Al caerse, Harold se había lastimado las rodillas y las manos, y contusionado ambos codos. La mujer que lo rescató lo había visto caer desde la ventana de su cuarto de baño. Lo ayudó a levantarse, recuperó los objetos que llevaba en la bolsa de plástico y lo sostuvo al cruzar la carretera, al tiempo que hacía señas a los coches para que se detuvieran.
—¡Médico, médico! —gritaba.
Ya en su casa, la mujer lo acomodó en una butaca y le aflojó el nudo de la corbata. La habitación era austera y fría. Un televisor descansaba torcido sobre una caja de embalar. Cerca, un perro ladraba tras una puerta cerrada. A Harold no le gustaban mucho los perros.
—¿Se ha roto algo? —preguntó él.
La mujer dijo algo que él no alcanzó a comprender.
—Había un tarro de miel —añadió, con creciente alarma—. ¿Sigue intacto?
Ella asintió y le tomó el pulso. Poniéndole la yema de los dedos en la muñeca se quedó mirando al vacío, como si viera formas más allá de las paredes, mientras contaba a media voz. Era joven, pero el pelo recogido hacia atrás tensaba su rostro, y tanto los pantalones de chándal como la sudadera le venían grandes, como si pertenecieran a otra persona. Un hombre, quizá.
—No necesito un médico —protestó Harold con un murmullo ronco—. Por favor, no llames a una ambulancia, ni al médico.
No quería quedarse en casa de aquella mujer. No quería robarle tiempo, ni intimar con otro desconocido, y temía que lo enviara de vuelta a su hogar. Quería hablar con Maureen, pero también temía no saber qué decirle sin preocuparla. Deseó no haber sucumbido al dolor. Su intención era seguir caminando.
La joven le ofreció una taza de té con el asa vuelta hacia él para que no se quemara los dedos. Dijo algo más, pero Harold no logró comprenderlo. Intentó sonreír como si la hubiese entendido, pero ella seguía mirándolo esperando una respuesta, así que volvió a formular la pregunta, más alto y despacio:
—¿Qué coño hacía usted ahí fuera con esta lluvia?
Harold se dio cuenta de que tenía un acento muy marcado. Quizá de Europa del Este. Maureen y él habían oído hablar de personas como ella en las noticias. Venían a Inglaterra en busca de ingresos mejores, según la prensa. Mientras tanto, el perro sonaba cada vez menos como un perro y más como una bestia salvaje. Se arrojaba con todas sus fuerzas contra la puerta de su celda temporal, y daba la impresión de que fuera a morder por lo menos a uno de los presentes en cuanto recuperara la libertad. Los diarios también solían traer noticias de perros de ese tipo.
Harold le aseguró que se pondría en marcha tan pronto se tomara el té. Le contó su historia, que la joven escuchó en silencio. Por eso no le era posible entretenerse ni acudir al médico; le había hecho una promesa a Queenie y no podía fallarle. Tomó un sorbo de té y miró por la ventana. Justo delante se alzaba un gran tronco. Seguramente sus raíces estaban dañando los cimientos de la casa, habría que cortarlas. Más allá del tronco, el tráfico era casi continuo. La sola idea de salir fuera le inspiraba pavor, pero no tenía opción. Cuando volvió a mirar a la joven, ésta seguía observándolo, aún sin sonreír.
—Pero está usted hecho una mierda —dijo, sin amago de emoción, sin ánimo de juzgarlo.
—Ah, sí —concedió Harold.
—Tiene los zapatos destrozados. Y el cuerpo. Y las gafas. —Sostuvo en el aire las dos lentes de sus gafas de lectura, una en cada mano—. Se mire como se mire, está usted hecho una mierda. ¿Cómo espera llegar hasta Berwick?
Sus palabras le recordaron el modo intencionado con que David trufaba sus frases con tacos, igual que si hubiese puesto gran cuidado en sopesar las alternativas y luego concluido que, en vista de lo que sentía por su padre, las expresiones más malsonantes eran las únicas adecuadas.
