El cielo amaneció de un azul compacto, salpicado de nubes. Una luna exigua seguía remoloneando tras los árboles. Harold se sintió aliviado al verse de nuevo en la carretera. Había salido de Exeter pronto, tras comprar un diccionario de flora silvestre y una guía turística de Gran Bretaña, ambos de segunda mano, que llevaba en su bolsa de plástico, con los dos regalos para Queenie. También había comprado agua, galletas y, por consejo del farmacéutico, un tubo de vaselina para los pies.
—Podría venderle una crema específica, pero sería derrochar tiempo y dinero —le había asegurado éste. También le había advertido que se avecinaba una tormenta.
En la ciudad, los pensamientos de Harold se habían detenido. Ahora que volvía a estar en campo abierto, a medio camino entre dos lugares, las imágenes acudían a su mente sin cortapisas. Al andar, daba rienda suelta al pasado que durante veinte años había tratado de reprimir y que ahora bullía en su mente con una energía desenfrenada que no atendía a razones. Harold ya no medía la distancia en kilómetros, sino en recuerdos.
Cuando pasó delante de unos huertos, vio a Maureen en el jardín de Fossebridge Road, con una vieja camisa suya, el pelo recogido para resguardarlo del viento y el rostro sucio de tierra, sembrando judías verdes. Al ver un huevo de pájaro resquebrajado, recordó con dolorosa ternura lo frágil que le había parecido la cabeza de David al nacer. El graznido huero de un cuervo rompió el silencio y de pronto se vio acostado en la cama de adolescente, oyendo aquel mismo sonido y abrumado por una inmensa soledad.
—¿Adónde vas? —le había preguntado a su madre. Por entonces Harold ya era más alto que su padre, pero a ella apenas le llegaba a los hombros, y eso le gustaba.
Su madre cogió la maleta y se colocó el largo pañuelo de seda que lucía en torno al cuello y que le colgaba por la espalda como una melena.
—A ningún sitio —contestó ella, abriendo la puerta de la calle.
—Quiero ir contigo. —Harold asió el pañuelo por las borlas de la punta, con la esperanza de que su madre no se diera cuenta. Notó el tacto suave de la seda—. ¿Puedo?
—No seas bobo. Estarás perfectamente. Ya eres casi un hombre.
—¿Te cuento un chiste?
—Ahora no, Harold. —Había estirado el pañuelo suavemente hasta que él lo había soltado—. Harás que me ponga tonta —añadió, secándose los ojos—. ¿Se me ha corrido el rímel?
—Estás muy guapa.
—Deséame suerte. —Y tras inspirar hondo, como si estuviera a punto de zambullirse en el agua, se fue.
Los detalles eran tan vívidos que se le antojaban más reales que la tierra que pisaba. Olía su perfume almizclado, veía los polvos blancos sobre su piel y sabía, por más que ella no estuviera presente, que si le hubiese permitido besarla en la mejilla habría notado en los labios el sabor del malvavisco.
—He pensado que te gustaría variar un poco —había dicho Queenie Hennessy en cierta ocasión, abriendo la tapa de una latita que contenía dulces de malvavisco recubiertos de azúcar glas. Harold negó con la cabeza y siguió conduciendo en silencio. Queenie no volvió a llevar esos dulces.
El sol se filtraba entre los árboles, y las hojas jóvenes, mecidas por el viento, relucían como papel de plata. En Brampford Speke empezó a ver tejados de paja, y el ladrillo ya no era del color del pedernal sino de un tono más cálido, rojizo. Las ramas de espirea se combaban bajo el peso de las flores y las espuelas de caballero empezaban a despuntar. Con la ayuda de su guía botánica, Harold identificó barbas de capuchino, lenguas de ciervo, silenes, geranios de monte, aros comunes, y descubrió que las flores con forma estrellada cuya belleza lo tenían maravillado se llamaban anémonas de bosque. Alentado por sus hallazgos, recorrió los siguientes cuatro kilómetros en dirección a Thorverton enfrascado en la lectura del diccionario de plantas silvestres. Pese a la advertencia del farmacéutico, no llovió. Se sintió afortunado.
