17
Maureen y el huerto

—Sí, David —contestó Maureen—. Sigue caminando. Me llama casi todas las noches. Y Rex está siendo muy amable. En cierto sentido, me siento casi orgullosa de tu padre. Ojalá supiera cómo decírselo.

Tumbada en la cama de matrimonio que en tiempos compartió con Harold, contemplaba el rectángulo resplandeciente de sol atrapado tras los visillos bordados. Habían ocurrido tantas cosas en una semana que a veces tenía la sensación de estar en la piel de otra mujer.

—Me envía postales, y algún regalo de vez en cuando. Parece sentir predilección por los bolígrafos. —Hizo una pausa, temerosa de haber ofendido a su hijo al ver que éste no contestaba—. Te quiero, cariño —dijo. Sus palabras se fueron desvaneciendo como un hilillo de agua, pero él seguía en silencio—. Debería dejar de agobiarte —concluyó al fin.

No era tanto que la aliviara interrumpir la conversación con su hijo como que, por primera vez, había empezado a sentirse incómoda cuando hablaban. Había creído que disfrutarían de mayor intimidad en ausencia de Harold, y sin embargo, pese a disponer de horas para contarle cómo iban las cosas si así lo deseaba, descubrió que estaba demasiado ocupada. O bien empezaba a hablar y al poco le resultaba evidente que David no estaba escuchándola. Halló motivos para no limpiar la habitación de su hijo. Hasta dejó de pensar que cualquier día lo vería aparecer por la puerta.

El punto de inflexión había sido el viaje a Slapton Sands. Aquella noche había buscado a tientas la cerradura de la puerta y tras dar las gracias a Rex, que ya se dirigía a su puerta al otro lado de la cerca colindante entre ambas propiedades, había subido la escalera sin quitarse los zapatos y se había ido directo a la habitación de matrimonio. Una vez allí, se había dejado caer en la cama sin desvestirse y había cerrado los ojos. A medianoche se había percatado de dónde estaba con un hormigueo de pánico, seguido de una sensación de alivio. Se había acabado. No sabía el qué exactamente, tan sólo que se trataba de una imprecisa y dolorosa carga. Se había tapado con el edredón y abrazado a la almohada de Harold, que olía a jabón Pears y a él. Al despertar más tarde había tenido la misma sensación de levedad derramándose como agua tibia por todo su ser.

Después, había sacado su ropa en grandes brazadas de la habitación de invitados y la había colgado en el armario de la de matrimonio, en el extremo opuesto de la misma barra que sostenía la de Harold. Se había retado a que cada día que pasara sin él intentaría hacer algo nuevo. Llevó el montón de recibos sin abrir a la mesa de la cocina, junto con el talonario, y empezó a pagarlos. Llamó a la mutua para comprobar si el seguro médico de Harold estaba en regla. Llevó el coche al taller y pidió que le ajustaran la presión de los neumáticos. Hasta se recogió el pelo con un viejo pañuelo de seda, como hacía en tiempos. Cuando Rex apareció de forma inesperada junto a la cerca del jardín, se llevó rápidamente la mano a la cabeza para deshacer el nudo.

—Parezco tonta —dijo.

—En absoluto, Maureen.

Su vecino aparentaba rumiar algo. A veces, mientras hablaban del jardín o del paradero de Harold, un pensamiento parecía cruzarle la mente y sellarle los labios. Cuando Maureen le preguntaba si se encontraba bien, él se limitaba a asentir. «Espera y verás —solía añadir—. Tengo una idea». Maureen tenía la corazonada de que se trataba de algo relacionado con ella.

La semana anterior, mientras quitaba el polvo acumulado tras los visillos bordados de la ventana de la habitación, no había podido evitar asomarse para ver al cartero, que entregaba a Rex algo empaquetado en un cilindro de cartón. Al día siguiente, desde la misma atalaya, había espiado a su vecino mientras éste subía con dificultad por el empinado sendero de entrada con un tablón del tamaño de una ventana que trataba de ocultar bajo una manta de cuadros escoceses sacada del coche. Maureen estaba intrigada. Había salido a esperarlo en el jardín; hasta había sacado un cesto con la colada seca y había vuelto a tenderla, pero Rex no había aparecido en toda la tarde.

