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La frontera infinita

Corría 1975. Yo tenía 24 años. Las ingenuas ambiciones de la juventud empezaban a verse matizadas por la realidad.

Había escrito un par de docenas de obras de teatro y más de la mitad habían sido representadas en teatros comunitarios o universitarios… para proporcionarme una remuneración total de 300 dólares. A ese ritmo, calculé, debía escribir dieciséis obras completas cada semana para ganar 10000 dólares al año. Lo que no era dinero ni siquiera entonces. Y yo era rápido, pero no tanto.

Aún más, la compañía de teatro sin ánimo de lucro que había creado se encaminaba a la bancarrota, con todas sus deudas acechándome. Mi trabajo como responsable de una editorial universitaria no me daba para vivir, no digamos para cubrir las deudas de la compañía. El único medio que conocía que me brindaba alguna esperanza de conseguir un dinero extra era escribir… y estaba claro que debía encontrar algo que escribir además de teatro.

Había coqueteado con la ciencia-ficción durante años, leyendo bastante, incluso intentando escribir algún cuento. Por un tiempo al final de mi adolescencia incluso había trabajado en una serie de relatos que seguían el desarrollo de una familia con peculiares habilidades psíquicas, que intentaba superar su destino genético en una colonia planetaria. Entonces, con renovado entusiasmo —¿o era desesperación?— desempolvé el mejor de todos, uno que había llegado a obtener una amable respuesta de un editor, y procedí a reescribirlo de principio a fin.

Era la historia de un hojalatero vagabundo que tenía un don psíquico que se manifestaba de dos formas: podía comunicarse con los pájaros y podía sanar a los enfermos. Cuando volvía a su lugar natal, Worthing, una villa de aire medieval en las profundidades del Bosque de las Aguas, entraba en conflicto con los lugareños por su trato a los pájaros; finalmente era acusado de una epidemia que se llevaba por delante a muchos vecinos durante una devastadora tormenta invernal, así que le mataban.

En resumen, era la clase de alegre y divertido cuentecíllo que he estado escribiendo desde entonces.

Mientras reescribía «El calderero» disfrutaba al ver lo terrible que era la versión anterior. Después de todo, si podía darme cuenta a los 24 de lo mala que era la historia que me había parecido tan brillante a los 19, cabía suponer que era porque había aprendido bastante en los años transcurridos. Así que mecanografié con grandes esperanzas la nueva versión, la puse en un sobre y la envié a la revista Analog[1].

¿Por qué Analog? Porque por entonces era la única revista de ciencia-ficción que aparecía en Writer’s Market[2]. De hecho, no había leído nunca un número de la revista. Pero mi cuento era de ciencia-ficción, y Analog era una revista de ciencia-ficción. ¿Qué podía ser más lógico que enviarla ahí?

El cuento volvió al cabo del tiempo con un rechazo. Pero había algo en la carta que lo acompañaba que me alentó. Ben Bova, el director de Analog, me decía que le gustaba cómo escribía y esperaba ver más historias mías.

¿Por qué rechazaba entonces «El calderero»?

Porque no era ciencia-ficción. «Analog sólo publica ciencia-ficción», decía Ben, así que por supuesto una fantasía como «El calderero» simplemente no encajaba.

Era ofensivo… a priori. «El calderero» tenía poderes psíquicos, un planeta colonia, se desarrollaba en el lejano futuro… Si eso no era ciencia-ficción, ¿qué lo era?

Hasta que repasé la historia con los ojos con los que Ben Bova debió verla. Él no conocía las otras historias del ciclo. «El calderero» no incluía ninguna mención al hecho de que su escenario fuera un mundo colonizado por seres humanos, y no había nada alienígena en su paisaje. Podría desarrollarse en un pueblo inglés hacia el año 950.

En cuanto a los poderes psíquicos de John el Calderero, no había nada en la historia que sugiriera que no se trataba de poderes mágicos. No había nada tampoco que lo señalara, por supuesto; no pronunciaba conjuros, no frotaba talismanes y no rezaba a deidades paganas.

Pero a falta de otros datos, el conjunto señalaba claramente a «El calderero» como una fantasía. Estaban todos esos árboles del Bosque de las Aguas. Un entorno rural siempre sugiere fantasía; para sugerir ciencia-ficción necesitas láminas de metal y plástico. Necesitas remaches. ¡Los edificios de «El calderero» ni siquiera tenían clavos[3]!

Había descubierto la primera de las fronteras que separan a los géneros gemelos de la fantasía y la ciencia-ficción: la clasificación editorial.