Tenía la intención de permanecer poco tiempo en Bath. De su paso por Exeter había aprendido que las ciudades minaban su determinación. Necesitaba cambiarle la suela a sus náuticos, pero el zapatero estaba cerrado hasta mediodía por motivos familiares. A fin de aprovechar el tiempo, buscaría algún regalo para Queenie y Maureen. El sol caía a plomo sobre el cementerio de la abadía. La luz era tan cruda y deslumbrante que hubo de hacerse visera con la mano.
—Por favor, tengan la bondad de no apartarse de la fila.
Al mirar atrás, descubrió que se había sumado sin pretenderlo a un grupo de turistas extranjeros que, tocados con gorros de lona, iban de camino a las termas romanas. La guía era una joven inglesa de unos veinte años, facciones delicadas y un modo de vocalizar que delataba su pertenencia a la clase alta. Harold se disponía a explicarle que no formaba parte del grupo cuando, de pronto, ella le confió que aquélla era su primera visita como guía profesional.
—Ninguno de ellos tiene ni idea de lo que estoy diciendo —le susurró.
Su manera de hablar le recordó tanto a la de Maureen de joven que se quedó petrificado. Los labios de la muchacha temblaron como si fuera a llorar, así que él desistió de su propósito inicial y siguió con el grupo. En varias ocasiones intentó descolgarse o pasarse a otro grupo que casi había concluido la visita, pero cuando estaba a punto de escabullirse recordaba a su joven esposa con el abrigo azul y le faltaba valor para abandonar a la guía a su suerte. Dos horas más tarde, la visita terminó en la tienda de recuerdos, donde compró postales y sendos llaveros de mosaico para Maureen y Queenie. Le dijo a la chica que le había gustado especialmente la presentación que había hecho de la fuente sagrada. Qué listos eran los romanos, desde luego.
La joven arrugó levemente la nariz, como si percibiera un olor desagradable, y le preguntó si tenía previsto visitar el cercano balneario termal de Bath, donde podría disfrutar de unas pintorescas vistas de la ciudad así como de un inolvidable baño.
Abochornado, fue directo allí. Había tenido la precaución de lavar la ropa y asearse con regularidad, pero el cuello de la camisa se veía desgastado y tenía sucias las uñas. Sólo cuando había pagado la entrada y el alquiler de las toallas se acordó de que no llevaba bañador. Para comprarlo, hubo de salir y buscar una tienda de deporte cercana, lo que lo llevó a gastar más dinero que en ningún otro día hasta entonces. La dependienta le enseñó un amplio surtido de bañadores y gafas de buceo, y cuando él explicó que era más aficionado a caminar que a nadar, se empeñó en sacar fundas impermeables para la brújula y una selección de pantalones de senderismo rebajados.
Para cuando abandonó la tienda con el bañador en una bolsita, la acera había sido tomada por una muchedumbre y se vio retenido junto a la estatua de bronce de un caballero victoriano tocado con sombrero de copa.
—Estamos esperando a ese actor tan famoso —le explicó una señora que tenía al lado, con el rostro enrojecido y reluciente por el calor—. Ha venido a firmar su nuevo libro. Como me mire a los ojos, me desmayo.
Ver al famoso actor resultaba harto difícil, y más aún mirarlo a los ojos, porque al parecer era bastante bajo de estatura y avanzaba rodeado por un pelotón de dependientes de la librería uniformados de negro. La multitud prorrumpió en gritos y aplausos. Los fotógrafos sostuvieron las cámaras en alto y los fogonazos de los flashes se sucedieron como relámpagos. Harold se preguntó qué se sentiría al disfrutar de un éxito tan rotundo.
La mujer comentó que había bautizado a su perro en honor al actor. Era un cocker spaniel, aclaró. Deseaba poder contárselo al actor. Lo había leído todo sobre él en las revistas, lo conocía como si fueran amigos. Harold intentó apoyarse en la estatua para ver mejor, pero ésta le propinó un fuerte codazo en las costillas. El cielo, de un blanco cegador, relumbraba sobre sus cabezas. Harold empezó a sudar y la camisa se le pegó en el cuello y las axilas.
