Querida Maureen:
Te escribo desde un banco al pie de la catedral. Hay dos chicos haciendo teatro callejero, aunque temo que acaben prendiéndose fuego. He señalado mi posición con una equis.
H.
Querida Queenie:
No te rindas.
Con mis mejores deseos
Harold (Fry)
Querida chica de la gasolinera («Encantados de servirle»):
Me pregunto si sueles rezar. Yo lo intenté una vez, pero era demasiado tarde. Me temo que se me pasó el momento.
Saludos cordiales,
El hombre que iba caminando
PD: Sigo caminando.
Era media mañana. Una multitud se había congregado en torno a dos jóvenes que tragaban fuego a las puertas de la catedral al compás de la música que salía de un reproductor de cedés, mientras un anciano envuelto en una manta hurgaba en una papelera. Los tragafuegos llevaban ropa oscura, grasienta, y el pelo recogido en sendas coletas. Su actuación parecía improvisada y caótica, como si en cualquier momento fuera a írseles de las manos. Pidieron a los espectadores que retrocedieran y empezaron a hacer malabarismos con antorchas mientras el público aplaudía nervioso. Fue entonces cuando el anciano pareció fijarse en ellos por primera vez. Se abrió paso a empujones hasta la primera fila y fue a plantarse entre los dos malabaristas, riéndose. Los jóvenes le ordenaron a voz en cuello que se apartara, pero el anciano se puso a bailar, con movimientos torpes y desacompasados. A su lado, los tragafuegos parecían habilidosos y profesionales. Apagaron el reproductor de cedés, recogieron sus cosas y la multitud se dispersó hasta quedar reducida a unos pocos transeúntes, pero el anciano siguió bailando solo frente a la catedral, con los brazos extendidos y los ojos cerrados, como si tanto la música como la multitud siguieran presentes.
Harold quería retomar su viaje, pero estaba convencido de que el anciano actuaba para los viandantes y, siendo él el único que quedaba, le pareció descortés abandonarlo.
Recordó a David bailando en Eastbourne la noche que había ganado el premio de twist. Abochornados, los demás concursantes se habían ido marchando hasta que sólo quedaba aquel niño de ocho años que sacudía el cuerpo con tal frenesí que era imposible saber si estaba exultante de felicidad o si, por el contrario, se retorcía de dolor. El animador había empezado a aplaudir despacio, y soltado alguna ocurrencia que había resonado en el salón de baile, provocando las carcajadas de los presentes. Desconcertado, Harold también había sonreído; por un momento, no había sabido ser algo tan complejo como el padre de su hijo. Y al mirar de reojo a Maureen vio que contemplaba la escena horrorizada, tapándose la boca con la mano. En ese instante se le había borrado la sonrisa del rostro y se había sentido un completo traidor.
Había más. Estaban los años de colegio de David. Las horas que pasaba en su habitación, las notas excelentes, la negativa a aceptar la ayuda de sus padres. «No importa que sea retraído —solía decir Maureen—. Tiene otros intereses». Al fin y al cabo, ellos también eran personas solitarias. Una semana David quería un microscopio y a la siguiente pedía las obras completas de Dostoievski. Luego vendría el curso de alemán para principiantes y un bonsái. Asombrados por su insaciable avidez de conocimientos, se lo compraban todo. Poseía una inteligencia y unas oportunidades que ellos jamás habían tenido. Pasara lo que pasase, no podían defraudarlo.
—Papá —decía David—, ¿has leído algo de William Blake? —O Bien—: ¿Sabes algo sobre la velocidad de arrastre?
—¿Cómo dices?
—Lo suponía.
Harold se había pasado la vida bajando la cabeza para evitar enfrentamientos, pero allí estaba su hijo, sangre de su sangre, dispuesto a sostenerle la mirada y a vérselas con él. Deseó no haber sonreído la noche del concurso de baile.
El anciano paró de bailar. Sólo entonces pareció percatarse de la presencia de Harold. Se quitó la manta que lo envolvía e hizo una profunda reverencia, barriendo el suelo con la mano. Llevaba un traje, aunque tan sucio que resultaba difícil distinguir la camisa de la chaqueta. Volvió a erguirse, sin apartar los ojos de Harold. Éste miró atrás, por si acaso el anciano se dirigía a otra persona, pero los demás transeúntes pasaban sin detenerse, evitando todo contacto con aquel hombre. Era Harold la persona cuya atención reclamaba, sin duda.
