15
Harold y el nuevo comienzo

El cese de la lluvia trajo consigo un espectacular estallido de vida. Los árboles y las flores parecían rebosar de colores y perfumes. Las temblorosas ramas del castaño de Indias mostraban nuevos amentos en flor; densas umbelas de perifollo blanco crecían al borde de la carretera; las rosas trepadoras cubrían los muros de los jardines, y las primeras peonías granates se abrían como delicadas creaciones de papel de seda. Los manzanos empezaban a perder la flor, reemplazada por las yemas de los primeros frutos. Los jacintos silvestres alfombraban el bosque y los dientes de león ya se mecían al viento, esparciendo sus diminutas semillas blancas.

Durante cinco días, Harold caminó sin flaquear. Dejó atrás Othery, Polden Hills, Street, Glastonbury, Wells, Radstock, Peasedown St. John, y el lunes por la mañana llegó a Bath. Solía recorrer poco menos de trece kilómetros diarios, y siguiendo el consejo de Martina se había abastecido de protector solar, algodón, cortaúñas, tiritas, vendas, crema antiséptica, apósitos para ampollas y una tableta energética Kendal Mint Cake para emergencias. También había repuesto los artículos de higiene, así como el detergente para la ropa, todo ello guardado meticulosamente en la mochila del ex de Martina, junto con el rollo de cinta aislante. Al pasar por delante de los escaparates, el hombre que veía reflejado en ellos caminaba tan erguido y parecía tan seguro de sí que tenía que mirar dos veces para asegurarse de que era él. La flecha de la brújula seguía señalando al norte.

En realidad, su viaje no había hecho más que empezar. Hasta entonces creía que todo había comenzado cuando tomó la decisión de ir caminando hasta Berwick, pero ahora sabía que eso había sido una ingenuidad. Las cosas pueden empezar más de una vez, o de modos distintos. Uno podía creer que estaba comenzando algo nuevo cuando en realidad no hacía más que repetir lo que venía haciendo hasta entonces. Se había enfrentado a sus flaquezas y las había superado, así que el verdadero viaje se iniciaba ahora.

Cada mañana el sol ascendía sobre el horizonte hasta el cénit y cada noche volvía a ponerse, y un día sucedía a otro. Harold pasaba mucho tiempo contemplando el cielo y los cambios que producía en el paisaje. Las colinas se doraban al alba, y las ventanas que reflejaban el sol naciente refulgían con tal intensidad que parecían envueltas en llamas. Las sombras del crepúsculo se alargaban a los pies de los árboles, como un bosque aparte hecho de oscuridad. Harold se adentraba en la bruma del amanecer y sonreía al ver las torres de alta tensión por encima de la neblina blancuzca. Las colinas se suavizaban y allanaban, desplegándose ante sus ojos, verdes y dóciles. Cruzó las llanuras anegadizas de los humedales de Somerset, donde los canales de agua resplandecían como agujas de plata. Glastonbury Tor se adivinaba en el horizonte, y más allá se alzaban las colinas de Mendip.

Poco a poco, su pierna fue curándose. El cardenal viró del morado al verde, que a su vez dio paso a un tenue amarillo. Ya no temía caminar. Al revés, se sentía más seguro. El trayecto entre Tiverton y Taunton había sido un tormento de rabia y dolor. Se había exigido físicamente demasiado, por lo que el viaje se había convertido en una batalla contra sí mismo abocada al fracaso. Ahora practicaba una serie de suaves ejercicios de estiramiento por la mañana y por la noche, y descansaba cada dos horas. Trataba las ampollas antes de que se infectaran y siempre llevaba encima agua fresca. Había vuelto a consultar su guía de flora silvestre e identificado las flores que crecían junto a la carretera, así como sus aplicaciones. Sabía cuáles daban fruto, ya fuera comestible, venenoso o de otra clase, y cuáles tenían hojas con propiedades medicinales. El ajo de oso impregnaba el aire con su aroma agridulce. Una vez más, le sorprendió comprobar cuánta vida había a sus pies. Bastaba con saber mirar.

