Tras su cita con el joven médico, Maureen se sentía aún más abatida. Avergonzada, recordó la visita que Queenie Hennessy le hizo veinte años atrás y deseó haberse mostrado más amable con ella.
Ahora que Harold no estaba, los días pasaban sin pena ni gloria, idénticos entre sí, y ella los contemplaba con apatía, sin saber cómo llenarlos. Si decidía cambiar las sábanas, pronto comprendía que no tenía sentido, puesto que nadie estaría mirándola cuando dejara caer el cesto de la ropa en el suelo con falsa exasperación y asegurara con ironía que podía hacerlo sola y sin ayuda, muchas gracias. De tarde en tarde desplegaba el mapa de carreteras sobre la mesa de la cocina, pero cada vez que lo estudiaba, intentando imaginar el viaje de Harold, su soledad se le hacía más patente. Sentía un vacío tan inmenso que tenía la impresión de ser invisible.
Maureen calentó una lata de sopa de tomate. ¿Cómo podía ser que él se hubiese ido caminando a Berwick mientras ella se quedaba en casa sin hacer nada? ¿En qué momento se había perdido? A diferencia de Harold, Maureen había concluido los estudios con buenas notas. Había hecho un curso de secretariado, y cuando David estaba en la escuela primaria había aprendido francés en la universidad a distancia. Tiempo atrás, le encantaba la jardinería. No había un palmo de tierra en Fossebridge Road donde no brotaran frutos o flores. También solía cocinar a diario. Seguía las recetas de Elizabeth David y disfrutaba probando nuevos ingredientes. «Hoy somos italianos —anunciaba sonriendo a David y Harold al abrir la puerta del comedor con el pie para servir en la mesa un risotto de espárragos—. Buon appetito!». Cuando pensaba en todas las cosas a las que había renunciado, la embargaba una pena inmensa. ¿Dónde había quedado todo aquel empuje, toda aquella energía? ¿Por qué nunca se había ido de viaje? ¿Por qué no había disfrutado más del sexo mientras podía? En los últimos veinte años, había reprimido y aniquilado todo amago de emoción. Cualquier cosa antes que sentir. Cualquier cosa antes que mirar a Harold a los ojos y decir lo indecible.
Aquello no era vida, no si la vivía sin amor. Maureen tiró la sopa en el fregadero, se sentó a la mesa de la cocina y ocultó el rostro entre las manos.
Fue David quien le recomendó que confesara a Rex la verdad acerca del viaje de Harold. Una mañana le dijo que había estado pensando en ella y que le vendría bien hablar con alguien. Maureen se rio y replicó que apenas conocía a Rex, pero él le recordó que eran vecinos y se conocían de sobra.
—Eso no quiere decir que podamos hablar de cosas íntimas —repuso Maureen—. Sólo llevaban seis meses aquí cuando murió su mujer. Además, no necesito hablar con nadie. Para eso ya te tengo a ti, cariño.
Su hijo argumentó que, si bien tenía razón, debería sincerarse con Rex por el bien de éste. No podía seguir ocultando la verdad para siempre. Maureen quería decirle que lo echaba de menos, pero su hijo no le dio ocasión y la urgió a contárselo cuanto antes a Rex.
—¿Te veré pronto? —preguntó, a lo que David prometió que sí.
Maureen encontró a Rex en el jardín, podando los bordes del césped. Se asomó a la valla que separaba ambos jardines, ligeramente ladeada por la pendiente, y le preguntó con aire despreocupado qué tal estaba.
—Me mantengo ocupado, lo cual ya es algo. ¿Qué tal se encuentra Harold?
—Bien. —Le temblaban las piernas y de repente las manos le parecían ingrávidas. Respiró hondo—. Verás, Rex, la verdad es que Harold no está en casa. Llevo días mintiéndote. Lo siento. —Se llevó los dedos a los labios, como para impedir que brotaran más palabras. No podía mirarlo a la cara.
En el clamoroso silencio que siguió, Maureen oyó que Rex dejaba la máquina en la hierba. Luego notó que se acercaba a ella y reconoció un olor a pasta de dientes mentolada cuando él abrió la boca para decir:
—¿Creías que no me daría cuenta de que pasaba algo?
Rex alargó la mano hasta el hombro de Maureen. Era la primera vez que alguien la tocaba en mucho tiempo, y experimentó tal alivio que las lágrimas afloraron a sus ojos. Se había despojado de todas sus reservas.
—¿Por qué no entras y pongo a calentar agua? —sugirió él.