—Es cierto que estoy, como bien dices, hecho una mierda. —Harold bajó la cabeza. Tenía los pantalones embarrados y rasgados en las rodillas, los zapatos empapados. Deseó habérselos quitado junto a la puerta—. Reconozco que estoy lejísimos de Berwick. Y que voy mal vestido. No sabría explicar qué me lleva a creer que podré llegar. Pero así es. Aunque una parte nada desdeñable de mí mismo opine que debería tirar la toalla, no puedo hacerlo. Aunque no quiera seguir adelante, lo haré. —Vaciló, porque lo que estaba diciendo le resultaba difícil y angustiante—. Lo siento mucho, pero al parecer mis zapatos han mojado la moqueta.
Para su sorpresa, cuando se atrevió a mirar fugazmente a la joven, la vio sonreír por primera vez. Acto seguido, le ofreció una habitación para pasar la noche.
Al pie de la escalera, la joven propinó una patada a la puerta tras la que estaba encerrado el chucho ladrador e indicó a Harold que la siguiera. Éste tenía miedo del animal y no quería que su anfitriona se inquietara por el dolor que lo torturaba, así que trató de seguirla sin quedarse atrás. A causa de la caída, le escocían las rodillas y las palmas de las manos, y no podía apoyar el peso en la pierna derecha. La mujer se presentó como Martina, natural de Eslovaquia. Se excusó por vivir en semejante cuchitril, y también por el ruido.
—Nunca pensamos que pasaríamos tanto tiempo en este puto agujero.
Harold intentó comportarse como si estuviera acostumbrado a aquel lenguaje. No quería dar la impresión de que juzgaba a su anfitriona.
—Digo demasiadas palabrotas —reconoció ella, como si le hubiese leído el pensamiento.
—Estás en tu casa, Martina. Puedes hablar como quieras.
El perro seguía ladrando y rascando la puerta de abajo.
—¡Que te calles de una puta vez! —gritó. Harold se fijó en los empastes de sus muelas.
—Mi hijo siempre quiso tener un perro —comentó él.
—No es mío. Es de mi compañero.
Abrió bruscamente la puerta de una habitación del piso de arriba y se apartó para dejarlo entrar.
La habitación olía a vacía y recién pintada. Las paredes eran de un blanco desangelado. En la cama había una colcha morada a juego con las cortinas, y tres cojines con lentejuelas sobre las almohadas. Lo conmovió el hecho de que Martina, pese a su amargura, se hubiese tomado tantas molestias en decorar el cuarto. Al otro lado de la ventana, las ramas más altas del árbol se aplastaban contra el cristal. Martina le dijo que esperaba que estuviera cómodo, y él se lo aseguró. Ya a solas, se acostó con cuidado y sintió que le dolían todos los músculos del cuerpo. Sabía que debía examinar las heridas y lavarlas, pero no tenía fuerzas para moverse. Ni siquiera para descalzarse.
No sabía cómo iba a seguir adelante. Estaba asustado y se sentía solo. Aquello le recordaba a su adolescencia, cuando, refugiado en su habitación, oía a su padre tropezar con botellas o acostarse con alguna de sus tías. Deseó no haber aceptado la invitación de Martina para dormir en su casa. Tal vez estuviese llamando a un médico en aquel preciso instante. La oía hablando en el piso de abajo, aunque por más que se esforzara no lograba captar sus palabras. Tal vez estuviese llamando a su compañero. Tal vez éste se empeñara en acompañar a Harold de vuelta a casa.
Sacó la carta de Queenie del bolsillo, pero sin las gafas de lectura las palabras se encabalgaban.
Querido Harold:
Puede que esto te sorprenda. Sé que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos, pero estos días pienso bastante en el pasado. Hará un año me sometí a una operación para extirpar un tumor, pero el cáncer se ha extendido y ya no hay nada que hacer. Estoy tranquila y bien atendida, pero me gustaría darte las gracias por haberme ofrecido tu amistad tantos años atrás. Por favor, saluda a tu esposa de mi parte. Sigo recordando a David con cariño. Te deseo todo lo mejor.
Oía su voz firme y clara como si la tuviera ante sí. Pero no podía olvidar la vergüenza. La vergüenza de haber defraudado a una buena mujer y no haberlo remediado.
—Harold, Harold.
