Curiosamente, fue el señor Napier quien unió a Harold y Queenie muchos años atrás. Napier lo llamó a su despacho de paredes revestidas de madera para decirle que había encargado a Queenie la tarea de auditar in situ los libros de cuentas de los pubs. No se fiaba de los propietarios y quería pillarlos desprevenidos. Sin embargo, puesto que Queenie no sabía conducir, alguien debía llevarla. Le aseguró que había reflexionado sobre el particular, al tiempo que le daba una calada al cigarrillo. En calidad de uno de los representantes comerciales con más experiencia de la casa, y también uno de los pocos casados, Harold era a todas luces el candidato ideal. Napier permanecía de pie con las piernas muy separadas, como si ocupar una mayor superficie lo hiciera más grande que los demás, aunque en el fondo no fuera sino un tipo astuto enfundado en un traje reluciente que apenas le llegaba a Harold a la altura de los hombros.
Por descontado, no le quedó más remedio que aceptar. En su fuero interno, la situación le generaba inquietud. No había vuelto a hablar con Queenie desde el embarazoso incidente del armario. Además, siempre había considerado el tiempo que pasaba al volante como algo muy privado. No sabía si a Queenie le gustaría escuchar Radio 2, por ejemplo. Esperaba que no le diera por hablar. Bastante mal lo pasaba con los chicos. Todo lo relacionado con las mujeres lo incomodaba.
—Me alegro de dejar el asunto zanjado —concluyó Napier, tendiéndole la mano a Harold, que para su desconcierto la notó menuda y húmeda, como asir un pequeño reptil—. ¿Qué tal su señora?
Harold vaciló.
—Bien, bien. ¿Qué tal…? —Sintió que el pánico le helaba la sangre. Napier iba por la tercera esposa en seis años, una joven de gran melena rubia que había trabajado brevemente como camarera. No se lo tomaba demasiado bien cuando alguien olvidaba su nombre.
—Veronica está estupenda. He oído decir que su chico ha ingresado en Cambridge. —Napier lo miró con una sonrisa de oreja a oreja. El hilo de sus pensamientos cambiaba como una veleta. Harold nunca sabía con qué le saldría a continuación—. Todo cerebro y nada de polla —concluyó, torciendo la boca para exhalar una bocanada de humo. Allí se quedó, mirando a su empleado con una sonrisa socarrona, esperando que éste se encarara con él pero sabiendo que no lo haría.
Harold bajó la cabeza. Sobre el escritorio de Napier descansaba su preciada colección de payasos de cristal de Murano, algunos de rostro azul, otros repantingados o sosteniendo algún instrumento.
—Se miran pero no se tocan —le advirtió Napier, alzando el dedo índice como si fuera el cañón de un arma—. Eran de mi madre.
Todo el mundo sabía que aquellas figurillas eran sus posesiones más queridas, pero a Harold se le antojaban deformes y chabacanas; las extremidades y el rostro de los payasos parecían haberse contraído como el barro al sol, y los colores se veían coagulados. Le pareció que incluso aquellas figurillas se mofaban de él y sintió un conato de ira en sus entrañas. Napier apagó la colilla en el cenicero y se acercó a la puerta.
—Ah, y échale un ojo a Hennessy, ¿quieres? —añadió mientras Harold salía—. Ya sabes cómo son esas zorras. —Se dio unos golpecitos en la nariz con el mismo dedo índice, como si ahora, en lugar de un arma, fuera el puntero que señalaba un secreto compartido, aunque Harold no tenía ni la más remota idea de a qué se refería.
Se preguntó si, pese a la eficiencia de Queenie, Napier pretendía librarse de ella. Su jefe jamás confiaba en las personas que demostraban ser mejores que él.
Unos días más tarde debían hacer su primer viaje juntos. Queenie se presentó donde estaba el coche de Harold con un gran bolso cuadrado, como si se dispusiera a ir de compras y no a fiscalizar los libros de cuentas de un pub. Harold conocía al propietario del local, y no era precisamente un ejemplo de integridad. Temía por ella.
—Me han dicho que será usted mi chófer, señor Fry —comentó en tono ligeramente imperioso.
