ANECDOTARIO (XII)

Cuando Ana de Austria se sintió encinta del que más adelante fue Luis XIV, dijo que se le removía en el vientre, y un cortesano, Guemené, replicó:

—Ya tendrá a quien parecerse, si empieza dando coces a su madre.

Era Canalejas presidente del Consejo de Ministros cuando el de Gobernación, Fernando Merino, le llevó un proyecto de ley aumentando los sueldos de los policías.

—¡Hombre, Fernando —dijo Canalejas—, precisamente ahora en que la policía tiene varios asuntos que no resuelve ni a tiros! Si todo el mundo está tirando contra ella.

—Pues precisamente por eso.

—¡Hombre, y por qué!

—Porque es necesario resarcir en dinero el prestigio que van perdiendo.

Que conste que esto sucedió a finales del pasado siglo o a comienzos de éste, no lo sé muy bien, y no ahora en que la policía sabe que si detiene a un delincuente no será liberado a las pocas horas, en que el terrorismo está prácticamente erradicado, en que no hay atracos, en que la seguridad ciudadana es total…, y si ustedes no lo creen es que no leen las declaraciones de los ministros.

Clemente VIII no quería recibir las cartas de Enrique IV de Francia, que, por medio de sus ministros, andaba negociando su absolución por la corte de Roma.

El auditor de la Sacra Rota, que favorecía a Enrique, dijo un día al papa Clemente:

—Al fin y al cabo, aunque fuese el mismo diablo, si tratase de convertirse, vuestra santidad no podría desairarle.

Y se arregló el asunto.

Se hablaba un día delante de don Jacinto Benavente de don Ramón del Valle-Inclán:

—Gran estilista, gran escritor, gran poeta, gran dramaturgo…

—Le advierto, don Jacinto —interrumpió un contertulio—, que don Ramón no dice lo mismo de usted.

—Es posible que los dos estemos equivocados —apostilló Benavente.

Una frase de la Francia de 1848 que mutatis mutandis se puede aplicar a los políticos de hoy en día:

—Yo os daré apretones de manos republicanamente, pero ha de ser con la condición de que me dejéis poner guantes.

Sustituyan mis lectores la palabra «republicanamente» por la que más le agrade.

Sacado de una revista norteamericana.

Antes, en los viajes, se llevaba a la secretaria haciéndola pasar por esposa. Ahora, con los gastos de representación, se lleva a la esposa haciéndola pasar por la secretaria.

Era pastor de un pueblo del Oeste americano el reverendo Jones, que por su mal carácter no era muy apreciado por sus feligreses. Un mal día enfermó, y, como en una pequeña localidad el pastor es siempre un personaje importante, se fijó en la puerta de la iglesia un parte que decía:

«Nueve noche. El pastor Jones está grave».

Una hora después:

«Diez noche. El pastor Jones ha entrado en la agonía».

«Doce noche. El pastor Jones ha subido al cielo».

Cuál no sería la sorpresa de todos cuando a la mañana siguiente leyeron un parte redactado, sin duda, por un bromista concebido en estos términos:

«Cielo —siete de la mañana—, reina consternación general. El pastor Jones no ha llegado».

La anécdota que sigue la he visto atribuida a varios personajes.

Se dice que en los albores de la grafología, Balzac se preciaba de conocer perfectamente los caracteres de las personas por sus rasgos caligráficos. Una señora, amiga suya, le rogó un día que examinara un cuaderno de un hijo suyo para conocer su carácter. Balzac miró y remiró el manuscrito, y cuando terminó dijo:

—Lo siento, señora; pero debo decirle la verdad. Su hijo es un muchacho vulgar. Ni tiene talento ni ganas de trabajar, no tiene porvenir alguno.

La dama sonrió y, tomando el cuaderno, dijo solamente:

—¿Sabe, señor Balzac, de quién es este manuscrito? De usted cuando era niño.

No sé de quién son estos versos que valen por una anécdota.

El secretario inepto de un alcalde

a la alcaldesa enamoró y no en balde;

mas el alcalde, descubriendo el cisma,

al secretario le rompió la crisma.

Moraleja:

Suele causar muy graves sentimientos

ignorar la ley de ayuntamientos.

De un libro del siglo pasado cuento este chiste que nos explica en pocas palabras una situación moral que hoy nos hace sonreír.

—¿Hay algo curioso que ver en ese pueblo?

—Sí, señor. Ahora mismo va a salir una diligencia, y aún puede ver a las mujeres con miriñaque subirse al imperial.

O témpora o mores, que quiere decir ¡Oh tiempos, oh costumbres!, y no en tiempo de los moros, como dijo un diputado… de comienzos de siglo; no piensen mis lectores mal.

