ANECDOTARIO (V)

Francisco I de Francia era hombre dado a bromas, algunas de ellas de grueso calibre. Un día, queriendo jugar una treta a su ministro Duprat, que era sacerdote, arzobispo y cardenal, le dijo de pronto que el papa acababa de morir.

—Señor —dijo Duprat—, es menester que el trono pontificio sea ocupado por alguien fiel a vuestra majestad.

—Ya he pensado en ello, y creo que esta persona podrías ser tú; pero ya sabes lo que son estas cosas: se necesita mucho dinero y yo no lo tengo.

Duprat comprendió las palabras del rey, y aquel mismo día le envió dos toneles llenos de oro.

—Con esto y lo que yo puedo poner —le dijo el rey—, creo que tendremos bastante.

Pero llegaron despachos de Roma diciendo que el papa gozaba de buena salud y Duprat le pidió al rey que le devolviera el oro.

—No te precipites —le dijo Francisco I—; ten calma, que si el papa no ha muerto un día u otro ha de morir.

Y se quedó con el dinero.

En China era costumbre —no sé si lo será ahora con el régimen actual— contestar con humildes expresiones a las preguntas de cortesía. Así, por ejemplo, si se elogia —o elogiaba— una casa, el dueño de ella solía decir: «Mi despreciable pocilga no tiene otro valor que el de tu augusta presencia», o cosa similar.

Cuando a comienzos de siglo un corresponsal del Times en Pekín, el conocido periodista Morrison, fue a Londres a despachar con sus jefes, entre ellos el director del diario que le invitó a una cena. Durante ella y ante los demás invitados le preguntó:

—Morrison, ¿qué tal es el director del Diario de Pekín?

—Muy simpático y muy curioso. Empezó preguntándome cuánto ganaba en nuestro diario.

—Y usted, ¿qué le contestó?

—¿Qué le había de contestar? Le dije: mi miserable sueldo es demasiado insignificante para ser mencionado ante vuestra augusta presencia.

El director del Times ignoraba estas fórmulas chinas de cortesía, y cuando se fueron los invitados retuvo a Morrison y le preguntó:

—Vamos a ver, Morrison: ¿cuánto cobra usted?

Morrison le dio la cifra y el director se apresuró a decirle:

—La verdad, no es gran cosa; desde este mes le aumento el sueldo.

La experiencia es una panoplia en la que colocamos todas las armas que nos han herido.

Mandaba como coronel de un regimiento el después general Felipe Enciso, quien había preparado una manada de pavos para celebrar la Navidad con los soldados. El coronel cada día visitaba el corral, viendo cómo iban creciendo y engordando las aves. Un día el oficial de semana al darle el parte le dijo:

—Mi coronel, el caballo Sopero ha dado una coz a un pavo y lo ha matado.

Disgusto del militar, que se aumentó cuando al cabo de un tiempo el mismo oficial le comunicó la muerte de otro pavo a consecuencia de otra coz. La cosa se repitió varias veces, hasta que el coronel descubrió que cuando aquel oficial estaba de servicio él y otros compañeros suyos se daban irnos grandes banquetes a base de pavo. Enciso hizo llamar al oficial.

—Esos caballos se han propuesto acabar con los pavos.

—Es verdad, es una desgracia.

—Pues mire usted —dijo en tono amable el coronel—: diga a los caballos que si vuelven a matar a un pavo tendré muchos oficiales indigestos.

Ni que decir tiene que, desde aquel entonces, los pavos gozaron de perfecta salud hasta Navidad.

Un predicador no sabía más que un sermón y lo colocaba dondequiera que le llamaran. Predicó en cierta ocasión en un pueblo y el sermón gustó tanto que le pagaron para que predicase al día siguiente.

Discurrió toda la noche y no sabía cómo salir del apuro; pero llegado el momento subió al púlpito y dijo:

—Hijos míos, sé que algunos malévolos, todos forasteros por supuesto, tuvieron ayer la audacia de decir en público que yo había vertido en mi sermón conceptos y afirmaciones heréticas y contrarias al dogma. Para que se vea patente su falsedad, voy a repetir palabra por palabra lo que dije ayer. Prestadme mucha atención y si cambio una sola letra que el cielo me castigue.

Y les endilgó el único sermón que sabía.

Luis XVIII de Francia hizo un borrador de Constitución y se lo leyó a Talleyrand. Éste le dijo:

—Señor, aquí echo de menos una cosa importante.

—¿Cuál?

—El sueldo de los diputados.

—Yo creo que sus servicios han de ser gratuitos. Su cargo debe ser honorífico.

—Señor, si han de ser gratuitos nos saldrán muy caros.

Desde entonces diputados y senadores cobran sueldos… y continúan saliéndonos muy caros.

Conquistar la felicidad es importante; pero lo difícil es ser feliz cuando se la ha conquistado.

En Burgos vivía cierto señor llamado Ángel Conde, muy conocido por sus folletos, que al parecer no tenían gran importancia, pero con los que bombardeaba todas las redacciones de periódicos y revistas, a la espera de críticas elogiosas que nunca llegaban.

En cierta ocasión, hallándose en Madrid, visitó la redacción de la revista Nuevo Mundo, de la que era director José María Carretero Novillo, más conocido por su seudónimo de El Caballero Audaz. Estaba éste con dos redactores: uno gráfico, que era Campúa, y otro literario, que era Verdugo Landi. Conde insistió en visitar al director, a pesar de que el conserje le dijo que estaba reunido, pero el visitante insistió tanto que al fin le preguntó el empleado:

—¿A quién anuncio?

—Al señor Conde, de Burgos, para un asunto importante.

Impresionado el conserje, le hizo pasar y Carretero, al tenerle presente, le preguntó:

—¿Es usted el excelentísimo Conde de Burgos?

—Sí, señor. Soy Conde de apellido y de Burgos, pero no tengo aún el tratamiento de excelencia.

El Caballero Audaz le miró y le dijo señalando a Verdugo:

—Pues entiéndase con este señor: es el señor Verdugo… de Sevilla.

Cuando el general Suvarov fue derrotado por el rey Federico de Prusia hizo pública una proclama a sus tropas llena de jactancias y amenazas. Federico comentó:

—Suvarov es como un tambor: hace ruido cuando le pegan.

Un noble ateniense con muchas ínfulas encontró a Diógenes en el cementerio. Le miró con altivez y desprecio y dijo:

—¿Qué haces aquí?

—Buscaba los huesos de tu padre entre los de la gente humilde, pero todo está aquí tan revuelto que no puedo dar con ellos.

Se examinaba Alejandro Lerroux, ya conocido como político y jefe del Partido Radical. Quiso aprobar la carrera de derecho, lo que consiguió creo que en la Universidad de Murcia. Uno de los catedráticos para ponerle en un aprieto le preguntó:

—¿De qué color eran las zapatillas de Mahoma?

—Verdes.

—No, eran azules.

—Tenía dos pares: me consta —dijo Lerroux.

Los castillos en el aire son fáciles de construir. ¡Pero qué difíciles de destruir resultan!