Lo bueno de los días soleados era que se veía el polvo acumulado y la colada se secaba casi antes que en la secadora. Maureen había encharcado, ahogado en lejía, frotado y aniquilado hasta el último organismo vivo que quedaba en las encimeras de la cocina. Tras lavar y tender las sábanas, las había planchado y había vuelto a hacer las camas, tanto la suya como la de Harold. Era un alivio no tenerlo en medio, estorbando. En los seis meses que llevaba jubilado apenas había salido de casa. Sin embargo, ahora que ya no le restaba nada por hacer, sintió una punzada de inquietud que devino en impaciencia. Llamó al móvil de Harold y oyó la melodía de una marimba procedente del piso de arriba. Escuchó su titubeante mensaje: «Has llamado al móvil de Harold Fry. Lo siento mucho pero… no está disponible». A juzgar por la larga pausa, se diría que estaba realmente buscándose a sí mismo.
Eran las cinco pasadas. Harold jamás hacía nada imprevisto. Hasta los ruidos habituales —el tictac del reloj del vestíbulo, el zumbido de la nevera— sonaban más fuertes de lo habitual. ¿Dónde se habría metido?
Maureen intentó distraerse con el crucigrama del Telegraph, pero no tardó en descubrir que su marido había rellenado todas las respuestas fáciles. Le sobrevino una idea terrible: lo imaginó tendido en la carretera con la boca abierta. Esas cosas pasaban. Gente que sufría infartos y a la que nadie encontraba hasta pasados varios días. O quizá hubiese llegado el momento de ver confirmado su secreto temor de que Harold desarrollara Alzheimer, como su padre, que había muerto antes de cumplir los sesenta. Se apresuró a coger las llaves del coche y los zapatos que usaba para conducir.
Y entonces se le ocurrió que seguramente estaría con Rex. Lo más probable era que estuvieran charlando del césped y el tiempo. Qué hombre, no tenía remedio. Volvió a dejar los zapatos en el recibidor y las llaves en su colgador.
Maureen entró sin hacer ruido en la habitación que, con los años, habían dado en llamar «la mejor». No podía estar en ella sin tener la sensación de que necesitaba una rebeca. En tiempos había albergado una mesa de comedor de caoba y cuatro sillas tapizadas, y allí habían cenado todas las noches, con una copa de vino. Pero de eso hacía veinte años. La mesa había desaparecido y en las estanterías había álbumes de fotos que nadie miraba.
—¿Dónde te has metido? —preguntó mirando la ventana.
Los visillos se interponían entre ella y el mundo exterior, privándolo de color y textura, algo de lo que se congratulaba. El sol empezaba a ponerse. Las farolas no tardarían en encenderse.
En cuanto sonó el teléfono, Maureen se precipitó hacia el recibidor y descolgó el auricular con brusquedad.
—¿Harold?
Hubo un denso silencio.
—Soy Rex, Maureen. El vecino de al lado.
Ella miró alrededor, impotente. Con la prisa por coger el teléfono, se había golpeado el pie con algo anguloso que Harold había dejado en el suelo.
—¿Va todo bien, Rex? ¿Has vuelto a quedarte sin leche?
—¿Está Harold?
—¿Harold? —No pudo evitar que se le aflautara la voz. Si no estaba con Rex, ¿dónde estaba?—. Sí, claro. —Aquel tono no era el habitual en ella. Sonaba altiva y humillada a un tiempo. Igualito que su madre.
—Es que me preocupaba que le hubiese podido pasar algo. No lo he visto volver de su paseo. Salió a echar una carta al buzón.
En la mente de Maureen se sucedieron a toda velocidad imágenes tremebundas, con ambulancias y policías, en que se veía sosteniendo la mano inerte de su marido. Quizá fuera una estupidez por su parte, pero era como si su cerebro escogiese el peor desenlace posible a fin de adelantarse al golpe y así mitigar sus efectos devastadores. Repitió que Harold estaba en casa, y luego, antes de que su vecino pudiera preguntar nada más, colgó. Acto seguido, se sintió fatal. Rex tenía setenta y cuatro años y estaba muy solo. Sólo pretendía ayudar. Iba a devolverle la llamada cuando él se le adelantó y el teléfono empezó a sonar en su mano.
