—Buenas tardes. Llamo para interesarme por una paciente llamada Queenie Hennessy. Recibí una carta suya hará poco más de un mes.
El vigésimo sexto día, a unos diez kilómetros al sur de Stroud, Harold había decidido hacer un alto en el camino. Había desandado los ocho kilómetros y medio que lo separaban de Bath y desde allí seguido otros cuatro días a lo largo de la A46, pero, atormentado por la idea de haberse equivocado de dirección, le costaba avanzar. Los arbustos que hasta entonces flanqueaban la carretera se habían visto reducidos a cunetas y muros de mampostería. El paisaje iba ensanchándose, abriéndose a izquierda y derecha. Las gigantescas torres de alta tensión se sucedían hasta donde alcanzaba la vista. Observaba todas estas cosas, pero el porqué de las mismas no despertaba su interés. En todo caso, la carretera nunca acababa y el cumplimiento de su promesa se postergaba indefinidamente. Harold tenía que hacer acopio de fuerzas para seguir adelante, aun sabiendo que nunca lo conseguiría.
¿Por qué había derrochado tanto tiempo contemplando el cielo y las colinas, hablando con desconocidos, pensando en la vida y evocando el pasado, cuando podía haber ido en coche desde el primer momento? Por supuesto que jamás llegaría con sus mocasines náuticos. Por supuesto que Queenie no podía seguir viva sólo porque él se lo hubiera pedido. A diario, un cielo blancuzco se cernía sobre él, alumbrado por un haz de luz plateada. Harold agachaba la cabeza para no ver los pájaros que revoloteaban ni el tráfico racheado. Se sentía más solo y dejado de la mano de Dios que si hubiese coronado la cima de una montaña remota.
Finalmente tomó una decisión, no pensando sólo en él, sino también en Maureen. La añoraba cada vez más. Sabía que había perdido su amor, pero no podía marcharse y dejarla recogiendo los añicos de su relación. Ya le había dado demasiados disgustos. Y luego estaba David. Desde que había partido de Bath, se sentía dolorosamente distante de su hijo. Los echaba de menos a ambos.
Y por último estaba la cuestión económica. Las pensiones en que se alojaba eran baratas, pero aun así no podía seguir gastando tanto dinero. Le había consternado comprobar el saldo de su cuenta corriente. Así que si Queenie seguía con vida y tenía algún interés en que él fuera a verla, cogería el tren. Llegaría a Berwick al anochecer.
—¿Había telefoneado usted antes? —preguntó una voz femenina al otro lado de la línea.
Harold se preguntó si sería la misma enfermera a quien dejó el primer mensaje. Aquélla tenía acento escocés, creyó recordar, ¿o era irlandés? Estaba demasiado cansado para acordarse.
—¿Podría hablar con Queenie?
—Lo siento, pero me temo que no.
La respuesta fue un jarro de agua fría.
—¿Acaso ha…? —Sintió una punzada en el pecho—. ¿Es que se ha…? —No podía decirlo.
—¿Es usted el caballero que viaja a pie?
Harold tragó saliva. Repuso que sí, que era él. Se disculpó.
—Señor Fry, Queenie no tiene familia ni amigos. Cuando los pacientes no tienen por quién seguir viviendo, suelen durar poco. Esperábamos su llamada con mucha ilusión.
—Entiendo. —Harold fue incapaz de añadir nada más. Sólo alcanzaba a escuchar. Hasta la sangre se le había helado.
—Después de su llamada, todos notamos un gran cambio en ella. Fue espectacular.
Harold imaginó un cuerpo en una camilla, rígido e inerte. Supo lo que significaba llegar demasiado tarde para cambiar algo.
—Sí —contestó con un susurro ronco. Y puesto que su interlocutora no decía más, añadió—: Entiendo.
Apoyó la frente contra el cristal de la cabina, después la mano, y cerró los ojos. Si tan sólo pudiera dejar de sentir…
La mujer resopló ruidosamente, casi como si se le escapara la risa, lo que no podía ser.
—Jamás hemos visto nada igual. Hay días en que hasta se incorpora. Nos enseña todas sus postales.
—¿Cómo dice? —inquirió él, sin comprender.
—Está esperándolo, señor Fry. Como le dijo usted que debía hacer.
Para su propia sorpresa, un grito de alegría brotó de su interior.
