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De dónde vienen las ideas

Tenía dieciséis años cuando la novia de mi hermano mayor (hoy su esposa) me insistió en que leyera la Trilogía de Fundación[15], de Isaac Asimov. Habían pasado años desde la última vez que leí ciencia-ficción de forma continuada, pero estos libros me cautivaron de tal manera que no sólo quise leer más ciencia-ficción, sino también escribirla. Por entonces suponía que para escribir ciencia-ficción tenías que tener una idea futurista. Mi hermano mayor, Bill, estaba en el ejército y acaba de volver de un periodo de servicio en Corea, con lo que tenía el tema en la cabeza.

Un día en que mi padre me llevaba a la escuela a través de las tierras bajas del río Provo, en Utah, empecé a imaginarme qué clase de juegos bélicos habría que desarrollar para entrenar a soldados que combatieran en el espacio. Sería inútil hacer entrenamientos sobre el suelo, porque no prepararían para los combates en el entorno tridimensional del espacio, sin gravedad. Ni siquiera tendría sentido entrenarse en aviones, puesto que todavía existe una orientación horizontal al volar dentro de una atmósfera: ir directamente arriba y directamente abajo es muy diferente a ir en línea recta sin referencias.

Así que el único lugar en el que los soldados podrían entrenarse para pensar y moverse fácil y naturalmente en un combate espacial sería fuera del campo gravitacional de cualquier planeta. No podría ser en el espacio abierto: así se perderían demasiados reclutas, que escaparían a la deriva durante el juego. Así que tendría que ser una gigantesca sala con un entorno ingrávido, con obstáculos que cambiarían después de cada práctica, de forma que los reclutas pudieran simular una pelea entre naves espaciales o entre las ruinas de una batalla.

Imaginé que podrían jugar con pequeños dispositivos láser, vistiendo armaduras corporales que servirían para un doble propósito: protegerles contra el daño en los choques durante las falsas batallas, y también anotar electrónicamente cuando alguien consiguiera un impacto. Ante una herida en la pierna, ésta quedaría inmovilizada; un acierto en la cabeza o el cuerpo congelaría toda la armadura. Pero el supuesto cadáver seguiría a la deriva en la batalla, como un obstáculo adicional o un posible parapeto.

Era 1968. No me puse a escribir la historia «El juego de Ender» hasta 1975. Porque la sala de batalla no era una historia, era sólo una imagen. Tampoco un escenario completo, puesto que los soldados que se entrenaran allí no permanecerían en el lugar 24 horas al día. Era necesario construir todo un universo alrededor de la sala de batalla, y yo era demasiado joven e inexperto para responder a las preguntas que tenía que hacerme.

Me las planteé más tarde, en 1975. ¿Quién era el enemigo para el que se les preparaban a combatir? ¿Otros humanos? No, alienígenas… y alienígenas de manual. Monstruos de ojos saltones. Nuestras peores pesadillas, pero en el mundo real. ¿Y quiénes eran los reclutas? No soldados, decidí, sino más bien gente que se entrenaba para pilotar naves espaciales en la batalla. La clave no era aprender a luchar cuerpo a cuerpo, sino más bien cómo moverse de forma rápida y eficiente, cómo planificar, cómo dar y obedecer órdenes, y por encima de todo, cómo pensar tridimensionalmente.

Y entonces me hice la pregunta que supuso toda la diferencia. Sabía que, habiéndome perdido con gran placer los combates de Vietnam, no tenía la experiencia necesaria sobre la vida de los hombres en la batalla. Pero… ¿y si no fueran hombres? ¿Y si fueran niños? ¿Y si las naves que pilotaran estuvieran de hecho a miles de millones de kilómetros, y los chicos pensaran que estaban jugando?

Ahora tenía un mundo: humanos combatiendo contra invasores alienígenas, con niños a los mandos de la flota. Quedaba mucho trabajo por delante, pero era sencillo llegar a mi personaje principal, el chaval cuyo genio en el combate tridimensional le convertía en la elección ideal para dirigir la flota humana.

Dense cuenta, sin embargo, de que yo no tenía ni la semilla de una buena historia de ciencia-ficción hasta que conseguí una idea clara del mundo en el que se desarrollaba la trama.

Lo mismo puede decirse de la fantasía. Otro ejemplo personal.