Cuando logró regresar al balneario, un grupo de chicas jóvenes que celebraban una despedida de soltera jugaban en el agua. No quiso asustarlas ni estorbarlas, así que se dio un rápido baño turco y se marchó. En el restaurante Pump Room preguntó si podía llevarse una muestra de agua medicinal para una buena amiga que vivía en Berwick-upon-Tweed. El camarero vertió un poco en una botella y le cobró cinco libras porque Harold había perdido su tíquet de entrada a las termas romanas. Ya era media tarde, y necesitaba volver a la carretera.
En los lavabos públicos, Harold se encontró lavándose las manos al lado del actor de la firma de libros. Lucía chaqueta y pantalones de piel, y botas de vaquero con algo de tacón. Estaba absorto en la contemplación de su propio reflejo, y se tiraba de la piel aquí y allá como si comprobara que no faltaba nada. De cerca tenía el pelo tan oscuro que parecía teñido. Harold no quería importunarlo. Se secó las manos y fingió pensar en otra cosa.
—No me diga que también tiene un perro que se llama como yo —le espetó el actor, mirándolo—. Le advierto que no estoy de humor.
Harold le aseguró que no tenía ningún perro, si bien de niño, añadió, le había mordido muchas veces un pequinés llamado Chinky. Quizá no fuera políticamente correcto, pero debía decir que a la propietaria del perro, una tía suya, no le importaban los sentimientos ajenos.
—Pero últimamente, desde que he emprendido un viaje a pie, he ido encontrándome con perros bastante más amistosos.
El actor se volvió de nuevo hacia el espejo y siguió perorando sobre la cuestión de la onomástica perruna, como si Harold no hubiese abierto la boca.
—Todos los días alguien se acerca a mí para contarme que le ha puesto mi nombre a su perro. ¡Como si tuviera que gustarme! No tienen ni puñetera idea.
Harold convino en que era lamentable, aunque pensó que el actor debería sentirse halagado. No imaginaba a nadie poniendo «Harold» a su mascota.
—Me he pasado años trabajando duro. Estuve una temporada entera en Pitlochry. Luego hago una película de época y hala, todo el mundo en este país cree que es original poner mi nombre al perro. ¿Ha venido usted a Bath por mi libro?
Harold le dijo que no y le habló muy someramente de Queenie. No consideró oportuno mencionar a las enfermeras que había imaginado ovacionándolo a su llegada a la residencia. El actor pareció escucharlo, y al final volvió a preguntarle si tenía un ejemplar del libro y si quería que se lo dedicara.
Harold accedió, pensando que el libro podría ser un detalle perfecto para Queenie; siempre le había gustado leer. Estaba a punto de preguntarle si no le importaba esperarlo un momento mientras iba a comprar un ejemplar, pero el actor se le adelantó.
—¿Sabe qué? No se moleste en comprarlo. Es una bazofia. No he escrito una sola palabra. A decir verdad, ni siquiera lo he leído. Soy un follador compulsivo y estoy enganchado a la coca. La semana pasada enculé a una tía y luego descubrí que tenía polla. Pero esa clase de cosas no salen en el libro.
—No, claro. —Harold miró de reojo hacia la puerta.
—Salgo en todas las tertulias de la tele, en todas las revistas. La gente cree que soy un ciudadano ejemplar, pero nadie sabe una mierda sobre mí. Es como ser dos personas a la vez… Ahora viene cuando usted me suelta que es periodista, ¿no? —El actor profirió una carcajada, pero en su risa había algo temerario y sombrío que le recordó a David.
—No soy periodista. Si lo fuera, creo que sería muy malo.
—Cuénteme otra vez por qué decidió llegar caminando a Bradford.
Harold musitó algo sobre Berwick y la necesidad de expiar los errores del pasado. La confesión del famosísimo actor lo había turbado, y aún estaba buscando en su interior un rincón donde guardarla.
—¿Y cómo sabe que esa mujer está esperándolo? ¿Le envió algún mensaje?
—¿Un mensaje? —repitió Harold, aunque lo había oído perfectamente. En realidad, trataba de ganar tiempo.
—¿Le dijo que desea que vaya a verla?
Harold abrió la boca y volvió a cerrarla varias veces, sin dar con las palabras adecuadas.
—¿Cómo funciona la cosa exactamente? —insistió el actor.