El terreno trazaba un declive a izquierda y derecha, abriéndose hacia las colinas lejanas. Adelantó a dos mujeres jóvenes que empujaban sendos cochecitos, un chico montado en patinete con una gorra de béisbol multicolor, tres personas que paseaban a sus perros y un excursionista. Pasó la tarde con un asistente social que aspiraba a poeta. El hombre se ofreció para mezclar el refresco de Harold con cerveza, pero éste rehusó. El alcohol lo había hecho infeliz en el pasado, explicó. A él y a los suyos. Hacía muchos años que había decidido no probarlo. Habló un poco de Queenie: cómo le gustaba cantar las letras de las canciones al revés y proponer acertijos, lo golosa que era. Sus dulces preferidos eran las gominolas con forma de pera, los caramelos de limón con relleno ácido y el regaliz. A veces la lengua se le teñía de un intenso tono rojo o violáceo, pero Harold prefería no decírselo. Le ofrecía un vaso de agua con la esperanza de que bastara.
—Es usted un santo —dijo el hombre cuando Harold le contó que tenía intención de ir caminando hasta Berwick—. Debería usted ver a la clase de gente con que me toca bregar —señaló el asistente social—. Le entran a uno ganas de tirar la toalla. ¿De veras cree que Queenie Hennessy está esperándolo?
—Sí, lo creo —dijo Harold mientras masticaba una corteza de cerdo.
—¿Y de verdad cree que podrá llegar a Berwick? ¿Con esos náuticos?
—Sí, lo creo —repitió.
—¿No le da miedo andar tan solo?
—Al principio sí, pero ahora me he acostumbrado. No creo que me lleve muchas sorpresas.
—Pero ¿no tiene miedo de la clase de gente con que yo trabajo? —repuso el asistente social—. ¿Qué pasará si se topa con alguno de ellos?
Harold pensó en las personas con que se había cruzado hasta entonces. Sus historias lo habían sorprendido y conmovido, y ninguna lo había dejado indiferente. Desde que había salido de casa, le importaban más las personas.
—Soy un tipo normal y corriente que está de paso. No soy la clase de hombre que destaca en una multitud. No molesto a nadie. Cuando explico a la gente lo que me he propuesto hacer, parecen comprenderlo. Piensan en sus propias vidas y desean que llegue a mi destino, que Queenie siga viva, tanto como yo.
El asistente social lo escuchaba con tanta atención que se sintió un poco acalorado. Se llevó la mano a la corbata y la enderezó.
Aquella noche soñó por primera vez. Despertó antes de que las imágenes llegaran a fijarse, pero el recuerdo de la sangre en sus nudillos ya se había colado en su mente, y si no se andaba con ojo llegarían otros peores. Se asomó a la ventana, se quedó contemplando el lienzo negro del cielo y recordó a su padre mirando fijamente la puerta de la calle el día que su madre se marchó, como si la tenacidad por sí sola pudiera hacer que la puerta se abriera y su mujer apareciera tras ella. Se apostó con una silla y dos botellas, y allí permaneció durante lo que a Harold se le antojaron horas.
—Volverá —afirmó, y Harold se acostó en su cama, con el cuerpo tan tenso por el esfuerzo de estar a la escucha, que tenía la sensación de ser más silencio que persona.
Por la mañana, los vestidos maternos aparecieron desperdigados por toda la casa, como múltiples madres huecas. Los había incluso en el parche de hierba al que llamaban jardín.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó la vecina de al lado.
Él recogió las prendas y fue enrollándolas hasta convertirlas en una pelota. El intenso olor de su madre estaba tan presente que era imposible creer que no fuera a volver. Tuvo que hincarse las uñas en los codos para no despegar los labios. Mientras evocaba ahora la escena, vio cómo el cielo nocturno iba clareando. Cuando se hubo tranquilizado, regresó a la cama.