Hicieron el trayecto en silencio. Ella, a su lado, iba circunspecta y con las manos entrelazadas con fuerza sobre el regazo. Harold nunca había sido tan consciente de cómo tomaba las curvas, pisaba el embrague o tiraba del freno de mano al llegar a su destino. Se apeó rápidamente para abrirle la portezuela, y aguardó mientras la pierna de la mujer asomaba despacio y buscaba a tientas el suelo. Las pantorrillas de Maureen eran tan finas que desataban su deseo; las de Queenie, por el contrario, eran gruesas. Al igual que él mismo, había pensado entonces Harold, aquella mujer carecía de atractivo físico.
Cuando levantó la vista, descubrió para su bochorno que Queenie lo miraba directamente a los ojos.
—Gracias, señor Fry —dijo al fin, y se alejó con pasitos cortos y rápidos que repiqueteaban en el suelo y el bolso colgado del brazo.
Cuál no sería la sorpresa de Harold cuando, al ir a comprobar los niveles de cerveza, encontró al propietario del pub con el rostro enrojecido, sudando a mares.
—Maldita sea —refunfuñó—, esa mujer es un demonio. No se le escapa una.
Harold sintió admiración, incluso una punzada de orgullo.
En el trayecto de vuelta, Queenie volvió a mostrarse silenciosa y reservada. Harold llegó a preguntarse si se habría dormido, pero le hubiese parecido una grosería volverse para comprobarlo.
—Gracias —le dijo ella cuando aparcaron en el patio de la fábrica.
Harold farfulló con torpeza que había sido un placer.
—Quiero decir que le estoy agradecida por lo de hace unas semanas —precisó Queenie—. Cuando me encontró en el armario.
—Olvídelo —contestó Harold, y lo decía en sentido literal.
—Estaba muy disgustada. Fue usted muy amable. Tendría que habérselo agradecido antes, pero me daba vergüenza. Lo siento.
Él no podía mirarla a los ojos, pero sabía, sin necesidad de ello, que estaba mordiéndose el labio.
—Me alegro de haberle sido de ayuda.
—Es usted un caballero —aseguró ella.
Queenie abrió la portezuela antes de que Harold pudiera hacerlo y se apeó del coche. Él se quedó contemplándola mientras cruzaba el patio de la fábrica con pasos cautelosos, contenida y formal, enfundada en su traje color café, y se le encogió el corazón. Lo que más lo conmovía era la sincera sencillez de Queenie. Aquella noche, al meterse en la cama, se había prometido que, fuera cual fuese el significado del enigmático comentario de Napier, Harold cumpliría la tarea; velaría por Queenie.
Justo entonces, la voz de Maureen había sonado en la oscuridad:
—Espero que no te dé por roncar.
Al duodécimo día, una inabarcable masa gris se desplazaba por el cielo y la tierra, arrastrando consigo cortinas de lluvia que emborronaban los colores y contornos de las cosas. Harold seguía con la mirada fija en el horizonte, esforzándose por visualizar la ruta o atisbar algún claro en el cielo con que regocijarse, pero era como volver a ver el mundo a través de los visillos. Allá donde mirase, todo le parecía igual. Dejó de consultar sus guías de campo por resultarle insoportable el abismo entre su visión de la realidad y la que ofrecían los libros. Tenía la sensación de estar luchando contra su propio cuerpo y llevar todas las de perder.
Su ropa ya no llegaba a secarse. Los zapatos estaban tan empapados que habían perdido su forma original. Whitnage. Westleigh. Whiteball. Cuántos lugares empezaban con uve doble. Árboles. Arbustos que flanqueaban la carretera como interminables setos. Postes de teléfono. Casas. Cubos de reciclaje. Había olvidado la maquinilla y la espuma de afeitar en el lavabo compartido de la casa de huéspedes, pero no le quedaba energía para reponerlas. Cuando pasó revista a sus pies, se alarmó al comprobar que el dolor de la pantorrilla había cobrado forma, traduciéndose en una mancha roja bajo la piel. Por primera vez, se asustó mucho.
En Sampford Arundel llamó a Maureen. Necesitaba oír su voz, deseaba que ella se acordara de él mientras caminaba, aunque lo hiciera con rabia. No quería que sospechara las dudas que lo asaltaban, ni el tormento de su pierna, por lo que se limitó a preguntarle cómo estaba, y cómo estaba la casa, a lo que ella contestó que las dos se encontraban bien. Maureen, a su vez, le preguntó si seguía avanzando, y él contestó que había dejado atrás Exeter y Tiverton y se dirigía a Bath cruzando Taunton. También le preguntó si quería que le hiciera llegar algo. ¿El móvil, el cepillo de dientes, un pijama o una muda limpia? Le pareció advertir cierta amabilidad en el tono de su mujer, pero la atribuyó a su imaginación.
