Es curioso comprobar cómo Brillat-Savarin, que a lo largo de su libro Fisiología del gusto, da pruebas de refinamiento excepcional: en cuanto refiere anécdotas se lanza por el camino del relatar tragonías y papuzadas de grueso calibre. He aquí una de ellas:
«Estaba yo en Versalles el año 1789, como comisario del Directorio, y tenía frecuentes comunicaciones con el señor Laperte, escribano del tribunal provincial, apasionadísimo por las ostras y que se quejaba de que nunca había comido cantidad suficiente para saciarse.
»Resolví darle este gusto, y al efecto le invité a comer en mi casa para el día siguiente.
»No faltó. Acompañole hasta la tercera docena y después le dejé comerlas solo; continuó hasta consumir treinta y seis docenas; esto es, durante más de una hora, porque el abridor no era muy listo.
»Sin embargo, yo permanecía inactivo, estado verdaderamente penoso en la mesa y, deteniendo a mi convidado, que seguía siempre con grandes ánimos, le dije:
»—Querido, hoy no es el día destinado para que usted tome la cantidad suficiente que le satisfaga. Vamos a comer.
»Comimos, en efecto, y demostró tanto vigor y firmeza como hombre en ayunas».
¡Ahí es nada! ¿Han calculado cuántas ostras se comió el señor Laperte? Pues 432. Soy muy aficionado a las ostras, y he llegado a un máximo de 84, y dicho sea en confianza, me pareció que cometía una barrabasada.
Las ostras y el pescado son analizados profundamente por Brillat-Savarin:
«Objeto de indagación en gastronomía analítica ha sido el examen de los efectos sobre la economía animal, del régimen ictiófago, y unánimes observaciones han demostrado que obra fuertemente sobre los órganos genitales, y que en ambos sexos exalta el instinto de la reproducción.
»Conocidos tales efectos, se descubrieron primero dos causas inmediatas que estaban al alcance de todo el mundo. A saber: primera, diversas recetas para preparar pescados, cuyos condimentos son evidentemente irritantes, tales como el caviar, los arenques curados, el atún escabechado, el bacalao, el pejepalo y otros análogos; segunda, los diferentes jugos de que está empapado el pescado, que son eminentemente inflamables y que se oxidan y se enrancian por la digestión.
»Cierto análisis más profundo ha descubierto una tercera causa todavía más activa. A saber: la presencia del fósforo que se encuentra completamente formado en las lechecillas de los pescados y que no tarda en descomponerse.
»Sin duda alguna ignoraban estas verdades físicas los legisladores eclesiásticos, que prescribieron la dieta cuadragesimal para diversas comunidades de frailes, como los cartujos, los recoletos, los trapenses y los carmelitas descalzos reformados por santa Teresa; porque no se puede suponer que su objeto fuera hacer todavía más difícil la observancia del voto de castidad, tan opuesto en sí a los principios sociales».
Como buen gourmet y buen solterón, estaba preocupado por los manjares que podían ser afrodisíacos y quiso hacer la prueba de si las trufas, que son llamadas también turmas de tierra, producían los efectos esperados que se les atribuían. He aquí cómo cuenta sus experiencias:
«Primero me dirigí a las señoras, porque tienen golpe de vista penetrante y tacto delicado; mas percibíme pronto que debí haber empezado esta indagación cuarenta años ha, porque sólo recibí contestaciones irónicas o evasivas, únicamente una me habló sin malicia, y pondré aquí sus palabras. Es mujer de talento sin pretensiones, virtudes sin ridiculeces, que ya no considera el amor más que como recuerdo agradable.
