11
Maureen y el suplente

La recepcionista se disculpó. Debido a la reciente instalación de un sistema automatizado, no podía darle hora con su médico de cabecera.

—Pero si me tiene delante —replicó Maureen—. ¿Por qué no puede?

La recepcionista señaló una pantalla situada a escasos metros del mostrador principal, y aseguró a Maureen que el nuevo procedimiento era muy sencillo de usar.

Maureen se notó los dedos sudorosos. Cuando el sistema automatizado le preguntó si era hombre o mujer, pulsó la tecla equivocada. A continuación le pidió que indicara su fecha de nacimiento, pero introdujo el mes antes que el día, y tuvo que pedir ayuda a una joven paciente que le estornudó encima del hombro. Para cuando logró finalizar el registro, se había formado una pequeña cola a su espalda, de la que se elevaban gemidos y crujidos propios de la enfermedad. En la pantalla aparecieron las palabras «Diríjase al mostrador principal». Los pacientes que hacían cola negaron con la cabeza, exasperados.

Una vez más, la recepcionista se disculpó. El médico de cabecera de Maureen había tenido que marcharse de improviso, pero podía darle cita con un suplente.

—¿Y por qué no me lo ha dicho desde el principio? —preguntó Maureen, exasperada.

La recepcionista se excusó por tercera vez. La culpa la tenía el nuevo sistema, dijo. Todos los pacientes debían pedir cita telemáticamente, «hasta los pensionistas». Le preguntó si quería esperar o prefería regresar al día siguiente por la mañana, pero Maureen negó con la cabeza. Si se iba a casa, no sabía si tendría suficiente fuerza de voluntad para volver.

—¿Le traigo un vaso de agua? —preguntó la recepcionista—. Está usted pálida.

—Sólo necesito sentarme un momento.

Por descontado, David había hecho bien asegurándole que podía salir de casa, pero no tenía ni idea de la angustia que sufriría de camino a la consulta. No es que echara de menos a Harold, se dijo, pero aun así le producía cierta perplejidad encontrarse a solas en el mundo exterior. Alrededor, todos parecían ajetreados con sus tareas cotidianas. Conducían vehículos, empujaban cochecitos, sacaban al perro o volvían a casa como si la vida siguiera su curso normal, cuando no era así. Todo había cambiado y todo estaba mal. Se abotonó el abrigo hasta arriba y se levantó las solapas del cuello hasta las orejas, pero el aire se le antojaba demasiado frío, el cielo demasiado abierto, las formas y los colores demasiado contundentes. Se había escabullido por Fossebridge Road antes de que Rex la viera, y dirigido apresuradamente al centro. Los narcisos plantados a lo largo del muelle estaban secos y marchitos.

En la sala de espera trató de distraerse hojeando unas revistas, pero sus ojos se deslizaban por las palabras sin acertar a conectarlas entre sí para formar oraciones. Se fijaba en las parejas como Harold y ella, sentados juntos, haciéndose mutua compañía. La luz del atardecer, saturada de motas de polvo, se arremolinaba en la atmósfera cargada como si alguien la hubiese removido con una cuchara.

Cuando un joven abrió la puerta de la consulta y farfulló un nombre, Maureen se quedó a la espera de que alguien se levantara, preguntándose por qué tardaría tanto, hasta que se dio cuenta de que la había llamado a ella, y se alzó de un brinco.

El suplente parecía recién salido de la facultad, y su cuerpo no alcanzaba a llenarle el traje. Sus zapatos relucían como castañas. De pronto, le vino a la mente la imagen de David con sus zapatos de colegial y sintió una punzada de angustia. Deseó no haber pedido ayuda a su hijo. Y haberse quedado en casa.

—¿En qué puedo ayudarla? —murmuró el suplente al tiempo que se acomodaba en la silla. Las palabras parecían brotar de sus labios sin apenas sonido, de modo que Maureen hubo de alargar el cuello para captarlas. Si no se andaba con cuidado, aquel joven acabaría haciéndole una prueba de audición.

