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Harold y la carta

La carta que habría de cambiarlo todo llegó un martes. Era una mañana cualquiera de mediados de abril, olía a ropa limpia y césped recién cortado. Harold Fry se había afeitado, se había puesto una camisa y una corbata limpias y se había sentado a la mesa de la cocina, delante de una tostada que aún no había probado. Miraba por la ventana, hacia el césped que albergaba el tendedero plegable de Maureen y que las cercas de madera de los vecinos delimitaban por tres lados.

—¡Harold! —llamó Maureen, gritando para sobreponerse al ruido de la aspiradora—. ¡El cartero!

Harold pensó que le vendría bien salir, pero lo único que quedaba por hacer fuera era cortar el césped, lo que ya había hecho la víspera. La aspiradora dio unos tumbos y enmudeció, y entonces apareció su mujer con cara de pocos amigos y una carta. Se sentó frente a él.

Maureen era una mujer menuda, de pelo corto canoso y andares resueltos. Al poco de conocerla, nada complacía más a Harold que hacerla reír, ver cómo su intachable compostura se desmoronaba, convertida en indisciplinada alegría.

—Es para ti —anunció.

Él no entendió a qué se refería hasta que su esposa deslizó la carta sobre la mesa, deteniéndose justo antes de topar con su codo. Ambos se quedaron mirando el sobre como si nunca hubiesen visto nada igual. Era de color rosa.

—El matasellos es de Berwick-upon-Tweed —observó Maureen.

Harold no tenía ningún conocido en Berwick. A decir verdad, no tenía demasiados conocidos en ninguna parte.

—Tal vez sea un error.

—Creo que no. Los matasellos no son algo que se preste a error. —Maureen cogió una tostada de la rejilla. Le gustaban frías y crujientes.

Harold observó el misterioso sobre. El tono rosa no era el mismo que el del cuarto de baño del dormitorio, ni de las toallas a juego, ni de la afelpada funda de la tapa del váter, todo de un rosa intenso que hacía que se sintiera fuera de lugar. Aquél, en cambio, era un tono delicado, como de gominola. Alguien había escrito en él su nombre y dirección con letras torpes que se derrumbaban unas sobre otras, como garabateadas aprisa por un niño: «Sr. H. Fry, 13 Fossebridge Road, Kingsbridge, South Hams». No reconoció la caligrafía.

—¿Y bien? —inquirió Maureen al tiempo que le tendía un cuchillo. Él lo introdujo en la esquina del sobre y lo deslizó a lo largo del pliegue—. Cuidado —le advirtió.

Harold se sintió observado por ella mientras sacaba la carta y se ajustaba las gafas de lectura. Estaba escrita a máquina y la dirección del remitente le resultaba desconocida: Residencia para enfermos terminales St. Bernadine. «Querido Harold: Puede que esto te sorprenda». Sus ojos bajaron rápidamente hasta el final de la página.

—¿Y bien? —insistió Maureen.

—Santo cielo. Es de Queenie Hennessy.

—¿Queenie qué? —inquirió ella, cogiendo mantequilla con el cuchillo y esparciéndola en la tostada.

—Trabajaba en la fábrica de cerveza. Hace años. ¿No te acuerdas?

Maureen se encogió de hombros.

—No veo por qué debería hacerlo. ¿Cómo quieres que recuerde algo de hace tanto tiempo? ¿Me pasas la mermelada de fresa?

—Trabajaba en contabilidad. Era muy buena.

—Ésa es la de naranja, Harold. La de fresa es roja. Si miraras las cosas antes de cogerlas, todo sería más fácil.

Él se la pasó y se centró de nuevo en la carta. Estaba primorosamente escrita a máquina, claro. Nada que ver con la caligrafía embrollada del sobre. Sonrió para sus adentros al recordar que no podía esperarse menos de Queenie. Todo lo hacía con tal pulcritud que era imposible ponerle pegas.

—Ella sí se acuerda de ti. Te manda saludos.

—He oído en la radio que los franceses nos van a dejar sin pan —dijo Maureen haciendo una mueca—. Allí no lo venden cortado en rebanadas, así que vienen aquí y agotan las existencias. El hombre ha dicho que en verano podría haber escasez. —Hizo una pausa—. Harold, ¿te pasa algo?

Él no respondió. Con los labios entreabiertos y el rostro como la cera, se enderezó en la silla. Cuando por fin habló, su voz sonó débil y lejana:

—Tiene cáncer. Queenie me escribe para despedirse. —Buscó ansiosamente las palabras para proseguir, en vano. Sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se sonó—. Yo… esto… Dios mío. —Los ojos se le humedecieron.