Había llamado a su puerta para preguntarle si tenía bastante leche, a lo que él, sin apenas abrirla, había farfullado que sí, y que aquella noche iba a acostarse pronto. Sin embargo, a las once de la noche, cuando Maureen había salido al jardín trasero para comprobar que todo estaba en orden, había visto luz en la cocina de Rex y a él trajinando de aquí para allá.

El día después, un golpeteo en el buzón la había hecho precipitarse hasta el recibidor. Un extraño objeto de forma cuadrada se hallaba apoyado contra el cristal esmerilado de la puerta, sobre el que flotaba lo que parecía una pequeña cabeza. Al abrir, encontró a Rex detrás de un gran paquete plano envuelto en papel de estraza y atado con cordel.

—¿Te importa que pase? —preguntó, apenas capaz de hablar.

Maureen no recordaba la última vez que alguien le había hecho un regalo sin que fuera Navidad ni su cumpleaños. Tras hacerlo pasar a la sala de estar, le ofreció té o café. Rex insistió en que no había tiempo para eso; tenía que abrir el regalo cuanto antes.

—Rasga el papel, Maureen —sugirió.

Pero ella no podía. Era demasiado emocionante. Al despegar una esquina del papel de estraza entrevió un marco de madera, que también había asomado bajo el otro extremo. Rex, sentado con las manos entrelazadas sobre el regazo, levantaba los pies como si saltara sobre una cuerda invisible cada vez que ella despegaba otro trozo de papel, reprimiendo una exclamación.

—¡Vamos, vamos! —la urgió.

—¿Qué demonios es?

—Sácalo de una vez. Va. Míralo sin miedo, Maureen. Lo he hecho para ti.

Era un mapa de Inglaterra de grandes dimensiones, montado sobre un tablón de corcho. En el dorso había atornillado dos pequeños ganchos, para poder colgarlo. Rex señaló Kingsbridge, y Maureen vio una chincheta junto al nombre de la ciudad, y anudado a ésta un hilo azul que se extendía hasta Loddiswell. Desde allí, la línea azul seguía hasta South Brent, y luego hasta la abadía de Buckfast. La ruta de Harold hasta la fecha, señalada con hilo azul y jalonada de chinchetas, terminaba en Bath.

En el extremo norte de Inglaterra, Berwick-upon-Tweed aparecía señalado con rotulador fluorescente verde y un pequeño banderín de fabricación casera. Rex se había acordado incluso de añadir al regalo otra caja de chinchetas para que Maureen pudiera exponer las postales de Harold.

—Puedes pegarlas en las zonas del país que Harold no va a visitar —sugirió Rex—. Como Norfolk o el sur de Gales. Seguro que quedan bien.

Luego colocó unos clavos en la pared de la cocina y colgaron el mapa por encima de la mesa para que Maureen pudiera ver dónde estaba Harold en todo momento y rastrear su itinerario. El tablón quedó un poco torcido porque Rex no se aclaraba con el taladro, y el primer taco se había hundido en la pared como si ésta fuera de mantequilla. Sin embargo, si lo miraba con la cabeza un poco ladeada, apenas se apreciaba la inclinación. Además, como le había dicho a Rex, daba igual que las cosas no quedaran perfectas.

También en eso se había operado un cambio en Maureen.