Pocas horas más tarde, no comprendía qué había cambiado. Apenas podía moverse. Las ampollas no lo preocupaban, bastaba con protegerlas con tiritas, pero si apoyaba su peso en el pie derecho sentía un espasmo de dolor que lo atenazaba desde el tobillo hasta la pantorrilla. Siguió su rutina habitual: se duchó, desayunó y volvió a llenar la bolsa de plástico antes de pagar la cuenta, pero cuando apoyaba el pie seguía notando una punzada de dolor. El cielo se había teñido de un frío azul cobalto y el sol despuntaba sobre el horizonte, convirtiendo las estelas de vapor en penachos de un blanco luminoso.
Enfiló Silver Street en dirección a la A396 sin fijarse en nada de lo que veían sus ojos. Cada veinte minutos se detenía a fin de bajarse el calcetín y masajearse la pantorrilla.
Trató de distraerse pensando en Queenie o en David, pero ninguno de sus pensamientos llegaba a cobrar forma. No bien evocaba un recuerdo, se le escapaba. Recordaba a su hijo diciendo «Seguro que no sabes nombrar todos los países del continente africano», pero, en cuanto intentaba enumerar esos países, notaba un aguijonazo en la pierna y olvidaba qué estaba tratando de recordar. Cuando llevaba recorrido casi un kilómetro, parecía que le hubiesen cortado la pierna por la espinilla; apenas podía apoyar peso en ella. Tenía que dar largos pasos con el pie izquierdo y sólo tímidos saltitos con el derecho. A media mañana, un grueso manto de nubes cubrió el cielo. Por más vueltas que le diera, no podía evitar la sensación de que caminar hacia el norte, recorrer Inglaterra de abajo arriba, venía a ser lo mismo que escalar la cima de un monte. De pronto, hasta los tramos llanos parecían en pendiente.
No podía conjurar la imagen de su padre desplomado en una silla de la cocina, esperando a su madre. La imagen siempre había estado allí, pero era como si ahora la viera por primera vez. Tal vez su padre había vomitado y se había manchado el pijama. Era mejor no respirar por la nariz.
—Vete —le había ordenado. Pero sus ojos se habían desplazado tan deprisa de Harold a la pared que era difícil saber cuál de las dos cosas le resultaba más ofensiva.
Cuando se enteraron, los vecinos acudieron a consolar a su padre. «Joan era muy suya —decían—. En el fondo, es una bendición; al menos eres joven, podrás empezar de nuevo». De pronto, la presencia femenina en la casa se multiplicó de un modo insólito. Abrieron las ventanas de par en par, vaciaron los armarios, airearon las sábanas. Aparecieron cazuelas, empanadas y gelatinas de carne, así como flanes, mermeladas y plum-cakes envueltos en papel de estraza. Nunca había habido tal abundancia de alimentos; su madre no había sido muy dada a respetar los horarios de las comidas. Las fotografías en blanco y negro desaparecieron. Los pintalabios rojos se esfumaron del cuarto de baño, al igual que los frascos de perfume. Harold veía a su madre en cada esquina, en cada cruce. Hasta la vislumbraba esperándolo a la salida de clase y salía corriendo a su encuentro, pero no tardaba en descubrir que se trataba de una señora desconocida que lucía uno de los sombreros o faldas maternos. A Joan siempre le habían gustado los colores vivos. Harold cumplió trece años sin haber tenido noticias suyas. Seis meses después de su partida, ya ni siquiera era capaz de rastrear su olor en el armario del baño. Su padre empezó a llenar los huecos dejados por su mujer con parientes lejanas.
—Saluda a tu tía Muriel —decía. Ya no llevaba el batín, sino un traje que le venía grande por los hombros. Hasta se había afeitado.
—Por Dios, qué alto está. —Harold había visto un rostro ancho que asomaba por el cuello de un abrigo de pieles, unos dedos gordezuelos que asían una bolsa de macaroons—. ¿Le apetecerá probarlos?