Pasaron unos instantes, quizá minutos. Maureen tragó sonoramente y luego dijo:

—Lo siento.

Él asintió. Debería levantar la vista, pero no podía.

—Hace buen día —comentó ella—. ¿Por qué no sacas fuera las sillas del jardín?

Pero Harold permaneció sentado, inmóvil, mudo, hasta que su mujer recogió la mesa. Al poco, la aspiradora arrancaba de nuevo en el vestíbulo.

Se sentía anonadado. Temía mover una sola extremidad, un solo músculo, no fuera a desatarse el alud de sentimientos que se esforzaba por mantener a raya. ¿Por qué había dejado que pasaran veinte años sin buscar a Queenie Hennessy? Le vino a la mente una imagen de aquella mujer menuda de pelo oscuro con quien había trabajado tanto tiempo atrás, y le pareció inconcebible que tuviera… ¿qué, sesenta años? Y que estuviera muriéndose de cáncer en Berwick. Nada menos que en Berwick. Él nunca había estado tan al norte. Miró al jardín y vio una cinta de plástico atrapada en el seto de laurel, aleteando arriba y abajo sin poder liberarse. Se metió la carta en el bolsillo, le dio dos palmaditas para asegurarse de que quedaba a buen recaudo y se levantó.

Arriba, Maureen cerró la puerta de la habitación de David sin hacer ruido y se quedó quieta unos instantes, impregnándose de su presencia. Abrió las cortinas azules que corría todas las noches y comprobó que no hubiera polvo en el alféizar, allí donde tocaban los bajos de los visillos bordados. Limpió el marco plateado del retrato de David en Cambridge y la fotografía en blanco y negro que había junto a éste, de cuando era bebé. Conservaba la habitación limpia porque esperaba que volviera a casa en cualquier momento. Una parte de sí misma siempre estaba esperándolo. Los hombres no tenían ni idea de lo que suponía ser madre. El dolor de querer a un hijo, incluso después de que éste se marchara. Pensó en Harold, que estaba abajo con su carta de color rosa, y deseó poder hablar con el hijo de ambos. Salió de la habitación tan sigilosamente como había entrado y fue a cambiar las sábanas.

Harold Fry cogió varias hojas de papel Basildon Bond del cajón del tocador y uno de los bolígrafos de Maureen. ¿Qué se le decía a una mujer moribunda? Quería que supiera lo mucho que lo lamentaba, pero no podía darle su más sentido pésame, como se ponía en las tarjetas que se enviaban tras el fatal desenlace, por así decirlo. Además, sonaba distante y formal, como si en el fondo no te importara. Probó con un «Querida señorita Hennessy, espero de corazón que su estado de salud mejore», pero cuando dejó el bolígrafo para releer la frase, le pareció forzada e inverosímil a un tiempo. Hizo una bola con el papel y volvió a intentarlo. Expresarse nunca se le había dado bien. Lo que sentía era tan intenso que le resultaba difícil plasmarlo en palabras, y aunque las encontrara difícilmente las consideraría adecuadas para dirigirse a alguien a quien no había visto en veinte años. De haber estado en su lugar, Queenie sí habría sabido qué hacer.

—¿Harold? —La voz de su mujer lo pilló desprevenido. La hacía arriba, sacándole brillo a algo, o hablando con David. Llevaba puestos los guantes de goma.

—Estoy contestando a Queenie.

—¿Contestando? —Ella solía repetir sus palabras.

—Sí. ¿Te gustaría firmar?

—No, creo que no. No me parece correcto firmar una carta dirigida a una completa desconocida.

Había llegado el momento de olvidarse de filigranas retóricas. Tendría que limitarse a pensar en lo que quería expresar: «Querida Queenie, gracias por tu carta. Lo siento muchísimo. Un abrazo Un saludo, Harold (Fry).» Sonaba insulsa, pero era mejor que nada. Metió la carta en un sobre, lo cerró deprisa y copió la dirección de la residencia St. Bernadine. Se escaparía un momento para echarlo al buzón.

Eran las once pasadas. Cogió la cazadora impermeable de la percha en que a Maureen le gustaba verla colgada. Ya en la puerta, el aire cálido y salado invadió sus fosas nasales, pero, antes de que sacara el pie izquierdo fuera, su mujer apareció junto a él.

—¿Vas a tardar?

—Sólo voy al cabo de la calle.

Ella lo miró con aquellos ojos verde musgo, alzando ligeramente su delicado mentón, y Harold deseó saber qué decirle, pero no lo sabía. O por lo menos no de un modo que pudiera cambiar algo. Anhelaba tocarla como en los viejos tiempos, inclinar la cabeza y apoyarla en su hombro.