—Le mando postales —le contó Harold, tocándose la corbata—. Sé que está esperándome.
Harold sonrió y el actor le devolvió la sonrisa. Quería que se sintiera persuadido por sus palabras, porque no estaba seguro de que hubiese otro modo de explicarlo, y por un instante tuvo la impresión de que así era. Pero entonces el actor torció el gesto, como si acabara de notar un gusto extraño en la boca.
—Si yo estuviera en su lugar, me buscaría un coche.
—¿Perdón?
—A la mierda la caminata.
—La caminata es lo importante. Es lo que la mantendrá con vida. John Lennon se encerró en la cama una vez. Mi hijo tenía una foto suya en la pared de la habitación.
—Sí, pero Lennon también tenía en la cama a Yoko Ono y a la prensa de todo el mundo. Usted está más solo que la una y avanza a paso de tortuga. Tardará semanas en llegar a Berwick-upon-Tweed. ¿Y si resulta que ella no recibió su mensaje? Puede que se olvidaran de dárselo. —El actor frunció los labios y los arqueó en una mueca, como si estuviera considerando las implicaciones de semejante error de cálculo—. ¿Qué más da si va caminando o si alguien le acerca? Da igual cómo llegue. Lo importante es que vaya a verla. Le prestaré mi coche. Mi chófer. Podría plantarse allí esta misma noche.
La puerta se abrió y un caballero de pantalón corto se dirigió a los urinarios. Harold esperó a que terminara. Necesitaba contarle al famosísimo actor que una persona normal y corriente podía intentar hacer algo extraordinario aunque no pudiera explicarlo de un modo lógico. Pero no lograba dejar de pensar en un coche en dirección a Berwick. Aquel actor tenía razón. Había dejado un mensaje, había enviado postales, pero no tenía manera de saber si Queenie se lo había tomado en serio, ni siquiera si se había enterado de su llamada. Se imaginó sentado en el cálido interior del vehículo. Si aceptaba, podía estar allí en cuestión de horas. Apretó los puños para que las manos no le temblaran.
—No le habré ofendido, ¿verdad? —preguntó el actor con inusitada ternura—. Ya le he dicho que soy un imbécil.
Harold negó con la cabeza, pero no despegó los ojos del suelo. Deseó que el caballero de los pantalones cortos no estuviera mirando.
—Tengo que seguir caminando —contestó con un hilo de voz, ya no con la misma convicción de antaño.
El recién llegado se interpuso entre ambos para lavarse las manos, y de pronto empezó a reírse, como si hubiese recordado algo.
—Tengo que contárselo —dijo—. Verá, tenemos un perro…
Harold salió a la calle.
Una densa capa de nubes blancas cubría el cielo y se cernía sobre la ciudad como si pretendiera despojarla de todo resquicio de vida. En los bares y cafés, la gente tomaba las aceras. Bebedores y compradores se paseaban en mangas de camisa, y la piel que no había visto el sol en meses se teñía de un rojo escarlata. A pesar de que Harold se había quitado la cazadora, tenía que enjugarse el rostro a menudo en la manga de la camisa. Las cipselas flotaban como pelusa en el aire saturado. Cuando llegó al zapatero, aún no había abierto. Las correas de la mochila estaban empapadas de sudor y se le hincaban en los hombros. Hacía demasiado calor para seguir caminando y le fallaban las fuerzas.
Pensó que sería buena idea buscar refugio en la abadía, donde hallaría frescor entre sus muros y también inspiración, cualquier cosa que le recordara lo que era creer en algo. Pero la abadía estaba cerrada a los visitantes con motivo de un ensayo musical. Se sentó en un recuadro de sombra a contemplar una estatua de cobre, hasta que una niña rompió a llorar porque la estatua la había saludado con la mano y le había ofrecido una golosina recalentada. Decidió esperar en un pequeño salón de té, donde calculó que podría permitirse una tetera individual.
—Por la tarde sólo servimos bebidas si van acompañadas de comida —le dijo la camarera con cara de pocos amigos—. Tendrá que pedir un Regency Bath: té con panecillos, mermelada y mantequilla.
Harold ya se había sentado, así que asintió.