Siguió enviando postales a Maureen y Queenie, manteniéndolas al tanto de su progreso, y de vez en cuando también escribía a la chica de la gasolinera. Siguiendo los consejos de su guía turística, se detuvo en el museo del calzado de Street, y en Clarks Village entró en la zapatería a echar un vistazo, por más que siguiera convencido de que sería un error deshacerse de sus náuticos, que lo habían llevado hasta allí. En Wells le compró a Queenie un trozo de cuarzo rosado para que lo colgara de la ventana, y a Maureen un lápiz hecho de una rama. Pese a la amable insistencia con que las voluntarias de la beneficencia lo invitaron a adquirir un bizcocho de mantequilla, se decantó por una boina de punto tejida a mano en un tono marrón muy del gusto de Queenie. Visitó la catedral y se dejó bañar por su fría luz, que se derramaba como agua desde arriba. Se recordó a sí mismo que siglos atrás los hombres habían construido iglesias, puentes y barcos, que en el fondo no eran sino grandes actos de locura y de fe. Cuando nadie miraba, se puso de rodillas y rezó por la vida de quienes había dejado atrás y de quienes lo precedían. También pidió voluntad para seguir adelante. Y se disculpó por no tener fe.

Se cruzó con oficinistas, paseadores de perros, gente de compras, niños de camino a la escuela, madres con sus cochecitos y excursionistas como él, así como varios grupos de turistas. Conoció a un inspector de hacienda reconvertido en druida que llevaba diez años sin calzarse. Habló con una joven que iba tras la pista de su verdadero padre, con un cura que le confesó que tuiteaba en misa, con varias personas que estaban entrenándose para la maratón y con un italiano que tenía un loro cantor. Pasó toda una tarde con una bruja blanca del festival de Glastonbury, con un hombre que se había convertido en un sin techo a causa de la bebida, con cuatro ciclistas que buscaban la M5, y con una madre de seis niños que, según le confesó, nunca había sospechado que la vida pudiera ser tan solitaria. Harold caminaba un rato con todos estos desconocidos y los escuchaba. No juzgaba a nadie pero, a medida que los días pasaban y el tiempo y los lugares iban desvaneciéndose, no acertaba a recordar si el inspector de hacienda iba descalzo o si llevaba un loro en el hombro. Ya no importaba. Era la fragilidad de la gente lo que lo llenaba de asombro y ternura, así como la soledad intrínseca a cada ser humano. El mundo estaba hecho de personas que, como él, se limitaban a dar un paso tras otro, y una vida cualquiera podía parecer vulgar y corriente sencillamente porque quien la vivía llevaba mucho tiempo haciéndolo. Harold ya no podía cruzarse con un desconocido sin reconocer que todas las personas eran iguales y únicas a la vez. Tal era la paradoja de la condición humana.

Caminaba con tanta seguridad que era como si toda su vida hubiera estado esperando la ocasión de levantarse de la silla.

Maureen le dijo por teléfono que había abandonado la habitación de invitados y vuelto al dormitorio principal. Harold había pasado tantos años durmiendo solo que en un primer momento se sorprendió, pero luego se alegró, porque aquella habitación era más grande y acogedora, y como daba a la fachada de la casa tenía buenas vistas de Kingsbridge. Sin embargo, dio por sentado que Maureen habría empaquetado sus cosas para trasladarlas al cuarto de invitados.

Pensó en las veces que había mirado aquella puerta cerrada, a sabiendas de que Maureen se había exiliado tras ella para que él no pudiera alcanzarla. Alguna vez había acariciado el pomo como si fuera una parte del cuerpo de su mujer.

La voz de Maureen, apenas un susurro, rompió el silencio:

—Estuve pensando en el día que nos conocimos.

—¿Cómo dices?

—Fue en un baile, en Woolwich. Me tocaste el cuello. Luego dijiste algo gracioso. Nos reímos mucho.

Harold frunció el ceño, esforzándose por evocar la escena. Recordaba un baile, pero lo único que veía era lo sumamente hermosa y delicada que le había parecido Maureen. Recordaba haber bailado como un tonto, y también la larga y oscura melena de su mujer, que caía como terciopelo enmarcando su rostro. Pero le costaba creer que hubiese tenido el valor de cruzar una sala atestada de gente para abordarla. Le costaba creer que hubiera sido capaz de hacerla reír a carcajadas. Se preguntó si Maureen no estaría confundiéndolo con otra persona.