Me gusta dibujar mapas. Es lo que garabateo cuando habla otra gente, dibujo líneas costeras y les pongo montañas, ríos, ciudades, fronteras nacionales. Entonces, si el mapa resultante me interesa, empiezo a recopilar más información: qué países hablan el mismo lenguaje, cómo ha sido su historia, qué naciones prosperan, cuáles decaen.

En 1976 estaba en el reparto de una comedia musical que se representaría en Salt Lake City. Ensayábamos en un viejo edificio del centro que estaba previsto demoler para dejar sitio al nuevo centro comercial. En una esquina de la zona de ensayo había un montón de basura: sillas rotas, estantes torcidos, cosas totalmente inútiles. Pero en medio de los desechos encontré una resma de papel cebolla de gran tamaño, mayor del normal. ¡No podía desperdiciar un papel así! Así que me lo llevé a casa.

Avancemos a 1979. Vivo en una casa de Sandy, Utah, y trabajo en el primer boceto de mi novela Saints. También estoy inmerso en una dieta radical con la que perderé como un millón de kilos. Mi esposa y mi hijo están en Orem, Utah, viviendo con los padres de ella mientras se recupera de un aborto natural; yo no puedo hacerlo porque debo cumplir con una fecha de entrega. Así que estoy solo, cansado y hambriento.

Una noche, exhausto de tanto escribir, vagabundeaba por la casa cuando me encontré la resma de papel descomunal, guardada durante todos esos años pero nunca usada. Tomé unas pocas hojas y volví arriba. La tele seguía encendida, me tumbé en la cama, puse una hoja sobre un cuaderno, y empecé a esbozar un mapa mientras escuchaba primero las noticias del Canal 2 y luego el programa de Johnny Carson.

Por una vez garabateé un tipo distinto de mapa. Después de todo, este papel reclamaba algo especial, y estaba cansado de costas y continentes. Tracé la curva de un río, y en lugar de puntos para representar ciudades, empecé a dibujar pequeñas plazas y rectángulos para los edificios, con los huecos entre ellos como calles. Líneas más gruesas representaban los muros de un castillo; otras mayores aún eran las murallas de la ciudad. Y puse puertas en ellas.

Pocas noches después, el mapa estaba acabado. Era el momento de darle nombre. Había colocado unos pocos lugares de significación religiosa; la puerta que se abría hacia la zona del principal templo era la «Puerta de Dios». La situada junto al área comercial se llama la «Puerta de los Burros», porque ésas eran las bestias de carga empleadas por los mercaderes. Una puerta junto a la ribera, al comienzo de la calle principal que cruzaba la ciudad, era la «Puerta del Rey»; otra junto a los establos de fuera de la ciudad y con acceso directo al Gran Mercado era la «Puerta de los Tenderos».

Entonces se me ocurrió la idea de que se conseguiría un determinado tipo de permiso de acceso para unas ciertas áreas y actividades de la ciudad dependiendo de la puerta por la que se entrara. Según la puerta por la que se entre se tendrá acceso a una ciudad completamente distinta. Si se llega como peregrino por la Puerta de Dios no se abandona el área del templo. Entra como un tendero y podrás recorrer el mercado, pero no acercarte a la zona de comercio.

Una vez definido esto, llamé sin tapujos a la puerta cercana a la parte más pobre de la ciudad, con cientos de casas diminutas, la «Puerta de la Meada», puesto que quienes entraran por ahí sólo dispondrían de un pase de tres días para buscar un trabajo; si seguían en la ciudad después serían encarcelados, muertos o vendidos como esclavos. Una forma desesperada de acceder a la ciudad.

Pero no la más desesperada. Puesto que quedaba una puerta que, al dibujarla, había dejado accidentalmente sin hueco entre las dos torres que la guardaban. Incluso después de rediseñar ligeramente las torres no había espacio entre ellas. Hasta que recurriera a un corrector líquido, esa entrada a la ciudad quedaba inutilizada.

Salvo que creo que, en lo que respecta a la creación de historias —y dibujar mapas de lugares imaginarios es una clase de creación de historias—, los errores con frecuencia dan pie a las mejores ideas. Después de todo, un error no está planeado. No es probable que se convierta en un tópico. Todo lo que hace falta es pensar el motivo por el que ese error no es tal, y se podrá conseguir algo nuevo y maravilloso, algo que estimule una historia sobre la que nunca había pensado de esa forma. Así que pensé: ¿y si esa puerta hubiera estado cerrada desde siempre? Dibujé casas a ambos lados de la puerta. Eso explicaba por qué no había espacio entre las torres.