Le explicó que su marido se había ido al encuentro de una mujer a quien no había visto en veinte años, convencido de que podría salvarla del cáncer. Llevaba once días caminando, dijo, retorciendo el pañuelo.

—No podrá llegar a Berwick —añadió—. No lleva un mapa. Ni calzado adecuado. Cuando se fue, ni siquiera se acordó de coger el móvil.

Contárselo a un desconocido la hizo ser consciente de la crudeza de la situación, y temió echarse a llorar. Osó mirar fugazmente al médico. Era como si alguien se hubiese acercado al joven sin que ella lo advirtiera y le hubiese dibujado en el rostro grotescas arrugas de preocupación. Maureen temió haber hablado más de la cuenta.

—¿Su marido está convencido de que puede salvar a esa antigua compañera? —preguntó el suplente despacio, como tratando de pronunciar las palabras adecuadas.

—Así es.

—¿De un cáncer?

—Sí. —Empezaba a impacientarse. No quería tener que explicarlo; quería que aquel hombre lo entendiera de forma instintiva. No había ido hasta allí para defender a Harold.

—¿Y cómo cree que va a salvarla?

—Caminando, al parecer.

El médico frunció el ceño y nuevas arrugas surcaron su rostro.

—O sea, ¿cree que puede curar el cáncer caminando?

—Una chica le dio la idea. Una chica a la que conoció en una gasolinera. También le preparó una hamburguesa. En casa, mi marido nunca come hamburguesas.

—¿Una chica le dijo que podía curar el cáncer?

Si aquella cita duraba mucho más, la cara del pobre muchacho acabaría como una pasa.

Maureen negó con la cabeza, tratando de poner orden en la conversación. De pronto, se sentía muy cansada.

—Me preocupa la salud de Harold —dijo.

—¿Está en forma? ¿Padece alguna enfermedad?

—No ve bien de cerca sin las gafas. Lleva dos coronas a ambos lados de los incisivos. Pero no es eso lo que me preocupa.

—¿Y sin embargo cree que caminando puede curar a esa mujer? No lo entiendo. ¿Es su marido un hombre religioso?

—¿Harold? Sólo se acuerda de Dios cuando falla el motor del cortacésped. —Maureen sonrió para darle a entender que era una broma. El joven médico parecía confuso—. Se jubiló hace seis meses. Desde entonces ha estado muy… —Se interrumpió tratando de dar con la palabra precisa. El suplente negó con la cabeza, como queriendo decir que a él tampoco se le ocurría nada—. Quieto —dijo ella al fin.

—¿Quieto?

—Se pasa el día sentado en la misma silla.

—¡Vale! —exclamó con alivio el joven médico—. Ya está. Depresión. —Cogió el bolígrafo y le quitó el capuchón.

—Yo no hubiese dicho que esté deprimido. —Maureen notó que se le aceleraba el pulso—. El caso es que… el caso es que Harold tiene Alzheimer.

El médico abrió la boca y se le desencajó la mandíbula de pura perplejidad. Volvió a dejar el bolígrafo en el escritorio, sin molestarse en ponerle el capuchón.

—¿Tiene Alzheimer y va a ir caminando hasta Berwick?

—Sí.

—¿Qué medicación está tomando su esposo, señora Fry?

Se hizo un silencio tan abrumador que Maureen se estremeció.

—Bueno, en realidad creo que tiene Alzheimer —aclaró despacio—, pero aún no se lo han diagnosticado.

El suplente volvió a relajarse. Casi se le escapó una carcajada.

—¿Quiere decir que se le olvidan las cosas, que tiene momentos en que se comporta como una persona mayor? Sólo porque nos olvidemos del móvil no significa que tengamos Alzheimer.

Maureen asintió con gesto solemne. No sabría decir qué le molestaba más, si la manera en que había dicho «como una persona mayor» mirándola a los ojos, o la sonrisa condescendiente que ahora le dedicaba.

—Lo lleva en los genes —sentenció ella—. Reconozco los síntomas.