—Bueno, no te entretengo más —dijo ella—. Sé que estás muy ocupado. —Lo dijo como asegurándole que no le causaría ninguna molestia. Y añadió—: Ojalá recordaras lo que me dijiste en el baile, de verdad que era muy gracioso. —Y colgó.

Durante el resto del día, Harold no pudo dejar de pensar en Maureen, en cómo había sido su relación al principio. Recordó los tiempos en que iban al cine juntos, o a comer al Lyons Corner House. Nunca había visto a nadie comer de un modo tan discreto; Maureen cortaba la comida en trozos diminutos antes de llevársela a la boca. Ya entonces, Harold se había propuesto ahorrar para su futuro en común. Había aceptado un puesto en los camiones de la basura, así que su jornada empezaba al alba, y por las tardes la completaba trabajando como revisor de autobús. Dos veces por semana tenía turno de noche en el hospital, y los sábados trabajaba en la biblioteca. A veces estaba tan agotado que se acurrucaba bajo las estanterías repletas de libros y se quedaba dormido.

Por entonces, Maureen se había aficionado a subir al autobús delante de su casa y no apearse hasta la última parada. Harold expendía los billetes y hacía sonar la campanilla para avisar al conductor, pero sólo tenía ojos para ella, con su abrigo azul, su piel de porcelana y sus ojos verdes de mirada despierta. A partir de cierto momento, empezó a acompañarlo a pie hasta el hospital; Harold fregaba los suelos sin poder pensar en nada que no fuera Maureen, dónde estaría, qué estaría viendo y cómo se marchaba a toda prisa. También se acostumbró a hacer los sábados breves incursiones en la biblioteca, donde hojeaba los libros de cocina mientras él la seguía con la mirada desde su escritorio, mareado por el deseo y la falta de sueño.

Habían celebrado una boda modesta, con invitados a quienes él no conocía, ataviados con sombreros y guantes. Enviaron una invitación a su padre, pero, para alivio de Harold, no se presentó.

Por fin a solas con quien ahora era su esposa, había visto en la habitación de hotel cómo se desabotonaba el vestido. Se moría de ganas de tocarla, y a la vez temblaba de miedo. Tras quitarse la corbata y la chaqueta que le había prestado un compañero de la empresa de autobuses y que le venía algo corta de mangas, alzó la vista y la vio sentada en la cama, sin más atuendo que una combinación. Era tan hermosa que no pudo soportarlo y se precipitó al cuarto de baño.

—Harold, ¿soy yo el problema? —había preguntado ella al otro lado de la puerta media hora más tarde.

Resultaba doloroso recordar aquello, tan lejos ya de su alcance. Parpadeó varias veces en un intento por conjurar las imágenes, pero éstas seguían colándose en su mente.

Recorrió poblaciones repletas de los sonidos de otras personas, carreteras que surcaban la tierra de nadie entre unas y otras, y comprendió ciertos momentos de su vida como si acabaran de ocurrir. A veces tenía la sensación de ser más recuerdo que presente. Revivió escenas enteras de su existencia como un espectador, capaz de ver los errores, las incongruencias, las decisiones equivocadas, pero impotente para cambiar nada.

Se vio a sí mismo contestando al teléfono cuando la madre de Maureen murió repentinamente, sólo dos meses después de que lo hiciera su marido. Harold la había abrazado con fuerza para darle la noticia.

—Solamente quedamos tú y yo —había dicho ella entre sollozos.

Harold había acariciado su abultado vientre y le había prometido que todo saldría bien. Que cuidaría de ella. Y lo había dicho de corazón. No había nada que deseara con más fuerza que hacerla feliz.

En aquellos tiempos, Maureen lo creía. Creía que Harold podía ser cuanto necesitaba. Entonces él no lo sabía, pero ahora sí: la paternidad lo había puesto a prueba y lo había hecho caer en desgracia a ojos de su mujer. Se preguntó si tendría que pasar el resto de sus días en la habitación de invitados.

Mientras se encaminaba al norte, en dirección a Gloucestershire, había momentos en que caminaba tan seguro que no le suponía el menor esfuerzo. No tenía que pensar en levantar un pie y luego el otro. Caminar era una extensión de la certeza de que podía mantener con vida a Queenie, y su cuerpo también formaba parte de ello. En jornadas así era capaz de remontar colinas casi sin proponérselo, y creía que se debía a que estaba poniéndose en forma.

