Harold Fry era un hombre alto que vivía encorvado, como si temiera que una viga baja o un avión de papel extraviado le salieran al paso súbitamente. El día que nació, su madre miró el bulto que sostenía entre los brazos, consternada. Era joven, tenía una boca pequeña y delicada y un marido que le había parecido buena idea antes de la guerra y mala después. Un hijo era lo último que deseaba o necesitaba. El chico no tardó en aprender que la mejor manera de no meterse en líos consistía en pasar inadvertido, en fingir su propia ausencia por más que estuviera presente. Jugaba con los hijos de los vecinos, o por lo menos los observaba desde un rincón. En el colegio evitaba llamar la atención al punto de parecer corto de entendederas. Se marchó de casa con dieciséis años y se estableció por su cuenta hasta que, cierta noche, su mirada se cruzó con la de Maureen en un salón de baile y se enamoró perdidamente de ella. La fábrica de cerveza era la causa de que los recién casados se trasladaran a Kingsbridge.
Harold había desempeñado el mismo puesto de representante comercial durante cuarenta y cinco años. De talante reservado, trabajaba con humildad y eficiencia, sin buscar ascensos ni protagonismo. Otros compañeros viajaban a menudo o aceptaban cargos directivos, pero él no había querido lo uno ni lo otro. No hacía amigos ni enemigos. A petición suya, no se había celebrado ninguna fiesta de despedida cuando se jubiló, y si bien una de las chicas de administración había organizado una colecta en el último momento, pocos en el equipo de ventas sabían algo sobre su vida privada. Alguien había comentado que circulaba una historia acerca de Harold, pero no conocía los detalles. Dejó de trabajar un viernes y volvió a casa sin más testimonio del empleo de toda una vida que una Guía ilustrada de las carreteras de Gran Bretaña y un vale descuento para la licorería Threshers. El libro había ido a parar a la mejor habitación, junto con las demás cosas que nadie usaba. El vale descuento nunca salió de su sobre. Harold era abstemio.
Un hambre canina lo despertó de un sobresalto. El colchón se había vuelto más firme y se había movido durante la noche, y un extraño haz luminoso se proyectaba en la alfombra. ¿Qué había hecho su mujer para que las ventanas de la habitación estuvieran en el lado equivocado? ¿Qué había hecho con las paredes, sembradas de tenues florecillas? Sólo entonces lo recordó: se había alojado en un hotelito en las afueras de Loddiswell. Se había propuesto llegar caminando hasta Berwick porque Queenie Hennessy no podía morir.
Él habría sido el primero en reconocer que su plan tenía varios puntos débiles. No llevaba calzado adecuado, ni brújula, por no hablar de un mapa o una muda limpia. La parte más improvisada del viaje, sin embargo, era el viaje mismo. No había sabido que iba a emprenderlo hasta que ya estaba en marcha. En realidad, no era que su plan tuviera puntos débiles, es que no había plan. No obstante, las carreteras de Devon le resultaban bastante familiares, y cuando abandonara el condado se limitaría a avanzar hacia el norte.
Harold ahuecó las dos almohadas y se incorporó en la cama. Le dolía el hombro izquierdo, pero en general se sentía descansado. Hacía años que no dormía tan bien. No había acudido a su mente ninguna de las imágenes que solían poblar la oscuridad. La colcha que lo cubría hacía juego con el estampado floral de las cortinas, y había un antiguo armario de pino bajo el que había dejado los náuticos. En el extremo opuesto de la estancia había un pequeño lavamanos y un espejo. La camisa, la corbata y el pantalón descansaban sobre una silla de desvaído terciopelo azul, doblados hasta su mínima expresión, como si se tratara de una disculpa.
Le vino a la mente la imagen de los vestidos de su madre dispersos por la casa de su niñez. No habría sabido decir de dónde salía. Se asomó a la ventana, tratando de ahuyentar el recuerdo con un nuevo pensamiento. Se preguntó si Queenie sabría que iba a verla. A lo mejor estaba pensando en ello en aquel preciso instante.