—¿Está viva? ¿Está mejor? —Rompió a reír, aunque no era su intención, y las carcajadas fueron en aumento, sucediéndose en oleadas mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas—. ¿Está esperándome? —Abrió la puerta de la cabina y asestó un puñetazo al aire.
—Cuando llamó usted y nos habló de su viaje, temí que no comprendiera la gravedad de su estado. Pero, verá, me equivoqué. Es bastante inusual como forma de terapia. No sé cómo se le ocurrió algo así, pero a lo mejor es justo lo que necesita el mundo: menos lógica y más fe.
—Sí, sí. —Harold seguía riendo, incapaz de parar.
—¿Me permite que le pregunte cómo va el viaje?
—Bien, muy bien. Ayer, o quizá anteayer, hice noche en Old Sodbury. También dejé atrás Dunkirk. Ahora, si no me equivoco, estoy en Nailsworth. —Incluso aquellos nombres le parecían graciosos.
Al otro lado de la línea, su interlocutora también reía.
—Sabe Dios de dónde saldrán todos esos nombres. ¿Cuándo tiene previsto llegar?
—A ver que piense… —Se sonó y de paso se enjugó las últimas lágrimas. Consultó el reloj, preguntándose cuánto podía tardar en coger un tren, y cuántos transbordos debería hacer. Luego volvió a imaginar el espacio que lo separaba de Queenie: las colinas, las carreteras, la gente, el cielo. Lo vio todo como la primera tarde, pero con una diferencia sustancial: él aparecía ahora en las imágenes. Estaba un poco decaído, un poco cansado, le había vuelto la espalda al mundo, pero no le fallaría a Queenie—. Dentro de unas tres semanas. Más o menos.
—¡Dios santo! —exclamó la mujer entre risas—. Se lo diré.
—Y dígale que no se rinda. Dígale que seguiré caminando. —Empezó a reír de nuevo porque ella también lo hacía.
—Eso también se lo diré.
—Aunque esté asustada, debe esperarme. Tiene que seguir con vida.
—Creo que lo hará. Bendito sea, señor Fry.
Caminó sin detenerse toda la tarde, hasta que la noche lo sorprendió. La violenta incertidumbre que se había adueñado de él antes de llamar a Queenie se había disipado como por arte de magia. Había sorteado un gran peligro. Al fin y al cabo, los milagros existían. Si se hubiese subido a un tren o un coche, estaría a punto de llegar a su destino, creyendo hacer lo correcto, cuando en realidad no podría estar más equivocado. Había estado a punto de tirar la toalla, pero algo había ocurrido y ahora sabía que debía seguir. No volvería a flaquear.
La carretera partía de Nailsworth, bordeaba las viejas fábricas y se adentraba en la periferia de Stroud. A medida que bajaba hacia el centro, pasó ante unas casas adosadas con fachada de ladrillo, una de las cuales aún tenía andamios y escaleras; también había un contenedor para escombros en la calzada, en el cual llamó su atención un bulto. Se detuvo, apartó varios tableros de contrachapado y encontró un saco de dormir. Lo sacudió para quitarle el polvo; aunque estaba rasgado y el relleno asomaba por el agujero como una suave lengua blanca, el corte era superficial y la cremallera seguía intacta. Enrolló el saco para transportarlo y se dirigió a la casa. En la planta baja habían encendido unas luces. El matrimonio propietario se encontraba por allí, y tras escuchar la historia de Harold le ofrecieron una silla plegable, una tetera eléctrica y una esterilla de yoga. Él les aseguró que con el saco de dormir tenía más que suficiente.
—Lleve usted mucho cuidado —le advirtió la esposa—. La semana pasada, sin ir más lejos, cuatro hombres armados entraron a robar en la gasolinera en que solemos repostar.
Le prometió que no bajaría la guardia, aunque lo cierto es que había aprendido a confiar en la bondad elemental de la gente, y se despidió.
La oscuridad se hizo más densa y se posó como un manto de piel sobre tejados y árboles.
Harold observó los recuadros de luz amarillenta que se abrían en las casas, a las personas que se afanaban dentro, ocupadas en sus cosas. Las imaginó metiéndose en la cama y tratando de conciliar el sueño. Volvió a sorprenderlo lo mucho que le importaban aquellas vidas, y el alivio que experimentaba al saber que se encontraban a salvo, resguardadas de la intemperie, mientras él era libre de seguir caminando. Al fin y al cabo, siempre había sido así. Siempre había permanecido un poco al margen de todo. La luna surgió sobre el horizonte, redonda como una moneda de plata al emerger del agua.