—Hasta ahora, Maureen.

Cerró la puerta de la calle entre ambos, tomando la precaución de no dar un portazo.

Construidas en una colina que se elevaba sobre Kingsbridge, las casas de Fossebridge Road disfrutaban de lo que los agentes inmobiliarios llamaban una ubicación privilegiada, con amplias vistas de la población y los campos aledaños. No obstante, los jardines delanteros de las casas ocupaban un terreno de pendiente muy pronunciada que llegaba hasta la acera, y las plantas se encaramaban a los tutores de bambú como si les fuera la vida en ello. Harold bajó a zancadas la cuesta asfaltada, más deprisa de lo que hubiese deseado, pese a lo cual se percató de que habían brotado cinco nuevos dientes de león. A lo mejor aquella tarde aprovechaba para echarles herbicida. Al menos algo haría.

Al verlo, el vecino de al lado lo saludó y se asomó a la cerca que separaba las dos viviendas. Rex era un hombre de baja estatura compuesto por dos pies de aspecto impoluto abajo, una cabeza pequeña arriba y un cuerpo sumamente rechoncho en medio, lo que hacía temer a Harold que, si alguna vez caía, no habría manera de pararlo: rodaría colina abajo como un barril. Rex había enviudado seis meses atrás, coincidiendo aproximadamente con la jubilación de Harold. Desde la muerte de Elizabeth, le gustaba hablar de lo dura que era la vida. Largo y tendido. «Lo menos que puedes hacer es escucharlo», le señalaba Maureen, aunque Harold no sabía a ciencia cierta si su mujer empleaba la segunda persona del singular en sentido genérico o refiriéndose a él en concreto.

—¿De paseo? —preguntó Rex.

—¿Alguna carta que echar al buzón, vecino? —repuso Harold forzando un tono jocoso con la esperanza de darle a entender que no podía detenerse.

—Nadie me escribe. Desde que Elizabeth murió sólo recibo circulares.

Rex miró a lo lejos y Harold adivinó al instante qué rumbo iba a tomar la conversación. Alzó la vista con gesto evasivo. Unas pocas nubecillas salpicaban un cielo que parecía de papel de seda.

—Un día espléndido.

—Sí, espléndido —concedió Rex. Hubo una pausa, que éste llenó con un suspiro—. A Elizabeth le gustaban los días soleados.

Otro silencio.

—Hace buen tiempo para cortar el césped, Rex.

—Desde luego, Harold. ¿Haces abono con el césped cortado o lo usas como mantillo?

—El mantillo se me pega a las suelas de los zapatos. A Maureen no le gusta que entre en casa con los pies sucios. —Harold miró de reojo sus propios mocasines náuticos y se preguntó por qué se ponía la gente aquella clase de calzado si no tenía la menor intención de navegar—. Bueno, será mejor que siga adelante. A ver si llego a tiempo para la recogida del mediodía. —Agitando el sobre a modo de despedida, se volvió hacia la acera.

Por primera vez en su vida, se llevó un chasco al comprobar que el buzón aparecía delante de sus ojos antes de lo esperado. Intentó cruzar la calle para esquivarlo, pero allí estaba, aguardándolo en la esquina de Fossebridge Road. Acercó la carta a la ranura, pero se detuvo antes de echarla. Se volvió para contemplar la corta distancia que sus pies habían recorrido.

Las casas unifamiliares se sucedían, enyesadas y pintadas en distintos tonos de amarillo, salmón y azul. Algunas aún conservaban los tejados puntiagudos de los años cincuenta y los arcos decorativos, mientras que en otras se habían levantado buhardillas con tejados de pizarra. Una de aquellas casas se había reconstruido desde los cimientos al estilo de los chalets suizos. Harold y Maureen se habían mudado allí cuarenta años atrás, al poco de casarse. Él había tenido que echar mano de todos sus ahorros para pagar la entrada, por lo que no había sobrado ni un céntimo para cortinas o muebles. Habían vivido apartados de los demás, y a lo largo de los años los vecinos habían ido cambiando, sólo ellos habían permanecido. En tiempos tuvieron un huerto y un estanque ornamental. Todos los años, en verano, ella preparaba verduras en conserva y David daba de comer a los peces de colores del estanque. Detrás de la casa hubo un cobertizo que olía a fertilizante, con ganchos altos para colgar las herramientas y los rollos de cuerda y bramante. Pero todo eso había desaparecido hacía mucho. Incluso la escuela de su hijo, que quedaba a tiro de piedra de la ventana de su dormitorio, había sido demolida y sustituida por cincuenta viviendas de bajo coste pintadas en intensos colores primarios y un sistema de alumbrado público que imitaba las farolas de gas georgianas.