Tras llamar a la residencia, había seguido el trazado ascendente y sinuoso de la B3196. Avanzando con determinación, había dejado atrás campos, casas, árboles, el puente sobre el río Avon, y había visto pasar incontables vehículos. Nada de todo ello quedó grabado en su memoria, a no ser como un obstáculo menos que se interponía entre Berwick y su persona. Fue haciendo altos en el camino para recuperar el aliento. En varias ocasiones hubo de ceñirse los cordones de los náuticos y enjugarse el sudor de la frente. Al llegar al Loddiswell Inn se detuvo para saciar la sed, lo que lo llevó a entablar conversación con el vendedor de antenas parabólicas. El hombre se había quedado tan maravillado al conocer las intenciones de Harold que le había dado una palmadita en la espalda y había pedido a todos los presentes que lo escucharan. Y cuando Harold describió su plan lo más sucintamente posible («Voy a seguir hacia el norte hasta llegar a Berwick»), el vendedor de antenas parabólicas exclamó a voz en cuello: «¡Así se habla, compañero!». Fue con esa frase en mente que Harold se precipitó a la calle para llamar a su mujer.
Le hubiese gustado que ella le dijera lo mismo.
«Creo que no». A veces, las palabras de Maureen caían como un hacha sobre las suyas antes incluso de que brotaran de sus labios.
Después de hablar con su mujer, sus pasos se habían vuelto más pesados. No podía reprocharle que tuviera tan mala opinión de él como marido; ojalá no fuese así. Había llegado a un pequeño hotel con palmeras que crecían torcidas, como si quisieran protegerse del viento costero, y preguntado si tenían habitaciones libres. Estaba acostumbrado a dormir solo, claro está, pero hacerlo en una habitación de hotel era toda una novedad. Durante los años pasados en la fábrica de cerveza, siempre había estado en casa al anochecer. No bien se acostaba, cerraba los ojos y sucumbía a un sueño profundo.
Harold apoyó la espalda contra el mullido cabecero tapizado y dobló la rodilla izquierda. Luego asió el tobillo con ambas manos y lo levantó cuanto le permitía la pierna sin tambalearse y caer a un lado. Se puso las gafas de lectura para inspeccionar el pie con más detenimiento. La piel de los dedos era tersa y pálida. Los notó algo sensibles al tacto alrededor de las uñas y en la falange central, y parecía estar formándose una ampolla en la parte alta del talón, pero, habida cuenta de su edad y su mala forma física, se sintió discretamente orgulloso. Con la misma disposición, lenta pero concienzuda, pasó a inspeccionar el pie derecho.
—No está mal —concluyó.
Unas pocas tiritas, un buen desayuno y estaría listo para reanudar la marcha. Imaginó a la enfermera contándole a Queenie que él iría a verla, y que lo único que tenía que hacer era seguir viva. Veía sus facciones como si la tuviera sentada ante sí: los ojos oscuros, la boca de contorno nítido, el pelo negro y muy rizado. La imagen era tan vívida que se preguntó qué hacía todavía en la cama. Tenía que llegar a Berwick cuanto antes. Se acercó al borde del colchón y estiró el talón en dirección al suelo.
Sintió un calambre. Un dolor fulminante le atenazó la pantorrilla, como si pisara una corriente eléctrica. Intentó encoger la pierna y meterla de nuevo bajo la colcha, pero el dolor aumentó. ¿Qué se suponía que había que hacer en tales casos? ¿Estirar los dedos de los pies o flexionarlos? Se levantó cojeando y recorrió la alfombra de punta a punta, bailoteando entre alaridos con el rostro crispado de dolor. Maureen tenía razón. Suerte tendría si conseguía llegar a Dartmoor.
Apoyándose en el alféizar, Harold Fry se asomó a la ventana y contempló la carretera. Ya era hora punta, y los coches circulaban a toda velocidad en dirección a Kingsbridge. Pensó en su mujer, que estaría preparando el desayuno en el número 13 de Fossebridge Road, y se preguntó si no debería volver. Podía coger el móvil, meter unas cuantas cosas en una mochila, consultar el mapa AA de carreteras en internet y quizá encargar un equipo básico de excursionista. A lo mejor la guía que le habían regalado por su jubilación, y que nadie había hojeado siquiera, contenía alguna sugerencia útil. Pero planificar la ruta implicaría reflexión y espera, y él no tenía tiempo para lo uno ni lo otro. Además, Maureen no dudaría en poner voz a la verdad que él se esforzaba por olvidar. Los tiempos en que podía aspirar a que lo ayudara o le diera ánimos, o lo que quiera que fuese que seguía esperando de ella, habían pasado hacía mucho. Más allá de la ventana, el cielo se había teñido de un azul frágil, casi quebradizo, jaspeado de nubes ralas, y una cálida luz dorada bañaba los árboles cuyas ramas se mecían por la brisa, animándolo a seguir adelante.
