Harold se había percatado de que varios hombres en la fábrica, incluido el señor Napier, habían desarrollado una forma peculiar de caminar que los hacía retorcerse de risa, como si fuera lo más gracioso del mundo. «Fíjate en esto», los oía alardear en el patio. Y entonces uno de ellos alzaba el codo hacia fuera, igual que una gallina ahuecando el ala, inclinaba el torso hacia delante como si pretendiera sacar el trasero y echaba a andar como un pato.
—¡Exacto, tío, exacto! —gritaban los demás. En ocasiones, tiraban los cigarrillos y todo el grupo lo hacía a la vez.
Después de varios días observándolos desde una ventana, Harold cayó en que lo que hacían era imitar a la nueva responsable de contabilidad, ni más ni menos. Remedaban a Queenie Hennessy y su modo de sostener el bolso.
Harold despertó con este recuerdo y la imperiosa necesidad de volver a la calle. La intensa luz ribeteaba las cortinas, como si se esforzara por llegar a él. Para su alivio, pese a tener el cuerpo entumecido y los pies doloridos, podía mover tanto lo uno como los otros, y la ampolla del talón parecía menos inflamada. Había tendido la camisa, los calcetines y los calzoncillos en el radiador después de lavarlos la víspera con agua caliente y detergente en polvo. Estaban acartonados y no del todo secos, pero podían usarse. Se puso tiritas nuevas en ambos pies y volvió a guardar meticulosamente todos los objetos en la bolsa de plástico.
En el comedor del hotel no había otros huéspedes. En realidad, se trataba de una pequeña sala que daba a la fachada, con un tresillo alineado contra la pared y una mesa para dos en el centro. Una lámpara de pantalla anaranjada iluminaba la estancia, que olía a humedad. En un aparador con puertas acristaladas se exhibía una colección de muñecas vestidas de flamenca y varias moscardas muertas, secas como gurruños de papel. La dueña de la pensión le había comentado que la chica de la limpieza estaba enferma. Lo había dicho como si hubiese algo desagradable en la ausencia de la joven, casi como si fuera un trozo de comida que había que tirar. Dejó el desayuno de Harold sobre la mesa y se quedó mirándolo desde el umbral con los brazos cruzados. Él se alegró de no tener que dar explicaciones. Comió con ansia e impaciencia, con los ojos fijos en la carretera que se extendía más allá de la ventana y calculando cuánto podía tardar un hombre poco acostumbrado a tales lides en recorrer los casi diez kilómetros que lo separaban de la abadía de Buckfast, por no hablar de los setecientos setenta kilómetros que cabía sumar a éstos para llegar a Berwick-upon-Tweed.
Releyó las palabras de Queenie, aunque se las sabía de memoria. «Querido Harold: Puede que esto te sorprenda. Sé que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos, pero estos días pienso bastante en el pasado. Hará un año me sometí a una operación…».
—Odio South Brent —dijo alguien.
Sorprendido, levantó la vista. No había nadie en la sala excepto él y la casera, y no parecía probable que fuera ella quien lo hubiera dicho. Seguía apoyada en el quicio de la puerta de brazos cruzados, meciendo una pierna, de modo que la zapatilla le colgaba del pie, en un tris de caerse. Harold se centró de nuevo en su carta y su café, y entonces volvió a oír aquella voz:
—Llueve más en South Brent que en ningún otro punto de Devon.
Sólo podía ser ella, aunque seguía sin mirarlo. Miraba la alfombra, y sus labios dibujaban una «o», como si su boca hablara a despecho del resto de su persona. Harold deseó poder decir algo adecuado, pero no se le ocurrió nada. Quizá su silencio, o sencillamente el hecho de que la escuchara, fue suficiente, porque ella prosiguió:
—No disfruto ni siquiera cuando sale el sol. Me digo a mí misma: «Oh, sí, ahora mismo hace bueno, pero no durará». O estoy viendo llover, o esperando a que llueva.
Harold dobló la carta de Queenie y la devolvió al bolsillo. Algo en el sobre lo perturbaba pero, fuese lo que fuese, no lograba adivinar qué era. Además, hubiese sido de mala educación no prestar atención a la mujer cuando era evidente que se dirigía a él.