Harold pensó en lo que le había escrito a Queenie, y le pareció tan inadecuado que se avergonzó. Imaginó que volvía a casa, que Maureen hablaba con David y que la vida transcurría exactamente igual, a no ser porque Queenie se moría en Berwick, y se sintió abrumado. El sobre descansaba en la oscura boca del buzón. No podía soltarlo.

—Al fin y al cabo —se dijo en voz alta, por más que nadie lo escuchara—, hace buen día.

No tenía nada mejor que hacer; nada le impedía caminar hasta el siguiente buzón. Dobló la esquina de Fossebridge Road sin darse tiempo a cambiar de opinión.

No era propio de Harold decidir así, sobre la marcha. Lo sabía. Desde que se había jubilado, los días pasaban sin pena ni gloria. Lo único que cambiaba a ojos vistas era su cintura, cada vez más ancha, y su pelo, cada vez más ralo. Le costaba dormir por las noches, y a veces ni siquiera llegaba a conciliar el sueño. Sin embargo, cuando de nuevo llegó antes de lo previsto al siguiente buzón, se detuvo otra vez. Había empezado algo, y aunque no sabría decir qué era, ahora que estaba en ello no le apetecía parar. Tenía la frente perlada de sudor; la sangre le bullía de pura expectación. Si llevaba la carta hasta la oficina de correos de Fore Street, seguro que llegaba a su destino al día siguiente.

Recorrió sin apresurarse las avenidas flanqueadas por viviendas de reciente construcción, notando el tibio sol en la nuca y los hombros. Iba mirando de reojo las ventanas, a veces desiertas pero desde las que otras veces alguien le devolvía la mirada, y entonces se sentía obligado a apretar el paso. Aquí y allá, sus ojos se topaban con un objeto inesperado: una figurilla de porcelana, un jarrón o incluso una tuba. Delicadas piezas de sí mismos que los habitantes de las casas enarbolaban como estandartes frente al mundo exterior. Trató de imaginar qué deduciría un transeúnte acerca de Maureen y de él al contemplar las ventanas del número 13 de Fossebridge Road, y llegó a la conclusión de que no mucho, a causa de los visillos. Se encaminó al muelle, notando calambres en los muslos.

La marea estaba baja y los botes descascarillados parecían dormitar en un paisaje lunar de fango negro. Harold se acercó renqueando a un banco desierto, sacó la carta de Queenie del bolsillo y la desdobló.

Se acordaba de él. Después de tantos años. Sin embargo, él había seguido con su vulgar existencia como si nada de lo que ella había hecho tuviera el menor significado. No había intentado detenerla. Ni ido tras ella. Ni siquiera se había despedido. Cielo y acera se fundieron en sus ojos empañados. Luego, a través de las lágrimas, distinguió la silueta borrosa de una mujer joven y su hijo. Parecían sujetar sendos cucuruchos de helado, como si de antorchas se trataran. La mujer cogió al niño en brazos y lo sentó al otro extremo del banco.

—Un día precioso —comentó Harold, pues no quería que lo tomaran por un viejo lloroso.

La mujer no levantó la vista ni asintió. Inclinándose para acercar el rostro a la mano del niño, lamió su helado, trazando con la lengua un leve cerco, para impedir que se le derramara. El chico observaba a su madre, tan inmóvil y cercano a ésta que su cara casi parecía formar parte de la de ella.

Harold se preguntó si se habría sentado alguna vez frente al muelle a comer un helado con David. Estaba seguro de que sí, por más que al tratar de evocar el recuerdo se le resistiera. Debía seguir adelante. Tenía que echar la carta.

Fuera del Old Creek Inn, un grupo de oficinistas reía mientras bebían cerveza, pero apenas se fijó en ellos. Cuando enfiló la empinada cuesta de Fore Street, pensó en aquella madre, tan pendiente de su hijo que no veía a nadie más. Se le ocurrió que siempre había sido Maureen quien hablaba con David y le contaba las novedades. Siempre había sido ella la que firmaba por él («Papá») las cartas y tarjetas de felicitación, incluso quien había buscado la residencia de ancianos para el padre de Harold. Mientras pulsaba el botón del semáforo, no pudo sino preguntarse: si ella lo suplía a todos los efectos, entonces ¿quién era él?

Pasó por delante de la oficina de correos sin detenerse siquiera.