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Maureen y la mentira

En un primer momento, Maureen estaba convencida de que Harold volvería. Llamaría, cansado y aterido de frío, y ella tendría que salir a buscarlo, y además sucedería en plena noche, así que se vería obligada a ponerse un abrigo encima del camisón y los zapatos que usaba para conducir. Y todo sería culpa de él. Maureen había pasado la noche en duermevela, con la lámpara encendida y el teléfono junto a la cama, pero Harold no había llamado ni había regresado.

No podía dejar de darle vueltas a lo ocurrido. El desayuno, la carta color rosa, el hecho de que Harold no hablara, de que se limitara a llorar en silencio. Su mente había registrado todos los detalles, como que su marido doblara dos veces su carta de réplica y la introdujera en un sobre antes de que ella pudiera leerla. Incluso cuando intentaba pensar en otra cosa, o en nada en absoluto, no podía evitar ver ante sí a un Harold abismado en la lectura de la misiva de Queenie, como si algo se agitara en lo más profundo de su ser. Necesitaba hablar con su hijo, pero no sabía cómo contárselo. El viaje de Harold seguía resultándole demasiado confuso y humillante, y además temía que si hablaba con David lo echaría de menos, y no podría soportar tanto dolor.

Harold le había explicado que se iba caminando a Berwick, pero ¿tenía intención de regresar a casa luego de que hubiese llegado a su destino?

Que se fuera, si eso quería. Tendría que haberlo visto venir. «De tal palo, tal astilla», pensó, en alusión a la madre de Harold, por más que no hubiese conocido a Joan, ni su marido hablara de ella jamás. ¿Qué clase de mujer hace las maletas y se marcha sin siquiera dejar una nota? Sí, que se fuera. Había habido momentos en que ella misma se había sentido tentada de hacer borrón y cuenta nueva. David se lo había impedido, no el amor conyugal. Ya no recordaba los detalles del día que se conocieron, ni qué había visto en Harold. Sólo que la había sacado en algún baile de barrio y que a su madre le había parecido un chico de lo más vulgar.

—Tu padre y yo creemos que deberías aspirar a algo mejor —había dicho en aquel tono suyo, seco y apocado.

Por entonces, Maureen no se dejaba influir fácilmente por los demás. Y qué si no tenía estudios. Y qué si no tenía clase. Y qué si vivía de alquiler en un sótano y compaginaba tantos trabajos que apenas pegaba ojo. Lo miraba y el corazón se le disparaba. Ella sería el amor que él nunca había tenido. Mujer, madre, amiga. Todo.

A veces, al mirar atrás, se preguntaba dónde había quedado aquella joven temeraria.

A continuación revisó los papeles de Harold, pero no encontró nada que la ayudara a comprender por qué se había ido caminando al encuentro de Queenie. No había cartas, fotografías ni direcciones garabateadas. Lo único que encontró en el cajón de su mesilla de noche fue una fotografía de sí misma, tomada al poco de casarse, y otra de David, en blanco y negro, algo arrugada, que Harold habría guardado allí, porque ella recordaba haberla pegado en un álbum. Aquel silencio se le antojaba como el de los meses posteriores a la partida de David, cuando hasta las paredes parecían contener la respiración. Encendió el televisor en la sala de estar y la radio en la cocina, pero la casa seguía demasiado silenciosa y vacía.

¿Acaso Harold llevaba veinte años esperando a Queenie? ¿Lo había esperado ella a él?

Al día siguiente pasarían a recoger la basura. La basura era cosa de Harold. Se conectó a internet y solicitó folletos informativos a varias empresas que organizaban cruceros de verano.

Al caer la noche, comprendió que no le quedaba más remedio que sacar la basura. Arrastró la bolsa por el sendero de entrada y al llegar abajo la arrojó contra la verja del jardín, como si por el hecho de ser la tarea incumplida de su marido, la basura fuera también culpable de su partida. Rex debió de avistarla desde una ventana del piso de arriba, porque, cuando ella se disponía a volver a casa, lo encontró asomado a la cerca.

—¿Va todo bien, Maureen?

En tono desabrido, contestó que sí. Por supuesto que sí.

—¿Por qué no ha salido Harold a sacar la basura esta noche?

Maureen miró de reojo hacia la ventana del dormitorio vacío, y una inesperada punzada de dolor le tensó el rostro. Notó un nudo en la garganta.

—Está en la cama —repuso con una sonrisa forzada.

—¿En la cama? —repitió Rex, boquiabierto—. ¿Por qué? ¿Se encuentra mal?

El pobre se preocupaba por nada. Elizabeth le había confesado en cierta ocasión, mientras tendían la ropa, que los melindres de su madre lo habían convertido en un hipocondríaco sin remedio.

—No es nada —mintió—. Resbaló. Se torció el tobillo.

—Fue durante el paseo de ayer, ¿verdad? —inquirió el vecino con los ojos como platos.

—Tropezó con un adoquín suelto, nada más. Se pondrá bien, Rex. Lo que necesita es reposo.

—Es terrible, Maureen. ¿Un adoquín suelto? Válgame Dios.

Rex negó con la cabeza, abatido. Desde la casa le llegó el sonido del teléfono, y Maureen sintió que el corazón le daba un vuelco. Era Harold. Llamaba para decirle que volvía. Rex seguía asomado a la cerca cuando echó a correr hacia la puerta.

—Deberías presentar una queja en el ayuntamiento para que arreglen ese adoquín —sugirió.

—¡No te preocupes! —gritó ella, volviéndose a medias—. Lo haré.

Estaba tan alterada que no sabía si reír o llorar. Se precipitó hacia el teléfono y levantó el auricular, pero ya se había activado el contestador automático. Marcó el 1471, mas el número desde el que se había hecho la llamada no estaba disponible. Se sentó junto al teléfono, esperando que Harold volviera a llamar o regresara a casa, pero no hizo ni una cosa ni otra.

Las noches eran lo peor. ¿Cómo podía dormir la gente? Quitó las pilas del reloj de la mesilla de noche, pero nada podía hacer para acallar los ladridos de los perros, ni los coches que pasaban raudos hacia la nueva urbanización a las tres de la madrugada, ni siquiera los graznidos de las gaviotas, que empezaban al alba. Se quedaba muy quieta, esperando el efecto de la inercia, y a veces daba alguna que otra cabezada, aunque luego despertaba y se acordaba de todo. Harold se había ido caminando a ver a Queenie Hennessy. Y volver a hacerse a la idea, después de la ignorancia del sueño, le resultaba aún más doloroso que cuando él se lo había comunicado por teléfono. Era un desengaño doble. Pero era lo que tocaba, y lo sabía. Sabía que debía seguir aferrándose con uñas y dientes a aquello en lo que deseaba creer, y hundiéndose una y otra vez bajo el peso de la verdad, hasta que al fin ésta acabara imponiéndose sin sombra de duda.

Abrió el cajón de la mesilla de Harold y volvió a contemplar las instantáneas que él había escondido allí. Vio a David con su primer par de zapatos, intentando mantener el equilibrio sobre un solo pie y agarrándose a la mano de su madre mientras levantaba el otro, como si pretendiera examinarlo. Y se vio a sí misma en la otra foto, desternillándose de risa, con el pelo oscuro cayéndole sobre la frente en largos mechones. Sostenía en brazos un calabacín que había crecido hasta alcanzar el tamaño de un niño pequeño. Debió de ser poco después de que se mudaran a Kingsbridge.

Cuando llegaron tres grandes sobres de sendas compañías de cruceros, Maureen los echó directamente al cubo de reciclaje.