—Una vez me tocaron unas vacaciones en Benidorm —continuó—. Lo único que tenía que hacer era preparar la maleta. Pero no pude. Me enviaron el billete por correo y ni siquiera llegué a abrir el sobre. ¿Por qué? ¿Por qué, cuando surgió la ocasión de escapar, no supe aprovecharla?
Harold frunció el ceño. Pensó en todos los años que había pasado sin hablar con Queenie.
—A lo mejor le daba miedo —aventuró—. Yo tuve una amiga hace años, pero me llevó mucho tiempo comprender que lo era. Lo más gracioso es que nos conocimos en un armario de material de oficina. —Rio, recordando la escena, pero su interlocutora no lo secundó, pues seguramente resultaba difícil de imaginar.
La mujer detuvo el movimiento pendular del pie y fijó la vista en la zapatilla, como si no hubiese advertido su presencia hasta entonces.
—Algún día me marcharé —le aseguró. Miró a Harold, y cuando sus miradas se cruzaron sonrió al fin.
Pese a los augurios de David, Queenie Hennessy no había resultado una mujer socialista, ni feminista ni lesbiana. Era corpulenta, poco agraciada y desprovista de cintura, y llevaba un bolso colgado del antebrazo. Era un hecho conocido que el señor Napier consideraba a las mujeres poco más que bombas de relojería hormonales. Les daba trabajo como camareras o secretarias y esperaba que le devolvieran el favor de vez en cuando en el asiento de atrás de su Jaguar. Así que la llegada de Queenie supuso un gran cambio en la fábrica de cerveza, cambio al que el señor Napier no habría accedido si Queenie no hubiese poseído algún talento o habilidad especial.
Queenie era discreta y natural, sin pretensiones. Harold había oído a un joven empleado comentar: «La verdad es que te olvidas de que es mujer». En cuestión de días empezó a correr la voz de que había logrado imponer un orden sin precedentes en el departamento de contabilidad, aunque eso no sirvió para atajar las imitaciones y burlas que para entonces proliferaban en los pasillos. Harold esperaba que ella no se enterase. A veces la veía en el comedor de la fábrica, con sus sándwiches envueltos en papel encerado. Solía sentarse con las secretarias más jóvenes y quedarse escuchando en silencio, como si ella, o acaso las demás, ni siquiera estuvieran presentes.
Una tarde, al coger su maletín para irse a casa, Harold oyó a alguien sorbiéndose la nariz. El sonido parecía provenir del interior de un armario empotrado. Intentó pasar por delante sin detenerse, pero lo oyó de nuevo. Y dio media vuelta.
Abrió despacio la puerta, y para su alivio no encontró nada, aparte de cajas atestadas de papel. Pero entonces volvió a oír aquel sonido, más bien un sollozo, y distinguió una silueta en cuclillas, con el rostro hacia la pared, de espaldas a él. La postura tensaba la costura de la chaqueta, que corría paralela a su columna vertebral.
—Usted perdone —dijo él, y se dispuso a volver a cerrar el armario y alejarse de allí a toda prisa, pero ella rompió a llorar desconsoladamente.
—Lo siento. Lo siento.
—Soy yo el que debería disculparse.
Ahora estaba casi metido en el armario, donde una desconocida sollozaba entre sobres marrones y resmas de folios.
—Soy muy buena en lo mío —aseguró ella.
—Por supuesto. —Harold echó una ojeada al pasillo con la esperanza de que uno de los compañeros más jóvenes apareciera y hablara con ella; las emociones nunca habían sido lo suyo—. Por supuesto —repitió, como si decirlo una y otra vez bastara.
—Tengo una carrera. No soy tonta.
—Lo sé —exageró, pues apenas sabía nada acerca de ella.
—Entonces, ¿por qué siempre está controlándome el señor Napier, como esperando a que cometa algún error? ¿Y por qué tienen que reírse todos de mí?
El jefe de ambos era un misterio para Harold. No sabía si los rumores sobre los disparos a las piernas tenían fundamento, pero lo había visto doblegar a los propietarios de pubs más duros y arrogantes. La semana anterior, sin ir más lejos, Napier había despedido a una secretaria por tocar su escritorio.
—Estoy seguro de que te considera una excelente contable —afirmó para que dejara de llorar.
—Necesito este trabajo. El alquiler no se paga solo. Pero voy a presentar la dimisión. Hay días en los que ni siquiera tengo ganas de levantarme de la cama. Mi padre siempre decía que soy demasiado sensible.