Un individuo políticamente honrado, aunque se había vendido repetidamente, continuaba en venta.

Un hombre que conocía mucho a las mujeres, cuando quería romper un lazo amoroso escribía a su amante:

—Nuestra unión se ha roto; lo he sabido todo, y no volverás a verme…

Y como ese todo podía referirse a tantas cosas, las desairadas lo interpretaban cada una a su manera…, y le disculpaban un poco.

Un rey de Dinamarca, allá por el siglo XVIII, pasó por Holanda, en donde un seudonoble le presentó un árbol genealógico del cual resultaba ser su pariente.

—Querido primo —dijo el rey—, estoy aquí de incógnito. Haz tú lo mismo.

Un día don Antonio Maura informaba ante un tribunal cuando se dio cuenta de que el presidente del mismo se había dormido. Elevó la voz, y nada: el hombre no despertaba. Entonces Maura calló de repente y el presidente despertó al no oír la voz que le adormecía y, pensando que el abogado había terminado, pronunció la frase ritual:

—¡Visto!

A lo que Maura, indignado, protestó:

—¡Ni visto ni oído, señor presidente!

Esta anécdota la he visto tal cual en varios anecdotarios, pero me parece improbable. Maura era un gran abogado, hasta el punto que sus colegas, si no tenían otra vista, acudían a oírle: tal era su ciencia jurídica. Además, hablaba muy bien. Sus oraciones jurídicas andan recopiladas en libros. ¿Creen, mis lectores, que un presidente del tribunal se dormiría durante sus alegatos? Yo, no.

La princesa de Conti se quejaba al embajador de Marruecos en París de que los mahometanos pudiesen tener tantas mujeres y concubinas, y el galante africano respondió:

—¡Ay, señora, aun con tener tantas, no encontramos en ellas las gracias que aquí se hallan reunidas en una sola mujer!

El embajador era galante con la princesa, pero no con las mujeres de su país.

Siempre se es más dichoso de lo que se piensa, del mismo modo que siempre se duerme mejor de lo que se dice.

La historia que sigue figura en varios anecdotarios. Ignoro si es cierta porque, estando en Bilbao, pregunté si se conocían los protagonistas del lance y nadie me supo dar razón.

El caso es que se cuenta que poco antes del sitio de Bilbao por los carlistas, allá en el pasado siglo, un comerciante bilbaíno pidió a Inglaterra una partida de 400 o 500 kg de bacalao. En la carta, las cantidades estaban expresadas con cifras, y por falta de acento en la conjunción o los ingleses leyeron 4 000 500 kg.

«Salen mañana los cinco primeros barcos; el resto saldrá en la próxima semana».

¿Cómo liquidar tan fabulosa partida de bacalao? El bilbaíno se veía ya arruinado cuando vino el sitio de Bilbao, y ello hizo, con la escasez de víveres, la fortuna del norteño. Fortuna que dice un anecdotario que se conserva vinculada a una distinguida familia de la capital vizcaína. ¿Cuál? No lo sé.

Un profesor distinguido

le preguntó a un escolar:

Diga: ¿qué tiempo es amar?

¿Amar? Es tiempo perdido

Los italianos dicen que el amor hace pasar el tiempo y el tiempo hace pasar el amor. No estoy conforme. Jamás he concebido el amor como un pasatiempo. Quien lo hace no pone en el amor más que el cuerpo, pero no el alma, y el amor es algo más que un simple coito.

El médico Bernadino Ramazzini (1633-1714) está considerado como el fundador de la medicina del trabajo, sobre la que escribió un famoso tratado De Morbis Artificum, y en él narra cómo empezó a interesarse por estos estudios. Sucedió que un día se encontraba en Módena y vio cómo tinos obreros limpiaban un pozo negro, observando los esfuerzos que hacían para terminar pronto.

—¿Por qué vais tan aprisa?

—Se ve que no sabe lo que se sufre aquí dentro. No se puede pasar de cuatro horas.

Ramazzini comprendió que desde entonces a cada enfermo que visitaba le tenía que preguntar:

—¿Cuál es su oficio?

Y de ello sacar las consecuencias necesarias para el tratamiento.

Emilio Arrieta, el autor de Marina, pocas horas antes de morir, fue visitado por un amigo:

—¿Qué tal te encuentras?

—Mal, muy mal…; tan mal que si mañana por la mañana me dicen que he fallecido no me chocará nada.

Murió aquella noche.

La anatomía femenina nos acucia no cuando se la ve, sino cuando se la descubre.

