Algunos biógrafos sitúan el nacimiento de Ninon de l'Enclos en 1615; otros, en 1626, y otros, en fin, en 1620; sea como sea, entre estas dos fechas límites debe situarse. El padre de Ninon era un epicúreo bon vivant; la madre, por el contrarío, era una mujer piadosa que quería que su hija entrase en religión. Ganó el padre.
Ninon no era precisamente una belleza, pero tenía una gracia y un encanto que, unidos a un ingenio superior, hizo de ella la más deseada de las mujeres de Francia. Quedó huérfana a los quince años, con la fortuna suficiente para vivir de renta; pero para ella lo superfluo era más indispensable que lo necesario. No vivió con un gran lujo, pero sí siempre con refinamiento: una criada, un mayordomo, un lacayo, un cochero y un cocinero constituían todo su servicio, cosa que, para aquel entonces, era casi ridículo; no se olvide que familias de la clase media tenían de veinte a veinticinco servidores y los nobles los contaban muchas veces por centenares.
La vida amorosa de Ninon empezó muy pronto: parece ser que a los dieciséis años, y la lista de sus amantes es interminable, a pesar de que, siguiendo el consejo de su padre, se fijaba más en la calidad de ellos que en su número. Todos ellos personas de gran fortuna, de gran talento o de gran elevación intelectual. Un autor ha dicho que ella «constituye el primer ejemplo de un amor libre presentado sistemáticamente y debemos inclinarnos ante una franqueza que no se paró en consideraciones morales o de otra clase extrañas a las leyes del corazón o de los sentidos». Estas palabras de Nina Epton pueden unirse a las de Saint-Évremont, que fue uno de sus primeros amantes: «siempre he sabido cuando Ninon había hecho una nueva conquista: sus ojos brillaban entonces más de lo acostumbrado».
Sus amores no eran de larga duración; al marqués de Rambouillet le escribe: «Creo que te amaré tres meses, que para mí es el infinito».
De uno de estos amores quedó embarazada. El abate D'Effiat y el mariscal D'Estrées se disputan la paternidad: cada uno quiere ser el padre de quien debe nacer, y al final se lo juegan a los dados. Gana el mariscal y el hijo llegará a ser capitán de navío con el nombre de señor de La Boissiére.
De otro de sus amantes tiene un hijo, que se queda su padre: señor de Gergay. El hijo ignora quién es su madre, y con el nombre de Caballero de Villiers hace su entrada en el gran mundo y entonces sucede un episodio que, narrado en un serial televisivo, haría sonreír por su inverosimilitud.
Ninon había recibido a ese hijo en su casa como recibía a los jóvenes de alta cuna, presentados la mayor parte de las veces por sus propios padres, que querían que sus vástagos sacasen provechosas lecciones del ingenio que se derramaba en aquellas reuniones. Ninon recibió al Caballero de Villiers con más cordialidad de la natural, como era lógico, y el muchacho pasó de la admiración a otro sentimiento más fuerte que no osaba expresar. Sin darse cuenta, Ninon atizaba este fuego que ella desconocía por sus muchas atenciones y un trato preferente. Había prometido al señor de Gergay no revelar nunca su maternidad, pero, sin darse cuenta, sea por sus miradas sea por sus atenciones, el Caballero de Villiers se equivocó de intenciones y en un momento de audacia le declaró su pasión.
Ninon, alarmada por este amor, quiso desviarlo tratándole con más rigor e incluso con ausencias; pero todo fue inútil: el Caballero de Villiers prometió no verla más o soportar su desdén. Ninon se engañó: creyó en lo que le decía el muchacho, que insensiblemente dejó de cumplir con lo prometido y cada vez asediaba con más pretensiones a la bella mujer. Un día entró con el muchacho en un saloncito y le dijo:
—Mirad: este reloj estuvo en mi casa cuando yo nací hace sesenta y cinco años. ¿Creéis que a mi edad se puede amar y desear ser amada? Reflexionad y ved lo ridículo de vuestros deseos.
Nada de ello hizo mella en el espíritu de Villiers, que cuando vio que Ninon empezaba a llorar creyó que se rendía. En vano Ninon le rechazaba, en vano hizo mil esfuerzos para convencer al enamorado de que su amor era imposible.
—No confundáis, caballero, la amistad con el amor. Una amistad de la que yo os creía digno. Mis lágrimas son de decepción y os han engañado. No creáis que me habéis inspirado amor; perded toda esperanza. Si así continuáis, podría llegar a odiaros.
Todo ello no hizo mella en el ánimo de Villiers, y Ninon se vio obligada a pedir al señor de Gergay el permiso para revelar el secreto de su maternidad. Gergay lo otorgó, convencido de que era el último recurso.
Así pues, un día Ninon escribió a Villiers que tal día a tal hora quería hablarle en una casita que poseía en el barrio Saint-Antoine. Allí se presentó el muchacho, lleno de esperanzas, y cuando se encontró frente a Ninon quiso abrazarla apasionadamente.