Maureen no había entrado en la casa de Rex desde el funeral de Elizabeth. Daba por sentado que, en los meses transcurridos, el polvo habría ido acumulándose en las habitaciones y camparía un desorden generalizado, porque había cosas en las que los hombres no reparaban, sobre todo si estaban de duelo. Cuál no fue su asombro al comprobar que todas las superficies relucían. A lo largo del alféizar se alineaban macetas con cactus, colocadas a intervalos tan regulares que casi parecían medidos con regla. No encontró ningún montón de cartas sin abrir ni huellas de barro en la moqueta. Juraría incluso que Rex había comprado el rollo de plástico protector que se extendía desde la entrada a lo largo del pasillo, porque no recordaba haberlo visto allí en vida de su mujer. Maureen se miró de pasada en el espejo redondo y se sonó la nariz. Estaba pálida, desmejorada, y tenía la nariz roja como una baliza luminosa. Se preguntó qué diría su hijo si la viera llorando como una magdalena delante del vecino. Se esforzaba por no flaquear cuando hablaba con David.
Desde la cocina, Rex le sugirió a voz en grito que esperara en la sala.
—¿Seguro que no puedo ayudarte en algo? —preguntó ella, pero Rex insistió en que se pusiera cómoda.
En la sala, como en el vestíbulo, reinaban un orden y un silencio tales que Maureen tuvo la impresión de ser una intrusa. Se acercó a la repisa de la chimenea y echó un vistazo a las fotografías enmarcadas de Elizabeth. Era una mujer alta de mandíbula bovina, risa estentórea y el aire distraído de una invitada a un cóctel. Sólo se lo había comentado a David, pero siempre se había sentido un poco intimidada por ella. Ni siquiera estaba segura de resultarle simpática.
Oyó un tintineo de vajilla, y acto seguido la puerta se abrió suavemente. Al volverse, vio a Rex en el umbral con una bandeja. Además de servir el té sin derramar una sola gota, se había acordado de llenar una jarra de leche.
Una vez que empezó, constató con sorpresa lo mucho que tenía que decir acerca del viaje de Harold. Le habló a Rex de la carta de Queenie y la repentina partida de su marido. Le relató la visita al médico suplente, y la vergüenza que había sentido.
—Temo que no vuelva —dijo al fin.
—Por supuesto que volverá.
La manera de hablar de su vecino, que parecía pasar de puntillas por las consonantes, sonó tan espontánea que Maureen se tranquilizó. Por supuesto que su marido volvería, claro que sí. De pronto se sintió ligera, con ganas de reír.
Rex le pasó una taza de té. Era de porcelana fina, igual que el platillo a juego. Imaginó a Harold sirviendo café, colmando la taza hasta el borde, haciendo imposible cogerla sin derramar un poco y escaldarse la mano. Hasta eso le pareció gracioso.
—Al principio pensé que quizá fuera una crisis de la mediana edad. Tratándose de Harold, tampoco era de extrañar que la pasara a los sesenta y pico.
Rex le rio la ocurrencia. Más que nada por cortesía, pensó Maureen, pero por lo menos había conseguido romper el hielo. Él le ofreció un plato con galletas de nata y una servilleta. Maureen tomó una galleta. En ese momento fue consciente del hambre que tenía.
—¿Estás segura de que Harold puede hacer ese viaje? —preguntó él.
—Jamás ha hecho nada parecido. Anoche durmió en casa de una mujer eslovaca a la que ni siquiera conocía.
—Dios mío. —Rex se puso la mano debajo de la barbilla para recoger las migas de la galleta rosa que estaba comiendo—. Espero que esté bien.
—Yo diría que está como una regadera.
Ambos sonrieron; luego hubo un silencio que pareció distanciarlos, por lo que volvieron a sonreír, aunque esta vez no abiertamente.
—Quizá deberíamos ir tras él —aventuró su vecino—, para asegurarnos de que se encuentra bien. Tengo el depósito del coche lleno. Podría preparar unos sándwiches y en un santiamén estaríamos listos para salir.
—Quizá. —Maureen se mordió el labio, reflexionando. Echaba de menos a Harold casi tanto como a David. Ansiaba verlo. Sin embargo, cuando imaginaba el siguiente paso, el momento en que le daba alcance, vacilaba. ¿Cómo se sentiría si al final resultaba que él no quería saber nada de ella, si de veras se había marchado para siempre? Negó con la cabeza—. Lo cierto es que no nos hablamos desde hace tiempo. No como debería hablarse una pareja. El día que se fue estuve dándole la lata con el pan blanco y la mermelada, Rex. La mermelada. No me extraña que se marchara. —Volvió a entristecerse. Pensó en las frías camas de ambos en habitaciones distintas, y en las palabras que intercambiaban, que se quedaban en la superficie y nada significaban.
En el silencio subsiguiente, Rex se llevó la taza a los labios y Maureen lo imitó.
—¿Qué tal te llevabas con Queenie Hennessy? —preguntó él al cabo.
Maureen no se lo esperaba. Tragó el té precipitadamente, y con él un trozo de galleta de jengibre con que se atragantó.
—Sólo la vi una vez, pero de eso hace mucho. —Se dio unos golpecitos en el pecho para ayudar a bajar el trozo de galleta—. Queenie desapareció de un modo repentino. Es lo único que recuerdo. Harold se fue a trabajar un día y al volver dijo que había alguien nuevo en contabilidad. Un hombre, creo.