Después, una vez que había dado nombre a todas las puertas, debía preguntarme la razón por la que había sido cerrada esa puerta. Y entonces me di cuenta de que era porque había sido el camino mágico a la ciudad. Una ciudad amurallada hablaba de tiempos medievales, así que, ¿qué habría más natural que convertirla en el escenario para una fantasía? Los poderes políticos de la ciudad sentirían un natural resentimiento o temor hacia el poder rival de los magos; la puerta se habría cerrado mucho tiempo atrás. Sólo que no estaba cerrada por completo. Todavía podía atravesarse, en caso de pagar los sobornos necesarios, aunque supondría entrar en la ciudad como un criminal, sin pase ninguno, y la ciudad que se encontraría sería un lugar oscuro, peligroso y mágico donde las reglas de la naturaleza no funcionarían de la forma en que las conocemos.

Resultó que esta puerta cerrada estaba junto a una parte de la ciudad donde había dibujado un pequeño santuario que, por motivos que no recuerdo, ya había llamado «Esperanza del Venado». Decidí que esa puerta mágica fue en algún momento el principal acceso a la ciudad, en los tiempos en que el Venado era el dios del lugar, mucho antes de que el dios llamado Dios llegara a ser adorado en el templo de la esquina sureste. Así que los adoradores del viejo dios, el Venado, entrarían por esa puerta.

¿Tenía una historia? En modo alguno. Ni siquiera tenía un mundo. Dejé el mapa a un lado.

Por entonces los telediarios estaban llenos de historias sobre una pareja de Layton, Utah, que acababan de tener gemelos unidos por la parte superior de sus cabezas. Separarles era una operación arriesgada, y las fotos de los chicos antes de la operación eran turbadoramente extrañas. Pero como soy un tipo perverso de persona, intenté imaginarme qué podría ser peor que eso. No más difícil para la supervivencia, sino peor de ver. Peor para vivir con ello.

Se me ocurrió la idea de dos hermanas unidas por el rostro. Una miraría directamente a la cara de su gemela; después de la separación, su cara sería una máscara vacía, sin ojos ni una verdadera nariz, y con sólo un agujero como boca. La otra gemela, por su parte, estaría unida sólo por un lado; después de la separación, aunque le faltaría un ojo y una mejilla fuera una ruina, su otro perfil parecería totalmente normal. ¿Qué hermana sufriría más, la que nunca llegaría a ver lo fea que era, la que nunca vería cómo la miraban los demás? ¿O la que, simplemente colocando su cara de una cierta manera, podría vislumbrar lo maravillosas que podrían haber sido tanto ella como su hermana, y luego, al mirarse de frente, podía ver lo horrorosamente deformada que se encontraba?

Incluso intenté escribir una historia sobre estas hermanas. El esbozo ha desaparecido, lo que es conveniente; no iba a ninguna parte.

Por la misma época descubrí las obras de Mary Renault. Cuando leí su libro El rey debe morir, en el que las mujeres de la antigua Grecia tienen una religión separada, más antigua, que rivaliza secretamente con el culto reconocido de los hombres, me di cuenta de que no debía haber tan sólo dos dioses rivales en la ciudad que había creado —el Venado y el dios llamado Dios—, sino que debía existir otro culto tradicional. Una religión femenina, y su divinidad serían las Dulces Hermanas, esas dos mujeres que nacieron unidas por el rostro. Una de ellas estaría siempre mirando a su interior, contemplando los secretos internos del universo, respirando sólo el aliento que su hermana ya había inhalado; mientras la otra, que miraría con un ojo hacia dentro y el otro hacia fuera, era capaz de ver nuestro mundo y comunicarse con sus adoradores. Sin embargo, para la época en que se desarrollaba mi historia, las dos hermanas habían sido separadas por la fuerza, de forma que resultaba imposible para cualquiera de las dos ver la mente de Dios. Una era ciega, con sólo un recuerdo de su visión del infinito; la otra, con su único ojo, no podía recordar más que el mundo material que constantemente ocupaba su visión.

¿Quién tuvo el poder necesario para separar a estas mujeres? Pensé en principio que debía ser el dios llamado Dios, y que el Venado terminaría por aliarse con ellas para reunirías. Pero esa sería una historia sobre dioses, y no me interesaría ni siquiera a mí. Así que en su lugar supe que tenía que hacerlo un mortal que de alguna forma hubiera conseguido el suficiente poder para amansar no sólo a las Dulces Hermanas, sino también al Venado y al dios llamado Dios.