Sabía que si volvía a casa en aquel momento, si tan sólo consultaba un mapa, jamás llegaría a Berwick. Se aseó rápidamente, se puso la camisa y la corbata y fue en pos del olor del beicon.
Estuvo rondando, indeciso, ante la puerta del comedor con la esperanza de que no hubiese nadie al otro lado. Maureen y él podían pasarse horas sin decir palabra, pero su presencia era como una pared: uno espera que siga en su sitio aunque no se la mire demasiado a menudo. Asió el pomo. Después de tantos años en la fábrica de cerveza, se avergonzaba de seguir resistiéndose a entrar en una habitación repleta de desconocidos.
Abrió la puerta, y, no bien lo hizo, fueron tantos los rostros que se volvieron para mirarlo que se quedó paralizado con la mano en el pomo. Había una familia joven vestida de manera informal, un par de señoras mayores, ambas de gris, y un hombre de negocios con un diario. En cuanto a las dos mesas libres, una ocupaba el centro de la habitación y la otra uno de sus extremos, junto a un helecho sobre un pedestal.
—¡Un día espléndido, por san Patricio! —saludó, sin saber por qué. No tenía una sola gota de sangre irlandesa, y aquélla era la clase de chascarrillo que su antiguo jefe, el señor Napier, acostumbraba soltar. No es que fuera más irlandés que Harold, pero le gustaba tomarle el pelo a la gente.
Los huéspedes del hotel coincidieron en que hacía un día espléndido y siguieron dando cuenta de sus desayunos ingleses. Allí de pie, Harold se sentía observado, pero al mismo tiempo le parecía de mala educación sentarse cuando nadie lo había invitado a hacerlo.
Una mujer con falda y blusa negras irrumpió en la estancia por una puerta de vaivén sobre la que un letrero plastificado rezaba: cocina, prohibido el paso. Llevaba el pelo castaño rojizo ahuecado de algún modo, como sólo saben hacer las mujeres. Maureen nunca había sido muy dada a usar el secador de pelo. «No tengo tiempo para esas tonterías», solía rezongar. La mujer sirvió huevos escalfados a las dos ancianas de gris y, volviéndose hacia él, preguntó:
—¿Desayuno completo, señor Fry?
Abochornado, Harold la reconoció de pronto como la mujer que lo había conducido hasta su habitación la noche anterior. La misma a quien, en un acceso de agotamiento y euforia, había contado que pretendía llegar caminando a Berwick. Esperaba que lo hubiese olvidado. Intentó contestar «Sí, gracias», pero ni siquiera se atrevió a mirarla, y lo que brotó de sus labios fue más bien un balbuceo ininteligible.
Ella señaló la mesa situada en el centro de la sala, justo la que él deseaba evitar, y mientras caminaba hacia allí se dio cuenta de que el extraño olor acre que lo había perseguido escaleras abajo hasta el comedor provenía de su propio cuerpo, no del beicon. Quiso volver corriendo a la habitación y lavarse a conciencia, pero hubiese quedado como un grosero, sobre todo ahora que la mujer lo había invitado a tomar asiento.
—¿Té, café? —preguntó.
—Sí, gracias.
—¿Ambos? —inquirió la camarera, mirándolo con gesto paciente.
Ahora Harold tenía un motivo más para preocuparse, pues aunque la camarera no hubiese notado su tufo ni recordara la conversación de la víspera, era probable que estuviera tomándolo por un anciano senil.
—Té, si es tan amable —repuso al fin.
Para alivio de Harold, la mujer asintió y desapareció tras la puerta de vaivén. El comedor quedó sumido en un breve silencio. Se ajustó la corbata y posó las manos sobre el regazo. Si se quedaba muy quieto, tal vez aquel olor acabara evaporándose.