Las mesas estaban colocadas demasiado cerca unas de otras, y el calor era tan agobiante que casi podía palparse. Los clientes se sentaban despatarrados y se abanicaban con los menús plastificados. Cuando llegó su té, una cucharadita de nata flotaba sobre una mancha de grasa.
—Buen provecho —dijo la camarera.
Harold le preguntó si sabría indicarle la ruta más corta para llegar a Stroud, pero la mujer se encogió de hombros.
—¿Le importaría compartir mesa? —inquirió entonces, aunque a juzgar por su entonación nadie habría dicho que se trataba de una pregunta. Acto seguido llamó a un hombre que se encontraba junto a la puerta y señaló la silla frente a Harold. El desconocido se sentó como excusándose y sacó un libro. Tenía un rostro anguloso, como esculpido a golpe de cincel, y un pelo fino muy corto. Lucía una camisa blanca con el cuello desabotonado que dejaba entrever un triángulo de piel bronceada por el sol. Cuando pidió a Harold que le pasara la carta, aprovechó para preguntarle si le gustaba Bath. Señaló que era estadounidense y estaba de visita en Inglaterra. Su novia se encontraba disfrutando de la «ruta Jane Austen». Harold no estaba seguro de a qué se refería, pero deseó por el bien de la mujer que no tuviera nada que ver con el famosísimo actor. Sintió alivio cuando ambos guardaron silencio. No le apetecía otro encuentro como el de Exeter ni como el que acababa de experimentar. Aunque se debía a los demás, en ese momento deseó poder resguardarse entre cuatro paredes.
Se tomó el té, pero no pudo ni probar los panecillos. Se hallaba sumido en un estado de apatía tal como si hubiese vuelto a la fábrica de cerveza en los años siguientes a la partida de Queenie, cuando no era más que un traje vacío que articulaba palabras y a veces las escuchaba, que se subía al coche un día tras otro para volver a casa, pero que ya no estaba conectado con los demás. Para entonces, el director que había sustituido a Napier decidió que Harold se mantuviera en un discreto segundo plano hasta su jubilación, y sugirió que se dedicara a tareas de archivo, aunque también ejercería de consultor ocasional. Le pusieron un escritorio especial con un ordenador y una plaquita con su nombre, pero nadie se acercaba a él.
Tapó el plato con una servilleta y al alzar la vista se cruzó con los ojos del hombre de rostro cincelado.
—Tanto calor le quita a uno el apetito —apuntó el desconocido.
Harold asintió y al punto se arrepintió. Ahora aquel hombre de rostro cincelado se sentiría obligado a darle conversación.
—Bath no parece un mal lugar —comentó al tiempo que cerraba el libro—. ¿Está usted de vacaciones?
A regañadientes, le explicó la aventura en que se había embarcado, sin entrar en demasiados detalles. No mencionó, por ejemplo, a la chica de la gasolinera que había logrado salvar a su tía. Sí añadió, en cambio, que después de abandonar Cambridge su hijo había emprendido una caminata hasta el Distrito de los Lagos, aunque no estaba seguro de que hubiese hecho todo el recorrido a pie. Ya de vuelta en casa, David había pasado semanas sin moverse.
—¿Vendrá su hijo a reunirse con usted? —preguntó el hombre.
Harold contestó que no y preguntó al estadounidense a qué se dedicaba.
—Soy médico.
—He conocido a una mujer eslovaca que también lo es, aunque aquí sólo encuentra trabajo haciendo limpieza. ¿Cuál es su especialidad?
—La oncología.
Harold sintió que se le aceleraba el pulso, como si hubiese echado a correr sin darse cuenta.
—Vaya por Dios. —Era evidente que ninguno de los dos sabía qué decir a continuación—. Vaya, vaya.
El oncólogo se encogió de hombros y sonrió con pesar, como si deseara dedicarse a otra cosa. Harold buscó a la camarera con la mirada, pero estaba sirviendo agua a otro cliente. Se sentía mareado por el calor y se enjugó la frente con la mano.
—¿Sabe qué clase de cáncer tiene su amiga? —preguntó el oncólogo.
—No estoy seguro. En la carta sólo explica que no pueden hacer nada más por ella.
