EPITAFIOS

El epitafio es una inscripción que se graba sobre una tumba, mausoleo, sarcófago u otro monumento funerario, para conservar la memoria del difunto.

El nombre «epitafio» es compuesto de dos voces griegas: epi, sobre, y taphos, tumba; es decir, inscripción puesta sobre una tumba, inscripción sepulcral.

El origen de los epitafios es antiquísimo. Los primeros epitafios entre los griegos se reducían al nombre solo del muerto, con el sencillo epíteto de hombre de bien, o buena mujer.

Los atenienses, después de poner sencillamente el nombre del difunto, añadían el de su padre y el de la tribu a que pertenecía.

En Lacedemonia no se ponían epitafios sino a los que habían muerto por la patria. Estos epitafios contenían un corto elogio del difunto, tal como el que grabaron sobre una columna en honor de los trescientos espartanos que, capitaneados por Leónidas, se sacrificaron en el paso de las Termopilas: «Pasajero, ve a decir a Esparta que hemos muerto aquí en defensa de sus leyes».

Algunas veces los epitafios contenían una especie de sátira o una reflexión moral, como por ejemplo el que pusieron sobre la tumba de Alejandro:

«Basta esta tumba, para el que no bastaba el orbe». He aquí el epitafio que grabaron sobre el sepulcro de Platón: «Esta tierra cubre el cuerpo de Platón. El cielo contiene su alma. Hombre, seas quien fueres, respeta sus virtudes si eres honrado».

Cuando Epaminondas, después de haber ganado la batalla de Leutres, se hallaba entre los jueces y le advirtieron que iban éstos a pronunciar su sentencia de muerte por haber conservado el mando del ejército tebano por un poco más de tiempo del que estaba fijado por la ley, se volvió a los que le rodeaban y dijo:

—Ruego a mis compatriotas que graben sobre la lápida que ha de cubrir mi sepulcro esta inscripción: Perdió la vida por haber salvado la república.

Reproche que avergonzó de tal manera a sus jueces, que le absolvieron de su pretendido delito, y le devolvieron el mando del ejército.

Simónides y Temístocles pusieron este epitafio a un tal Timacrearon de Atenas, el cual era atleta, poeta muy mordaz y satírico, en venganza de haberles denigrado en sus versos:

«Pasé mi vida comiendo, bebiendo y diciendo mal de todo el mundo».

El filósofo Arístipo dispuso que sobre su lápida sepulcral se grabara un libro, un compás y unas flores, con esta inscripción:

«Aquí yace quien os aguarda».

El epitafio que había sobre el sepulcro de Ciro estaba concebido en estos términos:

«Yo soy Ciro, hijo de Cambises, fundador del imperio de los persas, y dueño y señor del Asia. No me envidies este monumento en que mis huesos reposan».

Los términos sta viator —párate, viajero—, abi viator —aléjate, viajero—, etc., que se encuentran en un gran número de epitafios, hacen alusión a la costumbre que tenían los romanos de enterrar los muertos junto a los caminos, algunos de los cuales tomaron el nombre de ciertas familias cuyos sepulcros estaban en la inmediación de las vías públicas.

Cicerón puso sobre el sepulcro de su hija querida esta lacónica inscripción: «Tuliola, filióla». (Pequeña Tulia, hijita).

El más bello elogio que creían poder hacer los romanos a una mujer era poner sobre su losa sepulcral el siguiente epitafio: «Conjugi univiros». «A la mujer que no ha tenido más que un esposo»; es decir, que no ha pasado a segundas nupcias.

En los epitafios romanos se solía leer la fórmula: «Sií tibi térra levis».

Séate la tierra ligera, que se expresaba con las solas iniciales: S.T.T.L., las cuales han sido sustituidas por el cristianismo con las R.I.P.

Requiescat in pace: Que descanse en paz.

Sobre el sepulcro de Cristóbal Colón que se halla en la catedral de Santo Domingo, se lee la inscripción siguiente: «A Castilla y a León, nuevo Mundo dio Colón».

Pero tras estos epitafios solemnes, pueden ir seguidos otros que lo son menos. Por ejemplo el que pusieron en la tumba de un ahorcado por la justicia:

Del que aquí yace

dos palabras te dirán la suerte:

una Parca hiló su vida

y un cordelero hiló su muerte.

O el de Sardanápalo, el rey asirio, célebre por sus orgías:

No he hecho más que comer, beber y darme al placer;

todo lo demás me ha parecido nada.

El caballero de Éon —que no se supo si era hombre o mujer hasta después de su muerte, era hombre— compuso su propio epitafio:

Desnudo del cielo descendí

y desnudo estoy bajo esta piedra

por haber vivido en esta tierra

ni gané, no obstante, ni perdí.

El anticuario Caylus se hizo incinerar y colocar sus cenizas en una antigua ánfora. El epitafio decía:

Aquí yace un anticuario

de mal carácter y manera brusca

¡qué bien alojado está

en esta jarra etrusca!

Célebre es el epitafio del cardenal Portocarrero en la catedral de Toledo:

Hic iacet pulvis cinis et nihil.

(Aquí yace polvo, ceniza y nada).

Estas pocas palabras han hecho correr ríos de tinta. Para un observador imparcial son la expresión de humildad cristiana. Polvo, cenizas y nada. Portocarrero, que había sido personaje importante en los últimos años del reinado de Carlos II y en los primeros de Felipe V, él, que había sido uno de los artífices de la llegada a España de la Casa de Borbón, indica al lector de su epitafio que las vanidades del mundo son de tan poca importancia como la ceniza o el polvo; es decir, nada. Pero hubo quien interpretó, sin tener en cuenta las creencias y la vida religiosa del cardenal, que lo que aseguraba el difunto era que no había nada después de la muerte, como un ateo que, a última hora, se desenmascara ante el mundo. Eso es no tener en cuenta que las autoridades eclesiásticas de la época no hubieran dejado poner una frase que, ni aun remotamente, podría interpretarse en disconformidad con la fe católica, dejando aparte, claro está, el ejemplo de ortodoxia del cardenal a lo largo de su vida.

De todos modos, no estoy muy conforme con este desprecio del cuerpo que me parece poco cristiano y algo herético, maraqueo o cátaro. El cuerpo no es tan despreciable como generalmente se nos dice y se nos predica. Está destinado a la resurrección y a la vida eterna. Cuando oigo a los curas en los entierros —que con las bodas son las únicas ocasiones en que pueden predicar ante los no practicantes o los no creyentes— denostar al cuerpo y hablar sólo del alma, me entran ganas de interrumpir. La esposa, el padre o la madre de aquel cuerpo difunto lo acaban de perder. Aquel cuerpo que han amado y que continúan amando. Aquel cuerpo que han acariciado y que saben que no verán más. No lo verán en este mundo pero sí en el otro; la materia resucitará, no sabemos cómo, pero está destinada a la vida eterna. Una materia que gozará, con el alma, de la presencia y la contemplación de Dios. Y ello por toda la eternidad. No es, pues, tan despreciable. Es, ahora, polvo y ceniza, pero no es nada. Es algo y algo importante y, al final, será inmortal. No, no es tan despreciable.

Perdonen la digresión y continuemos con los epitafios.

Terminemos este capitulillo con el de Benjamín Franklin redactado por él mismo:

Aquí descansa entregado a los gusanos el cuerpo de. Benjamín Franklin, impresor. Como la cubierta de un viejo libro al que le han arrancado las hojas, cuyos dorado y título se han borrado pero no por esto la obra se habrá perdido, pues reaparecerá cual lo creía en una nueva y mejor edición revisada y corregida por el autor.