A partir de entonces empezaron a salir juntos a diario. Ella lo acompañaba al cementerio, a llevar flores a Elizabeth, y más tarde paraban a tomar el té en Hope Cove. Visitaron Salcombe y cruzaron el estuario a bordo de una embarcación, y otra tarde él la llevó en coche hasta Brixham para comprar cangrejos. Pasearon por la carretera de la costa en dirección a Bigbury y comieron marisco fresco en el Oyster Shack. Rex le dijo que le sentaba bien salir de casa, y que esperaba no ser una molestia para ella, a lo que Maureen le aseguró que su compañía también la ayudaba a no pensar demasiado. Estaban sentados ante las dunas de Bantham cuando le contó que Harold y ella habían llegado a Kingsbridge cuarenta y cinco años atrás, al poco de casarse, con muchas esperanzas.

—No conocíamos a nadie, pero nos daba igual. Sólo nos necesitábamos el uno al otro. Harold tuvo una infancia difícil. Creo que quería mucho a su madre. Y su padre debió de sufrir un colapso nervioso tras la guerra. Yo me había propuesto ser cuanto él nunca había tenido. Quería darle un hogar y una familia. Aprendí a cocinar. Cosí cortinas. Encontré cajas de madera y las uní con clavos para fabricar una mesa de centro. Harold aró el terreno delante de casa para que yo tuviera un huerto, y planté de todo: patatas, judías, zanahorias. —Rio al recordarlo—. Fuimos muy felices. —Era tan gratificante hablar de aquellos tiempos que lamentó no tener más palabras para describirlos—. Muy felices —repitió.

La marea estaba tan baja que la arena bañada por el sol presentaba un aspecto vidrioso. Una lengua de tierra se extendía entre la orilla y Burgh Island, sembrada de coloridos cortavientos y pequeñas tiendas con forma de iglú que la gente había llevado. Los perros correteaban por la arena, persiguiendo palos y pelotas; los niños iban arriba y abajo con cubos y palas, y al fondo el mar resplandecía. Maureen pensó en lo mucho que David había deseado tener un perro. Buscando a tientas su pañuelo, pidió a Rex que no le hiciera caso. Tal vez fuera el hecho de volver a Bantham tantos años después. Cuántas veces había culpado a Harold de que David hubiese estado en un tris de ahogarse.

—Le he dicho tantas cosas que no sentía… Es como si, aunque piense algo agradable de Harold, cuando llega a mis labios se ha convertido en algo malo. Y cuando él intenta contarme alguna cosa, antes de que acabe la frase ya he soltado un «Creo que no».

—Yo solía enfadarme con Elizabeth porque no cerraba el tubo del dentífrico. Ahora tiro la tapa en cuanto empiezo un tubo nuevo. He llegado a la conclusión de que no la quiero para nada.

Maureen sonrió. La mano de Rex descansaba cerca de la suya. La alzó y se acarició la protuberancia huesuda de la garganta, notándose la piel tersa.

—Cuando era joven, veía a la gente de nuestra edad y daba por sentado que mi vida estaba resuelta. Nunca se me ocurrió que podía llegar a los sesenta y tres años hecha un lío.

Eran muchas las cosas que Maureen deseaba haber hecho de otro modo. Tumbada en la cama, en la habitación bañada por el sol, bostezaba y se estiraba buscando los bordes del colchón con manos y pies, incluso los rincones alejados y fríos. Luego dirigía los dedos hacia su propio cuerpo. Se tocaba las mejillas, la garganta, el contorno de los pechos. Imaginaba las manos de Harold en su cintura, los labios sobre los suyos. Se notaba la piel flácida, y la yema de sus dedos ya no poseía la sensibilidad de su juventud, pero el corazón seguía latiéndole con fuerza y la sangre le bullía en las venas. Desde la calle oyó cerrarse la puerta de casa de Rex. Se incorporó de golpe. Instantes después, su coche arrancó y Maureen lo oyó alejarse. Volvió a acurrucarse bajo el edredón, moldeándolo como si fuera otro cuerpo.

La puerta del armario estaba entornada, dejando a la vista la manga de una camisa de Harold, visión que le provocó una punzada del viejo dolor. Apartó el edredón, decidida a encontrar algo para entretenerse. El pasatiempo perfecto se le ocurrió al pasar ante el armario.