Se sentía tan expuesto como si el oncólogo se dedicara a hurgar con el bisturí en su piel. Se aflojó el nudo de la corbata y luego el cuello de la camisa. Deseó que la camarera se diera prisa.
—¿Cáncer de pulmón?
—La verdad es que no lo sé.
—¿Me permite ver la carta?
No quería enseñársela, pero el oncólogo ya había tendido la mano en su dirección. Hurgó en el bolsillo hasta encontrar el sobre. Ajustó la tirita con que había pegado las gafas de lectura, pero estaba tan sudada que hubo de sujetárselas con la mano. Secó la mesa con la manga de la camisa y luego le pasó una servilleta antes de desdoblar la hoja color rosa y alisarla. El tiempo pareció detenerse. Los dedos de su mano derecha planearon en todo momento sobre la página, incluso cuando el oncólogo la cogió y se la acercó con delicadeza.
Harold releyó las palabras de Queenie al mismo tiempo que él. Sentía que debía proteger la carta, lo que equivalía a no perderla de vista. Sus ojos fueron a posarse en la posdata: «No hace falta que contestes». A continuación había un garabato torpe, como si una persona diestra se hubiese propuesto escribir con la mano izquierda.
El oncólogo se reclinó en el asiento y soltó un profundo suspiro.
—Qué carta tan conmovedora.
Harold asintió, guardándose las gafas en el bolsillo de la camisa.
—Y qué primor de mecanografía —añadió—. Queenie siempre ha sido muy pulcra. Debería haber visto su escritorio.
Por fin osó sonreír. Todo iba a salir bien.
—Doy por sentado que alguien la escribió a máquina por ella.
—¿A qué se refiere? —repuso Harold, y el corazón le dio un vuelco.
—No creo que esté en condiciones de sentarse en un despacho y escribir a máquina. Alguien en la residencia lo habrá hecho en su lugar. Es todo un detalle que lograra escribir la dirección, sin embargo. Se nota que le puso mucho empeño. —El oncólogo le dedicó una sonrisa cuya finalidad no era otra que la de tranquilizarlo, pero que se demoró en su rostro como algo olvidado o fuera de sitio.
Harold cogió el sobre. La verdad se abatió sobre él como una losa y todo alrededor pareció venirse abajo. No habría sabido decir si tenía muchísimo calor o tiritaba de frío. Volvió a ponerse las gafas con dedos torpes y reparó claramente en aquello que antes se le había escapado, la pieza que no acababa de encajar en el rompecabezas desde el primer momento. ¿Cómo no se había dado cuenta hasta ahora? Sí, aquella caligrafía infantil, inclinada hacia abajo y de una irregularidad casi cómica, que se repetía en el garabato ininteligible al pie de la página, era un intento frustrado de escribir su propio nombre.
Aquélla era la letra de Queenie. En aquello se había convertido.
Cuando volvió a meter la carta en el sobre, los dedos le temblaban tanto que no lograba encajarla. Hubo de sacarla, volver a doblarla y forzarla un poco para que entrara.
—¿Qué sabe usted acerca del cáncer, Harold? —preguntó el oncólogo tras una larga pausa.
Harold bostezó para contener la emoción que iba adueñándose de su rostro mientras el oncólogo le detallaba, en tono pausado y amable, cómo se formaba un tumor. Sin precipitarse ni vacilar, le explicó que una célula podía reproducirse de forma incontrolable hasta convertirse en una masa de tejido anormal. Había más de doscientas clases de cáncer, cada una con distintas causas y síntomas. Describió la diferencia entre un cáncer primario y uno secundario, y aclaró que determinar el origen del tumor era la clave para elegir el tratamiento adecuado. Le explicó que cuando se forma un nuevo tumor en un órgano alejado del primero, se comporta como el tumor original. Un cáncer de pecho que se reproduzca en el hígado, por ejemplo, no es un cáncer de hígado, sino un cáncer de pecho primario con cáncer de pecho secundario en el hígado. Pero cuando hay otros órganos implicados, los síntomas pueden empeorar. Y cuando un cáncer empieza a extenderse más allá del punto en que se formó, se hace más difícil de tratar. Si el tumor de Queenie se había instalado en el sistema linfático, por ejemplo, no tardaría en morir. Aunque, con el sistema inmunológico tan débil, cualquier otra infección podría llevársela por delante antes que el propio tumor.
