Harold estaba a punto de alcanzar la cima de Fore Street. Había dejado atrás los antiguos almacenes Woolworths, ahora cerrados, el carnicero malvado («Le pega a su mujer», había dicho Maureen), el carnicero bueno («Su mujer lo abandonó»), la torre del reloj, la galería comercial conocida como The Shambles y las oficinas del South Hams Gazette hasta llegar al último comercio de la calle. A cada paso sentía tirones en las pantorrillas. A su espalda, el estuario relucía como una plancha de estaño al sol y las embarcaciones se habían convertido en motas blancas. Delante de la agencia de viajes hizo un alto para tomarse un descanso sin llamar la atención mientras fingía interesarse por las ofertas del escaparate. Bali, Nápoles, Estambul, Dubái. Su madre siempre hablaba en un tono tan soñador de escapar a tierras lejanas de vegetación tropical y mujeres con flores en el pelo que, desde niño, él desconfiaba instintivamente del mundo que no conocía. En eso no había cambiado tras casarse con Maureen y tener a David. Todos los años pasaban dos semanas en un complejo de vacaciones en Eastbourne. Tras respirar hondo varias veces para recuperar el resuello, siguió caminando hacia el norte.
Los comercios fueron dando paso a las viviendas, algunas de piedra gris rosácea, característica de Devon, otras pintadas o revestidas con losas de pizarra, seguidas de callejones sin salida donde se alzaban edificios de reciente construcción. Los magnolios empezaban a echar flores, delicadas estrellas blancas que destacaban sobre las ramas, tan desnudas que más parecían peladas. Ya era la una de la tarde. No llegaría a la recogida del mediodía. Se tomaría un tentempié para apaciguar el hambre y luego seguiría hasta la siguiente oficina de correos. Esperó una pausa en el tráfico y cruzó la calle en dirección a una gasolinera tras la que desaparecían las casas y los campos se adueñaban del paisaje.
Una joven bostezaba junto a la caja registradora. Sobre la camiseta y los pantalones lucía un delantal rojo con un pin que rezaba «Encantados de servirle». El pelo le colgaba a ambos lados en mechones grasientos por los que asomaban las orejas. Tenía el rostro lleno de pequeñas cicatrices y estaba tan pálida como si le hubiesen impedido salir a la calle durante mucho tiempo. Despegó los labios y permaneció de ese modo, boquiabierta. Por un momento, Harold temió que un mal aire la hubiera dejado así para siempre.
—¿Un tentempié? —dijo él—. ¿Algo para matar el gusanillo?
La chica parpadeó.
—Ah, se refiere a una hamburguesa. —Se dirigió con paso cansino a la nevera y le enseñó cómo calentarse en el microondas una «maxihamburguesa con queso sabor barbacoa», acompañada de patatas fritas.
—Dios mío —exclamó Harold mientras esperaban, observando por la puerta acristalada del horno cómo la hamburguesa daba vueltas en su envase—. No tenía ni idea de que pudiera pedirse una comida completa en una gasolinera.
La chica sacó la hamburguesa del microondas y le ofreció unas bolsitas de ketchup y salsa de carne.
—¿Va a repostar? —preguntó, limpiándose despacio unas manos pequeñas, como de niña.
—No, no, sólo estoy de paso. De hecho, he salido a dar un paseo.
—Ah.
—Voy a echar una carta al correo para una antigua conocida. Me temo que tiene cáncer. —Horrorizado, constató que había hecho una pausa antes de pronunciar la palabra y que incluso había bajado el tono. También constató que había cerrado los dedos de la mano en torno al pulgar.
—Mi tía tuvo cáncer —le confió la chica, asintiendo—. La verdad es que está por todas partes. —Recorrió con la mirada las estanterías de la tienda, como si insinuara que la enfermedad se ocultaba incluso entre los mapas de carretera AA y la cera abrillantadora Turtle Wax—. Pero sobre todo hay que ser positivos.
Harold dejó de comer y se limpió la boca con una servilleta de papel.
—¿Positivos?
—Hay que tener fe. No tiene nada que ver con la medicina ni nada de eso. Hay que creer que alguien puede curarse. Hay muchas cosas que todavía ignoramos de la mente humana, pero la fe mueve montañas.
Harold se quedó mirándola con los ojos como platos, sin salir de su asombro. No sabía cómo había ocurrido, pero la chica parecía alzarse en medio de un círculo luminoso, como si el sol se hubiese desplazado, y tanto su piel como su pelo despedían una claridad resplandeciente. Tal era la cara de pasmo de Harold que la joven se encogió de hombros y se mordió el labio inferior.