A continuación, resumió brevemente la historia de Harold. Que su padre había vuelto de la guerra alcohólico y con tendencia a la depresión. Que había sido un hijo indeseado y su madre los había abandonado. Que el padre se había liado con una mujer tras otra y lo había echado de casa el día que Harold cumplió dieciséis años. Que padre e hijo habían pasado mucho tiempo sin hablarse.

—Hasta que un buen día una mujer llamó a mi marido y le dijo que era su madrastra. «Será mejor que vengas a recoger a tu padre, está como una regadera», le dijo.

—¿Tenía Alzheimer?

—Le busqué una residencia, pero murió antes de cumplir los sesenta. Fuimos a visitarlo varias veces, pero su padre gritaba mucho y tiraba cosas. No tenía ni idea de quién era Harold. Y ahora mi marido va por el mismo camino. No es sólo que se le olviden las cosas. Hay otros síntomas.

—¿Sustituye palabras por otras que no vienen al caso? ¿Olvida conversaciones enteras? ¿Deja cosas en lugares extraños? ¿Experimenta súbitos cambios de humor?

—Sí, sí. —Maureen dio un manotazo en el aire de pura impaciencia.

—Entiendo —concluyó el joven, mordiéndose el labio.

Ella se dispuso a cantar victoria.

—Lo que quiero saber es si en el caso de que usted, como médico, creyera que Harold pone su vida en peligro al emprender este viaje, habría alguna manera de detenerlo —le dijo mirándolo fijamente.

—¿Detenerlo?

—Sí. —Tenía la garganta seca—. ¿Puede obligársele a volver a casa? —La sangre le pulsaba en las sienes—. No puede recorrer ochocientos kilómetros a pie. No puede salvar a Queenie Hennessy. Hay que conseguir que regrese.

Las palabras de Maureen resonaron en el silencio. Apoyó las manos sobre las rodillas, unidas las palmas, y luego juntó los pies. Había dicho lo que se había propuesto, pero no sentía lo que había imaginado que sentiría, y necesitaba imponer un orden físico sobre la incómoda emoción que nacía en su interior.

El médico permanecía inmóvil. Maureen oyó llorar fuera a un niño y deseó con todas sus fuerzas que alguien lo cogiera en brazos.

—Todo indica que tenemos motivos sobrados para acudir a la policía. ¿Su esposo ha estado ingresado alguna vez en un psiquiátrico?

Maureen salió precipitadamente de la consulta médica, muerta de vergüenza. Al explicar tanto el pasado de Harold como su viaje, se había visto obligada por primera vez a ver las cosas desde el punto de vista de un tercero. La idea era una locura, algo de todo punto absurdo, pero no era Alzheimer. Tenía incluso algo de poético, aunque sólo fuera porque, por una vez en su vida, Harold estaba haciendo algo en lo que creía pese a tenerlo todo en contra. Maureen había acabado diciéndole al médico que necesitaba tiempo para pensárselo, y que quizá estuviera haciendo una montaña de un grano de arena. Harold envejecía, nada más. No tardaría en volver a casa. Quizá estuviera esperándola ya. Al salir de la consulta, llevaba una receta de somníferos para sí misma.

Mientras caminaba hacia el muelle, la verdad se le presentó con la claridad del rayo que rasga la oscuridad. Si había seguido al lado de Harold todos aquellos años no era por David. Ni siquiera porque su marido le inspirara lástima. Había seguido junto a él porque, por muy sola que se sintiera con Harold, el mundo sin él sería un lugar más desolado aún.

En el supermercado, compró una sola chuleta de cerdo y un brócoli que empezaba a amarillear.

—¿Algo más? —preguntó la cajera.

Maureen no podía hablar.

Al enfilar Fossebridge Road, pensó en el silencio que la esperaba en casa. En los recibos sin pagar, apilados de un modo ordenado pero no por ello menos inquietante. Su cuerpo se volvió pesado, sus pies lentos.

Cuando llegó a la verja del jardín, vio a Rex recortando el seto con las tijeras de podar.

—¿Cómo está el enfermo? —preguntó—. ¿Mejorando?

Maureen asintió en silencio y entró en casa.