Probó a abrir la puerta de un cobertizo, pero estaba cerrada con candado. Dio vueltas por un campo deportivo sin hallar un cobijo digno de tal nombre, y luego avistó un edificio en construcción cuyas ventanas estaban selladas con láminas de plástico. Pero no quería entrar allí donde no fuera bienvenido. Jirones de nubes relucían sobre un cielo entreverado de negro y plata, como la piel de una caballa. Un pálido resplandor azulado bañaba la carretera y los tejados.
Tras una empinada cuesta, llegó a un sendero embarrado que conducía a un granero. No había perros ni coches a la vista. El tejado era de chapa de cinc, al igual que tres paredes, pero la cuarta era de lona impermeable. Levantó una esquina y se agachó para entrar. Dentro, reinaba un olor dulce y seco a la vez, y un silencio acolchado.
Las balas de heno se amontonaban formando unas pilas bajas y otras altas hasta el techo. Se encaramó a una de ellas afianzando los pies con más facilidad de la esperada en medio de la oscuridad. El heno crujía bajo los náuticos, suave al tacto. Una vez en lo alto, desenrolló el saco de dormir y se arrodilló para abrir la cremallera lateral. Se metió dentro y se quedó inmóvil, aunque lo inquietaba que, de madrugada, pudiera coger frío en la cabeza y la nariz. Hurgando en la mochila, reconoció al tacto la suave lana de la boina que había comprado para Queenie. A ella no le importaría prestársela. Al otro lado del valle, las luces de las casas titilaban.
Su mente ganó en lucidez a medida que su cuerpo fue relajándose. La lluvia empezó a tamborilear sobre el tejado y la lona, un sonido agradable que lo acunaba, como cuando David era un bebé y Maureen le cantaba para dormirlo. Tan pronto como se interrumpía, Harold lo echaba de menos, como si ese sonido se hubiese convertido en parte de su mundo. Sintió que ya no había ningún obstáculo sustancial entre la tierra, el cielo y su persona.
Despertó poco antes del alba. Se incorporó apoyándose en un codo y miró por las rendijas mientras el día ahuyentaba la noche y la luz se derramaba sobre el horizonte, aún pálido e incoloro. Los pájaros empezaron a trinar a medida que las distancias se perfilaban y el día iba consolidándose. El cielo viró del gris al crema, el melocotón y el añil antes de desembocar en el azul. Una suave lengua de niebla reptaba por la hondonada del valle, de modo que las cimas de las colinas y las casas parecían despuntar sobre un mar de nubes. La luna ya no era más que un tenue espejismo.
Lo había conseguido. Había pasado su primera noche al raso. Experimentó un sentimiento de incredulidad que enseguida devino en alegría. Pataleó en el suelo para desentumecer los pies y se caldeó las manos ahuecándolas contra la boca, deseando poder contarle a su hijo lo que acababa de hacer. El canto de los pájaros y el despertar de la vida colmaban el aire maravillosamente.
Enrolló con firmeza el saco de dormir y se puso en marcha.
Siguió caminando todo el día, agachándose junto a las fuentes que encontraba, donde bebía a manos llenas un agua fría y cristalina. Se detuvo en un puesto junto a la carretera para tomarse un café y un kebab. Cuando le habló al encargado de su viaje, éste insistió en no cobrarle. Su madre también estaba recuperándose de un cáncer, y para él era un placer invitarlo. A cambio, Harold le ofreció la botella de agua medicinal que llevaba consigo desde Bath. Ya compraría otra por el camino. En Slad, desde donde continuó hacia Birdlip, una mujer de rostro amable lo miró desde una ventana alta y le sonrió. El sol brillaba entre las hayas del bosque de Cranham y se derramaba sobre la hojarasca que alfombraba el suelo, dibujando una temblorosa filigrana luminosa. Harold pasó su segunda noche al raso, resguardándose en un cobertizo para la leña que halló vacío, y al día siguiente se encaminó a Cheltenham con el valle de Gloucester a su izquierda, como un cuenco gigante.
