ANECDOTARIO (VI)

Con ocasión de las reformas introducidas en uno de los más populares cafés madrileños —esto sucedía cuando había cafés—, el dueño del mismo hizo adornar las paredes con grandes pinturas de no muy buena factura, pero que correspondían a su gusto. Uno de los habituales clientes entró el día antes de la inauguración en el local en el que todavía se veían obreros.

—¿Qué le parece?

—Bien, bien. Pero le diré: este fresco no me gusta mucho…, este fresco…

—No se apure usted —replicó el dueño—. ¿No ve que habrá una buena calefacción?

Rossini, el célebre autor de El barbero de Sevilla y de tantas óperas más, sufría el acoso de cierto joven con pretensiones de músico que continuamente le molestaba pidiéndole que corrigiera sus partituras, que, dicho sea de paso, eran malísimas. Un día Rossini fue nombrado presidente de un jurado que había de otorgar un premio a la mejor obra o a quien más hubiera hecho en favor del arte musical.

El compositor (?) que perseguía al maestro se le presentó, desolado:

—¡Oh, maestro! Estoy desesperado. Debajo de mi casa se ha instalado un café con orquesta que se pasa toda la noche tocando música de baile y no me deja escribir ni una nota. ¡Figúrese, maestro: yo que pensaba presentarme al concurso!

—Y ¿dice usted que por culpa de la orquesta no puede escribir música?

—Ya le digo, ni una nota.

—Entonces ya sé a quién debemos dar el premio: a la orquesta del café de su casa.

No creo que existan libros malos, lo que hay son malos lectores.

Según frase de Girardin, el periodismo conduce a todo a condición de salirse de él. Delcassé, el gran político francés, había sido periodista, cosa que recordaba a menudo cuando, siendo ministro, los informadores le interviuaban. Ello hacía que algunas veces se excediesen en su celo haciéndole preguntas impertinentes sobre graves problemas del Estado. Delcassé decía entonces:

—No contesto a lo que se me pregunta; ahora que soy diplomático, ya no soy periodista; pero les recuerdo que cuando era periodista ya era diplomático.

Que aprendan los aprendices de periodistas que con demasiada frecuencia confunden la audacia con la impertinencia.

La anécdota que sigue la he visto atribuida a varios personajes célebres; que cada lector ponga como protagonista a quien mejor le agrade.

Cierto personaje fue a comer cierto día a un restaurante en el que el precio del yantar no correspondía, ni con mucho, a la calidad de la comida y del servicio. Al recibir la exorbitante cuenta pidió hablar con el director:

—Usted no sabe quién soy yo, ¿verdad?

—No tengo el gusto, señor.

—Pues soy colega de usted. Vea la cuenta y…

—¡Ah, si es así, le haré el cincuenta por ciento de descuento!

—Gracias.

Pagó y se dispuso a irse.

—Perdone, pero no me ha dicho el restaurante que tiene.

—¡Pero si yo no tengo ningún restaurante!

—Pero ¿no ha dicho que era usted colega mío?

El protagonista de la historia se acercó al oído del propietario y le dijo confidencialmente:

—Es que yo también soy ladrón.

Al regreso de las tropas de Napoleón de una campaña en Egipto, el general Augereau visitó a su amigo militar Larrey y le preguntó, entre otras cosas, si había traído algún recuerdo del país de los faraones.

—Sí, he traído una momia.

—Enséñamela.

Así lo hizo Larrey y Augereau la miró, la tocó y exclamó:

—¡Pero si esta momia está muerta!

Ello me recuerda una anécdota que me explicó mi amigo el académico Martín de Riquer: uno de sus alumnos escribió en un examen: «Los habitantes del antiguo Egipto se llamaban momias».

Cuando decimos: «De este hombre sí que no se puede decir nada…», es que no podemos decir nada malo de él.

Luis XII de Francia supo que un gentilhombre de su corte había maltratado a un labrador y en castigo mandó que sólo le dieran carne y vino.

Se quejó el gentilhombre al rey, quien le preguntó:

—¿No te basta lo que te sirven en la mesa?

—No, señor; me falta el pan, que es alimento necesario.

—¿Pan? Lo siento, pero no te lo puedo dar porque te lo proporcionaba el labrador a quien maltrataste. Si tan necesario te era, debías haber sido más considerado con el que te lo pone en la mano.

Don Serafín Baroja era hombre desaliñado en el vestir y un día salió de paseo por los alrededores de Pamplona. Una pareja de la Guardia Civil le tomó por un vagabundo.

—¿Adónde va usted?

—Pues me paseo.

—¡La documentación!

—No la llevo.

—Pues entonces… eche usted p'alante.

Don Serafín, sin replicar, volvió a Pamplona custodiado por la pareja. Al entrar en la ciudad se tropezó con el coronel de la Benemérita que era amigo suyo y con el juez de instrucción.

—Pero ¿dónde va usted así, don Serafín? ¿Qué pasa?

—No lo sé. Estos señores me encontraron, me dijeron que echara p'alante y aquí estoy.

La cosa, ni qué decir tiene, terminó bien.

En los primeros tiempos de la entrada de Italia en la primera llamada guerra europea y luego primera guerra mundial, el generalísimo de las tropas italianas era el general Cadorna. Era hombre, como muchos italianos, dado a la lírica que redactaba partes en los que se decía:

«La nieve en las altas cimas y la niebla en los húmedos valles dificultan nuestras operaciones».

Antes del desastre de Caporetto los partes eran, como es natural, optimistas y triunfalistas, tanto que muchos italianos imponían a sus vástagos recién nacidos el nombre de «Firmato». ¿Por qué? Porque los partes terminaban indefectiblemente «Firmato Cadorna» (Firmado Cadorna).

Y las gentes sencillas creían que el general se llamaba Firmato de nombre de pila.

Hay sentimientos tan secretos que sólo pueden expresarse con el silencio.