—Estoy bien —le aseguró.
—Ya estarás llegando a Somerset, ¿no?
—No estoy seguro. Supongo que sí.
—¿Cuántos kilómetros has hecho hoy?
—No lo sé. Once, quizá.
—Vaya, vaya —dijo ella.
La lluvia azotaba el techo de la cabina telefónica, y la tenue luz más allá de los cristales poseía una cualidad líquida. Harold hubiese querido seguir hablando con su mujer, pero el silencio y la distancia que se prodigaban desde hacía veinte años habían aumentado a tal punto que incluso las frases hechas sonaban vacías de contenido y podían herir.
—Bueno —dijo Maureen al fin—, debo dejarte, Harold. Tengo mucho que hacer.
—Sí. Yo también. Sólo quería saludarte. Comprobar que estás bien.
—Sí, estoy perfectamente. Muy atareada. Los días pasan volando. Apenas me doy cuenta de que te has ido. ¿Y tú, qué tal?
—Muy bien, también.
—Estupendo.
—Sí.
Ya no quedaba nada que añadir.
—Bien… Adiós, Maureen —se despidió, como podía haber dicho cualquier otra cosa. No quería colgar, tampoco seguir hablando.
Se quedó viendo llover, esperando que se abriera algún claro, y avistó un cuervo con la cabeza inclinada hacia abajo, el plumaje tan mojado que relucía como alquitrán. Deseó que se moviera, pero allí se quedó, empapado y solo. Maureen andaba tan atareada que apenas se percataba de su ausencia.
El domingo era casi la hora de comer cuando despertó. El dolor en la pierna no había disminuido y aún llovía sin cesar. Harold oía el mundo allá fuera, ocupado con sus quehaceres: el tráfico, la gente, todos corriendo. Nadie sabía quién era ni dónde estaba. Permaneció en la cama, quieto, reacio a emprender otro día de caminata, aun sabiendo que no podía volver a casa. Recordó el modo como Maureen solía tumbarse a su lado, y la imaginó desnuda; lo perfecta que era, y lo menuda también. Anhelaba sentir la suavidad de aquellos dedos recorriendo su piel.
Cuando fue a coger los náuticos, descubrió que las suelas se habían vuelto finas como el papel. No se duchó ni se afeitó, ni se inspeccionó los pies, aunque al introducirlos en los zapatos tuvo la sensación de estar embutiéndolos en dos cajas rígidas. Se vistió sin pensar en nada, porque pensar sólo lo llevaría a una conclusión obvia. La dueña de la pensión insistió en que podía desayunar pese a lo tardío de la hora, pero él rehusó. Si aceptaba su amabilidad, si tan sólo cruzaba una mirada con ella, temía romper a llorar.
Siguió avanzando desde Sampford Arundel, pero cada paso era un suplicio. Encajaba el dolor haciendo muecas, le daba igual lo que pensaran los demás. De todas formas, vivía al margen de ellos. Estaba decidido a no detenerse por mucho que su cuerpo le suplicara descansar. Estaba enfadado consigo mismo por ser tan débil. La lluvia lo azotaba en rachas oblicuas. Sus zapatos estaban tan desgastados que era como ir descalzo. Echaba de menos a Maureen, y sólo podía pensar en eso.
¿Cómo era posible que todo se hubiese ido al garete? En tiempos, habían sido felices. Si David había abierto una sima entre ambos a medida que se hacía mayor, ellos habían sido cómplices. «¿Dónde está David?», preguntaba Maureen, y Harold se limitaba a contestar que había oído cerrarse la puerta de la calle mientras se lavaba los dientes. «Ah, sí», respondía ella, como para demostrar que no había ningún problema en que su hijo de dieciocho años acostumbrara vagar por las calles de noche. Poner en palabras los temores secretos de Harold sólo hubiese servido para exacerbar los de Maureen. Y en aquellos tiempos aún cocinaba. Aún compartía la cama con él.