Tenía que llegar a su destino. Tenía que llegar a Berwick. Tenía que encontrarla.
—¿Se encuentra bien?
Harold se removió en la cama. La voz no era la de Queenie, sino la de la mujer que lo había socorrido. Martina. Le costaba distinguir el pasado del presente.
—¿Puedo entrar? —preguntó.
Harold intentó levantarse, pero la puerta se abrió antes de que lo consiguiera, y su anfitriona lo sorprendió en una extraña postura: encorvado y con un único pie fuera de la cama. Martina se detuvo en el umbral, con una palangana y dos toallas colgadas del brazo. En la otra mano llevaba un botiquín de primeros auxilios.
—Esto es para sus pies —aclaró, señalando con la cabeza los náuticos.
—No quiero que me laves los pies. —Harold se había levantado.
—No he venido a lavarlos, pero camina usted de un modo extraño. Será mejor que les eche un vistazo.
—Mis pies están perfectos. No les pasa nada.
Martina frunció el ceño con impaciencia y arqueó la espalda por el peso de la palangana, que apoyaba en la cadera.
—¿Y qué hace para cuidarlos?
—Me pongo tiritas.
La joven rompió a reír, pero no era una risa divertida en modo alguno.
—Si de veras pretende llegar por su propio pie a ese puto pueblo, primero tendremos que curarlo, Harold.
Era la primera vez que alguien se refería a su viaje como una responsabilidad compartida. Tuvo ganas de llorar de gratitud, pero se limitó a asentir en silencio y volver a sentarse en la cama.
Martina se arrodilló, se rehízo la coleta y luego extendió una toalla en la moqueta, tomando la precaución de alisar los pliegues. No se oía más sonido que el del tráfico, la lluvia y el viento, que abatía las ramas del árbol contra los cristales, produciendo chirridos estridentes. Apenas quedaba luz en la habitación, pero ella no encendió la lámpara. Alargó las palmas hacia Harold, en ademán expectante.
Aunque le dolía agacharse, éste se quitó los calcetines y los zapatos y despegó las últimas tiritas que llevaba, consciente de que Martina observaba cada uno de sus movimientos. Cuando posó los pies desnudos uno al lado del otro, no pudo evitar verlos como un desconocido, y se sintió consternado, igual que si fuera la primera vez que se fijaba en ellos. El tono era de un blanco enfermizo, rayano en el gris, y las costuras de los calcetines habían dejado surcos en la piel. Tenía ampollas en los dedos, los talones y el empeine; algunas sangraban, otras eran bolsas de pus inflamadas. La uña del dedo gordo, dura como una pezuña, se veía intensamente amoratada allí donde había topado una y otra vez con la puntera del zapato. El talón tenía una capa de piel gruesa, con grietas también sangrantes. Hubo de contener la respiración a causa del hedor.
—Ya has visto bastante.
—De eso nada —repuso Martina—. Súbase la jodida pernera del pantalón.
Harold obedeció. Al rozarle la tela la pantorrilla derecha esbozó una mueca de dolor. Jamás había consentido que un extraño tocara su piel desnuda. Recordó su noche de bodas, cuando se había encerrado en el lavabo de aquel hotel de Holt, frunciendo el ceño ante el reflejo de su pecho lampiño en el espejo, temiendo decepcionar a Maureen.
Martina seguía esperando.
—No pasa nada. Sé lo que hago. He estudiado para esto.
El pie derecho de Harold fue a esconderse por iniciativa propia tras el tobillo izquierdo.
—¿Quieres decir que eres enfermera?
—Médica —especificó ella, mirándolo entre sarcástica y burlona—. Hoy en día hay mujeres médicas. Hice prácticas en un condenado hospital de Eslovaquia, donde conocí a mi pareja. Él también trabajaba allí. Ponga aquí el pie, Harold. No lo mandaré de vuelta a casa, se lo prometo.
No tenía opción. Martina le asió el tobillo con delicadeza, y Harold notó el tacto suave y cálido de sus manos. Recorriendo la piel con los dedos, fue bajando hasta la planta del pie. Al ver el cardenal en el tobillo derecho, se estremeció y se detuvo. Estiró el cuello para observarlo más de cerca. Sus dedos pasaron por encima del músculo magullado sin apenas rozarlo, pero bastó para que un terrible espasmo de dolor sacudiera la pierna de Harold.
