cree que llegará a Berwick?
—No malgasto mis fuerzas y no pierdo el tiempo holgazaneando. Si sigo poniendo un pie delante del otro, es obvio que algún día llegaré. Empiezo a creer que pasamos mucho más tiempo sentados del que deberíamos. —Sonrió—. ¿Para qué íbamos a tener pies, si no?
El joven se humedeció los labios, como si saboreara algo.
—Lo que está haciendo usted es un peregrinaje por el siglo veintiuno. Es increíble. La suya es la clase de historia que la gente quiere oír.
—¿Sería mucho pedir que me invitaras a una bolsa de patatas fritas con sal y vinagre? No he comido nada desde el mediodía.
Antes de que se separaran, Mick pidió a Harold que le dejara hacerle una fotografía con el móvil.
—Es únicamente para recordarle. —Como no quería molestar con el flash a varios clientes habituales que jugaban a los dardos, añadió—: ¿Le importaría salir, para que pueda sacarlo solo?
Le pidió a Harold que posara debajo de un letrero que señalaba al noroeste, hacia Wolverhampton.
—No es allí a donde me dirijo —apuntó Harold, pero Mick replicó que ese detalle no se apreciaría en la foto.
—Míreme como si estuviera hecho polvo —sugirió Mick.
Harold comprobó que no le suponía esfuerzo hacer lo que le pedía el joven.
Bedworth. Nuneaton. Twycross. Ashby de la Zouch. Cruzó Warwickshire, las afueras occidentales de Leicestershire, y se adentró en Derbyshire. Avanzaba sin desfallecer. Había días en que recorría más de veinte kilómetros, y otros en los que las calles llenas de edificios lo aturdían, y apenas alcanzaba a cubrir la mitad de esa distancia. El cielo pasaba del azul al negro y viceversa. El suave y ondulante contorno de las colinas se intercalaba con ciudades industriales y pueblos.
Cuando llegó a Ticknall, se sorprendió de que dos excursionistas lo observaran boquiabiertos. Al sur de Derby, un taxista lo adelantó y lo miró alzando el pulgar, y un músico callejero con un gorro de bufón morado dejó de tocar el acordeón para dedicarle una sonrisa de oreja a oreja. En Little Chester, una niña de un rubio dorado le ofreció un zumo de fruta y se abrazó a sus rodillas, exultante. Al día siguiente, en Ripley, un grupo de bailes tradicionales dejó sus cervezas para aplaudirle.
Alfreton. Clay Cross. La silueta de la aguja torcida de Chesterfield le anunció que se adentraba en el parque natural del Distrito de los Picos. En un desayuno de puertas abiertas en Dronfield, un hombre le ofreció su bastón de madera de sauce y le dio palmadas en el hombro. Once kilómetros más allá, una dependienta de Sheffield le ofreció su móvil para que pudiera llamar a casa. Maureen le aseguró que estaba bien, aunque la ducha goteaba. Luego le preguntó si había visto las noticias.
—No, Maureen. No he leído un diario desde el día que me fui. ¿Qué pasa?
No estaba seguro, pero le pareció que su mujer había emitido un breve sollozo.
—Bueno, pues pasa que la noticia eres tú, Harold —anunció—. Queenie Hennessy y tú. Estáis por todas partes.