—Buenas noches, Rex —dijo Maureen, recuperando el tono sereno.
—Soy yo.
—¿Harold? ¿Dónde estás? —chilló ella.
—En la B3196. Delante del pub de Loddiswell.
Para colmo, parecía contento.
Entre su casa y Loddiswell había unos buenos ocho kilómetros, por lo que dedujo que Harold no había tenido un infarto ni estaba tirado en una cuneta. Tampoco había olvidado quién era. Sintió más indignación que alivio. Entonces, un nuevo y terrible miedo se adueñó de ella:
—No habrás estado bebiendo, ¿verdad?
—Me he tomado una limonada, pero me siento estupendamente. Mejor que en años. He conocido a un tipo muy amable que vende antenas parabólicas. —Hizo una pausa, como si fuese a anunciarle algo sumamente importante—. He hecho una promesa, Maureen. Voy a ir hasta Berwick caminando.
—Caminando —repitió su mujer, creyendo haber oído mal—. ¿Hasta Berwick-upon-Tweed? ¿Tú?
—¡Sí, sí! —farfulló entre risas él, que al parecer encontraba divertido todo aquello.
Maureen tragó saliva. Notó que las piernas le flaqueaban y se le quebraba la voz.
—A ver si lo entiendo. ¿Vas a ir caminando hasta Berwick para ver a Queenie Hennessy?
—Voy a ir caminando para que no se muera. Voy a salvarla.
Le fallaron las rodillas, y tuvo que apoyarse en la pared para no perder el equilibrio.
—Creo que no. No puede salvarse a la gente del cáncer, Harold. A menos que seas cirujano. Y tú ni siquiera eres capaz de cortar el pan sin causar un estropicio. Es ridículo.
Una vez más, su marido rompió a reír, como si la persona de la que hablaban fuera un desconocido, no él mismo.
—Estuve charlando con una chica que trabaja en una gasolinera, fue ella quien me dio la idea. Salvó a su tía del cáncer porque creyó que podía hacerlo. También me enseñó cómo calentar una hamburguesa. Hasta me comí los pepinillos.
Sonaba muy seguro de sí mismo. Maureen no salía de su asombro. Sintió un conato de ira.
—Harold, tienes sesenta y cinco años. Sólo caminas del coche a casa y de casa al coche. Y por si no te has dado cuenta, te has dejado el móvil aquí. —Él intentó replicar, pero ella lo interrumpió—: ¿Y dónde se supone que vas a dormir?
—No lo sé. —La risa se había desvanecido y su voz sonaba destemplada—. Pero no basta con enviar una carta. Por favor. Necesito hacerlo, Maureen.
El modo como apeló a sus sentimientos, añadiendo su nombre al final, igual que un niño, como si ella tuviera la última palabra cuando era evidente que él ya había tomado la decisión, fue la gota que colmó el vaso. El conato de ira se convirtió en un estallido de cólera.
—Muy bien, Harold. Tú vete a Berwick, si eso quieres. Me gustaría verte llegar a Dartmoor. —Se oyeron unos pitidos. Maureen se aferró con fuerza al auricular, como si éste formara parte de su marido—. ¿Harold? ¿Sigues en el pub?
—No, estoy en una cabina. Huele que apesta. Creo que alguien se ha… —La llamada se cortó. Harold ya no estaba al otro lado.
Buscó a tientas la silla del vestíbulo y se desplomó en ella. El silencio era ahora más ensordecedor que si Harold nunca hubiese llamado; parecía engullir todo lo demás. No alcanzaba a oír el tictac del reloj del vestíbulo, ni el zumbido de la nevera, ni el trinar de los pájaros en el jardín. Las palabras «Harold», «hamburguesa», «caminando» bullían en su mente, y se les unieron otras dos: «Queenie Hennessy». Después de tantos años… El recuerdo de algo enterrado hacía mucho se agitó en lo más profundo de su ser.
Se quedó sentada mientras oscurecía y las luces de neón se proyectaban sobre las colinas, derramando estelas ambarinas en la noche.