5
Harold, el dueño del bar
y la mujer con comida

Era un perfecto día primaveral. Soplaba una brisa delicada, y el cielo, de un azul intenso, parecía elevarse hasta el infinito. Harold estaba seguro de que la última vez que había mirado por los visillos bordados de Fossebridge Road, los árboles y setos se recortaban sobre la línea del horizonte como una oscura maraña de huesos y pinchos. Sin embargo, ahora que estaba en la calle y avanzaba por su propio pie, era como si cuanto miraba —campos, jardines, árboles y arbustos— hubiese brotado de pronto en un estallido de vida. Sobre su cabeza, un dosel de hojas tiernas y pegajosas se aferraba a las ramas de los árboles. Exuberantes racimos amarillos de forsitias y mantos morados de aubrecias asomaban por doquier. Un sauce joven se mecía, reflejado en el estaño del agua. Los primeros brotes de patata despuntaban en la tierra y las diminutas yemas de la grosella y la uva espina, similares a los pendientes que Maureen solía usar, germinaban en los zarzales. La proliferación de vida nueva era tal que lo aturdía.

Con el hotel a su espalda y los escasos coches que circulaban por la carretera, Harold pensó en lo vulnerable que era —una silueta solitaria— sin su teléfono móvil. Si se caía, o si alguien salía de la maleza y se abalanzaba sobre él, ¿quién oiría sus gritos? Un crujido entre las ramas lo hizo echar a correr asustado. Al volver la vista atrás, con el corazón en un puño, divisó una paloma que recuperaba el equilibrio en un árbol. A medida que pasaba el tiempo y hallaba su propio ritmo, empezó a sentirse más seguro. Inglaterra se extendía bajo sus pies, y la sensación de libertad, de adentrarse en lo desconocido, era tan estimulante que no podía dejar de sonreír. Estaba solo en el mundo y nada podía interponerse en su camino ni decirle que cortara el césped.

Más allá de los arbustos que flanqueaban la carretera, el terreno bajaba en pendiente a ambos lados. Un bosquecillo esculpido por el viento tenía aspecto de tupé. Harold pensó en su propio pelo de adolescente, grueso y abundante, que alisaba y moldeaba a diario con ayuda de un gel.

Iría hacia el norte, en dirección a South Brent, donde buscaría un alojamiento modesto para pernoctar. Desde allí, seguiría el trazado de la A38 hasta Exeter. No recordaba la distancia exacta, pero en los viejos tiempos habría calculado hora y media larga de trayecto en coche. Avanzaba por carreteras de un solo carril, flanqueadas por arbustos tan altos y densos que tenía la sensación de recorrer una trinchera. Le sorprendió lo veloces e impacientes que parecían los coches cuando uno no iba en ellos. Se quitó la cazadora y se la colgó del brazo.

Aunque Queenie y él debieron de hacer aquel mismo trayecto en coche incontables veces, no guardaba recuerdo alguno del paisaje. Debía de ir tan absorto en los asuntos del trabajo, y tan pendiente de llegar puntual a su destino, que más allá de las ventanillas del coche sólo había divisado un mismo tono verde y una única colina como telón de fondo. La vida se veía muy distinta a pie de carretera. Entre las fallas del terreno, los campos se extendían hasta perderse de vista en una sucesión de colinas ondulantes que la mano del hombre había segmentado en retales de tierra ribeteados de arbustos y árboles. Hubo de detenerse para contemplar el paisaje. Había tantos tonos de verde que se sintió sobrecogido. Algunos eran casi de un negro aterciopelado, otros tan claros que rayaban en el amarillo. A lo lejos, el sol se reflejó en un coche que pasaba, quizá una ventanilla, y la luz destelló desde el otro lado de las colinas como una estrella fugaz. ¿Cómo era posible que nunca se hubiese fijado en nada de aquello? Unas flores pálidas cuyo nombre ignoraba crecían junto al arcén, mezcladas con las primaveras y las violetas. Se preguntó si, tantos años atrás, Queenie habría reparado en ello al asomarse a la ventanilla.

«Este coche huele a azúcar —había dicho Maureen en cierta ocasión, ensanchando las aletas de la nariz—, a caramelos de violeta». A partir de entonces, Harold había tomado la precaución de volver a casa por la noche con las ventanillas abiertas.