Había días en que se fijaba más en lo que veía. Intentaba dar con las palabras adecuadas para describir cada cambio, aunque a veces, a semejanza de lo que ocurría con las personas a quienes iba conociendo, éstos empezaban a mezclarse en su memoria. Pero también había días en que no era consciente de sí mismo, ni del camino recorrido ni del paisaje. Cuando eso ocurría no pensaba en nada, o al menos en nada relacionado con las palabras. Se limitaba a estar. Notaba el sol en los hombros, contemplaba el vuelo silencioso de un cernícalo, mientras la planta del pie impulsaba el talón hacia arriba, el peso de su cuerpo se desplazaba de una pierna a la otra, y no había nada más.

Sólo las noches lo inquietaban. Seguía alojándose en pensiones modestas, pero el mundo interior parecía alzarse como una barrera entre su persona y el objetivo que perseguía. Sentía la necesidad visceral de dejar fuera a una parte de sí. Las cortinas, el papel pintado, los grabados enmarcados, las toallas de mano y baño a juego… Esas cosas se le antojaban superfluas y carentes de significado. Abría las ventanas de par en par para seguir notando la presencia del cielo y el aire, pero le costaba dormir. Cada vez más, las imágenes del pasado le impedían conciliar el sueño, o bien soñaba que sus pies se despegaban del suelo y descendían una y otra vez. Se levantaba de madrugada, contemplaba la luna desde la ventana y se sentía atrapado. Apenas empezaba a despuntar el día cuando pagaba con la tarjeta de crédito y se ponía en camino.

El alba lo sorprendía en la carretera, y ante sus ojos asombrados el cielo refulgía envuelto en lenguas de fuego que pronto se desvanecían para dar paso a una tonalidad azul. Era como ser testigo de una versión del día completamente distinta de la que conocía, y que nada tenía de corriente. Deseaba contárselo a Maureen.

La inquietud de no saber cuándo ni cómo alcanzaría Berwick fue pasando a un segundo plano. Sabía que Queenie lo esperaba, estaba tan seguro de ello como de que veía su sombra. Se complacía en imaginar su llegada, y la estampa de Queenie junto a la ventana, en una silla bañada por el sol. Tendrían mucho de que hablar. Tantas cosas del pasado… Él le recordaría que en cierta ocasión ella había sacado una tableta de chocolate del bolso en el trayecto de regreso a casa.

—Vas a hacer que engorde —había dicho él.

—¿Tú? Pero si eres todo huesos —replicó ella riendo.

Entonces se produjo un momento extraño, incómodo, no en el sentido desagradable del término, que marcó un cambio en el modo como se dirigían el uno al otro, por cuanto revelaba que ella se había fijado en él, y que le importaba. A partir de entonces, Queenie le llevaba algún dulce a diario, y comenzaron a tutearse. Mientras estaban en la carretera la conversación fluía de manera natural. En una ocasión se habían detenido a comer algo en un restaurante de la cadena Little Chef y habían descubierto que, sentados frente a frente ante una mesa de contrachapado, se quedaban sin palabras.

—¿Qué tienen en común una ambulancia y un sujetador? —preguntó ella cuando ya iban de nuevo en el coche.

—¿Perdona?

—Es un chiste —aclaró ella.

—Ah, ya. De acuerdo. No lo sé, ¿qué tienen en común?

—Que ambos levantan a los caídos. —Queenie se tapó la boca con la mano, pero se sacudía tanto que se le escapó una risotada y se ruborizó—. A mi padre le encantaba contarlo.

Al final, Harold se había visto obligado a detener el coche porque ninguno de los dos podía parar de reír. Aquella noche había repetido el chiste en casa mientras cenaban espaguetis a la carbonara, pero David y Maureen lo habían mirado con cara de pasmo, como si, más que hilarante, el chiste les resultara ligeramente obsceno.