En aquellas palabras había más información de la que Harold era capaz de asimilar.
Queenie hundió más la cabeza, y Harold se fijó en las hebras de suave pelo oscuro de la nuca. Le recordó a David, y no pudo evitar compadecerse de ella.
—No dimitas —le pidió en un tono más dulce, agachándose levemente. Se lo decía de corazón—. A mí también me costó al principio. Tenía la sensación de que no encajaba. Pero todo mejorará. —Queenie no contestó, y Harold se preguntó si lo habría escuchado siquiera—. Ven, sal del armario.
Para su propia sorpresa, alargó la mano en dirección a ella, y la sorpresa fue aún mayor cuando ella la aceptó. Era una mano suave y cálida.
Una vez fuera del armario, Queenie se desasió rápidamente. Luego se alisó la falda, como si Harold fuera una arruga y sintiera la necesidad de quitarla.
—Gracias —dijo en tono algo distante, por más que tuviera la nariz roja como un tomate.
Y se alejó por el pasillo con la espalda recta y la cabeza alta, mientras Harold se quedaba con la sensación de que había sido él quien había perdido los papeles. Dio por sentado que al final había decidido no presentar la dimisión, porque iba a diario a comprobar si estaba en su escritorio y allí la encontraba, trabajando a solas, sin llamar la atención. Apenas se dirigían la palabra. De hecho, Harold empezó a tener la impresión de que, cuando entraba en el comedor, ella guardaba sus sándwiches y se iba.
El sol matutino doraba las cumbres más elevadas de Dartmoor, pero en las zonas en sombra una fina escarcha seguía cubriendo el terreno. A lo lejos, los haces luminosos incidían sobre la tierra como antorchas, guiando sus pasos. Empezaba otro día bueno.
Mientras se alejaba de South Brent, Harold se cruzó con un hombre enfundado en un batín que había salido a dejar un plato de comida para los erizos. Cruzó la carretera para esquivar unos perros y un poco más allá pasó por delante de una joven tatuada que vociferaba desde la calle, mirando a una ventana de la primera planta: «¡Sé que estás ahí! ¡Sé que me oyes!». Caminaba de aquí para allá, asestando patadas al murete del jardín, con el cuerpo tenso de ira, y cada vez que parecía a punto de desistir volvía a acercarse a la casa y gritaba de nuevo: «¡Eres un cabrón, Arran! ¡Sé que estás ahí!». Harold también dejó atrás un colchón abandonado, las entrañas de una nevera arrasada, varios zapatos desparejados, numerosas bolsas de plástico y un tapacubos, hasta que una vez más los arcenes desaparecieron y lo que había sido una carretera se estrechó hasta convertirse en camino. Le sorprendió comprobar lo aliviado que se sentía por estar de nuevo en campo abierto, y avanzó entre los árboles y las laderas erizadas de helechos y zarzales.
Harbourneford. Higher Dean. Lower Dean.
Abrió el segundo paquete de galletas Rich Tea, que fue comiendo sobre la marcha, aunque algunas tenían una desagradable textura granulosa y un sabor ligeramente sulfuroso a detergente para la ropa.
¿Estaba siendo lo bastante rápido? ¿Seguiría Queenie viva? No podía detenerse a comer ni a dormir. Debía apresurarse.
Por la tarde, empezó a sentir alguna que otra punzada en la parte posterior de la pantorrilla derecha, y un anquilosamiento de las articulaciones de la cadera cuando avanzaba cuesta abajo. Cuando subía una pendiente lo hacía lentamente, sujetándose con las manos la zona lumbar, no tanto porque la notara dolorida cuanto porque necesitaba un pequeño empujón. Se detuvo a comprobar el estado de las tiritas y sustituyó las del talón, pues la ampolla había sangrado.
La carretera se curvaba, subía y volvía a bajar. Había momentos en que alcanzaba a ver las colinas y los campos, y otros en que no veía nada. Perdió toda noción del espacio mientras recordaba a Queenie e imaginaba cómo habría sido su vida en los últimos veinte años. Se preguntó si se habría casado y si habría tenido hijos, aunque, a juzgar por su carta, conservaba el apellido de soltera.
—Sé cantar el Dios salve a la Reina al revés —le había dicho en cierta ocasión. Y lo cantó, mientras chupaba un caramelo de menta—. También sé hacerlo con You Don’t Bring Me Flowers, y casi me he aprendido Jerusalem.