—¿Estoy diciendo tonterías?
—No, por Dios. En absoluto. Es muy interesante. Me temo que la religión nunca ha sido lo mío.
—No me refiero a una fe mística, sino más bien a confiar en lo que no conoces e ir a por todas. A creer que puedes cambiar las cosas —repuso ella, enroscándose una hebra de pelo alrededor del dedo.
Harold tuvo la sensación de que nunca había oído una certeza tan absoluta, que en boca de una persona tan joven sonaba incluso obvia.
—¿Y se curó, tu tía? ¿Gracias a que tú creíste que podía?
La chica tenía la hebra de pelo tan prieta en torno al dedo que Harold temió que no pudiera deshacer el ovillo.
—Me dijo que eso le dio esperanzas cuando todo lo demás falló.
—¿Hay alguien despachando? —gritó un hombre con traje de raya diplomática desde el mostrador, en el que golpeteaba con las llaves del coche como si marcara el ritmo del tiempo perdido.
La chica volvió a la caja, donde el hombre trajeado consultó su reloj con afectada exasperación, levantó la muñeca en el aire y señaló la esfera.
—Se supone que tengo que estar en Exeter dentro de treinta minutos.
—¿Va a repostar? —preguntó la chica, volviendo a ocupar su puesto delante de los paquetes de tabaco y los billetes de lotería. Harold buscó su mirada, pero la joven lo rehuyó. Había vuelto a convertirse en un ser anodino y vacío, como si la conversación sobre su tía nunca hubiese tenido lugar.
Dejó el dinero de la hamburguesa sobre el mostrador y se encaminó a la puerta. Fe, ¿era ésa la palabra que había empleado? No es que la oyera a menudo, y sin embargo, por extraño que pareciera —y aunque Harold no estaba seguro de saber a qué se refería con ese término y ni siquiera de que quedara algo en que seguir creyendo—, la palabra resonaba en su mente con desconcertante insistencia. A sus sesenta y cinco años empezaba a adivinar las dificultades a que se enfrentaría en el futuro. El incipiente anquilosamiento de las articulaciones, un zumbido sordo en los oídos, los ojos llorosos ante el más sutil cambio de dirección del viento, una punzada en el pecho que no auguraba nada bueno. Pero ¿qué era aquella súbita oleada de emoción cuya energía le hacía temblar? Dirigió sus pasos hacia la A381 y se prometió una vez más que se detendría en el siguiente buzón.
Kingsbridge iba quedando atrás. La carretera se estrechaba hasta convertirse en una vía de sentido único, y luego el arcén desaparecía por completo. Sobre su cabeza, las ramas de los árboles, repletas de nuevos brotes puntiagudos y botones en flor, se entrelazaban formando una techumbre vegetal, como un túnel. Más de una vez tuvo que empotrarse contra un arbusto espinoso para hurtar el cuerpo a los coches que pasaban. Vio conductores solitarios, a quienes suponía oficinistas por lo inexpresivo de su rostro, como si les hubiesen exprimido la alegría, y luego a mujeres que llevaban a sus hijos y que también parecían cansadas. Incluso las parejas de más edad, como Maureen y él, se le antojaban aquejadas de cierto hieratismo. Sintió el impulso de saludar a los vehículos que pasaban, aunque no lo hizo. Respiraba con dificultad por el esfuerzo de la caminata y no quería alarmar a nadie.
Había dejado el mar atrás. Ante él se sucedían colinas ondulantes y el contorno azul de Dartmoor. ¿Y más allá? Más allá quedaba la región de Blackdown Hills, las sierras de Mendip y Malvern, la cadena montañosa de los Peninos, los valles fluviales de Yorkshire Dales, la sierra de Cheviot y finalmente Berwick-upon-Tweed.
Pero justo allí, al otro lado de la carretera, había un buzón, y más adelante una cabina telefónica. El viaje de Harold había tocado a su fin.