Las dos ancianas de gris empezaron a hablar del tiempo, pero él no supo si se dirigían la una a la otra o a los demás huéspedes en general. No quería parecer esquivo, pero tampoco un fisgón que escucha las conversaciones ajenas, así que fingió hallarse absorto en sus pensamientos. Tras leer el letrero que había sobre la mesa, NO FUMAR, y luego el de la ventana, SE RUEGA A LOS SEÑORES HUÉSPEDES QUE SE ABSTENGAN DE USAR EL TELÉFONO MÓVIL, se preguntó qué habría ocurrido allí para que los propietarios se sintieran obligados a prohibir tantas cosas.
La camarera regresó con una tetera y leche. Harold dejó que lo sirviera.
—Por lo menos parece que tendrá usted buen tiempo —comentó la mujer.
Así que se acordaba. Harold tomó un sorbo de té y se escaldó. La camarera seguía apostada a su lado.
—¿Suele hacer estas cosas a menudo? —le preguntó.
Harold se percató de que en la estancia reinaba una tensa quietud, amplificada por la voz de la camarera. Miró fugazmente a los demás huéspedes, pero ninguno se movió. Incluso el helecho parecía contener el aliento en su maceta. Harold negó con un breve gesto. Deseaba que la camarera se fuera a atender a otro huésped, pero nadie parecía tener nada que hacer excepto mirarlo a él. De niño siempre había temido tanto llamar la atención que se movía con el sigilo de una sombra. Era capaz de quedarse contemplando a su madre mientras ésta se pintaba los labios u hojeaba una revista de viajes sin percatarse de su presencia.
—Qué nos queda si no podemos cometer alguna locura de vez en cuando, ¿verdad? —preguntó retóricamente la camarera. Acto seguido, le dio una palmadita en el hombro y desapareció tras la puerta de vaivén prohibida.
Harold sintió que se había convertido en objeto de todas las miradas, por más que se esforzaran en disimularlo. No podía ni posar la taza de té sin observar cada uno de sus movimientos como si se viera a sí mismo desde fuera, y el ruido que hizo la taza contra el platillo lo sobresaltó. Entretanto, el mal olor no sólo no disminuía, sino que iba en aumento. Se reprochó no haberse acordado de lavar los calcetines bajo el grifo la noche anterior, como hubiese hecho Maureen de haber estado en su lugar.
—Espero que no le moleste la pregunta —oyó decir a una de las ancianas, que se volvió para establecer contacto visual con él—. Mi amiga y yo nos preguntábamos qué se propone hacer.
Era una mujer alta y elegante, mayor que Harold. Llevaba una blusa sedosa y el pelo cano recogido en una trenza. Se preguntó si el cabello de Queenie habría perdido su color original. Si se lo habría dejado largo como aquella mujer o lo llevaría corto, igual que Maureen.
—¿Le parece terriblemente grosero por nuestra parte? —preguntó.
Harold le aseguró que en absoluto, pero para su horror volvió a instalarse un silencio sepulcral en la sala.
La segunda mujer era más rolliza, y llevaba un collar de perlas.
—Tenemos la nefasta costumbre de escuchar las conversaciones ajenas —confesó, y soltó una risita.
—No deberíamos hacerlo —reconocieron, dirigiéndose a los huéspedes en general. Tenían el mismo acento seco y engolado que la madre de Maureen. Sin darse cuenta, Harold entornó los ojos esforzándose por distinguir las vocales.
—Yo creo que se dispone a volar en globo aerostático —aventuró una de las ancianas.
—Pues yo digo que va a darse un chapuzón en el río —opinó la otra.
Todos los presentes miraban con gesto expectante a Harold, que respiró hondo. Si se oía a sí mismo diciéndolo unas cuantas veces, quizá llegara a sentirse como una persona capaz de convertir el dicho en hecho.
—Me he propuesto llegar caminando a Berwick-upon-Tweed —explicó.
—¿Berwick-upon-Tweed? —preguntó la más alta de las ancianas.
—Eso debe de estar a unos mil kilómetros de aquí —señaló su compañera.
Harold no tenía ni idea. Aún no se había atrevido a calcular la distancia.
—Sí —concedió—, aunque seguramente la distancia sea mayor si la intención es evitar la M5. —Alargó la mano hacia la taza de té, pero no llegó a cogerla.