La boca se le hizo agua al recordarlo. Y se comió todas las galletas que llevaba en la bolsa, pero aun así no logró aplacar su hambre de algo que él creía que era comida. Notaba la saliva espesa y blanca como engrudo. Compró dos envases de leche y la engulló a grandes tragos, derramándose un poco por la barbilla. Se la bebió demasiado deprisa, pero su ansia era tal que no atendía a razones. Una y otra vez se llevó el cartón a los labios y sorbió con avidez, como si la leche no fluyera lo bastante rápido. Unos metros más allá, se detuvo a vomitar. No podía dejar de pensar en el día que su madre se había ido para siempre.
Al hacer las maletas, lo había privado no sólo de su risa, sino también de la única persona que conocía más alta que él. No podía describirse a Joan como una persona afectuosa, pero como mínimo se interponía entre su hijo y las nubes. Sus tías le ofrecían golosinas y le pellizcaban las mejillas, incluso hasta le pedían que opinara sobre cómo les sentaba un vestido, pero de pronto el mundo parecía no tener límites y Harold rehuía sus caricias.
—No digo que sea raro —había matizado en cierta ocasión su tía Muriel—, sólo que no te mira a los ojos.
Harold logró llegar a Bickleigh, donde según su guía turística debía visitar un pequeño castillo de ladrillo rojo enclavado en la ribera del río Exe. Por desgracia, un hombre de rostro alargado con pantalones verde oliva le informó que la guía turística estaba desfasada, a no ser que Harold tuviera interés en celebrar una boda por todo lo alto o alquilar el castillo para ambientar un juego de asesinatos y misterio. Luego le indicó cómo llegar a la tienda de artesanía y regalos de Bickleigh Mill, donde quizá encontraría algo más acorde con sus preferencias y presupuesto.
Contempló las figurillas de cristal, las bolsas de lavanda y una selección de comederos para pájaros tallados en madera por un artesano local, pero ninguno de aquellos objetos le interesó, ni siquiera le pareció necesario. Se entristeció. Quería irse, pero como era el único cliente de la tienda y la dependienta no le quitaba ojo, se sintió obligado a comprar algo. Salió de allí con cuatro mantelitos individuales plastificados para Queenie; reproducían sendos paisajes de Devon. Para su mujer eligió un bolígrafo que emitía un pálido resplandor rojizo cuando se presionaba la punta, por si alguna vez le apetecía escribir en la oscuridad.
Harold el Huérfano, lo llamaban los chicos en la escuela. Comenzó a faltar durante días, semanas seguidas, hasta que sus compañeros empezaron a antojársele seres muy ajenos a él, como de una especie distinta. Su tía Muriel escribía las notas: «Harold tiene dolor de cabeza. Harold se ha levantado con mala cara». A veces echaba mano del diccionario y daba rienda suelta a la creatividad: «Harold ha sufrido una ligera indisposición en torno a las seis de la tarde del martes». Cuando suspendió los exámenes, dejó de asistir a la escuela.
—Está perfectamente —decía su tía Vera, que había ocupado el lado de la cama en que dormía Muriel cuando ésta se marchó—. Se sabe unos cuantos chistes buenos. Lo que pasa es que los cuenta entre dientes.
Cansado y abatido, Harold entró a cenar en el Fisherman’s Cot, con vistas al río. Conversó con varios desconocidos que le explicaron que aquel puente sobre aguas agitadas había servido de inspiración para la canción de Simon and Garfunkel, y él no paraba de asentir y sonreír, aparentando ser alguien que escuchaba, cuando en realidad sólo podía pensar en su viaje, en el pasado y en su pierna. ¿Sería grave? ¿Se le pasaría? Se retiró pronto, tratando de convencerse de que el sueño lo curaría. No fue así.