—¿Duele?
Sí que dolía, muchísimo. Apretó las nalgas para reprimir una mueca.
—No, no demasiado.
Martina le levantó la pierna y observó la pantorrilla.
—El morado llega hasta la corva.
—No duele —repitió.
—Si sigue caminando con la pierna en este estado, irá a más. Y hay que tratar esas putas ampollas. Drenaré las más grandes. Después, le vendaremos los pies. Tendrá que aprender a hacerlo.
Observó sin rechistar cómo Martina pinchaba la primera bolsa de pus con una aguja y extraía el líquido, tomando la precaución de dejar intacta la piel que lo recubría. Dejó que guiara su pie izquierdo hasta la palangana de agua tibia y suave. Era un acto íntimo, casi entre la mujer y su pie, que dejaba al margen al resto de su persona. Miró al techo por no parecer indiscreto. Era algo muy inglés, pero no podía evitarlo.
Siempre había sido demasiado inglés, lo que en el fondo significaba que era un hombre vulgar y corriente, o eso daba por sentado. Lo cierto es que no destacaba. Algunas personas tenían historias interesantes que contar, o cosas que preguntar. A él no le gustaba hacer preguntas porque temía molestar a los demás. Se ponía corbata a diario, pero a veces se preguntaba si no estaría aferrándose a un orden o a un conjunto de reglas que en realidad jamás habían existido. Tal vez todo habría sido distinto si hubiese recibido una buena educación. Si hubiese acabado los estudios. Si hubiese ido a la universidad. Pero su padre le regaló un abrigo el día que cumplió dieciséis años y le señaló la puerta. El abrigo no era nuevo; olía a naftalina, y en el bolsillo había un billete de autobús.
—Me entristece verlo partir —había dicho su tía Sheila, aunque sin derramar una sola lágrima. De todas las tías que había tenido, era su preferida. Se inclinó para besarlo, envolviéndolo en una nube de perfume tan intenso que Harold se marchó enseguida para no ponerse tonto y acabar abrazándola.
Fue un alivio dejar atrás su infancia. Y si bien había logrado cuanto su padre nunca había conseguido —encontrar trabajo, mantener a una mujer y un hijo, y quererlos, aunque sólo fuera a distancia—, a veces sospechaba que el silencio de sus primeros años de vida lo había seguido hasta el hogar conyugal y se había instalado bajo la moqueta, tras las cortinas y el empapelado. El pasado pesaba como una losa. Nadie podía escapar de sus propios inicios. Ni siquiera poniéndose una corbata.
¿Acaso no era David prueba de ello?
Martina levantó el pie hasta su regazo y lo secó con una toalla suave, sin frotar. Se puso un poco de pomada antibiótica en la yema de un dedo y la esparció con delicadeza. Un intenso rubor teñía la suave depresión de la que partía su garganta. La concentración tensaba su rostro.
—Debería usar dos pares de calcetines en vez de uno. ¿Y por qué no lleva botas de senderismo? —preguntó sin levantar la vista.
—Mi intención era comprar un par cuando llegara a Exeter. Pero luego, después de tanto tiempo en la carretera, cambié de idea. Miré mis zapatos y me parecieron adecuados. No veía por qué tenía que comprarme otros.
Marina lo miró a los ojos y sonrió. Harold sintió que había dicho algo que la complacía, y que de algún modo los unía. Ella le contó que a su compañero le gustaba caminar. Habían planeado pasar las vacaciones de verano en Fells.
—A lo mejor puede llevarse prestadas sus viejas botas. Se compró unas nuevas, que siguen intactas en su caja, en mi armario.
Harold repitió que le bastaban sus náuticos. Sentía una extraña lealtad hacia ellos.
—Mi compañero, cuando le salen ampollas así, se las venda con cinta aislante para poder seguir.
Se secó las manos con un trozo de papel de cocina, moviéndolas de un modo ágil y rápido que transmitía confianza.
—Creo que debes de ser una buena médica —comentó Harold.