Durante muchos años, Maureen había sido fiel a la costumbre, heredada de su madre, de ordenar la ropa según la estación del año. Las prendas de invierno se colgaban a un extremo de la barra, junto con los jerséis gruesos, mientras que las de verano ocupaban el extremo opuesto de la barra, al lado de las chaquetas y rebecas de entretiempo. Sin embargo, en el afán de volver a dejar su propia ropa en el armario, Maureen no se había percatado de que la ropa de su marido había quedado mezclada sin orden ni concierto, ajena a distinciones de clima, grosor o tejido. Decidió repasar las prendas una a una, tirar las que ya no fuera a necesitar y colgar las demás debidamente.

Allí estaban los trajes que usaba para el trabajo, raídos en las solapas; los sacó del armario y los tendió sobre la cama. Había bastantes chaquetas de lana, todas con los codos gastados; les cosería parches. Al revisar una selección de camisas, unas blancas, otras a cuadros, se topó con la chaqueta de tweed que Harold había comprado cuando David se licenció. Sintió un golpeteo en el pecho, como si hubiera algo atrapado en su interior. Hacía años que no veía esa chaqueta.

La sacó de la percha y la sostuvo ante sí, a la altura de los hombros de Harold. Retrocedió veinte años y volvió a verse a sí misma y a su esposo de pie a las puertas de la capilla del King’s College, en Cambridge, incómodos en sus trajes nuevos, apostados exactamente donde David les había dicho que lo esperaran. Ella llevaba un vestido de satén cuyo color, ahora que lo pensaba, recordaba al de un crustáceo hervido y seguramente armonizaba con sus mejillas. Vio a Harold con los hombros tan encorvados que los brazos se le abrían en un ademán rígido, como si las mangas de la chaqueta no fueran de tela, sino de madera.

Entonces lo había culpado a él y se había reprochado a sí misma no haber repasado las indicaciones de David. Los nervios la habían hecho despotricar contra Harold. Esperaron más de dos horas, para al final darse cuenta de que estaban en el lugar equivocado. Se perdieron la ceremonia. Y si bien David se disculpó cuando se toparon con él a la salida de un pub (eso podía perdonársele: era un día de celebración), tampoco se presentó cuando quedaron para dar un paseo por el río. La pareja hizo el largo viaje de Cambridge a Kingsbridge en silencio.

—Ha dicho que se va a tomar unos días de vacaciones para hacer excursionismo —dijo Maureen al fin.

—Eso está bien.

—Sólo como algo temporal. Hasta que encuentre trabajo.

—Eso está muy bien —repitió Harold.

Las lágrimas de frustración formaron un nudo en la garganta de Maureen.

—Por lo menos tiene un título —le espetó—. Por lo menos podrá hacer algo con su vida.

David volvió a casa dos semanas más tarde, inesperadamente. No explicó por qué regresaba tan pronto, pero siempre llevaba encima una bolsa de viaje que producía un ruido metálico si golpeaba contra la barandilla, y a menudo conducía a su madre a un aparte para pedirle dinero. «La universidad lo ha dejado sin ganas de nada —aseguraba ella a modo de excusa los días que su hijo no se levantaba de la cama. O bien—: Sólo necesita encontrar un buen trabajo». Pero David no acudía a las entrevistas, o cuando iba olvidaba lavarse el pelo y peinarse. «Es demasiado inteligente», decía ella. Harold asentía sin rechistar, como era su costumbre, y Maureen sentía ganas de gritarle por fingir que la creía. Había momentos en que miraba a su hijo sin que él se diera cuenta y dudaba incluso de que se hubiese licenciado. Al echar la vista atrás, eran tantas las incoherencias de su conducta que dudaba hasta de las cosas que daba como ciertas. Y entonces sentía remordimientos por dudar de su hijo, pero culpaba de ello a Harold. «Por lo menos David tiene un porvenir —le decía—. Por lo menos tiene pelo». Cualquier cosa con tal de sacar a su marido de sus casillas. Un buen día empezó a desaparecer dinero de su cartera. Primero monedas, luego billetes. Maureen hacía la vista gorda.