Harold sonrió. ¿Había sonreído también entonces? Unas vacas que pastaban en un prado levantaron la vista fugazmente, interrumpiendo su rumiar. Una o dos se acercaron a él, al principio con timidez, luego al trote. Sus cuerpos parecían demasiado voluminosos para detenerse. Se alegró de estar en la carretera, por más que sus pies la encontraran dura. La bolsa de plástico donde llevaba los objetos que había comprado le golpeteaba los muslos, y las asas se le hincaban en las muñecas, dejándole un cerco blanco. Intentó colgársela al hombro, pero le resbalaba hacia el codo.
A lo mejor era porque cargaba algo muy pesado, y de pronto le vino a la mente la imagen de su hijo, de pie contra el papel pintado del vestíbulo, con su nueva mochila a la espalda. Llevaba un uniforme gris; debía de ser su primer día en la escuela primaria. Al igual que su padre, David era unos centímetros más alto que sus compañeros de clase, lo que le hacía parecer mayor, o por lo menos más grande de la cuenta. Apoyado contra la pared, había mirado a Harold antes de decir: «No quiero ir». No lloró. Ni se aferró a Harold ni lo dejó ir. Habló con una naturalidad y una madurez desarmantes. En respuesta, Harold dijo… ¿Qué? ¿Qué le dijo? Sólo miró a David, para quien quería lo mejor, y enmudeció.
Sí, la vida es aterradora, podía haberle dicho. Y añadir: sí, pero ya verás como mejora con el tiempo. O incluso: sí, pero a veces es buena y a veces es mala. Mejor aún: en ausencia de palabras, podía haber abrazado a su hijo. Pero no lo había hecho. No había hecho ninguna de esas cosas. Percibía el temor del chico con tal intensidad que no veía la manera de ignorarlo. La mañana que David había buscado su mirada pidiendo auxilio, Harold se había desentendido de él. Había huido hacia su coche y se había ido a trabajar.
¿Por qué tenía que recordarlo?
Encorvó la espalda y apretó el paso, como si, más que caminar al encuentro de Queenie, huyera de sí mismo.
Llegó a la abadía de Buckfast antes de que cerrara la tienda de recuerdos. El templo de piedra caliza se recortaba como un cuadrado gris sobre las suaves cumbres del fondo. Se percató de que había estado allí antes, muchos años atrás, en un viaje sorpresa para celebrar el cumpleaños de Maureen. David se había negado a salir del coche, y ella había insistido en quedarse con él, así que la familia había vuelto directamente a casa sin haber puesto un pie fuera del aparcamiento.
En la tienda del monasterio, compró postales y un bolígrafo de recuerdo, y sopesó brevemente la posibilidad de hacerse con un tarro de miel elaborada por los monjes, pero aún le quedaba mucho camino hasta Berwick-upon-Tweed y no estaba seguro de que la miel fuera a caber en su bolsa de plástico, ni a sobrevivir al viaje sin llenarse de detergente en polvo. Al final, acabó comprándolo, y pidió que lo envolvieran en plástico de burbujas. No había monjes a la vista, sólo turistas. Y había más gente haciendo cola para entrar en el restaurante Grange, recién restaurado, que en la abadía. Se preguntó si los monjes repararían en ello, y si les importaría.
Harold eligió una generosa porción de pollo al curry y se llevó la bandeja junto a una ventana que daba a la terraza, con vistas al jardín de lavanda. Tenía tanta hambre que comió con avidez, sin apenas masticar. En la mesa contigua, una pareja de cincuentones parecía debatir algo, quizá el trazado de una ruta en el mapa. Ambos lucían pantalones cortos color caqui, camisetas del mismo tono, calcetines marrones y botas de senderismo, con lo que, al estar sentados frente a frente, parecían la versión masculina y femenina de una única persona. Hasta comían idénticos sándwiches y tomaban idénticos zumos de fruta. Harold lo intentó, pero no logró imaginar a Maureen vestida como él. Empezó a escribir las postales:
Querida Queenie:
He recorrido cerca de treinta y dos kilómetros. Tienes que seguir esperándome. Harold (Fry)
Querida Maureen:
He llegado a la abadía de Buckfast. Hace buen tiempo. Los zapatos aguantan el tirón, de momento, al igual que mis pies y piernas. H.