El padre de familia del rincón cruzó una mirada con el hombre de negocios y frunció los labios en un amago de sonrisa. Harold hubiese preferido no verlo, pero lo vio. Y tenían razón, por descontado: lo que se disponía a hacer era absurdo. Los viejos deberían jubilarse y quedarse en casa.
—¿Lleva mucho tiempo entrenándose? —preguntó la anciana más alta.
El hombre de negocios dobló el diario y se quedó a la espera de la respuesta. Harold se preguntó si sería capaz de mentir, pero en el fondo sabía que no. Además, la amabilidad de las ancianas lo volvía todavía más digno de lástima, por lo que, en lugar de sentirse seguro de sí mismo, sólo alcanzaba a estar abochornado.
—No soy un excursionista. Ha sido más bien fruto de un impulso. Es algo que debo hacer por otra persona. Una amiga que tiene cáncer.
Los huéspedes más jóvenes lo miraron de hito en hito, como si hubiese empezado a hablar en una lengua desconocida.
—¿Se refiere a una marcha religiosa? —preguntó la señora rolliza en tono amable—. ¿Un peregrinaje?
Entonces se volvió hacia su amiga, que empezó a cantar a media voz «Miren bien estos ejemplos…». Su voz se elevó, prístina y segura, mientras su rostro enjuto se encendía. Una vez más, Harold no supo si cantaba para toda la sala o tan sólo para su amiga, pero interrumpirla hubiese sido de mala educación. Al terminar, la anciana sonrió. Harold le devolvió la sonrisa, aunque en su caso porque no sabía qué decir.
—¿Y sabe esa amiga lo que se dispone usted a hacer? —preguntó el padre de familia desde el otro extremo de la sala. Llevaba una camisa de manga corta con estampado hawaiano por la que asomaba el vello oscuro y rizado que le cubría pecho y brazos. Se reclinó hacia atrás con parsimonia, balanceándose sobre las patas traseras de la silla, algo que Maureen solía reprochar a David. Su escepticismo se percibía claramente desde la otra punta del comedor.
—Le dejé un mensaje por teléfono. También le envié una carta.
—¿Y ya está?
—No había tiempo para más.
El hombre de negocios lo miró fijamente con expresión cínica. Saltaba a la vista que no se lo creía.
—Hubo una vez dos jóvenes que partieron de la India —empezó la anciana rolliza—. Era una marcha por la paz, corría el año 1968. Se dirigieron a las potencias nucleares del momento, tomaron el té con los respectivos jefes de Estado y les pidieron que, si alguna vez se sentían tentados de apretar el botón rojo, antes de hacerlo pusieran a calentar agua y reflexionaran serenamente.
Su amiga asintió con brío.
De pronto hacía calor, el ambiente parecía viciado y Harold anhelaba respirar aire fresco. Acarició la corbata de arriba abajo como cerciorándose de su propia presencia, pero tuvo la sensación de que nada se hallaba en su sitio. «Es horriblemente alto», había dicho su tía May de él en cierta ocasión, como si se tratara de algo que uno pudiera corregir, como un grifo que gotea. Deseó no haber hablado con los huéspedes acerca de su viaje. Deseó que nadie hubiese mencionado la religión. No tenía el menor inconveniente en que los demás creyeran en Dios, pero era como estar en un lugar donde todos conocían una serie de normas menos él. Al fin y al cabo, lo había intentado en una ocasión, sin hallar ningún consuelo. Y ahora aquellas dos amables ancianas estaban hablando de los budistas y la paz mundial, algo con lo que él nada tenía que ver. Él era un jubilado que había salido de su casa con una carta.
—Hace mucho tiempo, esa amiga y yo trabajamos juntos —explicó—. Mi misión era asegurarme de que los pubs no dieran problemas. Ella estaba en el departamento de contabilidad. A veces visitábamos los pubs juntos, y luego la acercaba a su casa en coche. —El corazón le latía tan deprisa que se sintió indispuesto—. En aquel entonces me hizo un favor, y ahora se muere. No quiero que muera. Quiero que siga viviendo.