»Ha de saber usted —me dijo— que en la época cuando todavía se cenaba, cierto día estaban a mi mesa mi marido y un amigo suyo. Verseuil (así se llamaba el amigo) era un muchacho guapo que no carecía de talento y que me visitaba a menudo; pero jamás pronunció palabra alguna por la que pudiese calificarse de amante mío, y si me hacía la corte, era tan encubiertamente que sólo una tonta podría enfadarse. En aquel día pareció destinado a acompañarme lo que estaba de hora de tertulia, porque mi marido iba a una cita sobre negocios, y nos dejaba pronto. Nuestra cena, no muy grande por cierto, tenía por base, sin embargo, un ave trufada. Procedía del subdelegado de Périgueux, y entonces era un regalo cuya perfección se da a entender recordando su origen. Sobre todo, las trufas eran deliciosas, y ya sabe usted que me gustan mucho; pero me contuve, y tampoco bebí más que una copa de champaña. Yo tenía un presentimiento vago de que aquella noche debía sobrevenir algún acontecimiento. En breve se fue mi marido, dejándome sola con Verseuil, puesto que no le daba mi esposo la más leve importancia. Giró la conversación, primero, sobre asuntos indiferentes, pero no tardó mucho en tomar un sesgo íntimo e interesante. Verseuil estuvo sucesivamente lisonjero, expansivo, afectuoso, cariñoso y, viendo que yo tomaba a broma tantas cosas bonitas, se mostró tan insistente, que no pude equivocarme acerca del objeto de sus pretensiones. Desperté entonces como de un sueño y me defendí desahogadamente, porque mi corazón no se interesaba por él. Persistía con un movimiento que pudo llegar a ser completamente ofensivo. Me costó mucho trabajo apaciguarle, y con vergüenza confieso que sólo pude conseguirlo valiéndome de artificio para que creyese que no debía perder la esperanza. Al fin se fue y me acosté para dormir tranquilamente. Pero el siguiente fue el día del juicio y examiné mi conducta de la víspera, que encontré reprensible. Debí haber interrumpido a Verseuil desde las primeras palabras y no oír una conversación que nada bueno presagiaba. Debió mi orgullo haberse despertado antes, revestirse de severidad mi mirada; debí haber tirado de la campanilla, gritar, incomodarme y por último debí haber practicado todo lo que no ejecuté. Pero ¿qué quiere usted que le diga, amigo mío? Toda la culpa la echo a las trufas, y estoy realmente persuadida que me dieron predisposiciones peligrosas. Si no renuncio a ellas por completo (que hubiera sido demasiada severidad), al menos nunca las como sin que el placer que recibo no vaya acompañado de cierta desconfianza».
El buen Brillat-Savarin continúa buscando la fuente de los placeres en la comida no sólo por ella en sí misma, sino también por los resultados que le puede proporcionar en el campo galante; así preconiza el uso del chocolate con ámbar. Se refiere naturalmente al ámbar gris y no al amarillo. Este último es una resina fósil que se encuentra en los países nórdicos; el primero, en cambio, es un producto que se encuentra frecuentemente en Madagascar o Java y que es expulsado por el cachalote al mismo tiempo que la materia fecal. En un kilo de chocolate se mezclan 25 g de ámbar y, según Brillat, los resultados son espectaculares. Dice que lo ha experimentado y que se enorgullece de dar el resultado a sus lectores y añade: «He sabido que el mariscal Richelieu, de gloriosa memoria, mascaba habitualmente pastillas de ámbar».
Cuando se sabe que el mariscal duque de Richelieu blasonaba, a sus setenta años, de su potencia amorosa, puede creerse tal vez en el resultado de las pastillas, pero no se debe olvidar que el mismo mariscal, a los ochenta y tantos años, se casó con una joven muchacha y su hijo le preguntó:
—Padre, ¿cómo vais a salir de esto?
—No es precisamente el salir lo que me preocupa.
Afirma nuestro autor que «el agua es la única bebida que apaga la sed y por este motivo sólo puede beberse en cantidades muy pequeñas. La mayor parte de los otros líquidos que toma el hombre no son más que paliativos, y si éste se contentase únicamente con agua nunca hubiera podido decirse que uno de los privilegios humanos era beber sin tener sed». De ello dio buena muestra a lo largo de su vida nuestro espejo de gastrónomos, cuyo libro Fisiología del gusto o meditaciones de gastronomía trascendente abrió el camino a todos los escritores que, desde entonces hasta hoy y hoy son muchos, escriben sobre temas gastronómicos. Rindo homenaje entre otros muchos a mis buenos amigos Néstor Luján, Juan Perucho y Manuel Vázquez Montalbán.
Las citas del libro de Brillat-Savarin están tomadas de la traducción del conde de Rodalquilar, publicada por editorial Bruguera.