Querida chica de la gasolinera («Encantados de servirle»):
Gracias. De parte del hombre que dijo que había salido a dar un paseo.
—¿Sería tan amable de prestarme el bolígrafo? —le preguntó el excursionista.
Harold se lo tendió y el hombre trazó un círculo varias veces sobre el mismo punto del mapa. Su mujer no articuló palabra; puede que incluso frunciera el ceño. A Harold no le gustaba mirar fijamente a los desconocidos.
—¿Ha venido a hacer el camino de Dartmoor? —preguntó el hombre, al tiempo que le devolvía el bolígrafo.
Contestó que no. Iba a ver a una amiga, con un objetivo muy concreto. Apiló las postales y las alineó.
—Como ve, mi esposa y yo somos excursionistas. Venimos todos los años. No dejamos de venir ni cuando ella se rompió la pierna, figúrese lo mucho que nos gusta.
Harold repuso que su esposa y él también solían ir de vacaciones todos los años, a un complejo de vacaciones en Eastbourne donde cada noche se celebraba algún espectáculo, y competiciones entre los huéspedes.
—Un año, mi hijo ganó el premio de twist del Daily Mail —contó.
El hombre asintió con impaciencia, como si deseara que Harold acabara cuanto antes.
—Lo que cuenta, por supuesto, es lo que lleva uno en los pies. ¿Qué clase de botas usa usted?
—Náuticos. —Harold sonrió, pero el excursionista no.
—Debería usar botas de la marca Scarpa. Son de profesional. Nosotros tenemos una fe ciega en las Scarpa.
—Tú tienes una fe ciega en las Scarpa —replicó su mujer, alzando entonces la vista. Abrió mucho los ojos, como si llevara puestas unas lentes de contacto que le molestaran.
Por un momento, Harold se quedó atrapado en el recuerdo de un juego que solía practicar David, consistente en cronometrar el tiempo que era capaz de pasar mirando algo fijamente sin parpadear ni una vez. Aunque se le saltaban las lágrimas, se resistía a cerrarlos. Pero lo que Harold tenía ahora ante sí no era la clase de competiciones que solían practicar en Eastbourne. Aquella escena había sido dolorosa.
—¿Qué clase de calcetines usa? —le preguntó el excursionista. Harold echó un vistazo a sus propios pies y estaba a punto de responder «normales», cuando el hombre, sin esperar contestación, le aseguró—: Hay que usar calcetines especiales. Cualquier otra cosa es una tontería. —Se interrumpió—. ¿Qué marca de calcetines usamos nosotros? —dijo al fin.
Harold no tenía la menor idea. Sólo cuando la mujer del excursionista contestó se dio cuenta de que la pregunta no iba dirigida a él.
—Thorlo —apuntó ella.
—¿Chaqueta de Gore-Tex?
Harold abrió la boca y volvió a cerrarla.
—Las excursiones nos mantienen unidos, a mi mujer y a mí. ¿Qué ruta sigue usted?
Harold le explicó que decidía sobre la marcha, pero que fundamentalmente se dirigía al norte. Mencionó Exeter, Bath y la posibilidad de pasar por Stroud.
—No me alejo de las carreteras porque siempre he ido a todas partes en coche. Es lo que conozco.
El excursionista siguió hablando. A Harold se le ocurrió que quizá fuera una de esas personas que no necesitan interlocutores para mantener una conversación. Mientras, su mujer se contemplaba las manos.
—Por supuesto, el camino de Cotswold está sobrevalorado. Me quedo con Dartmoor mil veces.
—A mí me gustó Cotswold —apuntó la mujer—. Ya sé que es más llano, pero me parece romántico.
Jugueteaba con el anillo de casada, haciéndolo girar con tanta fuerza que daba la impresión de querer desenroscarse el dedo.
—A mi mujer le encanta Jane Austen —explicó el hombre entre risas—. Ha visto todas sus películas. A mí me van más las cosas de hombres, ya me entiende.
Harold asintió, aunque no tenía ni idea de lo que quería decir. Nunca había sido lo que Maureen llamaba «un hombre de pelo en pecho». Siempre había evitado las grandes juergas con Napier y los chicos de la fábrica de cerveza. A veces se le antojaba extraño haber trabajado durante tantos años en algo directamente relacionado con el alcohol, cuando éste había desempeñado un papel tan nefasto en su vida. Quizá las personas se sintieran atraídas por aquello que más temían.