A lo largo de los años, había preguntado a su hijo en numerosas ocasiones si podía haber hecho más por él, pero David siempre la había tranquilizado al respecto. Al fin y al cabo, era ella quien subrayaba las vacantes adecuadas en la sección de anuncios del diario, y quien pidió cita con el médico y lo llevó en coche a la consulta. Recordó que David había dejado caer la receta en su regazo, como si aquello no fuera con él. Le habían recetado Prothiaden para la depresión y Diazepam para la ansiedad, y también Temazepam por si, aun así, no lograba dormir.

—Qué cantidad de cosas —había dicho ella, levantándose apresuradamente del sofá de la sala de espera—. ¿Qué te ha dicho el médico, qué opina?

David se encogió de hombros y encendió otro cigarrillo.

Pero al menos desde entonces notó cierta mejoría. Maureen pasaba las noches alerta, mas al parecer David dormía de un tirón. Ya no se levantaba a desayunar a las cuatro de la madrugada, ni salía a dar paseos nocturnos en batín ni impregnaba la casa con el olor empalagoso del tabaco de liar. Hasta se mostraba seguro de que encontraría trabajo.

Maureen volvió a recordar el día que su hijo decidió alistarse en el ejército y no se le ocurrió nada mejor que afeitarse el cráneo. El cuarto de baño había quedado sembrado de mechones rizados, casi tantos como cortes se había hecho David allí donde le había temblado el pulso y se le había escapado la cuchilla. La atrocidad cometida contra aquella pobre cabeza, la pobre cabeza a la que Maureen quería con locura, casi la había hecho gritar.

Ahora, Maureen se sentó en la cama y ocultó el rostro entre las manos. ¿Qué más podían haber hecho?

—Ay, Harold. —Acarició la áspera lana de su chaqueta de tweed.

De pronto, sintió la necesidad apremiante de hacer algo completamente distinto, como si una descarga eléctrica la obligara a ponerse de nuevo en pie. Cogió el vestido color gamba que había llevado en la licenciatura de David y lo colgó en el centro de la barra. Luego tomó la chaqueta de Harold y la colocó en una percha junto al vestido. Las dos prendas parecían solitarias, demasiado distanciadas; Maureen recogió la manga de la chaqueta y la pasó por encima de la hombrera de tono coralino.

A continuación, emparejó cada uno de sus conjuntos con otro de Harold. Metió el puño de una blusa suya en el bolsillo del traje azul de su marido. Con el dobladillo de una falda rodeó la pernera de un pantalón, y con otro de sus vestidos abrazó el cárdigan azul de Harold. Era como si hubiese incontables Maureens y Harolds agazapados en su armario, a la espera de una oportunidad para salir. Aquello la hizo sonreír, y luego llorar, pero no cambió las prendas de sitio.

La interrumpió el coche de Rex al aparcar. Poco después oyó una sucesión de golpes sordos que parecía provenir de su propio jardín. Apartó los visillos y vio que su vecino había delimitado varios rectángulos de tierra con estacas y cordel y estaba excavándolos con una pala.

Al verla, la saludó con la mano.

—Con un poco de suerte, aún estamos a tiempo de plantar judías verdes.

Vestida con una vieja camisa de Harold, Maureen plantó veinte pequeños brotes y los ató a sendos rodrigones de bambú procurando no dañar sus delicados tallos verdes. Con las manos, compactó la tierra alrededor de las raíces y la regó. Al principio temía que las gaviotas picotearan los brotes o que las heladas de mayo los aniquilaran, pero, tras un par de días de constante vigilancia, sus temores se esfumaron. Con el tiempo, las plantas se fortalecieron y de sus tallos brotaron nuevas hojas. Maureen plantó hileras de lechugas, remolachas y zanahorias. Limpió de escombros el estanque ornamental.

Le gustaba notar la tierra bajo las uñas y ver crecer algo de nuevo.