—¿Por qué desapareció?
—No lo sé. Circulaban rumores. Pero Harold y yo estábamos pasando una mala racha. Nunca me lo contó, ni yo se lo pregunté. Así somos nosotros, Rex. Hoy en día todo el mundo se muere de ganas de anunciar a los cuatro vientos sus secretos más íntimos. Cuando veo esas revistas de famosos en la consulta médica, me quedo perpleja. Pero antes no éramos así. Hubo un tiempo en que nos decíamos muchas cosas, cosas que jamás deberíamos haber dicho. En lo que respecta a la desaparición de Queenie, yo no quería saber nada… —Vaciló. Temía haber confesado demasiadas cosas y no sabía cómo continuar—. Oí decir que había hecho algo indebido en la fábrica. Su jefe era un hombre de lo más desagradable. De los que no dejan pasar un agravio. Seguramente lo mejor para todos fue que desapareciera.
Maureen vio a Queenie Hennessy como lo había hecho muchos años atrás, plantada en el portal de Fossebridge Road, con los ojos hinchados y un ramo de flores. De pronto, la sala de Rex le pareció destemplada y se abrazó su propia cintura.
—No sé a ti —dijo él al cabo—, pero a mí no me vendría mal una copita de jerez.
Rex la llevó en coche hasta el Start Bay Inn, en Slapton Sands. Maureen notaba el alcohol, frío en un primer momento, casi abrasador después, bajándole por la garganta y aflojándole los músculos. Le comentó a Rex que se le hacía extraño volver a entrar en un pub. Desde que Harold se había vuelto abstemio, ella apenas bebía. Puesto que ninguno de los dos estaba de humor para cocinar, acordaron comer algo allí mismo, acompañado de una copa de vino. Brindaron por el viaje de Harold, y Maureen sintió un cosquilleo en el estómago que la retrotrajo a su juventud y a cuando se enamoró por primera vez.
Como aún había luz, pasearon por la lengua de tierra que separaba el mar de la costa. Tras un par de copas, Maureen había entrado en calor y estaba ligeramente achispada. Una bandada de gaviotas volaba siguiendo el viento. Rex comentó que solían verse currucas por aquella zona, y somormujos lavancos.
—A Elizabeth no le interesaba mucho la naturaleza. Decía que todas las aves le parecían iguales.
Maureen lo escuchaba a medias. Pensaba en Harold y evocaba el momento en que se habían conocido, cuarenta y siete años atrás. Le resultaba extraño que los detalles de aquella noche hubiesen permanecido relegados al olvido tanto tiempo.
Se había fijado en Harold enseguida. Era imposible no hacerlo. Solo en medio de la pista, se contoneaba al ritmo frenético del jive mientras los faldones de su chaqueta de pata de gallo se agitaban como dos grandes alas. Era como si bailando sacara algo oculto en lo más profundo de su ser. Maureen nunca había visto nada igual. Los jóvenes que su madre solía presentarle llevaban raya al medio y corbata negra. Puede que él se diera cuenta de que estaba observándolo desde el otro extremo de aquella sala en penumbra y abarrotada de gente, porque de pronto se detuvo y la miró a los ojos. Luego había seguido bailando, y ella había seguido contemplándolo, fascinada. Lo que la conmovía era la pura energía que desprendían sus movimientos, su entrega total. Entonces Harold había parado de nuevo y había vuelto a buscar su mirada. Segundos después, se abrió paso entre el gentío y se detuvo tan cerca de ella que Maureen percibió su calor corporal.
Ahora que había logrado rescatar aquel instante en su memoria, lo veía con gran lujo de detalles: cómo Harold había acercado el rostro a su oreja y apartado un pequeño mechón de pelo para susurrarle al oído. La osadía del gesto le había provocado una descarga eléctrica en el cuello. Incluso ahora notaba un leve hormigueo bajo la piel. ¿Qué le había dicho Harold? Algo muy gracioso, fuera lo que fuese. Se habían reído tanto que a ella le había dado un embarazoso acceso de hipo. Recordó cómo los faldones de la chaqueta de Harold aleteaban mientras se dirigía presuroso a la barra para pedir un vaso de agua, y también que no se había movido de allí hasta que él había vuelto. En aquellos tiempos, era como si el mundo sólo se iluminara cuando Harold estaba cerca. ¿Dónde estaban aquellos dos jóvenes que bailaban y reían con tanta pasión?
Se dio cuenta de que Rex había callado y estaba observándola.
—Me pregunto en qué estarás pensando, Maureen…
—No es nada —repuso ella sonriendo y negando con la cabeza.
De pie, el uno al lado del otro, contemplaron el mar. El sol poniente rielaba en el agua, trazando una estela roja desde el horizonte hacia la orilla. Maureen se preguntó dónde dormiría Harold, y deseó poder darle las buenas noches. Echó la cabeza atrás y miró el cielo crepuscular en busca de las primeras estrellas.