—A nosotros nos gusta más Dartmoor —concluyó el excursionista.
—A ti te gusta más Dartmoor —lo corrigió su mujer.
Se miraron como si fueran completos desconocidos. En el silencio subsiguiente, Harold se centró en sus postales. Esperaba que no siguieran con aquello, que no fueran una de esas parejas que airean en público cuanto no pueden decirse de puertas adentro.
Volvió a pensar en las vacaciones en Eastbourne. Maureen solía preparar sándwiches para el viaje, y llegaban tan temprano a su destino que la verja del complejo aún estaba cerrada. Harold siempre había pensado con nostalgia en aquellos veranos, hasta que recientemente su mujer le había comentado que David se refería a los baches de la vida diciendo que eran tan grises como las malditas vacaciones familiares en Eastbourne. Desde hacía algún tiempo, por supuesto, Harold y Maureen preferían no viajar, pero él estaba seguro de que su mujer se equivocaba respecto al centro de vacaciones. Se habían divertido. David había hecho uno o dos amigos con los que jugaba. Y una noche había ganado el concurso de baile. Su hijo había sido feliz allí.
«Grises como las malditas vacaciones en Eastbourne». Maureen había pronunciado la palabra como un latigazo.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la pareja de la mesa de al lado. Habían levantado la voz. Harold quería irse, pero no parecía que fuera a haber una pausa lo bastante larga que le permitiera levantarse y excusarse.
—¿Crees que fue divertido quedarme aquí encerrada con la pierna rota? —dijo la admiradora de Jane Austen, mientras su marido seguía estudiando el mapa, como si ella no hubiese abierto la boca, y ella seguía hablando como si él la escuchara—. No pienso volver nunca más.
Harold deseó que la mujer se callara. Deseó que el hombre sonriera o le cogiera la mano. Pensó en sí mismo y en Maureen, y en los años de silencio en el número 13 de Fossebridge Road. ¿Había sentido Maureen alguna vez el impulso de sacar a relucir en público los trapos sucios de su matrimonio? Nunca se le había ocurrido que pudiera pasar, pero le produjo tal inquietud que se levantó y se dirigió a la puerta sin más. La pareja no pareció percatarse de su partida.
Decidió alojarse en una modesta pensión que olía a calefacción central, a menudillos hervidos y ambientador. Estaba dolorido de cansancio, pero después de sacar sus escasas pertenencias de la bolsa y de inspeccionarse los pies se sentó en el borde de la cama, preguntándose qué haría a continuación. Se sentía demasiado agitado para dormir. Del piso de abajo llegaba el sonido del noticiario de la noche. Maureen también estaría viendo la tele, mientras planchaba. Durante un rato permaneció así, oyendo aquel murmullo sin prestarle atención, hallando consuelo en el hecho de que aquello los unía de algún modo. Pensó otra vez en la pareja del restaurante y echó tanto de menos a su mujer que fue incapaz de pensar en nada más. Si él se hubiese comportado de otro modo, ¿las cosas habrían sido distintas? ¿Si hubiese traspasado el umbral de la habitación de invitados, o incluso planificado unas vacaciones en el extranjero? Pero ella jamás habría accedido. Le daba demasiado miedo no poder hablar con David y perderse la visita que vivía esperando.
Otros recuerdos acudieron a su mente. Los primeros años de su matrimonio, antes de que su hijo naciera, cuando Maureen cultivaba verduras en el huerto de Fossebridge Road y esperaba a Harold todas las noches en la esquina de la fábrica. Solían volver a casa caminando, a veces por el paseo marítimo, o bien se detenían en el muelle a contemplar las embarcaciones. Por entonces Maureen había cosido unas cortinas con sarga de algodón y aprovechado los retales para hacerse un vestido de corte recto. Se había acostumbrado a buscar nuevas recetas en la biblioteca con que preparaba guisos, platos al curry, pasta, legumbres. Mientras cenaban solía preguntarle por los compañeros de la fábrica y sus esposas, a pesar de que ellos nunca asistían a las fiestas de Navidad.
Recordó a Maureen enfundada en un vestido rojo, con una ramita de acebo sujeta al cuello. Si cerraba los ojos, creía poder evocar su dulce perfume. En el jardín tomaban gaseosa de jengibre y contemplaban las estrellas. «¿Quién necesita a nadie más?», había dicho uno de los dos.