Con paso abatido se dirigió hasta el buzón. Había visto tantos que había perdido la cuenta, incluidas dos furgonetas de Royal Mail y un mensajero en moto. Pensó en todas las cosas a que había renunciado a lo largo de su vida. Las breves sonrisas. Las invitaciones a tomar una cerveza. La gente con quien se cruzaba una y otra vez, en el aparcamiento de la fábrica de cerveza o en la calle, sin levantar la cabeza. Los vecinos que se habían mudado y cuyas nuevas direcciones no había conservado. Peor aún: el hijo que no le dirigía la palabra y la esposa a la que había traicionado. Recordó a su padre en la residencia de ancianos, y la maleta de su madre junto a la puerta. Y de pronto reaparecía en su vida una mujer que veinte años atrás había demostrado ser su amiga. ¿Se suponía que así sucedían las cosas? ¿Que justo cuando se disponía a hacer algo, resultaba que era demasiado tarde? ¿Que antes o después había que renunciar a todos los fragmentos de una vida, como si no significaran nada en su conjunto? La súbita noción de su propia impotencia le pesaba tanto que se sintió débil. Mandar una carta no bastaba. Tenía que haber un modo de cambiar las cosas. Se llevó la mano al bolsillo en busca del móvil, y sólo entonces reparó en que lo había dejado en casa. Con paso tambaleante y el rostro desencajado por la pena, avanzó e invadió la calzada inadvertidamente.
Una furgoneta frenó en seco, y tras sortearlo siguió adelante sin detenerse.
—¡Serás imbécil! —gritó el conductor.
Harold apenas lo oyó. Igual que apenas vio el buzón. Antes de que la puerta de la cabina telefónica se cerrara tras él, ya tenía la carta de Queenie en las manos.
Buscó la dirección y el número de teléfono, pero le temblaban tanto los dedos que apenas acertó a pulsar las teclas para introducir el número secreto de su tarjeta. Esperó a oír la señal en medio de un silencio denso y pesado. Una gota de sudor se deslizó entre sus omóplatos.
El teléfono sonó diez veces hasta que por fin una voz con marcado acento contestó:
—Residencia Saint Bernadine, buenas tardes.
—Me gustaría hablar con una de sus pacientes, por favor. Se llama Queenie Hennessy. —Hubo un silencio—. Es muy urgente —añadió—. Necesito saber si se encuentra bien.
Al parecerle que su interlocutora soltaba un largo suspiro, un escalofrío le recorrió el espinazo. Queenie estaba muerta; había llegado demasiado tarde. Se mordió un nudillo.
—Me temo que la señorita Hennessy está durmiendo —repuso la mujer por fin—. ¿Quiere dejar algún recado?
Las escurridizas sombras de un puñado de nubecillas se perseguían sobre los campos. Una luz neblinosa coronaba las colinas lejanas, fruto no del atardecer sino de la distancia. Harold imaginó a Queenie dormitando en un extremo de Inglaterra mientras él la telefoneaba desde una cabina en el otro extremo, una lejanía repleta de cosas que no comprendía y apenas alcanzaba a imaginar: carreteras, campos, ríos, bosques, páramos rocosos, cumbres y valles, y gente, mucha gente. Personas con quienes se cruzaría y a las que dejaría atrás. No hubo amago de reflexión, ningún razonamiento. La decisión llegó con la idea. Le daban ganas de reír de lo sencillo que había resultado.
—Dígale que Harold Fry va de camino. Lo único que tiene que hacer es esperarme. Porque voy a salvarla, ¿sabe? Yo seguiré andando y ella tiene que seguir viviendo. ¿Se lo dirá de mi parte?
La mujer asintió y preguntó si deseaba algo más. ¿Conocía los horarios de visita, por ejemplo? ¿Las restricciones respecto al aparcamiento?
—No voy en coche, sino a pie —aclaró él—. Quiero que viva.
—Lo siento, ¿ha dicho algo de un coche?
—Voy a ir caminando desde el sur de Devon hasta Berwick-upon-Tweed.
La mujer emitió un suspiro de exasperación.
—Le oigo muy mal, ¿adónde dice que va?
—¡Que voy caminando!
—Entiendo —replicó ella despacio, como si estuviera apuntándolo con un bolígrafo—. Caminando. Se lo diré. ¿Le digo algo más?
—Salgo hacia allí ahora mismo. Mientras yo siga caminando, ella debe continuar viviendo. Por favor, dígale que esta vez no le fallaré.
Cuando colgó y salió de la cabina, el corazón le latía tan deprisa que parecía a punto de estallarle. Con dedos temblorosos, despegó la solapa de su propio sobre y sacó la carta que había escrito. Apoyando el papel en el cristal de la cabina, garabateó una posdata: «Espérame. H.» Luego echó la carta al buzón sin que le doliera deshacerse de ella.
Se quedó mirando la carretera que serpenteaba ante sus ojos, así como el muro infranqueable de Dartmoor, y luego bajó la vista hasta sus mocasines náuticos. Se preguntó qué demonios acababa de hacer.
Por encima de su cabeza, una gaviota batió las alas y emitió un graznido que a Harold se le antojó una carcajada.