Cuando llegara a Berwick, le compraría un ramo de flores. Se imaginó entrando en la residencia con paso decidido, y a Queenie sentada en una cómoda silla junto a una ventana bañada por el sol, aguardando su llegada. Al verlo pasar, el personal de la residencia suspendería sus tareas y los pacientes prorrumpirían en vivas, quizá incluso en aplausos, por la hazaña de haber llegado desde tan lejos. Queenie estaría esperándolo con aquella sonrisa suya, toda serenidad, y alargaría los brazos para coger las flores.

Tiempo atrás, Maureen solía ponerse una ramita en flor o una hoja otoñal en el ojal del vestido. Debió de ser justo después de que se casaran. A veces, si no había botones, se la pasaba por detrás de la oreja y los pétalos le caían en el pelo. Resultaba casi cómico. Harold no pensaba en ello desde hacía años.

Un coche frenó y se detuvo, tan cerca que Harold tuvo que apretarse contra las ortigas que crecían al borde de la carretera. Se abrió la ventanilla y del interior brotó una música estridente, pero Harold no alcanzó a ver los rostros de sus ocupantes.

—¿Qué, abuelo, vas a ver a la novia?

Harold levantó el pulgar a modo de respuesta y esperó a que el desconocido se alejara. Le escocía la piel allí donde se había rozado con las ortigas.

Siguió adelante, paso a paso. Ahora que había aceptado su intrínseca lentitud, se complacía en comprobar la distancia recorrida. A lo lejos, el horizonte no era más que una pincelada de azul, pálido como el agua, sin casas ni árboles que lo interrumpieran, aunque a veces se desdibujaba, como si la tierra y el cielo se hubiesen fundido en dos mitades de la misma cosa. Pasó por delante de dos furgonetas detenidas frente a frente cuyos respectivos conductores discutían sobre cuál de los dos debería haber retrocedido para ceder el paso al otro. Sintió un hambre voraz. Pensó en el desayuno que no había comido y le dolió el estómago.

En el cruce de California Cross, se detuvo a comer algo en un pub: dos sándwiches de queso preparados que cogió de un cesto. Tres hombres manchados de polvo de yeso, lo que les confería un aspecto fantasmal, hablaban sobre una casa que estaban restaurando. Aparte de éstos, unos pocos clientes más levantaron la vista de sus jarras de cerveza al verlo entrar, pero aquella zona nunca había formado parte de su ruta y, por suerte, no conocía a nadie. Se encaminó a la puerta con su almuerzo y una limonada, y al salir a la terraza el repentino sol lo cegó momentáneamente. Cuando se llevó el vaso a los labios se le hizo la boca agua y, al hincar los dientes en el sándwich, el regusto a frutos secos del queso y la dulzura del pan estallaron en sus papilas gustativas con una intensidad sin precedentes, como si fuera la primera vez en su vida que comía.

De niño, intentaba comer sin hacer ruido. A su padre no le gustaba oírlo masticar. A veces no le decía nada, se limitaba a llevarse las manos a las orejas y cerrar los ojos, como si el ruido lo ensordeciera. Otras veces le señalaba que comía como un cerdo. «De casta le viene al galgo», replicaba su madre al tiempo que aplastaba un cigarrillo en el cenicero. Eran los nervios, había oído comentar a un vecino. La guerra había hecho cosas extrañas a la gente. En ocasiones, de niño, habría deseado tocar a su padre, tenerlo cerca y notar el peso de un brazo adulto sobre sus hombros. Habría querido preguntarle qué había ocurrido antes de que él naciera, y por qué le temblaban las manos cada vez que las alargaba hacia el vaso.

«Este chico no para de mirarme», decía su padre a veces. Entonces, su madre le daba unos golpecitos en la mano, no con fuerza sino como si estuviera espantando una mosca, y le decía: «Anda, cariño, vete a jugar fuera».

Le sorprendió recordar todo aquello. Tal vez era por efecto de la caminata. Tal vez uno veía algo más que el paisaje cuando se apeaba del coche y empezaba a hacer uso de sus pies.