Avanzó unos pasos hacia el anciano, despacio. A medio camino sintió tal embarazo que fingió que le había entrado algo en el ojo, pero el anciano esperó. Cuando lo tenía a pocos metros, éste extendió los brazos como si sostuviera los hombros de un compañero invisible. A Harold no le quedó más remedio que levantar los suyos y hacer lo propio. Poco a poco, los pies de ambos se desplazaron torpemente a la izquierda, luego a la derecha. No se tocaban pero bailaban juntos, y si bien es cierto que flotaba en el aire cierto tufo a orina y quizá también a vómito, no lo era menos que Harold había olido cosas peores. No había más sonido que el rumor del tráfico y el gentío.
El hombre se detuvo y se inclinó por segunda vez ante él. Conmovido, Harold agachó la cabeza y dio las gracias al anciano por haber bailado con él, pero éste ya había recogido su manta y se alejaba cojeando, como si la música no le importara en absoluto.
En una tienda de regalos cerca de la catedral, Harold compró un conjunto de lápices grabados en relieve que esperaba fueran del agrado de Maureen. Para Queenie eligió un pequeño pisapapeles en cuyo interior había una reproducción en miniatura de la catedral, sobre la que caía una lluvia de purpurina si se ponía boca abajo. Comprobó desconcertado que los turistas compraban baratijas y recuerdos en los lugares de culto religioso porque no sabían qué otra cosa hacer cuando llegaban allí.
Exeter lo pilló desprevenido. Había desarrollado un ritmo interno lento que el trajín de la ciudad amenazaba con desbaratar. Se había sentido cómodo en la seguridad de los espacios abiertos, donde cada cosa ocupaba su sitio. Se había sentido parte de algo más grande que su mera persona. En la ciudad, donde todo se desarrollaba en un radio de acción tan corto, tenía la sensación de que podía ocurrir cualquier cosa y que, fuera lo que fuese, no estaría preparado para afrontarlo.
Buscó signos de la tierra que pisaba, pero lo único que alcanzó a comprobar fue que la habían reemplazado por adoquines y asfalto. Todo lo alarmaba. El tráfico, los edificios, las mareas de transeúntes que lo adelantaban a empujones, gritando con los móviles pegados a la oreja. Harold sonreía a cada persona con que se cruzaba, y resultaba agotador asimilar tantos rostros desconocidos.
Perdió un día entero sin hacer otra cosa que deambular. Cada vez que tomaba la determinación de marcharse, algo lo distraía y pasaba otra hora. Sopesó si debía comprar o no cosas que hasta entonces no creía necesitar. ¿Debería enviar a Maureen un nuevo par de guantes de jardinería? Una dependienta le enseñó cinco clases de guantes y hasta se los calzó, pero entonces Harold recordó que su mujer llevaba mucho tiempo sin cultivar el huerto. Cuando se detuvo a comer le ofrecieron tal variedad de sándwiches (¿De queso o jamón? ¿Le apetecía probar el sándwich del día, de cóctel de marisco? ¿O quizá algo completamente distinto? ¿Sushi? ¿Crepes de pato lacado?) que olvidó que tenía hambre y se fue con las manos vacías. Lo que había tenido tan claro estando a solas, en la carretera, se perdía entre un alud de opciones, calles y comercios con escaparates. Anhelaba volver a campo abierto.
Y ahora que por fin se le presentaba la ocasión de comprar un equipo de excursionista, tampoco las tenía todas consigo. Tras haber pasado una hora en compañía de un joven y entusiasta australiano que le enseñó no sólo unas botas de senderismo sino también una mochila, una pequeña tienda de campaña y un podómetro parlante, Harold se deshizo en disculpas y acabó comprando una linterna de dinamo. Se dijo que hasta entonces se las había arreglado perfectamente con sus náuticos y una bolsa de plástico, y que con un poco de ingenio podía llevar el cepillo de dientes y la espuma de afeitar en un bolsillo y el desodorante y el detergente para la ropa en el otro. Así que, en lugar de comprarse un equipo de excursionista, entró a tomar algo en una cafetería cercana a la estación ferroviaria.
Veinte años atrás, Queenie debió de entrar en aquella misma estación, Exeter St. David’s. ¿Habría salido directamente hacia Berwick desde allí? ¿Tendría familia en dicha ciudad? ¿Amigos? Nunca había mencionado lo uno ni lo otro. En cierta ocasión se había echado a llorar al oír una canción en la radio del coche: Mighty Like a Rose. Una voz de barítono había colmado el ambiente, firme y grave. Le recordaba a su padre, había dicho entre sollozos, muerto hacía poco.
