Maureen no sabía qué era peor, si el estado de conmoción en que se había sumido al enterarse de que Harold pretendía ir caminando al encuentro de Queenie o la furia ciega que la había sustituido. Había recibido sus postales, una de la abadía de Buckfast y otra de la vía férrea de Darmouth («Espero que te encuentres bien. H.»), pero ninguna le daba verdadero consuelo ni una explicación digna de tal nombre. Aunque Harold la llamaba casi todas las noches, estaba tan cansado que no hablaba de modo coherente. En unas semanas habría dilapidado el dinero ahorrado para su jubilación. ¿Cómo se atrevía a abandonarla, después de haberlo aguantado cuarenta y siete años? ¿Cómo se atrevía a humillarla de un modo tan doloroso que ni siquiera era capaz de contárselo a su hijo? Un puñado de facturas dirigidas al señor H. Fry se apilaban en la mesita del recibidor, recordándole su ausencia cada vez que pasaba por allí.
Maureen sacó la aspiradora y se dedicó a buscar huellas de su marido —un pelo, un botón— para succionarlas con la boquilla. Con espray desinfectante roció la mesilla de noche de Harold, su armario, su cama.
No era sólo el enfado lo que le quitaba el sueño. También estaba el problema de no saber qué contar al vecino. Empezaba a lamentar haber mentido, haberle dicho que su marido estaba en cama por un tobillo torcido. Rex se presentaba casi a diario ante la puerta de su casa para preguntar si Harold estaba de humor para visitas y llevarle algún detalle: unos bombones, una baraja de cartas, un artículo sobre el abono de césped que había recortado de un diario local. La situación había llegado a tal punto que a Maureen la aterraba mirar hacia el cristal esmerilado de la puerta de la calle por temor a distinguir su corpulenta silueta. Se sentía tentada de decirle que su marido había sido ingresado de urgencia la noche anterior, pero eso sumiría a Rex en un severo estado de angustia. Además, seguramente se ofrecería para llevarla al hospital en su coche. Se sentía más prisionera en su propia casa que antes de la marcha de Harold.
Casi una semana después de su partida, éste la llamó desde una cabina para decirle que pasaría una segunda noche en Exeter, y que a primera hora de la mañana saldría hacia Tiverton.
—A veces creo que hago esto por David… —le dijo—. ¿Me has oído, Maureen?
Lo había oído. Pero no podía hablar.
—Pienso mucho en él —continuó su marido—. Y recuerdo cosas. Cosas de cuando era pequeño. Quizá me sean de ayuda.
Maureen inspiró hondo y notó el aire tan frío que le dio dentera.
—¿Estás diciéndome que David quiere que vayas a ver a Queenie Hennessy? —repuso al fin.
Harold guardó silencio, y al cabo soltó un suspiro.
—No. —Fue un sonido sordo, como si algo se hubiese caído.
—¿Has hablado con él?
—No.
—¿Lo has visto?
—No.
—Ya.
Harold no respondió. Maureen se levantó y empezó a pasearse por la alfombra del recibidor, como si midiera con los pies el tamaño de su victoria.
—Si vas a irte con esa mujer —prosiguió—, si vas a cruzar toda Inglaterra sin un mapa, sin el móvil y sin siquiera habérmelo dicho antes, por lo menos ten la decencia de reconocerlo. Esto ha sido decisión tuya, Harold, no mía, y desde luego no de David.
Tras semejante alarde de rectitud, no le quedaba más remedio que colgar. Al instante se arrepintió. Trató de volver a llamarlo, pero el número no estaba disponible. A veces decía cosas así, aunque en el fondo no las sentía. Era su modo de hablar. Intentó distraerse con algo, pero lo único que le quedaba por lavar eran los visillos y no se veía con ánimo de descolgarlos. Un nuevo atardecer llegó y pasó, y nada cambió.
No durmió bien aquella noche. Soñó que estaba en una fiesta importante, rodeada de invitados a quienes no conocía que vestían esmoquin y trajes de noche. Se hallaba sentada a una mesa, esperando que sirvieran la cena, cuando miró hacia abajo y vio que tenía su propio hígado sobre el regazo.
—Encantada de conocerlo —le dijo al hombre que estaba sentado a su lado, tapando el hígado con la mano para que no lo viera. Pero la víscera no paraba de escurrírsele entre los dedos, y se pegaba como una ventosa a ellos, hasta que llegó un momento en que no sabía cómo contenerlo. Los camareros empezaron a servir bandejas tapadas con campanas plateadas.
Sin embargo, no sentía dolor físico. No propiamente dicho. Lo que experimentaba parecía más bien pánico, la angustia del pánico, que se adueñaba de ella de un modo vertiginoso y le erizaba la piel desde la raíz del cabello. ¿Cómo iba a conseguir que aquel hígado volviera al interior de su cuerpo sin que nadie se percatara, teniendo en cuenta que no veía ningún orificio carnoso por el que introducirlo? Por más que se sacudiera la mano debajo de la mesa, aquella masa viscosa seguía pegada a sus dedos. Intentó desprendérselo con la mano libre, pero lo único que consiguió fue que también se pegara a ésta. Tenía ganas de levantarse de un brinco y gritar, mas sabía que no podía. Debía quedarse muy quieta y callada, y nadie había de enterarse de que tenía sus propias vísceras en las manos.
Despertó empapada en sudor a las cuatro y cuarto de la madrugada y encendió la lámpara de la mesilla. Pensó en Harold, que estaba en Exeter, en el fondo de pensiones que iría menguando hasta consumirse, en Rex y sus regalos. Pensó en el silencio que no podría eliminar por mucho que limpiara. No aguantaba más.
Poco después del alba habló con David. Le confesó que su padre había decidido ir caminando en busca de una mujer del pasado, y él la escuchó.
—Ni tú ni yo conocíamos a Queenie Hennessy —dijo Maureen—, pero trabajaba en la fábrica. En el departamento de contabilidad. Sospecho que era la típica solterona. Estaba muy sola. —De pronto le dijo a su hijo que lo quería y que tenía muchas ganas de verlo. Él le aseguró que sentía lo mismo y ella continuó—: ¿Y qué crees que debería hacer, cariño? ¿Qué harías tú en mi lugar?
David le explicó exactamente qué problema tenía su padre, y la instó a acudir al médico. Nombró todo lo que a ella le daba demasiado miedo pronunciar.
—Pero no puedo salir de casa —replicó—. Tu padre podría volver en cualquier momento. Podría volver y yo no estaría aquí.
David se echó a reír. Con escaso tacto, en opinión de Maureen. Pero nunca había sido de los que se muerden la lengua. Ella debía elegir. O se quedaba en casa esperando o actuaba al respecto. Imaginó a David sonriendo y se le humedecieron los ojos. Y entonces él dijo algo inesperado: él sabía que Queenie Hennessy era una buena mujer.
Maureen reprimió una exclamación.
—Pero si no la conoces…
David le recordó que, si bien eso era cierto, no lo era en cambio que Queenie y ella no se conocieran, puesto que en cierta ocasión se había presentado en Fossebridge Road con un mensaje para su padre. Urgente, según había dicho entonces.
Aquello acabó de decidirla. En cuanto abrió la consulta, Maureen llamó para pedir hora con el médico.