¿Tenía una historia a estas altura? No. Tenía el mapa de una ciudad fascinante (fascinante para mí, al menos) y un trío —por un tiempo un cuarteto— de dioses.

Empecé a impartir un curso de escritura de ciencia-ficción en la Universidad de Utah, y el primer día de clase, cuando no había historias para comentar, seguí el impulso de proponer un ejercicio concebido únicamente para demostrar que las ideas de ciencia-ficción y fantasía son ridiculamente fáciles de crear. Hice preguntas; improvisaron respuestas; y a partir de ellas creamos historias. Para mi sorpresa, no fue sólo un ejercicio de cinco minutos. Se convirtió en una divertida y emocionante sesión que se prolongó casi toda la clase. He empleado ese ejercicio desde entonces en cada clase o taller en el que he enseñado, y he incluido una sesión de «Mil ideas en una hora» casi en cada convención de ciencia-ficción y cada escuela que he visitado. No sólo es un proceso divertido, sino que los resultados son diferentes en cada ocasión y siempre dan como resultado historias con las que se podría trabajar.

En esa primera sesión les pregunté por el precio de la magia. En una fantasía la magia no tiene límites, los personajes son dioses omnipotentes, puede ocurrir cualquier cosa, así que no se puede urdir una trama. La magia debe tener límites estrictos. Dragones y Mazmorras emplea un sistema de experiencia que puede funcionar bien en los juegos, pero que es verdaderamente estúpido para la literatura: cuanto más, tiempo consigas seguir vivo, sabes más hechizos y tienes más poderes. Quería que mis estudiantes se imaginaran mejores límites, y quería que pensaran en la posibilidad de que se pagara por cada porción de poder mágico empleado.

En esas sesiones surgen muchas ideas, pero una que surgió la primera vez, y que se me metió de veras en la cabeza, es la de que la magia se pagara con sangre. ¿Cómo funcionaría? No es que te pincharas en el dedo para tener poderes; eso sería demasiado fácil. Debería obtenerse poder sólo haciendo que una criatura sangrara hasta morir. Y la cantidad de poder dependería de la criatura a la que se drenara.

Se podría matar a una mosca para conseguir el poder suficiente para mantener una sopa hirviendo. O matar a un conejo, y enfermar a un enemigo o sanar a un niño. Podrías matar a un ciervo —¡a un venado!— y tendrías el poder para ser invisible durante horas o días. O matar a un hombre y tener auténtico poder.

Pero mis estudiantes eran tan perversos como yo mismo. ¿No obtendrías más poder al matar a un niño? Al fin y al cabo, los niños tienen más vitalidad; no han usado mucha todavía. ¿Y qué pasaría al matar a un hijo propio? ¿No proporcionaría aún más poder?

Sí, pero ¿qué clase de persona haría algo así para conseguir tal poder? El poder definitivo estaría en manos de gente monstruosa. Lo suficientemente monstruosa, quizá, para separar a las Dulces Hermanas y encarcelar al Venado y al dios llamado Dios.

Tenía al fin todo el entorno. La ciudad de Esperanza del Venado estaría gobernada por un mortal tan cruel que mató a su propio hijo —mejor si era una mujer— para conseguir tanto poder que pudiera maniatar a los dioses. Y mi héroe sería el que destruyera ese poder, no al matar a otro niño, sino al volver ese poder contra ella. No estaba seguro de cómo se haría, y no estaría seguro hasta el final del primer borrador, pero sabía que mi héroe habría sido criado por los dioses —que no estarían inmovilizados por completo— para tener un poder contra la magia. Sería capaz de absorber la magia, capaz de agotar ese poder sin tener la habilidad de emplearlo él mismo. Sería la negación del poder.

Quedaba mucho más trabajo por delante hasta que pudiera escribir mi novela Esperanza del venado[16], pero conocía el mundo en que se desarrollaría y sabía quiénes eran algunos de mis principales personajes. Lo que quedaba por delante es la labor más fascinante: dar cuerpo a los personajes, descubrir las impredecibles relaciones entre todos ellos y con el mundo que les rodeaba, y finalmente, trabajar la trama, las vías de intersección de los personajes con el mundo que había creado para ellos.