—Desgraciado, no sabes lo que estás intentando. Por desgracia, este amor es imposible. Me es difícil decirlo, pero tengo que revelaros un espantoso secreto. No puedo ser vuestra amante porque soy vuestra madre.
Ninon, llorando, se abrazó a su hijo, que, pálido y tembloroso, iba repitiendo:
—Mi madre, mi madre…
Y escapó corriendo hacia un pequeño bosquecillo que rodeaba la casa. Ninon, suponiendo lo peor, salió corriendo tras él, pero lo peor ya se había producido: se había atravesado el corazón con su espada.
Después dirán de los folletinistas.
Este drama conmovió profundamente a Ninon, que durante un tiempo se separó de la sociedad en que vivía, pero sus amigos la visitaban asiduamente y poco a poco volvió a su vida normal.
Pero Ninon no podía vivir sin amor o, mejor dicho, sin amantes, que ella dividía en tres clases: los paganos, que no le preocupaban y que abandonó en seguida, que podía prescindir de ellos; los mártires, que en vano suplicaban sus favores, y los favoritos. Le gustaban los hombres rubios, pero eran mejor amantes los morenos.
El gran Condé fue uno de sus amantes de un día o mejor dicho de una noche. Guerrero ilustre y muy peludo, Ninon le acogió de acuerdo con el proverbio latino: Pilosus aut fortis, aut libidinosus (el hombre peludo es forzudo o libidinoso). De cómo fueron las cosas lo explica el como a la mañana siguiente despidió Ninon a Condé:
—Monseñor, debéis ser muy forzudo.
La reina Ana de Austria le ordenó una vez que se retirase a un convento, dejando en blanco en el papel el nombre del mismo, para que Ninon escogiese el que quisiera. Escogió un convento de Capuchinos que estaba cerca de su casa, y la reina no pudo menos que sonreír ante este rasgo.
La casa de Ninon era el punto de cita de la corte y lo más escogido de la intelectualidad de París. Las madres más puritanas intentaban que sus hijos, para entrar en lo que hoy se llamaría jet set, fuesen admitidos en su casa para poder entrar en ella. El abate Gedoyn, que después se hizo célebre en los salones parisienses, empezó por visitar la casa de Ninon y frecuentar sus salones.
Por cierto que a este abate le sucedió una cosa curiosa: como no podía ser de otra manera, se enamoró de Ninon, y ella le rechazaba día tras día, hasta que una noche cedió:
—¿Por qué has tardado tanto en concederme tus favores?
—Por pura coquetería. Es que hoy he cumplido ochenta años.
Que a los ochenta años fuese capaz todavía de trastornar corazones anima a cualquiera. Fueron amantes de Ninon tres generaciones de Villiers, el abuelo, el padre y el nieto, y los tres salieron satisfechos de la aventura. Cuando ésta duraba demasiado, Ninon las terminaba diciendo que las mejores bromas son las que duran poco.
Uno de sus amantes fue el señor de Gourville, que tuvo que salir de París para engrosar el ejército del gran Condé. Tenía veinte mil escudos que no sabía a quién confiar. Decidió dividirlos entre su amante y el gran limosnero de la Corte, célebre por su moral severa y rígida. Ninon sintió su partida y recibió los diez mil escudos que le entregó Gourville, sin que ni ella ni el limosnero le firmasen ningún recibo. Pasaron los meses y de vuelta a París, Gourville fue a ver al limosnero a reclamar su dinero, el cual declaró que ignoraba de qué se trataba, que él no recibía más dinero que el que iba destinado a los pobres, entre los que distribuía según su parecer. En vano el acreedor se quejó, protestó, se enfadó hasta el punto de que el limosnero le ordenó que cesase en su reclamación porque, si no, llamaría a los guardias del rey. Gourville se dirigió entonces a casa de Ninon con el corazón encogido, pensando lo peor. Al verle, Ninon exclamó:
—Gourville, amigo mío, me ha sucedido una gran desgracia que deberás compartir conmigo.
El pobre hombre vio ya encima suyo la segunda edición de lo pasado con el limosnero.
—Sí, una gran desgracia. Figúrate que durante tu ausencia te he dejado de amar. Si quieres continuaremos siendo amigos, pero no amantes. De todos modos, no he perdido la memoria y tengo a tu disposición los diez mil escudos que me dejaste.
Ni que decir tiene que Gourville dejó de ser amante para convertirse en entusiasta amigo.
Ninon, que decía que cada noche daba gracias a Dios por conservarle su ingenio y que cada mañana le rogaba que la preservase de las tonterías del corazón, que aseguraba, con madame de Sévigné, que las mujeres tienen autorización para ser débiles y se sirven sin escrúpulo de este privilegio, murió el 17 de octubre de 1706, habiendo conservado su ingenio, todos los encantos de la juventud y su corazón, toda la bondad y la ternura que son deseables a los verdaderos amigos.
En su testamento dejaba una pequeña suma para que el hijo de su notario pudiese comprar libros. Supo adivinar en aquel joven llamado Arouet la inteligencia que le haría célebre con el seudónimo de Voltaire.