El sol se derramaba como un líquido tibio sobre la cabeza y las manos de Harold. Se quitó los zapatos y los calcetines bajo la mesa, donde nadie podría verlos ni olerlos, y se examinó los pies. Los dedos estaban reblandecidos y de un rojo carmesí. Allí donde el zapato había rozado el talón, la piel estaba inflamada y se había formado una ampolla tensa y reluciente. Acarició la suave hierba con la planta y cerró los ojos. Se sentía cansado, pero sabía que no debía dormirse. Si se detenía demasiado tiempo le costaría reanudar la marcha.

—Disfrútelo mientras dure.

Harold se volvió, temeroso de encontrarse con algún conocido. Pero no era más que el dueño del pub, que le tapaba en parte el sol. Era tan alto como Harold, pero de constitución más gruesa. Lucía una camiseta de rugby, bermudas y unas sandalias de ésas que, según Maureen, parecían empanadas de Cornualles. Harold volvió a meter los pies rápidamente en los náuticos.

—No era mi intención molestarlo —se disculpó el recién llegado, alzando la voz y sin moverse.

Harold sabía por experiencia que los dueños de los bares se comportaban a menudo como si entre sus responsabilidades se contara la de entablar conversación con los clientes o fingir que lo hacían, aunque guardaran silencio, y simular que dicha conversación les resultaba de lo más entretenida.

—Con el buen tiempo, a la gente le entran ganas de hacer cosas —continuó el hombre—. A mi mujer, sin ir más lejos: en cuanto sale el sol, se pone a limpiar los armarios de la cocina.

Maureen parecía pasarse el año entero haciendo limpieza. «Las casas no se limpian solas», rezongaba. A veces volvía a repasar los mismos rincones que acababa de fregar. Más que vivir en la casa, Harold pasaba por ella de puntillas, sin apenas rozar las superficies. Sin embargo, no se lo decía. Sólo lo pensaba.

—No lo he visto por aquí antes. ¿Ha venido de visita?

Harold le explicó que estaba de paso. Le dijo que había trabajado en la fábrica de cerveza y que se había jubilado seis meses atrás. Era de la vieja guardia, de cuando los comerciales salían en coche cada mañana y no había tanta tecnología.

—Ah, entonces conocerá a Napier.

El comentario pilló a Harold desprevenido. Carraspeó y contestó que Napier había sido su jefe hasta que había perdido la vida en un accidente de tráfico, cinco años atrás.

—Ya sé que no hay que hablar mal de los muertos —repuso el dueño del pub—, pero menudo cabronazo era. Una vez casi mata a un hombre delante de mis propios ojos. Tuvimos que apartarlo entre varios.

Harold sintió que se le revolvían las entrañas. Sería mejor no hablar de Napier. Por cambiar de tema, explicó que había salido de casa con la intención de enviar una carta a Queenie y que, sobre la marcha, había decidido ir a verla en persona, pero no tardó en percatarse de que sus explicaciones eran insuficientes. Antes de que su interlocutor se lo señalara, reconoció que no llevaba móvil, botas de excursionista ni mapa, y que seguramente estaba haciendo el ridículo.

—No es un nombre muy común, Queenie —apuntó el del pub—. Suena como de otra época.

Harold le dio la razón y añadió que el nombre le iba que ni pintado, pues Queenie era una persona reservada y siempre llevaba un traje de lana marrón, incluso en verano.

El hombre cruzó los brazos, apoyándolos en la blanda repisa de su vientre, y separó más las piernas, como si tuviera algo que decir y hacerlo fuera a llevarle un buen rato. Harold esperó que, fuera lo que fuese, no tuviera que ver con la distancia entre Devon y Berwick-upon-Tweed.

—En tiempos conocí a una muchacha. Era encantadora. Vivía en Tunbridge Wells. Fue la primera chica a quien besé, y me dejó hacer unas cuantas cosas más, ya me entiende. Aquella jovencita lo hubiese dado todo por mí, pero yo fui incapaz de darme cuenta. Estaba demasiado ocupado intentando labrarme un porvenir. Sólo años más tarde, cuando me invitó a su boda, me percaté de lo afortunado que era el tipo que acabó casándose con ella.

Harold sintió el impulso de explicar que nunca había estado enamorado de Queenie, no de ese modo, pero no quiso interrumpirlo.