—Lo siento, lo siento —había susurrado Queenie.
—No pasa nada.
—Era un buen hombre.
—No me cabe duda.
—Le habría caído bien, señor Fry.
Aquel día, Queenie le había contado una anécdota sobre su padre. De niña, jugaban a fingir que ella era invisible. «¡Estoy aquí, estoy aquí!», gritaba la pequeña entre risas, mientras él la miraba como si no la viera y repetía: «Ven aquí ahora mismo. ¿Dónde te metes, Queenie?».
—¡Era tan gracioso! —había exclamado ella, al tiempo que se secaba la nariz dándose toquecitos con el pañuelo—. Lo echo mucho de menos.
Hasta en las manifestaciones de dolor demostraba una decorosa dignidad.
La cafetería de la estación estaba bastante concurrida. Harold vio cómo los turistas trataban de instalarse con sus maletas y mochilas en los escasos huecos entre mesas y sillas. ¿Tal vez Queenie se había sentado allí también? La imaginó, solitaria y pálida, con su traje anticuado, el rostro sereno mirando al frente con expresión decidida.
Nunca debió dejar que se fuera de aquella manera.
—Perdone —dijo una voz cordial desde más arriba—. ¿Le importa que me siente aquí?
Harold tuvo que volver al presente. A su izquierda había un hombre bien vestido, señalando la silla que tenía enfrente. Harold se enjugó los ojos, sorprendido y avergonzado al constatar que, una vez más, había llorado. Contestó que no le molestaba en absoluto que se sentara con él, y lo animó a hacerlo.
El desconocido lucía un traje elegante y una camisa azul oscuro con pequeños gemelos de nácar. Era enjuto y desenvuelto. Tenía el pelo espeso y plateado, peinado hacia atrás. Al sentarse, dobló las piernas de tal modo que el pliegue de los pantalones quedó alineado con sus rodillas. Se llevó las manos a los labios y las mantuvo allí unos segundos, en un gesto todo elegancia. Parecía la clase de hombre que Harold hubiese querido ser. «Distinguido», habría dicho Maureen. Puede que Harold estuviera mirándolo de un modo descarado, porque cuando la camarera le hubo servido un té de Ceilán (sin leche) y un panecillo, el caballero dijo con voz sentida:
—Las despedidas siempre son difíciles. —Se sirvió el té y le añadió una rodaja de limón.
Harold le explicó que había decidido ir caminando al encuentro de una mujer a quien en el pasado había fallado. Esperaba que su viaje no acabara en despedida. Deseaba con todas sus fuerzas que su amiga sobreviviera. No miró al hombre a los ojos, sino que se centró en el panecillo tostado. Era del mismo tamaño que el plato. La mantequilla se había fundido y parecía melaza.
El hombre cortó una mitad del panecillo en delgadas rebanadas que fue comiendo sin dejar de atender a Harold. En la cafetería reinaba un gran bullicio. Las ventanas estaban opacas de tan empañadas.
—Queenie era la clase de mujer que la gente no sabe apreciar. No era sólo otra cara bonita, como las mujeres que trabajaban en la fábrica. Puede incluso que tuviera un poco de vello facial. No era un bigote, ni mucho menos, pero los chicos se reían de ella. Le ponían apodos. Y eso la hacía sufrir. —Harold ni siquiera estaba seguro de que su interlocutor llegara a escucharlo. Le maravillaba la pulcritud con que aquel caballero se introducía las rebanadas de panecillo en la boca y se limpiaba los dedos en la servilleta tras cada nuevo bocado.
—¿Le apetece probarlo? —lo invitó.
—Gracias, no podría. —Harold alzó ambas manos, como si bloqueara el paso a algo.
—Yo sólo quiero la mitad. Me parece una lástima tirar la otra. Por favor, compártalo conmigo. —El caballero del pelo plateado cogió sus rebanadas y las dispuso sobre una servilleta de papel. Luego deslizó hacia Harold el plato con las demás rebanadas intactas—. ¿Puedo preguntarle algo? Parece usted un hombre decente.
Harold se limitó a asentir, porque ya tenía el panecillo en la boca y no era cuestión de sacarlo. Trató de evitar que la mantequilla goteara recogiéndola con los dedos, pero ésta se le deslizó por la muñeca y le humedeció la manga.