Todavía después de esta planificación algunas de las mejores partes de la historia se irían improvisando a medida que escribía el primer borrador. Por ejemplo, no se me ocurrió hasta que no estuve escribiendo que el dios llamado Dios podría ser un débil anciano que pulía madera en el palacio de la reina Belleza; ni ninguna planificación incluyó el sistema de escritura en el que las palabras tenían distintos significados leídas hacia delante o hacia atrás, o cuando se las interpretaba como número. Pero esos añadidos improvisados no habrían sido posibles si no hubiera contado con tantos elementos establecidos cuando empecé con el borrador.

Madurar las ideas

Lo primero que puede aprenderse de estos dos ejemplos es que no hay dos historias que se desarrollen de la misma manera. Sin embargo, hay algo invariable en mi experiencia: las buenas historias no surgen de intentar escribir en el momento en que surge la primera idea. Todas mis historias, salvo un puñado, han sido fruto de combinar dos ideas sin relación alguna que habían seguido sus propios caminos en mi imaginación. Y todas las historias de las que me siento orgulloso pasados seis meses desde que las escribí partieron de ideas que maduraron durante meses —años, con frecuencia— desde que pensé en ellas por primera vez hasta que estuve listo para usarlas en una historia.

«Genial», pensará. «Empiezo este libro con la esperanza de aprender a escribir ficción especulativa y ahora este tipo me dice que tengo que esperar meses o años antes de escribir historias sobre las nuevas ideas que se me vayan ocurriendo».

Lo que digo es que es probable que pasen meses o años antes de que escriba buenas versiones de las ideas que tenga ahora mismo. Pero es probable que ya tenga cientos de ideas que llevan años madurando en su interior. Para algunos escritores, una de las mejores formas de ayudar a que una idea madure es escribir un borrador, ver lo que sale cuando realmente se intenta convertir la idea en una historia. Está bien mientras sea capaz de admitir que, casi con absoluta seguridad, el borrador que escriba inmediatamente después de pensar en una idea tendrá que ser descartado y reescrito desde el principio.

Ese borrador inicial —o, si es usted otro tipo de creador, los primeros esquemas y bocetos, mapas e historias, notas sobre escenas y trozos de diálogos— es el equivalente en un escritor de lo que hace un compositor cuando crea una nueva melodía, pianoteando simplemente para ver cómo suena. No orquesta de inmediato el tema, primero lo toca una y otra vez, con variaciones, cambiando el ritmo, los tonos, las claves, imaginando distintas voces y timbres interpretando la melodía, imaginando diferentes armonías y contramelodías. Para cuando el compositor comienza realmente a arreglar y orquestar la pieza, la melodía se habrá transformado muchas veces. La primera versión estará olvidada.

Algunos escritores deben inventarse todo antes de empezar a escribir. Otros arrancan con la redacción de inmediato, y luego reescriben una y otra vez, dejando que las nuevas ideas les lleguen a medida que escriben cada borrador. Yo me encuentro en un punto intermedio: planifico mucho antes de escribir, hasta que siento que la historia está madura. Pero luego, cuando escribo, me llegan todo tipo de ideas nuevas y exploro libremente cada nuevo camino que puede conducirme a algún lugar divertido. En consecuencia, mis novelas casi nunca tienen mucho que ver con los esbozos que remito a los editores al firmar el contrato. Pero puesto que las novelas son siempre mucho mejores que esos esbozos, los editores nunca se han quejado.

La red de ideas

La segunda cosa que puede aprenderse de mis ejemplos es que las ideas surgen de cualquier parte, con lo que cualquier cosa que piense sobre lo que le ocurre es una historia potencial. Me gusta creer que la diferencia entre quienes son narradores y quienes no lo son es que los primeros, como los pescadores, arrastramos continuamente una red para capturar ideas. Otra gente pasa por la vida sin darse cuenta de cuántas historias se desarrollan a su alrededor; nosotros, sin embargo, vemos todo como historias potenciales.

La red de ideas incluye tres preguntas: «¿Por qué?», «¿Cómo?», y «¿Con qué consecuencias?». La primera pregunta se compone de otras dos en realidad: cuando se pregunta «¿Por qué John abofeteó a Mary?», puedo responder con el motivo inmediato, «porque ella le abofeteó antes», o con la razón última, «para demostrarle quién es el jefe». Ambas pueden ser ciertas. La primera causa es como una pieza de dominó: la pieza B cae porque lo hizo primero la A, que la empujó. La razón última tiene que ver siempre con el propósito, con la intención: alguien lleva a cabo una acción para conseguir algún resultado deseado.