—Me vine abajo. Empecé a beber. Me metí en toda clase de líos, ya sabe. —Harold asintió—. Pasé seis años en la cárcel. Mi mujer se ríe de mí, pero ahora me dedico a las manualidades. Hago centros decorativos. Compro las bolas y los cestos por internet. La verdad —añadió mientras se tironeaba el lóbulo de la oreja— es que todos tenemos un pasado. Todos desearíamos no haber hecho ciertas cosas, y haber hecho otras. Le deseo suerte. Espero que encuentre a su chica. —Apartó el dedo de su oreja y lo observó, frunciendo el ceño—. Con un poco de suerte, llegará esta misma tarde.

De nada serviría sacarlo de su error. No podía esperar que los demás comprendieran la naturaleza de su viaje, ni siquiera que conocieran la ubicación exacta de Berwick-upon-Tweed. Harold le dio las gracias y reanudó la marcha. Recordó que Queenie llevaba una libreta en el bolso, donde apuntaba los kilómetros que recorrían. Era incapaz de decir una mentira, por lo menos de forma intencionada. Una punzada de culpa lo espoleó, obligándolo a seguir.

Durante la tarde, la ampolla del talón se hizo más dolorosa. Descubrió que si deslizaba los pies hacia la puntera del zapato, evitaba que el cuero del talón le rozara la piel. No pensaba en Queenie ni en Maureen. Ni siquiera veía los arbustos al borde de la carretera, ni el horizonte ni los coches que pasaban. Todo su ser, incluidos los pies, se reducían a las palabras «No vas a morirte», aunque a veces el orden de éstas se invertía, como por voluntad propia, y no sin cierto sobresalto se descubría recitando para sus adentros, igual que si salmodiara: «A morirte no vas», o «Vas no a morirte», o incluso un monótono «No, no, no». El cielo que se alzaba sobre su cabeza era el mismo que veía Queenie Hennessy, y estaba cada vez más convencido de que ella no ignoraba lo que él se había propuesto y estaba esperándolo. Harold sabía que llegaría a Berwick, y que para ello lo único que tenía que hacer era poner un pie delante del otro. La sencillez del plan lo regocijaba. Si seguía avanzando, sin duda llegaría a su destino.

El paisaje permanecía inmóvil, alterado tan sólo por el follaje que se agitaba cuando pasaban los coches. Su murmullo casi lo hubiese convencido de que se hallaba de nuevo cerca del mar. De pronto, se dio cuenta de que estaba reviviendo un recuerdo que no era consciente de haber evocado.

Cuando David tenía seis años habían ido a la playa de Bantham y el niño había empezado a nadar mar adentro. Maureen había gritado «¡Vuelve, David! ¡Vuelve ahora mismo!», pero, cuanto más se desgañitaba, más diminuta se veía la cabeza del pequeño. Harold la había seguido hasta la orilla y, una vez allí, se había parado a desatarse los cordones de los zapatos. Estaba a punto de quitárselos cuando un socorrista pasó junto a él como una exhalación, arrancándose la camiseta sobre la marcha y arrojándola en la orilla antes de lanzarse al mar. El hombre se abrió camino a zancadas y cuando el agua le llegó por la cintura se zambulló y nadó contra el oleaje hasta alcanzar a David, al que trajo en brazos de vuelta a la orilla. Las costillas del chico sobresalían como dedos, y sus labios estaban azules. «Ha tenido suerte —dijo el socorrista dirigiéndose a Maureen, no a su marido; Harold había retrocedido un par de pasos—. La corriente es fuerte». Mojados por las olas, sus zapatos de loneta blanca relucían al sol.

Maureen nunca se lo había dicho, pero Harold sabía lo que había pensado aquel día, porque él había pensado lo mismo: ¿por qué se había detenido a desatarse los cordones cuando su único hijo estaba a punto de ahogarse?

Años más tarde, Harold preguntó a David: «¿Por qué seguiste nadando mar adentro, aquel día en la playa? ¿No nos oías llamándote?». Por entonces, David debía de ser un adolescente. Sosteniéndole la mirada con aquellos hermosos ojos castaños suyos, mitad infantiles mitad adultos, su hijo se encogió de hombros. «Yo qué sé. Ya la había cagado. Parecía más fácil seguir la corriente que volver atrás». Harold le recomendó que no empleara palabras malsonantes, sobre todo si su madre andaba cerca, y David le contestó algo así como «Déjame en paz».