—Incluso un resfriado —observó.
Harold lo escuchaba impertérrito.
—No estoy diciendo que el cáncer no pueda curarse. Y cuando la cirugía falla, están los tratamientos alternativos. Pero como médico jamás le diría a un paciente que no hay nada que hacer a menos que esté absolutamente seguro. Harold, tiene usted una esposa y un hijo. No se lo tome a mal, pero parece cansado. ¿De veras cree que es necesario este viaje a pie?
Harold se levantó, incapaz de articular palabra. Cogió la cazadora y se enfundó una manga, pero no acertaba con la otra, hasta que el oncólogo se levantó para ayudarlo.
—Le deseo suerte —dijo éste, tendiéndole la mano—. Y, por favor, déjeme invitarlo. Es lo menos que puedo hacer.
Harold pasó el resto de la tarde recorriendo las calles sin rumbo fijo. Necesitaba compartir con alguien su fe en el viaje emprendido, para poder volver a creer él también, pero apenas tenía fuerzas para hablar. Finalmente logró que le pusieran suelas nuevas a los zapatos y compró una caja de tiritas con las que esperaba llegar hasta Stroud. Se detuvo a comprar un café para llevar y mencionó brevemente Berwick, pero no cómo pensaba llegar hasta allí, ni por qué. Nadie le dijo lo que tanto ansiaba oír. Nadie le dijo: «Vas a conseguirlo y Queenie sobrevivirá». Nadie le dijo: «Habrá una multitud esperándote porque ésta, Harold, es la mejor acción que hemos visto jamás. Tienes que llegar hasta el final, tienes que conseguirlo».
Intentó hablar con Maureen, pero le preocupaba molestarla. Tenía la sensación de haber trastocado todas las palabras normales y las preguntas cotidianas que conducían a un intercambio de lugares comunes, por lo que hablar le causaba aún más dolor. Aseguró que todo iba a pedir de boca. Reunió el valor necesario para apuntar que algunas personas le habían expresado sus dudas acerca del viaje, con la esperanza de que su mujer las ahuyentara con una carcajada, pero Maureen sólo dijo:
—Entiendo.
—Ni siquiera sé si Queenie sigue… —Una vez más, las palabras se le resistían.
—¿Si sigue qué?
—Si sigue esperándome.
—Creía que lo sabías.
—En realidad, no.
—¿Has pasado la noche en casa de alguna otra señora eslovaca?
—He conocido a un médico, y a un actor muy famoso.
—Vaya por Dios —repuso Maureen entre risas—. Ya verás cuando se lo cuente a Rex.
Un hombre calvo y fornido con un vestido estampado pasó renqueando por delante de la cabina. Los transeúntes aminoraban la marcha para señalarlo y reírse. Los botones le tiraban de la tela a la altura del vientre, y llevaba un ojo cerrado, amoratado por un golpe reciente. Harold deseó no haberlo visto pero lo vio, y supo que durante un tiempo le resultaría insoportable seguir pensando en ese hombre, pero que lo haría de todas formas.
—¿Seguro que te encuentras bien? —preguntó Maureen.
Hubo otra pausa, y de pronto Harold notó que estaba a punto de llorar, así que le dijo que había gente esperando para usar la cabina. Hacia poniente se divisaba una franja rojiza en el cielo y el sol empezaba a hundirse en el horizonte.
—Bueno, pues hasta luego —se despidió Maureen.
Permaneció mucho tiempo sentado en un banco cerca de la abadía, tratando de decidir qué rumbo tomar. Era como si se hubiese quitado no sólo la cazadora y la camisa, sino también varias capas de piel y músculos. Incluso las cosas más corrientes lo abrumaban. Una dependienta empezó a desenrollar un toldo a rayas, produciendo un traqueteo estrepitoso. Harold miró hacia la calle desierta, donde no conocía a nadie, donde no había ningún lugar que pudiera considerar suyo, y de pronto, al otro extremo de la calle, vio a David avanzando en dirección a él.
Se levantó con el corazón a punto de estallarle. No podía ser su hijo. No podía estar en Bath. Sin embargo, nada más avistar la silueta encorvada que caminaba hacia él con un cigarrillo en la boca y los faldones del abrigo negro ondeando a su espalda, supo que era David y que no tardarían en cruzarse. Le sobrevino un temblor tan abrupto que tuvo que apoyarse en el banco.