«Qerido hijo —rezaba la única carta que había recibido de Joan—. Nueba Zelanda es un lugar marabilloso. Tenía que irme. No estoy echa para ser madre. Dale requerdos a tu padre de mi parte». Lo peor no era que se hubiese marchado, sino que ni siquiera supiera redactar bien una explicación.
En el décimo día de viaje no hubo un solo instante del recorrido, una sola flexión muscular, en los que no se resintiera la pantorrilla derecha, recordándole que estaba en apuros. Harold pensó en la convicción con que había dicho a la enfermera de la residencia que iría a ver a Queenie, y ahora le pareció una promesa de lo más infantil y absurda. Se avergonzaba incluso de la conversación mantenida con aquel asistente social. Era como si algo hubiese cambiado de la noche a la mañana, como si el viaje y su fe en éste se hubiesen escindido en dos partes, y a él sólo le hubiese quedado el tramo más largo y arduo del trayecto. Durante diez días había caminado sin parar y toda su energía se había centrado en el mero acto de poner un pie delante del otro, pero ahora que había descubierto la fe en sus propios pies, las inquietudes de tipo práctico se habían visto reemplazadas por algo mucho más sutil y traicionero.
El tramo de cinco kilómetros y medio por la A396 en dirección a Tiverton fue el más duro hasta el momento. Apenas podía hurtar el cuerpo a los vehículos que pasaban, y si bien los arbustos que flanqueaban la carretera estaban recién podados y permitían atisbar los destellos plateados del Exe, tenían tal aspecto amenazador que prefería no mirarlos. Los conductores hacían sonar el claxon al verlo, gritándole que se apartara de la calzada. Él se reprochaba haber recorrido tan pocos kilómetros; si las cosas no cambiaban, se le echaría encima la Navidad y aún no habría llegado a Berwick. «Un niño lo habría hecho mejor», se dijo.
Recordó a David bailando como un endemoniado, nadando mar adentro en Bantham. Revivió una vez más el día que había intentado contarle un chiste, y la mueca que su hijo había esbozado. «Pero no lo entiendo», había dicho, como si estuviera a punto de llorar. Harold le explicó que el chiste era gracioso, que se suponía que daba ganas de reír, y se lo contó por segunda vez. «Sigo sin entenderlo», insistió el chico. Más tarde Harold lo había oído repitiendo el chiste a Maureen en la bañera. «Ha dicho que daba ganas de reír —se quejaba David—, pero me lo contó dos veces y no me hizo reír». Ya a una edad tan temprana, el verbo «reír» sonaba sombrío en sus labios.
Y luego Harold pensó en su hijo a los dieciocho años, con el pelo a la altura de los hombros, los brazos y piernas demasiado largos respecto a la ropa. Lo recordó tumbado en la cama con los pies sobre la almohada y mirando tan fijamente el vacío que se preguntó si vería cosas que nadie más alcanzaba a ver. Se adivinaban los huesos bajo la piel de sus muñecas.
Se oyó a sí mismo comentando: «Me ha dicho tu madre que te han admitido en Cambridge». David ni siquiera lo miró. Se limitó a seguir escrutando la nada.
Él sintió ganas de abrazarlo y estrecharlo con fuerza. Hubiese querido decir: «Mi querido niño, ¿cómo has podido salir tan inteligente siendo hijo mío?». Pero, tras mirar el rostro impenetrable de David, se limitó a decir: «Caray. Eso está muy bien. Ya lo creo».
David se rio en tono socarrón, como si acabaran de contarle un chiste acerca de su padre. Y Harold, por su parte, cerró la puerta de la habitación y se prometió a sí mismo que algún día, quizá cuando su hijo fuera un hombre hecho y derecho, las cosas serían más fáciles.
De Tiverton en adelante, decidió no apartarse de las carreteras principales, dando por sentado que así su ruta sería más directa. Seguiría la autopista del oeste y luego cortaría por carreteras secundarias hasta alcanzar la A38. Calculó que quedaban unos treinta kilómetros para llegar a Taunton.