Se preguntó por qué recordaba todo aquello de pronto. Su único hijo nadando mar adentro en una huida hacia delante y pidiéndole años más tarde que lo dejara en paz. Las imágenes habían acudido a su mente como un todo, como si formaran parte del mismo momento; puntos de luz que se hundían en el mar como gotas de lluvia mientras David escrutaba a su padre con una intensidad que parecía anularlo. Harold había sentido miedo, ésa era la verdad. Se había desatado los cordones porque lo aterraba que, una vez agotadas todas las excusas, no fuera capaz de salvar a su hijo, de estar a la altura de las circunstancias. Y lo peor era que todos lo sabían: él mismo, Maureen, el socorrista, incluso David. Siguió avanzando con paso cansino.

Temía que hubiese más. Más imágenes y recuerdos de aquéllos que lo acechaban de noche, impidiéndole dormir. Años después, Maureen lo había acusado de casi haber dejado morir a su hijo. Harold trató de centrar su atención en el paisaje circundante.

La carretera se extendía como un pasillo entre frondosas hileras de arbustos, por cuyas rendijas e intersticios se colaba el sol. Los brotes tiernos sembraban las laderas. A lo lejos, una campana sonó tres veces. El tiempo pasaba. Apresuró el paso.

Entonces se percató de que tenía la boca seca. Intentó no pensar en un vaso de agua, pero, en cuanto su mente evocó la imagen, reprodujo también la sensación y el gusto del líquido fresco en la garganta, y la necesidad de beber minó su voluntad. Caminaba con cautela, tratando de estabilizar el suelo, que oscilaba bajo sus pies. Varios coches aminoraron la marcha al pasar junto a él, pero les indicó por señas que siguieran adelante, pues no quería llamar la atención. Cada nueva bocanada de aire se le antojaba demasiado angulosa para pasar por las cavidades de su pecho. No le quedaba más remedio que detenerse en la primera casa que avistara.

Asió la verja de hierro rogando que no hubiera perros.

La casa era nueva, construida en ladrillo gris. Alguien había podado el seto de hoja perenne en ángulos rectos, como si fuera un muro. Los tulipanes empezaban a despuntar, formando coquetas hileras en arriates limpios de malas hierbas. A un lado había una cuerda de tender con varias camisas grandes, pantalones, faldas y un sujetador. Harold desvió la mirada para no ver cosas que no le concernían. Siendo adolescente, contemplaba a menudo los corsés, sostenes y fajas que sus tías dejaban colgados y gracias a los cuales se había percatado de que el universo femenino ocultaba secretos que él deseaba conocer. Llamó al timbre y se apoyó contra la pared.

Una mujer salió a abrir y, al verlo, el rostro se le desencajó. Harold quiso tranquilizarla, decirle que no se preocupara, pero tenía la boca reseca. Apenas podía mover la lengua. La mujer se apresuró a ofrecerle agua; Harold cogió el vaso con manos temblorosas. El líquido helado impactó en dientes y encías, en el paladar, y se precipitó garganta abajo. Tenía ganas de gritar de pura dicha.

—¿Seguro que se encuentra bien? —le preguntó ella tras servirle un segundo vaso, que Harold también apuró de una sentada. Era una mujer de constitución robusta y lucía un vestido arrugado; caderas fértiles, habría dicho Maureen. Tenía el cutis tan castigado por el sol y el viento que parecía que la hubiesen abofeteado—. ¿No quiere descansar un poco?

Harold le aseguró que ya se encontraba mejor. Deseaba volver cuanto antes a la carretera y no importunar a una completa desconocida. Además, tenía la sensación de haber roto ya una tácita regla inglesa al pedir ayuda. Ir más allá supondría comulgar con algo transitorio y desconocido a un tiempo. Entre palabra y palabra, se oía su respiración entrecortada y anhelante. Harold le aseguró que había emprendido un largo viaje, pero aún no le había cogido el tranquillo a eso de andar. Esperaba provocar una sonrisa con sus palabras, pero al parecer su anfitriona no le vio la gracia. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había hecho reír a una mujer.

—No se vaya —dijo ella, que desapareció de nuevo en la quietud de la casa y al cabo volvió con dos sillas plegables. Harold la ayudó a abrirlas e insistió en que debería seguir su camino, pero ella se desplomó en el asiento como si también hubiese hecho un largo viaje y lo animó a unirse a ella—. Sólo será un momento —le aseguró—. Nos vendrá bien a los dos.