—En Inglaterra sólo me dejan limpiar —explicó ella, poniendo los ojos en blanco—. Si sus pies están mal, debería ver la de mierda que me toca fregar en los lavabos. —Ambos se echaron a reír, y Martina añadió—: Y su hijo, ¿consiguió el perro que quería?
Un dolor agudo lo estremeció por completo. Martina se detuvo bruscamente y levantó la vista, temiendo haber tocado otra magulladura. Harold notó que se le tensaba el cuerpo y calmó su propia respiración hasta poder articular palabras.
—No. Ojalá, pero no. Me temo que decepcioné mucho a mi hijo hace veinte años.
Martina se echó atrás, como si necesitara tomar perspectiva.
—¿A su hijo y a Queenie? ¿Los decepcionó a ambos?
Era la primera persona que le preguntaba por David en mucho tiempo. Quería añadir algo, pero no hubiese sabido por dónde empezar. Estando allí sentado, en una casa ajena, con los pantalones remangados hasta las rodillas, echaba mucho de menos a su hijo. «No es suficiente. Nunca lo será».
Le escocían los ojos por las lágrimas. Parpadeó para contenerlas.
Martina arrancó un trozo de algodón hidrófilo para desinfectarle las magulladuras de las manos. El antiséptico ardía en la piel rasguñada, pero Harold no se movió. Alargó las manos y consintió que se las curara.
La joven médica le dejó usar el teléfono, pero cuando Harold llamó a Maureen se oían muchas interferencias. Intentó explicarle dónde estaba, pero su mujer no parecía entenderlo.
—¿Que estás en casa de quién? —preguntaba una y otra vez.
Harold no quería mencionarle la herida de la pierna ni la caída, así que le explicó que el viaje transcurría sin novedad. Que el tiempo pasaba volando.
Luego Martina le dio un analgésico suave, pese a lo cual Harold durmió mal. Los coches lo despertaban, igual que la lluvia que zarandeaba el árbol junto a la ventana. De vez en cuando comprobaba el estado de su pantorrilla, deseando que mejorara, flexionando la pierna ligeramente sin atreverse a apoyar peso en ella. Recordó la habitación de David, con las cortinas azules, y luego la suya propia, con el armario que sólo albergaba sus trajes y camisas, y por último la habitación de invitados que olía a Maureen, hasta que, poco a poco, el sueño lo venció.
A la mañana siguiente, Harold desperezó primero el lado izquierdo del cuerpo, luego el derecho, estirando las articulaciones de una en una, bostezando hasta que se le humedecieron los ojos. Ya no oía llover. La luz entraba en la habitación tamizada por el árbol y arrojaba sombras que cabrilleaban como el agua en una pared encalada. Volvió a desperezarse, y no bien lo hizo cayó de nuevo en un sueño profundo del que no despertó hasta pasadas las once de la mañana.
Tras examinar su pierna, Martina determinó que estaba un poco mejor, pero aún no le aconsejaba andar. Le cambió los vendajes de los pies y le pidió que pasara otro día descansando, con la excusa de que al perro de su compañero le vendría bien un poco de compañía mientras ella trabajaba. El animal pasaba demasiado tiempo solo.
—Una tía mía tenía un perro —comentó Harold—. Solía morderme cuando nadie miraba. —Martina se rio, y Harold la imitó aunque en su día aquel animal le había causado gran soledad y no poco dolor—. Mi madre se fue de casa justo antes de que yo cumpliera los trece. Mi padre y ella eran muy infelices. Él era alcohólico y ella siempre había querido viajar. Es lo único que recuerdo. Después de irse mi madre, lo de mi padre empeoró por un tiempo, y luego las vecinas se enteraron. Les encantaba cuidar de él. Mi padre recuperó la alegría de vivir. Se trajo a casa muchas tías. Se convirtió en un pequeño Casanova. —Harold, que nunca había hablado tan abiertamente de su pasado, esperaba no inspirar lástima.
—¿Tías? ¿De verdad lo eran? —preguntó ella, amagando una sonrisa.