Pero aquellas tensiones no podían permanecer subyacentes para siempre. Había sido justo antes de la desaparición de Queenie cuando todo había estallado al fin y se había venido abajo. Entonces Maureen había puesto el grito en el cielo. Había llorado y sollozado. Lo había golpeado en el pecho con los puños. «¿No se te cae la cara de vergüenza?», había bramado. Y en otra ocasión: «Es culpa tuya. Todo. De no haber sido por ti, nada de esto habría pasado».
Había sido terrible escuchar aquellas palabras, y aunque después Maureen buscó consuelo entre sus brazos y se disculpó, seguían flotando en el aire cada vez que él se quedaba a solas, y no había modo de desdecirlas. Todo era culpa suya.
Hasta que un día los reproches cesaron. Maureen dejó de hablarle, de gritarle, de encararse con él. Aquel nuevo silencio era distinto del anterior. En el pasado se habían abstenido de hablar por no hacerse más daño, pero ahora no quedaba nada que salvar. Ella ni siquiera tenía que poner voz a los pensamientos que cruzaban su mente. Sólo con mirarla, Harold sabía que no había ninguna palabra, ningún gesto, que le permitiera reconciliarse con su mujer. Maureen ya no lo culpaba. Ni lloraba delante de él. Ni siquiera le consentía el consuelo de abrazarla. Se llevó toda su ropa a la habitación de invitados y él se quedó en la cama de matrimonio, sin ir hasta ella porque sabía que lo rechazaría, pero atormentado por sus sollozos. El sol volvería a salir. Usarían el baño por turnos. Él se vestiría y desayunaría mientras ella iba limpiando habitación por habitación, como si Harold no estuviera presente, como si aquella actividad frenética fuera el único modo de mantener a raya sus sentimientos.
—Salgo.
—De acuerdo.
—Hasta luego.
—Sí, muy bien.
Las palabras nada significaban. Era como si hablaran en chino. No había manera humana de salvar el abismo que los separaba. Poco antes de jubilarse, Harold había sugerido que por una vez acudieran a la fiesta de Navidad en la fábrica de cerveza, y Maureen lo había mirado fijamente con la boca abierta, como si él le hubiese pegado.
Harold ya no veía las colinas, el cielo ni los árboles. Tampoco las señales de tráfico que jalonaban su viaje hacia el norte. Caminaba de cara al viento, con la cabeza gacha, sin ver más que lluvia, porque no había nada más que ver. La A38 era mucho peor de lo que había imaginado. No se apartaba del arcén y se resguardaba tras las vallas protectoras siempre que podía, pero los coches lo adelantaban a tal velocidad que lo dejaban calado hasta los huesos, exponiéndolo a un peligro constante. Al cabo de varias horas se percató de que había estado tan absorto en recordar y lamentar el pasado que había avanzado dos kilómetros en sentido equivocado. No le quedaba más remedio que volver sobre sus pasos.
Recorrer otra vez la misma carretera era aún más duro. Era como si no se moviera en absoluto. Peor todavía: como si borrara una parte de sí mismo. Al oeste de Bagley Green se rindió y se detuvo en una casa rural que se anunciaba a pie de carretera.
Su anfitrión era un hombre de aspecto atribulado que dijo tener una habitación disponible. Las otras estaban ocupadas por seis mujeres que habían ido hasta allí para recorrer en bicicleta el sendero de Land’s End a John o’Groats.
—Todas son madres de familia. Parece que hayan venido aquí a desmelenarse —comentó el hombre, y recomendó a Harold que intentara no llamar la atención.
Apenas pegó ojo en toda la noche. Volvía a tener sueños, y las madres ciclistas por lo visto habían montado una fiesta. A ratos dormitaba, pendiente del dolor en la pierna pero ansiando olvidarlo. Las voces de aquellas mujeres se convirtieron en las de las tías que habían sustituido a su madre. Oía risas, y un gruñido cuando su padre se vaciaba. Harold yacía en la cama con los ojos abiertos y un dolor insoportable en la pierna, deseando que la noche pasara cuanto antes, deseando estar en otra parte.