A lo lejos, las Black Mountains y las Malvern Hills cabalgaban a lomos del horizonte. Acertó a distinguir los techos de las fábricas y el contorno neblinoso de la catedral de Gloucester junto a otras formas diminutas que debían de ser las casas y los coches. Cuántas cosas había allí abajo, cuánta vida, ajetreada en su cotidiano afán de mantenerse a flote, de sufrir y luchar sin saber que él estaba arriba, contemplándolo todo. Una vez más, sintió con gran intensidad que estaba a la vez dentro y fuera de cuanto veía, que algo lo unía a todo aquello, pero que al mismo tiempo solamente estaba de paso. Empezó a comprender que lo mismo podría aplicarse a su viaje: era y no era parte de las cosas que veía.
Para llegar a su destino debía permanecer fiel al sentimiento que había inspirado su aventura. Poco importaba que otras personas en su lugar lo hubiesen hecho de un modo distinto. En realidad, era inevitable. Seguiría el trazado de las carreteras porque, salvo en las contadas ocasiones en que lo adelantaba un coche a gran velocidad, se sentía más seguro en ellas. Poco importaba que no llevara un teléfono móvil. O que no hubiese planeado la ruta, ni llevado consigo un mapa de carreteras. Tenía un mapa distinto, el de su mente, compuesto por todas las personas y todos los lugares que iba encontrando a su paso. Tampoco renunciaría a sus náuticos porque, pese a estar desgastados y maltrechos, eran suyos. Había constatado que cuando una persona se encuentra de paso y se distancia de aquello que le es conocido, las cosas extrañas adquieren un significado nuevo. Sabiéndolo, le parecía importante permitirse ser fiel a las intuiciones que lo hacían ser quien era y lo distinguían de los demás.
Todo esto le parecía muy lógico y razonable. ¿Cómo explicar, entonces, que algo siguiera inquietándolo? Hundió las manos en los bolsillos y jugueteó con la calderilla.
Recordó la amabilidad de la mujer que le había dado de comer, y también la de Martina. Le habían ofrecido consuelo y abrigo, pese a su temor a aceptarlos, y al hacerlo había aprendido algo nuevo. Saber recibir era un don tan grande como saber dar, pues requería coraje y humildad. Pensó en la paz hallada en aquel granero, metido en un saco de dormir. Dejó que todos estos pensamientos afloraran a su mente mientras bajo su cuerpo la tierra parecía derretirse y distanciarse tanto como el cielo. Y, de pronto, lo supo. Supo qué debía hacer para llegar a Berwick.
En Cheltenham, Harold regaló su detergente en polvo a un estudiante que se disponía a entrar en una lavandería automática. Al pasar por delante de una mujer de Prestbury que no encontraba las llaves en su bolso, le regaló su linterna de dinamo. Al día siguiente, ofreció las tiritas y la crema antiséptica a la madre de un niño lloroso al que le sangraba la rodilla, y de paso también el peine, como por descuido. La guía de Gran Bretaña se la dio a una perpleja pareja de alemanes que se había perdido cerca de Cleeve Hill y, puesto que se había aprendido el diccionario botánico de memoria, sugirió que tal vez pudieran utilizarlo. Envolvió de nuevo los regalos para Queenie: el tarro de miel, el cuarzo rosado, el pisapapeles con purpurina, el llavero romano y la boina de lana. Empaquetó los recuerdos que había adquirido recientemente para Maureen y los llevó a una oficina de correos. Conservó la brújula y la mochila, puesto que no eran suyos y por tanto no tenía derecho a regalarlos.
Decidió poner rumbo a Broadway, cruzando Winchcombe, y desde allí dirigirse a Mickleton, Clifford Chambers y finalmente Stratford-on-Avon.
Dos días después, Maureen estaba guiando las plantas de las judías alrededor del encañizado cuando la llamaron desde la verja para que recogiera un paquete. Contenía varios regalos, así como la cartera de Harold, su reloj y una postal con la foto de una lanuda oveja de Cotswold en cuyo dorso había escrito:
Querida Maureen:
En este paquete encontrarás mi tarjeta de crédito y otros objetos personales. He decidido seguir adelante sin tantas cosas. Si me atengo a lo principal, sé que llegaré. Pienso mucho en ti.
H.
Maureen subió la empinada cuesta que conducía a la casa como flotando.
Guardó la cartera en el cajón de la mesilla de noche de Harold, debajo de aquellas fotografías de David y ella. Luego clavó la postal con una chincheta en el mapa de Rex.
—Ay, Harold —murmuró, preguntándose si, pese a la distancia cada vez mayor que los separaba, la oiría de algún modo.