Hasta Harold se sorprendió de la desnudez de sus palabras, como si él mismo estuviera en cueros. Clavó la vista en su regazo y el silencio volvió a adueñarse de la sala. Ahora que la había evocado, deseaba retener la imagen de Queenie en su mente, pero la dolorosa conciencia de que los presentes lo escrutaban sin dar crédito a sus ojos pudo más y el recuerdo acabó por desvanecerse, igual que la mujer de carne y hueso tantos años atrás. Recordó fugazmente la silla vacía ante su escritorio, a sí mismo de pie junto a éste, esperándola, sin acabar de creer que se hubiese marchado para siempre. Ya no tenía apetito. Estaba a punto de salir a tomar el aire cuando la camarera irrumpió en el comedor con un desayuno inglés completo. Harold comió cuanto pudo, que no fue mucho. Cortó la loncha de beicon y la salchicha en trocitos, que alineó meticulosamente y tapó con el tenedor y el cuchillo, como solía hacer David. Y luego salió del comedor.
De vuelta en su habitación, intentó alisar las sábanas y la colcha de estampado floral, como habría hecho Maureen. Quería borrar todo rastro de su presencia. En el lavabo, se humedeció el pelo y se lo peinó a un lado con los dedos, y luego se pasó la uña del índice entre los dientes para eliminar los restos de comida. En el rostro que le devolvió el espejo vio a su padre. No era sólo el azul de los ojos, sino la disposición de la boca, un poco prominente, como si siempre almacenara algo bajo el labio inferior, y la ancha frente, sobre la que en tiempos caía un flequillo. Se acercó más al espejo, deseando poder distinguir también algún rasgo de su madre, pero, aparte de la estatura, ésta no le había dejado la menor huella de sí.
Harold era un hombre mayor. No un excursionista, y mucho menos un peregrino. ¿A quién pretendía engañar? Había pasado su vida adulta entre cuatro paredes. Su piel se estiraba como un inmenso entramado sobre tendones y huesos. Pensó en los kilómetros que lo separaban de Queenie y en Maureen recordándole que sólo caminaba de casa al coche y del coche a casa. También pensó en el tipo de la camisa hawaiana que se había reído de él, y en el escepticismo del hombre de negocios. Tenían razón. No sabía absolutamente nada de ejercicio físico, ni de mapas cartográficos, ni tan siquiera de espacios abiertos. Debería pagar la cuenta y coger un autobús de vuelta a casa. Cuando cerró la puerta de la habitación, fue como si se despidiera de algo que ni siquiera había llegado a empezar. Bajó sigilosamente hasta recepción, con pasos amortiguados por la moqueta.
Estaba guardándose de nuevo la cartera en el bolsillo trasero del pantalón cuando la puerta del comedor se abrió de forma brusca. Vio salir a la camarera, seguida por las dos ancianas de gris y el hombre de negocios.
—Creíamos que se había ido —dijo la camarera con la respiración algo agitada, alisándose el pelo cobrizo.
—Queríamos desearle buen viaje —añadió la anciana rolliza.
—Espero de corazón que lo consiga —terció su amiga alta.
El hombre de negocios le entregó una tarjeta de visita.
—Si llega hasta Hexham, venga a verme.
Se lo habían tomado en serio. Lo habían visto con sus náuticos, lo habían escuchado y habían decidido, de corazón, hacer caso omiso de las apariencias e imaginar algo más grande e infinitamente más hermoso que lo obvio. Recordando sus propias dudas, Harold se sintió sobrecogido.
—Qué amables son ustedes —dijo con un hilo de voz, y les estrechó la mano y les dio las gracias. La camarera rozó el rostro de Harold con el suyo y besó el aire por encima de su oreja.
Puede ser que, justo cuando Harold se daba la vuelta para marcharse, al hombre de negocios se le escapara un resoplido que era el preludio de la risa, o incluso que la reprimiera con una mueca, y también puede ser que del comedor se elevara una carcajada, seguida por un murmullo de risas ahogadas. Pero Harold no se detuvo a pensar en ello. Tal era su gratitud que los oyó y rio con ellos.
—Nos veremos en Hexham —prometió, y se despidió agitando la mano en un amplio ademán mientras se dirigía a la carretera con paso decidido.
A su espalda se extendía el mar gris plomizo, ante sí quedaba toda la tierra que lo separaba de Berwick, donde volvería a ver el mar. Había emprendido su viaje, y casi podía atisbar ya el final del mismo.