—No; eran tías metafóricas. Las conocía en los pubs. Se quedaban un tiempo con nosotros y luego se iban. Todos los meses la casa olía a un perfume diferente. Siempre había ropa interior distinta en el tendedero. Solía tumbarme en la hierba y miraba hacia arriba. Nunca había visto nada tan hermoso.
La sonrisa de Martina se convirtió en carcajada. Harold se percató de que sus facciones se suavizaban cuando estaba contenta, y que el ligero rubor la favorecía. Un mechón de pelo se le soltó de la tensa coleta, y él se alegró de que no lo devolviera a su sitio.
Por un momento, lo único que pudo ver era el rostro juvenil de Maureen, alzando la vista hacia el suyo sin reservas, con una expresión casi desvalida, los suaves labios entreabiertos a la espera de lo que él fuera a decir. El recuerdo de la emoción que le producía acaparar toda su atención fue tan intenso que deseó pensar en otra cosa para divertir a Martina. Pero no podía.
—¿Y nunca volvió a ver a su madre? —preguntó ella.
—No.
—¿Y jamás la buscó?
—A veces desearía haberlo hecho. Me hubiese gustado decirle que me encontraba bien, por si se preocupaba por mí. Pero no estaba hecha para ser madre. Todo lo contrario que Maureen. Desde el primer momento supo cómo querer a David.
Harold guardó silencio y Martina lo imitó. Aquella revelación no le producía la menor inquietud. Tiempo atrás había sentido lo mismo con Queenie. En el coche, podía contar cualquier cosa con la tranquilidad de saber que ella se lo guardaría en algún lugar seguro, entre sus pensamientos, y que no lo juzgaría por sus palabras ni se las echaría en cara años después. Supuso que en eso consistía la amistad, y lamentó haber pasado tantos años sin disfrutarla.
Por la tarde, mientras Martina limpiaba en el hospital, Harold arregló sus gafas usando tiritas a modo de cinta adhesiva; luego calzó la puerta que daba a la parte trasera de la casa para que no se cerrara y se puso a limpiar el pequeño jardín. El perro seguía sus movimientos con interés, sin ladrar. Harold encontró las herramientas de jardinería del compañero de Martina y las usó para recortar los bordes del césped y desbrozar las ramas del seto. Tenía la pierna muy agarrotada, y puesto que no recordaba qué había hecho con los zapatos, iba descalzo. La tierra cálida le acariciaba los talones como si fuera de terciopelo, relajando la tensión acumulada. Se preguntó si tendría tiempo de podar el árbol que tapaba la ventana de la habitación, pero era demasiado alto y no veía ninguna escalera.
Al volver del trabajo, Martina traía una bolsa de papel donde Harold halló sus náuticos, relucientes y con suelas nuevas. Hasta le había puesto otro par de cordones.
—No espere que lo atiendan en la Seguridad Social si aparece con ese calzado aristocrático —bromeó ella, y se alejó antes de que pudiera darle las gracias.
Aquella noche, cuando cenaron juntos, Harold le recordó que quería pagarle por la habitación. Martina replicó que ya lo hablarían al día siguiente, pero él negó con la cabeza. Saldría con las primeras luces del alba. Necesitaba recuperar el tiempo perdido. El perro estaba al lado de Harold, con la cabeza apoyada en su regazo.
—Lamento no haber llegado a conocer a tu compañero —dijo.
—No va a volver —repuso Martina, frunciendo el ceño.
Se sintió perplejo. De pronto, se veía obligado a replantearse la imagen que se había formado de Martina y su vida, de un modo tan abrupto que le costaba encajarlo.
—No te entiendo. ¿Dónde está?
—No lo sé. —Marina hizo una mueca y apartó el plato, aunque no había acabado.
—¿Cómo puedes no saberlo?
—Pensará que estoy como una puta cabra.
Harold recordó a todas las personas que había conocido en aquel viaje. Todas eran distintas, pero ninguna le parecía extraña. Reflexionó sobre su propia vida y lo ordinaria que podía parecer desde fuera, cuando en realidad encerraba tanto dolor, tanta amargura.
—No creo que estés como una cabra —le aseguró. Le tendió la mano, y por un momento la joven la observó como si una mano fuera algo que nunca se le hubiese ocurrido coger. Sus dedos tocaron los de Harold.