Harold se dejó caer en la silla a su lado. Lo embargó una invencible pesadez y, tras resistirse un instante, cerró los ojos. Un resplandor rojo iluminaba sus párpados cerrados, y el canto de los pájaros y el zumbido de los coches en la carretera se fundieron en un solo sonido, a la vez dentro de su cabeza y muy lejos de allí.

Cuando despertó, la mujer había dispuesto frente a él una mesita en la que había un plato con pan y mantequilla, así como una manzana cortada. Le señaló el plato con la palma, como si le mostrara el camino.

—Por favor, sírvase.

Aunque no había sido consciente de su hambre, en cuanto vio la manzana notó un terrible vacío en el estómago. Además, hubiese sido descortés rechazar la invitación de una anfitriona que se había tomado tantas molestias. Comió con ansia, y aunque se disculpó por ello fue incapaz de reprimirse. La mujer lo miraba sonriente, jugando todo el rato con un cuarto de manzana entre los dedos, como si fuera un objeto curioso recogido del suelo.

—Cualquiera diría que caminar es la cosa más sencilla del mundo —comentó ella al cabo—. No hay más que poner un pie delante del otro. Pero nunca dejará de sorprenderme lo difíciles que pueden llegar a ser las cosas supuestamente instintivas. —Se humedeció el labio inferior con la lengua, a la espera de más palabras—. Como comer —aventuró al fin—. Ésa es otra. Algunas personas tienen grandes dificultades para comer. Para hablar también. E incluso para amar. Todas esas cosas pueden resultar difíciles. —Miraba al jardín, no a su interlocutor.

—O para dormir —añadió Harold.

—¿Le cuesta dormir? —inquirió, volviéndose hacia él.

—A veces.

Harold cogió otro trozo de manzana. Hubo un nuevo silencio.

—Los niños —dijo la mujer al cabo.

—¿Perdón?

—He ahí otra cosa difícil.

Harold miró de nuevo hacia el tendedero y las perfectas hileras de flores. La ausencia de vida joven era clamorosa.

—¿Tiene usted hijos? —preguntó ella.

—Sólo uno.

Harold pensó en David, pero era demasiado largo de explicar. Lo vio de niño y recordó lo moreno que se ponía su rostro cuando le daba el sol, como un fruto maduro. Le hubiese gustado describir los hoyuelos que se le formaban en las tiernas rodillas, los primeros pasos que dio con zapatos, sin dejar de mirar hacia abajo, como si no acabara de creer que siguieran pegados a sus pies. Lo vio durmiendo en la cuna, los deditos tan asombrosamente pequeños y perfectos sobre la manta de lana. Los miraba y casi temía que fueran a desvanecerse en cuanto los tocara.

La maternidad había surgido como algo natural en Maureen. Era como si siempre hubiese habido otra mujer agazapada en su interior, lista para asumir ese papel. Sabía cómo mecerse para que el bebé se durmiera, cómo hablarle dulcemente, cómo ahuecar la mano para sostener su cabecita. Sabía a qué temperatura debía estar el agua del baño, cuándo el bebé necesitaba una siesta, cómo tejerle peúcos de lana azul. Él no tenía ni la menor idea de que ella supiera hacer todas esas cosas, y la había contemplado arrobado, como un espectador en la penumbra. Aquella experiencia había transformado su amor por ella en un sentimiento más profundo, pero al mismo tiempo la había colocado por encima de él. Así, justo cuando Harold creía que su matrimonio se convertiría en una experiencia más intensa, empezó a ir a la deriva, o al menos los separó, situándolos a cada uno en un punto distinto. Él escudriñaba el rostro de su hijo, que le devolvía una mirada solemne de bebé, y se sentía presa del miedo. ¿Y si tenía hambre? ¿Y si no estaba contento? ¿Y si los demás chicos le pegaban cuando fuera a la escuela? Había tanto de lo que protegerlo que se sentía abrumado. Se preguntaba si otros hombres sentían pánico ante la nueva responsabilidad de ser padres o si por el contrario se trataba de un defecto exclusivamente suyo. Ahora todo había cambiado, y nadie se sorprendía de ver a un hombre empujando un cochecito o dando de comer a su bebé con toda tranquilidad.

—Espero no haberle molestado —dijo la mujer.