La vio sosteniendo el cuerpo envuelto en un arrullo de su hijo recién nacido y tendiéndoselo. Como él no se había inmutado, ella le había preguntado sonriendo: «¿Por qué no lo coges?».
Harold le había contestado que al bebé le gustaba más estar con ella, y quizá había metido las manos en los bolsillos.
¿Cómo podía ser que la misma verdad que una vez la había hecho sonreír y descansar la cabeza en el hombro de Harold, años más tarde se convirtiera en fuente de resentimiento e ira? «¡Nunca lo cogiste en brazos! —le había chillado en uno de los peores momentos—. ¡Ni siquiera lo tocaste en toda su infancia!». No era del todo cierto, y él así lo había aducido, aunque Maureen tenía razón en lo esencial. Le había dado demasiado miedo coger a su propio hijo. Pero ¿cómo se explicaba que al principio ella lo entendiera y años más tarde ya no?
Se preguntó si David se acercaría a su madre ahora que él se encontraba a una distancia prudencial.
No podía seguir encerrado entre cuatro paredes, pensando en todas esas cosas y lamentando otras tantas. Cogió la cazadora. Fuera, un gajo de luna se elevaba sobre jirones de nubes. Al verlo, una mujer con el pelo teñido de un rosa intenso paró de regar las macetas colgantes y se quedó mirándolo fijamente, como si le pareciera extraño.
Desde una cabina, llamó a Maureen, pero su mujer no tenía ninguna novedad que contarle y la conversación fue breve y titubeante. Sólo en una ocasión se refirió a su viaje, cuando le preguntó si se le había ocurrido consultar un mapa. Harold le contestó que tenía intención de comprar un equipo de excursionista adecuado en cuanto llegara a Exeter. En una ciudad habría más donde elegir, aseguró. Incluso mencionó el Gore-Tex, como si supiera qué era.
—Entiendo —dijo ella en tono desabrido, como si él hubiese sacado un tema ingrato que Maureen llevara esperando todo aquel tiempo. En el silencio que siguió, él alcanzó a oírla chasquear la lengua, y el ruido que hacía al tragar en seco. Luego añadió—: Supongo que tienes idea de cuánto nos va a costar todo esto.
—He pensado usar el dinero de mi plan de pensiones. Estoy gastando lo menos posible.
—Entiendo —repitió ella.
—Tampoco es que tuviéramos grandes planes.
—No.
—Entonces, ¿te parece bien?
—¿Bien? —repitió Maureen, como si fuera la primera vez que oía semejante palabra.
Por un momento, Harold sintió el impulso de decir «¿Por qué no vienes conmigo?», pero sabía que ella le daría plantón con uno de sus «Creo que no», así que se limitó a preguntar de nuevo:
—¿Te parece bien que haga esto, te parece bien mi viaje?
—Qué remedio —replicó Maureen, y colgó.
Una vez más, abandonó la cabina telefónica deseando lograr que su esposa lo entendiera. Pero ambos llevaban años instalados en un lugar en que el lenguaje carecía de significado. Ella no tenía más que mirarlo para verse arrastrada al pasado. El intercambio de palabras intrascendentes los mantenía a salvo. Planeaban sobre la superficie de lo que nunca podría decirse, porque eso era inimaginable y ellos jamás cruzarían esa línea. Harold regresó a su habitación y se enjuagó la ropa. Imaginó sus camas separadas en el número 13 de Fossebridge Road y se preguntó en qué momento exacto había dejado Maureen de despegar los labios al besarlo. ¿Había sido antes o después?
Despertó al alba, sorprendido y agradecido por poder caminar, pero esta vez no había descansado. La calefacción estaba demasiado fuerte y la noche se le había hecho larga y agobiante. Aunque Maureen no lo había dicho a las claras, no podía evitar sentir que tenía razón respecto al plan de pensiones. No debería gastarse aquel dinero en sí mismo y sin la aprobación de su esposa.
Por más que hubiese pasado una eternidad desde la última vez que había hecho algo para impresionarla.