Harold y Queenie hablaban a menudo de David. ¿Se acordaría ella? Dado que no tenía hijos ni sobrinos, se interesaba por cómo le iba en Cambridge. ¿Qué le parece la ciudad?, preguntaba. ¿Ha hecho muchas amistades? ¿Le gusta el remo? Harold le aseguraba que su hijo estaba pasándoselo en grande, aunque lo cierto era que David rara vez contestaba a las cartas y llamadas de Maureen, y cuando lo hacía no hablaba de ningún amigo ni de los estudios. Y jamás había mencionado el remo.

Harold no le había contado a Queenie lo de las botellas de vodka vacías aparecidas en el cobertizo del jardín después de las vacaciones, ni lo del hachís que encontró en un sobre marrón. No se lo había dicho a nadie, ni siquiera a Maureen. Lo había metido todo en una caja y lo había tirado a la basura camino del trabajo.

—Maureen y tú debéis de estar muy orgullosos de él, Harold —solía decir Queenie.

Repasó la época que habían compartido en la fábrica, por más que ninguno de los dos se hubiese integrado demasiado en los corrillos de la oficina. ¿Se acordaría Queenie de la camarera irlandesa que aseguraba que Napier la había dejado embarazada? Había desaparecido de su trabajo de repente, y se rumoreaba que él le había pagado para que se deshiciera del bebé, pero que había habido complicaciones. En otra ocasión, uno de los nuevos comerciales se había emborrachado tanto que lo habían encontrado en calzoncillos, atado a la verja de la fábrica. Napier había sugerido que le soltaran los perros. «Sería la monda», había dicho. Al final, el chico se había puesto a chillar de miedo, mientras un reguero de líquido se deslizaba entre sus piernas.

Al revivir aquello, Harold sintió que se le revolvía el estómago en una mezcla de asco y vergüenza. David tenía razón acerca de Napier. Queenie era la única que se había atrevido a plantarle cara.

La veía sonriendo de aquel modo suyo, poco a poco, como si hasta las cosas más alegres retuvieran un poso de tristeza.

La oyó diciendo: «Algo ha pasado en la fábrica. Fue por la noche».

La vio tambaleándose. ¿O acaso era él quien oscilaba? Pensó que iba a perder el equilibrio. La pequeña mano de Queenie le tiraba de la manga, sacudiéndola. No había vuelto a tocarlo desde aquel día junto al armario empotrado. Estaba muy pálida.

—¿Estás escuchándome? —le había dicho—. Porque esto es grave, Harold. Muy grave. Napier no lo pasará por alto.

Aquélla fue la última vez que la vio. Sabía que Queenie había averiguado la verdad.

Harold se preguntó por qué Queenie había asumido la culpa de lo ocurrido en su lugar, y si era consciente de lo mucho que él lamentaba lo que había hecho. Una vez más se preguntó por qué, tantos años atrás, no se había despedido de él. Y pensando en ello, negó con la cabeza y siguió avanzando hacia el norte.

Napier la despidió en el acto. Sus improperios se oyeron en toda la fábrica. Corría incluso el rumor de que le había arrojado algún objeto pequeño pero contundente, posiblemente un cenicero o un pisapapeles, con el que había estado a punto de golpearla en la frente. Más tarde, la secretaria de Napier había confirmado a unos pocos empleados que Queenie nunca había sido santo de la devoción del jefe. Y les había asegurado que ella no se había dejado amilanar. No había podido escuchar sus palabras exactas porque la puerta estaba cerrada, pero los gritos de Napier permitían deducir lo que Queenie le había dicho, algo como «No sé a qué viene tanto drama. Sólo trataba de ayudar». «De haber sido un hombre —había comentado alguien a Harold—, Napier le habría dado una paliza de muerte». Mientras eso sucedía, él estaba en un pub. Para aplacar el asco que sentía de sí mismo, había cogido el vaso de brandy y lo había apurado de un trago.

Se estremeció al recordarlo. Lo que había hecho era imperdonable, se había comportado como un auténtico cobarde, pero, aunque tarde, ahora se disponía a remediarlo.

La ciudad de Bath apareció ante sus ojos, con sus características calles en forma de media luna y las hileras de casas que surcan la falda de la colina como pequeños dientes. La piedra color crema resplandecía al sol matutino. Lo esperaba un día caluroso.

—¡Papá, papá!

Harold se volvió sobresaltado, con la clara sensación de que alguien lo llamaba. A su paso, los coches agitaban las ramas de los árboles, pero no había nadie en las inmediaciones.