—No, en absoluto. —Harold se levantó y le estrechó la mano.

—Me alegro de que haya hecho un alto en el camino. Me alegro de que me pidiera agua.

Harold volvió a la carretera antes de que ella reparase en que estaba llorando.

A su izquierda se alzaban las cimas más bajas de Dartmoor. Ahora alcanzaba a distinguir que lo que parecía una vaga mancha azul sobre el horizonte era en realidad una sucesión de cumbres montañosas en tonos morados, verdes y amarillos, sin campos que interrumpieran su perfil accidentado, coronado en los puntos más elevados por peñas rocosas. Un ave de rapiña, acaso un águila ratonera, sobrevoló el lugar y se detuvo, cerniéndose en el aire.

Harold se preguntó si años atrás debería haber insistido a Maureen para que tuvieran otro hijo. «Con David ya nos basta —le había dicho ella—. No necesitamos nada más». Pero a veces él temía que un solo hijo fuera una carga demasiado pesada, y se preguntaba si el dolor de quererlos iba diluyéndose cuantos más se tenían. Ver crecer a un hijo equivalía a sentirse cada vez más apartado de él. Cuando por fin el suyo los rechazó definitivamente, se lo tomaron de manera distinta. Durante un tiempo sintieron ira, que luego se transformó en otra cosa, algo que se parecía al silencio pero poseía una energía y una violencia propias. Al final, Harold había tenido que guardar cama a causa de un resfriado y Maureen se había trasladado a la habitación de invitados. Por un motivo u otro, ninguno de los dos lo había comentado jamás, y por un motivo u otro, Maureen nunca había vuelto a la habitación común.

El talón seguía atormentándolo, le dolía la espalda y la planta de los pies empezaban a arderle. Hasta la más diminuta piedrecilla le hacía daño. Tenía que detenerse a menudo para quitarse un zapato y sacudirlo. De vez en cuando, le sorprendía descubrir que las piernas se le combaban sin motivo aparente, como si se hubiesen vuelto de goma, y le hacían dar traspiés. Notaba un dolor punzante en los dedos, lo que quizá se debiera a que no tenían costumbre de verse arrojados adelante y atrás mientras bajaban una pendiente. Sin embargo, pese a todo, se sentía intensamente vivo. Un cortacésped rugió a lo lejos y Harold rompió a reír a carcajadas.

Se incorporó a la A3121 en dirección a Exeter. Tras recorrer un kilómetro y medio con tráfico intenso, enfiló la B3372, siguiendo los arcenes cubiertos de hierba. Cuando un grupo de excursionistas de aspecto profesional le dio alcance, se apartó del camino y saludó con la mano. Intercambiaron las cortesías de rigor acerca del tiempo y el paisaje, pero no les contó que se dirigía a Berwick. Ahora prefería guardarlo para sus adentros, del mismo modo que guardaba la carta de Queenie en el bolsillo. Mientras lo adelantaban, observó con interés que todos llevaban mochilas a la espalda, que algunos lucían ropa deportiva holgada y que otros iban equipados con viseras solares, prismáticos y bastones telescópicos. Ninguno calzaba mocasines náuticos.

Algunos le devolvieron el saludo, y uno o dos rieron al verlo. Harold ignoraba si era porque les parecía un caso perdido o porque se les antojaba admirable, pero en el fondo no le importaba. Ya era un hombre distinto del que había salido de Kingsbridge, e incluso de aquel hotelito. Ya no era alguien que buscaba un buzón. Estaba yendo al encuentro de Queenie Hennessy. Estaba empezando de nuevo.

El día que se había enterado de que Queenie iba a trabajar en la fábrica de cerveza se mostró sorprendido. «Al parecer, habrá una mujer en el departamento de contabilidad», les comentó a Maureen y David. Estaban comiendo en la mejor habitación, en los tiempos en que a su mujer le encantaba cocinar y comían en familia. Al revivirlo ahora, se dio cuenta de que había sido por Navidad, porque la escena se desarrollaba con el detalle añadido de los gorros de fiesta.

—¿Se supone que eso debería interesarnos? —había replicado su hijo. Debía de estar en último año de instituto. Iba vestido de negro de la cabeza a los pies y el pelo casi le rozaba los hombros. No se había puesto su gorro de fiesta; lo había ensartado con el tenedor.