—Vinimos a Inglaterra para que él pudiera encontrar un trabajo mejor. Sólo llevábamos aquí unos meses cuando de pronto, un sábado, se presentó una mujer en casa con dos maletas y un bebé, y diciendo que él era el padre. —Martina apretó la mano de Harold con más fuerza, haciendo que el anillo de casado se le clavara—. Yo no sabía nada de la otra. Ni del bebé. Cuando él volvió a casa, pensé que los echaría a los dos. Sabía lo mucho que me quería. Pero no lo hizo. Cuando cogió al bebé en brazos, de repente fue como si estuviera viendo a un completo desconocido. Le dije que necesitaba salir a tomar el aire. Cuando volví, se habían marchado. —Su palidez era tal que Harold alcanzaba a ver las venas bajo los párpados—. Se dejó todas sus cosas. El perro. Las herramientas de jardinería. Incluso las botas nuevas. Le encanta salir de excursión. Todos los días al despertarme pienso: «Hoy sí, hoy volverá», pero todos los días me equivoco.
Por un instante sólo hubo silencio, el silencio que contenían las palabras de Martina. Harold se sorprendió una vez más de lo mucho que podía cambiar la vida en cuestión de minutos. Nos pasamos los días haciendo lo mismo una y otra vez —sacar al perro de tu compañero, ponerte los zapatos— sin imaginar siquiera que estamos a punto de perder cuanto siempre deseamos.
—Quizá vuelva.
—Hace un año que se fue.
—Nunca se sabe.
—Yo sí lo sé.
Martina sorbió por la nariz como si se hubiese resfriado, aunque no engañaba a ninguno de los dos.
—Y sin embargo aquí está usted, de camino a Berwick-upon-Tweed. —Harold temió que fuera a insistir en que no lo conseguiría, pero en cambio dijo—: Ojalá tuviera una pizca de su fe.
—Pero la tienes.
—No. Vivo esperando algo que nunca ocurrirá.
Se quedó sentada, inmóvil, y Harold supo que estaba pensando en el pasado. También sabía que su propia fe, por mucho que lo hubiese llevado hasta allí, era algo frágil.
Recogió la mesa y llevó los platos a la cocina, donde llenó el fregadero de agua caliente y fregó. Dio las sobras al perro y pensó en Martina, que vivía esperando a un hombre que no regresaría. Pensó en su propia vida mientras frotaba manchas que no alcanzaba a ver. Tuvo la extraña sensación de que lo comprendía todo mejor, y deseó poder contárselo a Maureen.
Más tarde, mientras en su habitación ponía sus pertenencias en la bolsa de plástico, oyó unos pasos y alguien llamó a la puerta. Martina le entregó dos pares de gruesos calcetines, así como un rollo de cinta aislante azul. Luego le colgó una mochila vacía del brazo y le dio una brújula de latón. Eran objetos que habían pertenecido a su compañero. Harold se disponía a decir que no podía aceptar nada más cuando ella se acercó y lo besó en la mejilla con ternura.
—Buen viaje, Harold. Y no me debes nada por la habitación. Has sido mi invitado.
Notó en la mano el peso de la brújula, cálida al tacto.
Se marchó según había dicho, con las primeras luces del alba. Apoyada en la almohada dejó una postal de agradecimiento, así como los mantelitos plastificados, pues seguramente Martina los necesitaría más que Queenie. Hacia el este se había abierto una rendija en la noche por la que se colaba una pálida franja de luz que empezaba a extenderse por el cielo. Al pie de la escalera, acarició al perro.
Cerró la puerta de la calle con gran cuidado para no despertar a Martina, pero ella estaba junto a la ventana del cuarto de baño, con el rostro pegado al cristal. Harold no miró atrás. No se despidió con la mano. Vislumbró su perfil en la ventana y echó a andar lo más decididamente que pudo, preguntándose si ella se preocuparía por sus ampollas, o sus náuticos, y deseando no verse obligado a dejarla sola, sin más compañía que un perro y unas botas. No había sido fácil ser su invitado. No era fácil ponerse un poco en la piel de los demás y luego darles la espalda.