No sé quién fue, pero un editor madrileño, al parecer muy conocido, compró una vez una serie de letras capitales que no conseguía estrenar, la más hermosa y complicada de todas era la F. No encontrando libro alguno en el que pudiera usar los tipos comprados se decidió a reeditar una historia sagrada, que empezó así:

«Francamente, Dios creó el mundo en siete días…».

No he visto nunca el libro en cuestión, ignoro el nombre del citado editor, pero si algún lector puede aliviar mi ignorancia se lo agradeceré.

El célebre explorador noruego Nordenskjold, de regreso de una expedición al Polo Sur, dio una conferencia en el más célebre club de Buenos Aires, conocido por ser el lugar en donde se jugaba más al póquer. Asistía a la conferencia Crispín Idoyaza Molina, el más conocido poquerista de la capital porteña. En un momento dado Nordenskjold dijo:

—Y entonces no encontré más signos de vida que dos focas y tres pingüinos.

—¡Ful de pingüinos! —exclamó Idoyaza sin poderse contener.

Cuenta Montaigne en uno de sus Ensayos que el poeta Hermodoro hizo unos versos a Antígono en los que le llamaba hijo del sol.

—¡Bah! —dijo Antígono—. El que vierte mi vaso de noche sabe que no es verdad.

Cristina de Suecia admiraba un día la estatua La Verdad, de Bernini, y un cardenal que la acompañaba le dijo:

—Vuestra majestad es la única entre los soberanos a quien le gusta La Verdad.

—¡Oh, señor cardenal! Es que no todas las verdades son de mármol.

La duquesa de Longueville se aburría soberanamente en tierras de Lombardía, en donde acompañaba a su marido.

—¿Queréis cazar?

—le dijeron.

—No me gusta la caza.

—¿Queréis pasar el tiempo bordando?

—No me gustan las labores.

—¿Queréis pasear, jugar a algún juego…?

—No me gusta nada de eso.

—¿Pues qué os gustaría?

—No sé, pero no me gustan los placeres inocentes.

El mundo moderno, aunque parezca mentira, está contra el placer. Éste es enemigo de la velocidad y la industrialización.

Un político prestigioso —y hablo de antes de la dictadura de Primo de Rivera— fue a Canarias a promover la campaña electoral de un candidato cimero al que le dijo:

—Como siempre en estos casos, se ha de deshacer en elogios de la tierra; lo corriente es decir que es lo mejor de España, el florón de la corona y cosas así… Luego hable de los hijos ilustres de Canarias y no olvide citar a Nicolás Estévanez, que fue ministro de la República —la primera claro está—, cosa importante porque su hermano Patricio dirige un periódico en Tenerife.

Se celebró un mitin y el candidato empezó a hablar.

—Canarias, que cuenta con hombres ilustres como don Nicolás Estévanez, aquel, aquel…

No sabiendo cómo continuar, un amigo le apuntó:

—… aquel gran patricio…

A lo que, indignado, el candidato, creyendo ser objeto de una burla, le replicó:

—Cállese… Patricio es el hermano…, el que dirige un periódico en Tenerife.

En tiempos de Luis XV de Francia predicó ante el rey, y durante la cuaresma, el abate de Beauvais, que tronó enérgicamente contra las costumbres disolutas de la Corte. Asistía a uno de estos sermones el rey, quien, al finalizar, se dirigió al duque de Richelieu, conocido por sus aventuras galantes:

—Me parece que el predicador ha tirado piedras contra vuestro tejado.

—Sí, majestad —contestó el duque—, y muchas de ellas han llegado hasta Versalles.

Conociendo la vida licenciosa de Luis XV, no es de extrañar la respuesta.

Se atribuye a Benjamín Franklin la siguiente anécdota, referida a personajes franceses en libros de aquel país:

Un día se encontró en un café con un individuo que olía mal y le dijo:

—¿Puede usted retirarse un poco?

—¿Por qué?

—Porque huele mal.

—¡Esto es un insulto grave! Le enviaré mis padrinos.

—No es necesario porque no acepto el duelo. Es muy sencillo: si me mata usted, continuará oliendo mal, y si le mato yo, olerá peor…

Madame de Maintenon, la que fue después esposa morganática de Luis XIV de Francia en su primer matrimonio con Scribe, célebre escritor y comediógrafo, daba reuniones y cenas en su casa. Como era pobre, las cenas eran bastante escasas, pero la amenidad de su trato compensaba la falta de comida.

Un día tenía invitados, y un criado suyo, muy listo, se le acercó y con disimulo le dijo:

—Señora, cuente un par de cuentos más y nadie caerá en la cuenta de que falta asado.

Las mujeres callan algunas veces, pero nunca cuando no tienen nada que decir.