Se avecinaba una tormenta. Las nubes se arracimaban y encapotaban el cielo, arrojando una pálida e inquietante luz sobre las Blackdown Hills. Por primera vez, echó de menos el móvil. Sentía que no estaba preparado para lo que se le venía encima y deseó poder hablar con Maureen. Los árboles brillaban contra el granito del cielo, y las ramas se agitaron violentamente con las primeras ráfagas de viento. Hojas y brotes salieron volando. Los pájaros huyeron despavoridos. A lo lejos, densas cortinas de lluvia se interponían entre Harold y las colinas. Cuando empezaron a caer las primeras gotas, se arropó con la cazadora.
De nada servía esconderse. La lluvia le azotaba la cazadora impermeable y se le colaba por el cuello e incluso por los puños elásticos de las mangas. Las gotas, como granos de pimienta, le hacían daño. El agua se arremolinaba formando charcos y riachuelos en las cunetas, y cada coche que pasaba levantaba una ola que inundaba sus náuticos. Al cabo de una hora, sus pies chapoteaban dentro de los zapatos y la piel le escocía por el roce constante de la ropa mojada. Harold no sabía si sentía hambre y no recordaba si había comido. La pantorrilla derecha lo hacía rabiar de dolor.
Un coche se detuvo junto a él, empapándolo de los tobillos a la cintura. Daba igual. No podía estar más mojado. La ventanilla del pasajero bajó lentamente. Harold notó el olor reconfortante del cuero nuevo y el aire templado. Agachó la cabeza.
—¿Está perdido? ¿Necesita que le indique el camino? —preguntó un joven de rostro adusto.
—Sé adónde me dirijo. —La lluvia le azotaba los ojos—. Pero gracias por parar.
—Nadie debería andar a la intemperie con este tiempo —insistió el joven.
—Hice una promesa —repuso Harold, irguiéndose—. Pero le agradezco su amabilidad.
A lo largo del siguiente kilómetro se preguntó si no habría sido una insensatez rechazar la ayuda ofrecida. Cuanto más tardara en llegar a su destino, más improbable sería que Queenie siguiera con vida. Sin embargo, tenía la convicción de que estaba esperándolo. Si no lograba cumplir su parte del trato, por absurdo que fuera, temía no volver a verla.
«¿Qué debo hacer? Envíame una señal, Queenie», dijo, quizá en voz alta, quizá para sus adentros. Ya no estaba seguro de saber dónde acababa su persona y dónde empezaba el mundo exterior.
Un camión de grandes dimensiones se precipitó en su dirección, con su estruendoso claxon, y lo salpicó de barro de la cabeza a los pies.
Pero también ocurrió algo más, y convirtió aquel momento en uno de esos instantes que Harold intuía desde el principio que tendrían un significado especial. Al atardecer, dejó de llover de un modo tan abrupto que resultaba difícil creer que hubiese llovido siquiera. Hacia el este se abrían grandes claros, dando paso a una franja de luz plateada e iridiscente en el horizonte. Harold se detuvo y contempló fascinado cómo aquella masa gris se resquebrajaba una y otra vez, revelando nuevos colores: azul, siena tostado, melocotón, verde y rojo. Luego la nube se tiñó de rosa pálido, como si aquellos tonos intensos se hubiesen desleído y mezclado entre sí a medida que iban confluyendo. Harold continuó inmóvil. Quería ser testigo de cada uno de aquellos cambios. Una luz dorada lo bañaba todo. Hasta en la piel notaba su cálida caricia. A sus pies, la tierra crujía y susurraba. El aire olía a verdes prados, a nuevos comienzos. Se formó una suave neblina que ascendía como volutas de humo.
Estaba tan exhausto que apenas podía mover los pies, y sin embargo se sentía tan esperanzado que la cabeza le daba vueltas de puro júbilo. Si seguía con la vista puesta en las cosas que eran más grandes que él, sabía que llegaría a Berwick.