Por la mañana, el dolor empeoró. Vetas moradas le surcaban la piel sobre el talón, tan hinchado que no parecía caber en el zapato. Hubo de encajarlo a la fuerza, con una mueca de dolor. Se miró en el espejo; estaba demacrado, castigado por la intemperie, con una barba incipiente y afilada. Parecía enfermo. No podía dejar de pensar en su padre, en la residencia de ancianos, con las zapatillas cambiadas de pie. «Ha venido su hijo», le anunciaba la celadora. Y su padre empezaba a temblar.
Harold esperaba haber acabado de desayunar antes de que las madres ciclistas despertaran, pero justo cuando estaba apurando el café irrumpieron en el comedor de la casa rural en un derroche de risas y licra fluorescente.
—¿Sabéis qué? —dijo una de ellas—. No sé cómo voy a arreglármelas para montar otra vez en esa bici. —Las demás rompieron a reír. De las seis mujeres, era la que más destacaba y daba la impresión de llevar la voz cantante. Harold guardaba silencio con la esperanza de pasar inadvertido, pero la mujer lo miró y le guiñó un ojo—. Espero que no lo hayamos molestado.
Era de piel oscura, rostro esquelético y pelo tan corto que daba a su cráneo un aspecto frágil. Harold pensó que sería deseable que se pusiera un sombrero. Aquellas chicas eran lo que la mantenía con vida, le reveló la mujer. No sabía dónde estaría sin ellas. Vivía en un pequeño piso con su hija.
—No soy de las que sientan la cabeza —dijo—. No necesito a un hombre.
Nombró todas las cosas que podía hacer sin pareja. A él le parecieron muchísimas, aunque ella hablaba tan deprisa que, para comprenderla, tenía que fijar los ojos en los labios. Le suponía un gran esfuerzo mirarla y escucharla, y dedicarle toda su atención cuando por dentro rabiaba de dolor.
—Soy libre como un pájaro —concluyó la mujer, y abrió los brazos a modo de demostración. De sus axilas pendían mechones de vello oscuro.
Sus palabras fueron acogidas con silbidos de admiración y gritos de «¡Así se habla, nena!». Harold consideró que debía unirse a la celebración, pero lo más que alcanzó a hacer fue aplaudir débilmente. La mujer reía y chocaba la mano con sus amigas, aunque en su talante indómito había algo febril que lo ponía nervioso.
—Me acuesto con quien me da la gana. La semana pasada lo hice con el profesor de piano de mi hija. En mi retiro espiritual me lie con un budista, y eso que había hecho voto de celibato.
Varias de sus amigas la jalearon.
Harold sólo había yacido con Maureen. Nunca se le había ocurrido buscar a nadie más, ni siquiera cuando ella tiró todos los libros de cocina y se cortó el pelo, ni siquiera cuando empezó a cerrar la puerta de su habitación con seguro por la noche. Sabía que algunos compañeros de la fábrica tenían amantes. En cierta ocasión había conocido a la propietaria de un pub que le reía los chistes, incluso los malos, y le había servido un whisky empujándolo muy suavemente desde el otro lado de la barra, de modo que sus manos casi se habían rozado. Pero él no había tenido valor para seguir adelante. Jamás podría imaginarse con una mujer que no fuera Maureen. Era tanto lo que habían compartido que vivir sin ella sería como si le arrancaran los órganos vitales; no sería más que un frágil envoltorio de piel.
Se sorprendió felicitando a la madre ciclista, porque no sabía qué otra cosa hacer, y luego se levantó para excusarse. Justo entonces una punzada de dolor le paralizó la pierna. Dio un traspié y hubo de apoyarse en la mesa. Fingió frotarse el brazo mientras el dolor iba y venía.
—Buen viaje —le deseó la madre ciclista, que se levantó para abrazarlo, envolviéndolo en un denso olor a cítricos y sudor que resultaba placentero sólo a medias. Al apartarse de Harold, se echó a reír y apoyó las manos en sus hombros—. Libre como un pájaro —insistió con gesto vehemente.
A Harold se le heló la sangre. Al apartar la vista del rostro de la mujer, vio que la cara interna del antebrazo de ella presentaba dos profundas cicatrices que laceraban la carne cerca de la muñeca. En algunos puntos aún se adivinaba el rosario de costras dejado por la herida. Asintió con rigidez y le deseó suerte.