Desde Buckfast, Harold tomó la B3352, pasando por Ashburton, y se detuvo a dormir en Heathfield. Se cruzó con otros caminantes, con quienes comentó brevemente la belleza del paisaje o la inminente llegada del verano antes de desearse buen viaje y cada cual continuar su camino. Harold seguía las curvas y los contornos de las colinas sin apartarse jamás de la carretera que se extendía ante sí. Una bandada de cuervos alzó el vuelo desde los árboles con un sonoro aleteo. Un cervatillo salió corriendo de la maleza. Los coches aparecían como surgidos de la nada, pasaban con estruendo y desaparecían. Tras las rejas asomaban perros, y vio también varios tejones, como pesas peludas en la cuneta. Pasó por delante de un cerezo en flor, y cuando una ráfaga de viento agitó sus ramas, los pétalos volaron como confeti lanzado al aire. Estaba abierto a las sorpresas, tomaran la forma que tomasen. Semejante libertad no era habitual.
—Soy papá —le había dicho a su madre. Tendría seis o siete años.
Ella había levantado la vista con interés y sólo entonces Harold se percató con horror de su propia osadía. No tenía ni idea de lo que iba a hacer a continuación. No le quedaba más remedio que calarse la gorra paterna, su batín, y quedarse mirando la botella vacía con gesto acusador. El rostro de su madre parecía petrificado. Harold temió que fuera a propinarle una bofetada, como mínimo. Pero entonces, para su asombro y profundo regocijo, estiró el terso cuello atrás y el aire se estremeció con su risa. Pudo ver sus dientes perfectos y las encías rosadas. Nunca la había hecho reír de ese modo.
—¡Mira que eres payaso! —había dicho.
Él se hinchó de orgullo y se sintió mayor. Aunque no era su intención, también acabó riendo: lo que había empezado como una sonrisa acabó en una sonora carcajada que lo obligó a doblarse por la cintura. Desde ese momento, siempre buscaba formas de divertirla. Aprendía chistes, hacía muecas. A veces funcionaban, no todas. En ocasiones se le ocurrían cosas que la hacían reír aunque él no supiera qué tenían de gracioso.
Harold caminaba sin cesar. La carretera se estrechaba y luego volvía a ensancharse, subía y serpenteaba. A veces tenía que avanzar casi pegado a la vegetación que crecía al borde del arcén; otras, en cambio, podía andar a sus anchas por la acera. «No pises las grietas —se oyó advirtiendo a su madre—. Si las pisas, salen los fantasmas». Sólo que aquella vez ella lo había mirado como si nunca lo hubiese visto, y luego había pisado todas y cada una de las grietas del suelo, obligándolo a correr tras ella agitando los brazos con frenesí. No había sido fácil convivir con una mujer como Joan.
Empezaron a formársele nuevas ampollas en los talones. Por la tarde también le salieron en la yema de varios dedos. No tenía ni idea de que caminar pudiera resultar tan doloroso. Sólo podía pensar en las tiritas.
Desde Heathfield, anduvo hasta Chudleigh Knighton por la B3344, y luego siguió hasta Chudleigh. Agotado como estaba, le supuso un gran esfuerzo llegar tan lejos. Pernoctó en una pensión, decepcionado por no haber recorrido más de ocho kilómetros, aunque al día siguiente se esforzó todavía más. Echó a andar al alba y recorrió otros catorce. Los primeros rayos de sol penetraban entre los árboles como haces brillantes, y a media mañana el cielo estaba sembrado de nubecillas tozudas que, cuanto más las miraba, más le parecían bombines grises. Los mosquitos zumbaban alrededor.
Seis días después de haber abandonado Kingsbridge, a cerca de setenta kilómetros de Fossebridge Road, los pantalones se le caían y la piel de la frente, la nariz y las orejas estaba pelándosele. Cada vez que consultaba el reloj, se daba cuenta de que ya sabía la hora. Por la mañana y por la noche se inspeccionaba los dedos, talones y arcos de los pies, y se ponía tiritas o crema allí donde la piel estaba agrietada o rozada. Le gustaba tomarse un refresco al aire libre, o cobijado junto a los fumadores cuando llovía. Los primeros nomeolvides formaban pálidos tapices que resplandecían bajo la luna.
Se prometió comprarse un equipo completo de excursionista en cuanto llegara a Exeter, además de otro recuerdo para Queenie. Mientras el sol se hundía tras las murallas de Exeter y la temperatura bajaba en picado, recordó de nuevo que había algo en su carta que no acababa de encajar y que seguía escapándosele.