—Vengo a Exeter todos los jueves. Cojo el tren por la mañana y vuelvo a casa poco antes del anochecer. Vengo a encontrarme con un joven. Hacemos cosas. Nadie está al tanto de esta faceta de mi vida.
El caballero del pelo plateado se interrumpió para servirse otra taza de té. Harold tenía el panecillo atravesado en la garganta. Notaba que los ojos del hombre buscaban los suyos, pero no podía sostenerle la mirada.
—¿Puedo seguir? —preguntó el caballero.
Harold asintió. Tragó saliva para empujar hacia abajo el trozo de panecillo atrapado entre las amígdalas. Le dolió hasta que pasó.
—Me gusta lo que hacemos. De lo contrario, no vendría hasta aquí, pero es que además me he encariñado con él. Me ofrece un vaso de agua al acabar, y a veces me habla. No domina demasiado el inglés. Creo que tuvo la polio de niño, y que por eso cojea a ratos. —Por primera vez, el caballero del pelo plateado pareció vacilar, como si librara una lucha interna. Cogió la taza de té para llevársela a los labios, pero le temblaban los dedos; un poco de líquido se derramó y fue a caer sobre el panecillo—. Ese joven me conmueve. No hay palabras para expresar cuánto.
Harold apartó la mirada. Se preguntó si podía levantarse, pero no tardó en decidir que no: al fin y al cabo, había comido la mitad del panecillo del caballero del pelo plateado. Sin embargo, le parecía una intrusión ser testigo de la impotencia de aquel hombre que tan amable había sido con él y que se conducía de un modo tan elegante. Deseó que no hubiese derramado el té, o que se apresurara a secarlo, pero no lo hizo; se mantuvo impertérrito, como si no le importara. El panecillo quedaría incomestible.
El caballero siguió hablando con dificultad. Las palabras brotaban de su boca despacio y espaciadas.
—Suelo lamer sus zapatillas de deporte. Forma parte de nuestros juegos. Pero esta mañana me he dado cuenta de que una de ellas tiene un agujerito en un dedo. —Se le quebró la voz—. Me gustaría comprarle otro par, pero no quisiera ofenderlo. Aun así, no soporto la idea de que vaya por la calle con un zapato agujereado. Se le mojará el pie. ¿Qué debo hacer? —Apretó los labios como si reprimiera una punzada de dolor.
Harold guardó silencio. En realidad, el caballero del pelo plateado no se parecía en nada al hombre que había imaginado al verlo. Era un tipo como él, con un dolor singular. Sin embargo, no había manera de saberlo si uno se lo cruzaba por la calle, o se sentaba frente a él en una cafetería sin compartir su panecillo. Imaginó a aquel caballero en un andén de la estación, con su elegante traje, sin nada que lo distinguiera de los demás a simple vista. Debía de ocurrir lo mismo por toda Inglaterra. La gente salía a comprar leche o a llenar el depósito de gasolina, incluso a echar cartas al buzón, y lo que nadie más sabía era el terrible peso que cargaba dentro de sí, el esfuerzo sobrehumano que suponía a veces aparentar que se era normal y se formaba parte de cosas que parecían fáciles y cotidianas, la soledad que implicaba todo ello. Conmovido y abrumado, le ofreció su servilleta de papel.
—Yo creo que le compraría un par de zapatillas nuevas —concluyó Harold, y osó levantar la vista hacia el caballero de pelo plateado.
Éste tenía los iris de un azul acuoso, y el blanco de los ojos tan rosado que parecían irritados. Se sintió compungido, pero no apartó la mirada. Por unos instantes, los dos hombres se observaron en silencio, hasta que la levedad vino a instalarse en el ánimo de Harold y le permitió sonreír. Comprendió que el viaje que había emprendido para expiar los errores del pasado lo llevaría también a aceptar la extrañeza ajena. Como transeúnte, ocupaba una posición desde la que todas las cosas, y no sólo el paisaje, se abrían ante sus ojos. La gente se sentiría libre de hablarle y él, libre de escuchar, de llevarse consigo una pizca de cada una de aquellas historias. Eran tantas las cosas de las que se había desentendido, que les debía aquel pequeño acto de generosidad a Queenie y al pasado.
El caballero le devolvió la sonrisa.
—Gracias. —Se secó la boca y los dedos y luego, mientras se levantaba, añadió—: No creo que nuestros caminos vuelvan a cruzarse, pero me alegro de haberle conocido. Me alegro de haber hablado con usted.
Se estrecharon la mano y se fueron cada uno por su lado, dejando atrás el resto del panecillo.