Cuentan que un día estaban haciendo antesala para ser recibidos por el papa el general de los dominicos y el de los jesuitas. Sabido es que tradicionalmente se asigna a los primeros —«domini canes»— el papel de rígidos intérpretes de la moral, mientras los segundos representan, al decir de muchos, una visión más laxa de la misma. En un momento dado el dominico pregunta al jesuita:
—Y vuestra reverencia ¿viene a ver al papa para algún problema de disciplina?
—Sí, supongo que el mismo que vuestra paternidad. Se trata del vicio de fumar mientras se reza.
—Exactamente lo mismo que yo —dice el dominico, que de inmediato es invitado a entrar en el despacho pontificio. Al cabo de un rato sale y dice al jesuita:
—No es necesario que vuestra reverencia se preocupe del problema. El papa se ha mostrado tajante en la prohibición.
El jesuita no contesta y entra a su vez a ser recibido por el papa.
El dominico piensa: «Estos jesuitas son capaces de cualquier cosa; me quedo a ver cómo se las compone».
Y al poco rato sale el jesuita de la entrevista papal y al parecer muy contento.
—Ya está: todo arreglado a completa satisfacción.
—¿Cómo puede ser si a mí me ha negado todo arreglo?
—Verá; ¿qué ha pedido vuestra paternidad al pontífice?
—Si podíamos fumar mientras rezábamos.
—¡Ah, claro! Así se comprende. Yo le he pedido permiso para rezar mientras fumábanlos.
Este cuentecillo viene como anillo al dedo para el siguiente epigrama de J. Iriarte:
Con un jesuita altercando
un dominicano, cuenta
le dijo: —Nuestras doctrinas,
padre mío, son diversas.
Manga estrecha tiene usted,
y muy ancha la conciencia;
y yo, al contrario, la manga ancha,
pero la conciencia estrecha.
Saltemos a otro tema, que de todo hay en botica:
Divirtiéndose un marido
en cierta tertulia estaba,
y un criado fue y le dijo:
—Señor, se ha hundido la casa.
—Y bien —preguntóle el amo
con admirable cachaza—:
Vamos, y ¿qué ha sucedido?
Cuéntamelo todo, acaba.
¿Ha cogido el hundimiento
por casualidad al ama?
—No, señor; que por fortuna,
fuera su merced se hallaba.
Al oír estas razones,
el pobre marido exclama:
—¡Vaya por Dios, siempre vienen
reunidas las desgracias!
Este epigrama anónimo puede ser completado con otro también de autor desconocido, al menos para mí, que describe perfectamente la situación de los militares en la primera mitad del siglo pasado:
Tres fincas tengo en Madrid,
siendo un pobre militar:
la cárcel, el cementerio
y también el hospital.
Con estos pobres militares y los pobres cesantes se comprenden muchas de las bullangas, muchos motines del siglo XIX. El cesante era aquel funcionario que sólo lo era cuando gobernaba su partido y que quedaba sin trabajo cuando subía un partido contrario al poder. Entonces, el funcionario público no era inamovible: de ello se resentía no sólo la economía particular de los pobres empleados del Estado, sino también la administración del mismo.
Y dejémonos de historias, aunque éste sea un libro de ellas, y pasemos a un epigrama cuya gracia está en el juego de palabras:
Te han dicho que he dicho un dicho,
dicho, que no he dicho yo,
que si yo lo hubiera dicho,
no hubiera dicho que no.
A veces el epigrama no es tal. Ejemplo éste que figura como cantar popular en algunas antologías y que Amancio Peratoner reproduce en su Museo Epigramático.
Un pajarillo alegre
picó en tu boca,
pensando que tus labios
eran dos rosas.
Es delicioso.
Y vaya un epigrama de los que pueden publicarse en la actualidad porque siguen vivitos y coleando:
Antón declara que el vicio
de fumar ha desechado.
Pero siempre que le encuentro
me dice: —Dame un cigarro.
De lo que yo he deducido,
que lo que Antón ha dejado
no es el vicio de fumar,
sino el de comprar tabaco.
Otro sobre el matrimonio y las mujeres:
Una vieja se moría,
y el marido, de ayes harto,
entrar a verla en el cuarto
a viva fuerza quería.
Y viéndose detener
por amigos, clama al cielo:
—¡Dejad, que siempre es consuelo
ver morir a su mujer!
Y ¿por qué no volvemos al tema de los cesantes, tan vivo hace siglo y medio?
—No le pondré a usté en olvido
para cuando esté vacante
la plaza que me ha pedido.
Dijo un ministro a un cesante…
¡Y la había suprimido!
Uno «picaresco» de Serafí Pitarra:
Inés, infiel como todas,
olvidó a Pedro por Pablo,
y aquél dijo: —¡Voto al diablo!
Lo que es la noche de bodas.
He de hacer que oyendo ruidos
nunca duerman. Mas pensó,
y exclamó al punto: —No, no.
Es mejor que estén dormidos.
Y, para terminar, uno de J. Rico, que enlaza con un cuento popular:
Un zapatero bebió
más de lo que es menester,
y de un palo a su mujer
tuerta y sin dientes dejó.
Díjole el juez: —Es preciso
que se modere otra vez.
Y él contestó: —Señor juez,
ha sido sólo un aviso.
Y el cuento es el que sigue:
Se había casado un labriego y llevaba a su mujer de la iglesia a la casa donde moraba en medio del campo. La muía en la que ella montaba dio un traspié y el labriego dijo:
—¡Va una!
Siguieron el camino y por segunda vez tropieza la mida. El labriego exclama:
—¡Van dos!
Continúa el trayecto y nuevo traspié. El labriego dice:
—¡Van tres!
Y sacando una pistola mata a la muía de un tiro.
La pobre mujer, asustada, le reprende airada:
—¡Parece mentira lo que has hecho! ¡Una muía tan buena y tan fuerte! ¡Eres un tonto! ¡Más animal que ella!
El hombre la deja explayarse, y cuando termina mira a su mujer y dice simplemente:
—¡Va una!