Incluso de lejos, comprobó que su hijo había vuelto a dejarse crecer el pelo. Maureen se alegraría mucho, pues había llorado amargamente el día que David se había afeitado la cabeza. Seguía caminando del mismo modo, inclinado y con pasos largos, los ojos fijos en el suelo, la cabeza gacha, como si quisiera evitar a los demás.
—¡David! ¡David! —lo llamó a voz en cuello.
No había entre ambos más de quince metros.
Su hijo se tambaleó, como si hubiese perdido el equilibrio o tropezado con algo. Puede que estuviera borracho, pero daba igual. Lo invitaría a un café. O a una copa, si lo prefería. Comerían juntos. O no comerían. Harían lo que su hijo quisiera.
—¡David! —llamó. Empezó a acercarse despacio. Poco a poco, para demostrarle que no pretendía hacerle daño. Unos pasos más y estarían juntos. Recordaba la delgadez esquelética de su hijo al volver del Distrito de los Lagos, el modo como su cabeza parecía sostenerse precariamente sobre el cuello, como si su cuerpo hubiera rechazado al resto del mundo y no tuviera más interés que consumirse a sí mismo—. ¡David! —volvió a llamar, alzando más la voz para obligarlo a levantar la vista.
Su hijo le sostuvo la mirada, pero no sonrió. Lo miró como si su padre no estuviera allí o fuera parte de la calle, pero no algo que él reconociera. A Harold se le revolvieron las entrañas. Se esforzó por no caerse.
Pero no era David. Era otra persona. El hijo de otro hombre. Por un instante, se había permitido creer que David podía surgir al cabo de la calle. El joven torció bruscamente a la derecha y se alejó con paso decidido, cada vez más diminuto e irreconocible, hasta que dobló otra esquina y desapareció del todo. Harold siguió observando, esperando, por si cambiaba de idea y después de todo era David, pero no fue así.
Fue peor que no ver a su hijo desde hacía veinte años. Fue como recuperarlo y volver a perderlo otra vez. Regresó al banco delante de la abadía, consciente de que debía buscar algún lugar donde pasar la noche, pero incapaz de moverse.
Acabó cerca de la estación, en una habitación mal ventilada que daba a la carretera. Abrió de par en par la ventana de guillotina para airearla, pero el tráfico no cesaba y los trenes llegaban y partían entre chirridos y resoplidos. Al otro lado de la pared alguien hablaba por teléfono a gritos y en una lengua extranjera. Acostado en una cama demasiado blanda, donde tantas personas a quienes no conocía habían dormido antes que él, y oyendo aquella voz que no acertaba a comprender, sintió miedo. Se levantó y recorrió la habitación de punta a punta, notando las paredes demasiado cercanas y el aire demasiado inmóvil, mientras el tráfico y los trenes seguían yendo adondequiera que fuesen.
No era posible cambiar el pasado. No era posible curar un cáncer inoperable. Recordó al hombre vestido de mujer al que habían golpeado. Recordó el aspecto que tenía David el día que se licenció y en los meses sucesivos, como si estuviera dormido pero con los ojos abiertos. Era demasiado. Demasiado para seguir adelante.
Al rayar el alba ya estaba en la carretera, pero no consultó la brújula ni las guías de viaje. Hizo acopio de fuerzas y voluntad para seguir avanzando paso a paso. Sólo cuando tres adolescentes a caballo le preguntaron cómo llegar a Shepton Mallet se dio cuenta de que había perdido un día entero caminando en sentido equivocado.
Se sentó al borde de la carretera, frente a una llanura alfombrada de flores amarillas cuyos nombres no recordaba, aunque tampoco se molestó en sacar la guía de flora silvestre para averiguarlo. Lo cierto es que estaba gastando demasiado dinero. Después de tres semanas de viaje, seguía más cerca de Kingsbridge que de Berwick. Sobre su cabeza, las primeras golondrinas bajaban en picado y remontaban el vuelo, jugando como niños en el aire.
No sabía de dónde sacaría fuerzas para volver a levantarse.