No podía caminar más de quince minutos sin detenerse a descansar la pierna derecha. Tenía la espalda, el cuello y los hombros tan doloridos que apenas podía pensar en otra cosa. Los pesados goterones de lluvia lo acribillaban y rebotaban contra los tejados y el asfalto. Al cabo de apenas una hora avanzaba a trompicones, anhelando hacer un alto. Avistó unos árboles al fondo, y algo rojo que quizá fuera una bandera. La gente dejaba cosas de lo más raras al borde de la carretera.
La lluvia tamborileaba y hacía temblar las hojas, y el aire olía al suave mantillo vegetal sobre el que caminaba. Cuanto más se acercaba al señuelo rojo, mayor era su pesadumbre: aquello no era una bandera, sino una camiseta del Liverpool colgada de una cruz de madera.
Había pasado por delante de varios altares in memóriam como aquél, improvisados a pie de carretera, pero ninguno lo había perturbado tanto. Trató de cruzar al otro lado de la carretera sin mirar, pero fue incapaz. Aquel objeto ejercía una poderosa atracción sobre él, como si se tratase de algo que le estuviera vedado. Al parecer, algún familiar o amigo había engalanado la cruz con relucientes adornos navideños en forma de abeto y una corona de acebo de plástico. Harold examinó las flores marchitas envueltas en celofán, y la fotografía que presidía el conjunto desde su funda de plástico. El hombre rondaría los cuarenta, tenía un aspecto fornido, el pelo oscuro, y una mano infantil descansaba sobre su hombro. Saludaba a la cámara. «El mejor padre del mundo», rezaba una tarjeta empapada por la lluvia.
¿Qué palabras escribirías en mi epitafio?
«Jódete —había mascullado David, y justo entonces le habían fallado las piernas y había estado a punto de precipitarse escaleras abajo—. Jódete».
Harold secó las gotas de la foto con una punta del pañuelo y sacudió las flores. Al reanudar la marcha, volvió a pensar en la madre ciclista. Se preguntó cuándo se habría sentido tan desolada como para cortarse las venas. Se preguntó quién la habría encontrado, y qué habría hecho. ¿Había querido que la salvaran? ¿O acaso la habían arrastrado de vuelta a la vida, justo cuando creía que se había liberado de su peso? Deseó haberle dicho algo, algo que la disuadiera para siempre de volver a intentarlo. Si la hubiese consolado, podría desentenderse de ella. Pero sabía que, por haberla conocido y escuchado, ahora cargaba un nuevo lastre en su corazón, y no estaba seguro de poder aguantar muchos más. Pese al dolor de la pantorrilla y al frío en los huesos, pese a los pensamientos que lo atormentaban, apretó los dientes y se obligó a seguir.
Llegó a las afueras de Taunton al caer la tarde. Las casas formaban un conjunto compacto, repleto de antenas parabólicas. Tras las ventanas se adivinaban visillos grises; algunas se ocultaban detrás de postigos metálicos. Los escasos jardines sin asfaltar habían quedado arrasados por la lluvia. Las flores de un cerezo yacían en el suelo, esparcidas como papel mojado. El estruendo del tráfico era tan intenso que dolía y las carreteras parecían cubiertas por una película de aceite.
Un recuerdo acudió a su mente, uno de los que más temía. Por lo general se le daba muy bien reprimirlos. Intentó pensar en Queenie, pero ni siquiera funcionó. Sacó los codos para imprimir mayor velocidad a sus pasos, y avanzó sobre los adoquines con tal furia que pronto se quedó sin aliento. Pero nada podía ahorrarle el recuerdo de una tarde de hacía veinte años, cuando todo se había venido abajo. Veía su propia mano alargándose hacia la puerta de madera; notaba el tibio sol en los hombros; percibía el olor a descomposición vegetal que impregnaba el aire bochornoso; la quietud de un silencio que no era lo que debería haber sido.
—¡No! —gritó, dando manotazos a la lluvia.
De pronto, notó como si alguien le hubiese hundido un cuchillo en el músculo de la pantorrilla. El suelo se inclinó a un lado y pareció ascender en su dirección. Alargó una mano para detenerlo, pero se le doblaron las rodillas y se vio arrojado al suelo. Notó un escozor en manos y rodillas.
«Perdóname. Perdóname. Por haberte fallado».
Lo siguiente que supo fue que alguien le tiraba de los brazos y gritaba «¡Ambulancia!».