Ambas causas actúan sobre los personajes de las historias todo el tiempo, y debe conocer las respuestas de los dos «porqués» para entender a los personajes.

De hecho, para escribir buenas historias hay que darse cuenta de que no hay nunca una sola respuesta a cualquiera de estas preguntas. Cada suceso tiene más de una causa y más de una consecuencia. Cuando John abofeteó a Mary, ella no sólo empezó a actuar más tímidamente, sino que nació un rencor que constantemente le llevaba a buscar formas de hacerle pagar por haberla golpeado.

Por otra parte, John nunca se había dado cuenta de que era el tipo de hombre que pega a una mujer. Aunque se disculpaba a sí mismo diciéndose que, después de todo, ella le había abofeteado antes, le roía por dentro haberla golpeado; se sentía culpable e intentaba hacer las paces con ella.

Incluso estas ideas son demasiado sencillas. Conscientemente, John manifiesta culpabilidad. Inconscientemente, se siente un tanto orgulloso de su acto. Nunca había pegado a nadie en su vida, y en el momento en que golpeó a Mary, paladeó una sensación de poder en bruto que nunca había conocido. Le hizo un poco más beligerante, le hizo mostrarse más gallito en sus relaciones con los demás. De hecho, la retribución inconsciente fue tan fuerte que en lo sucesivo buscará, sin saberlo, excusas para abofetear, golpear y empujar a más gente. Especialmente a Mary.

Y el resentimiento y la sutil rebeldía de Mary tampoco son lo suficientemente complejas como para ser una fiel representación de la realidad. Quizá poco a poco cae en la cuenta de que John se está comportando de una forma aún más dominante, y su única salida es dejarle. Así que se marcha y se lleva con ella a sus hijos, con lo que él pierde completamente el control y empieza a seguirla. Se dice a sí mismo que está intentando encontrarla para arreglarlo con ella y volver a cuidar juntos de sus hijos; incluso si ella no quiere volver, él tiene derecho a verlos. Pero inconscientemente él la sigue para volver a pegarla, tal vez matarla: entonces sabrá quién es el que manda.

O quizá la reacción inconsciente de Mary es totalmente distinta. Puede que ella se criara con un padre fuerte o una madre que la pegaba. Puede que ella quisiera inconscientemente que John asumiera ese papel de dominación física, y no fue sino hasta que ella le abofeteó que no hizo lo que esperaba de él. Así que su sutil venganza por ese estallido de violencia son en realidad provocaciones. Se queda con él, esperando inconscientemente desencadenar de nuevo ese comportamiento que puede motivar su temor y admiración de la forma en que temía y admiraba a su padre maltratador. Su inconsciente estrategia consigue un éxito total: John la golpea con cada vez más frecuencia. Pero él no puede soportar convertirse en esa clase de persona: será John quien la abandone.

O puede que sigan juntos para criar a otra generación como ellos.

O puede que haya todavía más consecuencias, y más razones y motivos ocultos, que cambien la forma de la historia. Espero que se perciba que, con cada variación, cada nueva capa de causas y efectos, los personajes —y la historia— se enriquecen, ganan en profundidad y complejidad, y se vuelven más auténticos e interesantes.

Esto no se limita a los personajes individuales. Nada resulta más tonto que una historia en la que un gran acontecimiento mundial provoca una única reacción de la sociedad en su conjunto. Nunca en la historia del mundo ninguna sociedad ha tenido una respuesta unánime a cualquier situación. Ni ha existido innovación alguna que se haya generalizado sin efectos colaterales imprevistos. Cuando el coche se popularizó, nadie podría haber imaginado que llevaría a los autocines y los autobancos, a las autopistas y los camiones con doble tráiler, a la polución y el efecto invernadero, y a ramificaciones políticas como el surgimiento la OPEP, y el acopio de riqueza y poder militar por parte de un puñado de naciones islámicas, dándoles una influencia mundial muy por encima de la que le proporcionaría su población o cualquier otro recurso.

Con todo, en sus historias, usted puede imaginar todo eso, no sólo porque hará más completo el escenario de su historia, sino porque la propia plenitud de ese mundo transformará el relato para hacerlo más auténtico. A medida que los personajes se muevan por un mundo más complejo, deberán responder con mayor sutileza y flexibilidad; las continuas novedades con las que se encuentren también sorprenderán al lector… ¡y a usted!