Maureen había sonreído al oírlo. Harold no esperaba que su mujer lo defendiera, porque sabía que quería a David, y eso estaba bien, por supuesto. Pero a veces habría deseado no sentirse tan excluido, como si lo que unía a madre e hijo fuera justo distanciarse de él.

—Una mujer no durará mucho en la fábrica.

—Al parecer es muy buena en lo suyo.

—Ya sabemos cómo se las gasta Napier. Es un mafioso. Un capitalista con tendencias sadomasoquistas.

—El señor Napier no es tan malo.

David soltó una carcajada.

—Papá —dijo del modo en que solía dirigirse a él, como dando a entender que el vínculo entre ambos era una ironía del destino, más que un lazo de sangre—. Ordenó que dispararan a las piernas de un desgraciado. Todo el mundo lo sabe.

—Estoy seguro de que no es cierto.

—Total, por sisar unas monedas de la caja chica.

Harold no replicó. Mojó una col de Bruselas en la salsa de carne. Estaba al tanto de los rumores, pero prefería no pensar en ello.

—Pues esperemos que la nueva no sea feminista —prosiguió David—. Ni lesbiana. Ni socialista. ¿Eh, papá? —Era evidente que había terminado con el señor Napier y se disponía a meterse con alguien del entorno familiar.

Harold sostuvo brevemente la desafiante mirada de su hijo. En aquellos tiempos, los ojos de David aún conservaban toda su fiereza, y no era fácil someterse mucho tiempo a su escrutinio.

—No me parece mal que haya gente distinta a mí —repuso Harold, pero su hijo se limitó a chasquear la lengua y mirar a su madre de soslayo.

—Lees el Daily Telegraph —sentenció. Dicho lo cual, apartó el plato y se levantó. Estaba tan pálido y delgado que Harold apenas podía mirarlo.

—Come, cariño mío… —le suplicó Maureen. Pero David negó con la cabeza y se fue con aire abatido, como si la mera presencia paterna fuera suficiente para amargarle la comida de Navidad al más pintado.

Harold buscó la mirada de Maureen, pero su mujer ya se había levantado y se afanaba en recoger la mesa.

—Es muy inteligente, ya lo sabes —dijo, y en esta observación iba implícita la convicción de que la inteligencia de su hijo era al mismo tiempo una excusa para todo y algo que los dejaba a ambos al margen—. No sé tú, pero yo estoy demasiado llena para el trifle de jerez. —Inclinando la cabeza, se quitó el gorro de fiesta, como si de repente se sintiera demasiado mayor para usarlo, y luego fue a fregar vasos y platos.

Harold llegó a South Brent a última hora de la tarde. Al volver a pisar un suelo adoquinado, le sorprendió lo pequeños y regulares que eran los adoquines. Se adentró en el núcleo de casas color crema, con sus jardines y garajes con sistemas de cierre a distancia, mientras experimentaba la sensación triunfal de alguien que vuelve a la civilización tras un largo periplo.

En un pequeño comercio compró tiritas, agua, un desodorante en espray, un peine, un cepillo de dientes, maquinillas desechables, espuma de afeitar, detergente para la ropa y dos paquetes de galletas Rich Tea. Tomó una habitación con cama individual y varias láminas de loros extintos enmarcadas en la pared, y se dispuso a examinarse los pies a conciencia antes de ponerse tiritas en la ampolla supurante del talón y en las rozaduras de los dedos. Le dolía todo el cuerpo y estaba agotado. Nunca había caminado tanto en un solo día, pero, aunque había recorrido casi diecisiete kilómetros, el cuerpo le pedía más. Comería algo, telefonearía a Maureen desde una cabina y luego se echaría a dormir.

El sol se escabulló tras la silueta de Dartmoor, cubriendo el cielo de un velo cobrizo. Las montañas se habían teñido de un azul opaco, y las últimas luces del atardecer prestaban un suave resplandor asalmonado a las reses que pastaban en sus laderas. Harold no pudo evitar desear que David se enterara de lo que estaba haciendo su padre. Se preguntó si Maureen se lo contaría, y cómo. Las estrellas fueron tachonando el cielo oscuro, una tras otra, prestando a la oscuridad creciente su leve titilar. Surgían ante sus ojos como por arte de magia.

Por segunda noche consecutiva, Harold no soñó nada.