A mi querido amigo el poeta Rafael Tamarit Crespo, que en su restaurante La Querencia prepara la mejor bullabesa de esta galaxia.
La hermana de este célebre gastrónomo tenía noventa años y estaba bebiendo un vaso de vino al final de una comida, cuando se encontró mal y dijo:
—Me parece que esto se acaba: traedme el postre.
Y murió sin haber podido tomar el café.
Con familiares así se comprende que Anthelme Brillat tuviese las aficiones que tuvo. El apellido Savarin lo añadió al suyo por encargo de su tía Savarin, que le legó su fortuna a cambio de ello. Y aunque parezca mentira, también la tía murió mientras saboreaba un vino de su cosecha.
Brillat-Savarin nació en 1755 de una familia de magistrados, y él mismo ejerció esta profesión, aunque su fama se debe a su libro La fisiología del gusto, que fue publicado en 1825, el mismo año de su muerte. Amante de la buena comida, el baile y la música, discreto violinista, se dedicó muy joven a la política. Tomó parte en la formación de los Estados Generales de la Asamblea Constituyente, en donde se declaró partidario de la pena de muerte.
André Castelot nos cuenta un episodio curiosísimo de la vida de Brillat-Savarin bajo el Terror. Sospechoso de federalismo, porque se declaró en contra de la prisión y la muerte de los girondinos, fue denunciado en Dóle al representante Proust, que pasaba por hombre cruel. A pesar del peligro, decidió presentarse personalmente ante el representante para justificarse y pedirle un salvoconducto. Montó a caballo y se dirigió hacia Dóle, pero cuando llegó la hora del almuerzo, que entonces era a las once de la mañana, se paró en una venta de Montsous-Vaudrey, ya que el miedo no le hizo perder el apetito. Un magnifico espectáculo se ofreció ante sus ojos. Nos lo describe él mismo, todavía entusiasmado por el recuerdo: «Ante un fuego vivo y brillante, daba vueltas un asador adornado de codornices gordas y relucientes, que goteaban sobre un inmenso asado debido a un buen cazador, y a su vera se veía un par de liebres de buen ver, tales como los parisienses no conocen y cuyo aroma llenaría una iglesia. Entre mí dije que la Providencia no me abandonaba del todo y me decidí a recoger esta flor que me salió al paso pensando que ya habría tiempo para morir».
Pero esa comida no era para él: estaba destinada a unos alguaciles que acababan de terminar un asunto a una dama muy rica. Brillat-Savarin solicitó entonces el honor de tomar parte en el ágape, el cual estaba dispuesto a participar en el gasto. Se tardó en admitirle hasta que, contentos de su aspecto y al ver cómo vigilaba la cocina, se le admitió como comensal. Ya lo dice el propio Brillat-Savarin: un gastrónomo se nota por la fisonomía.
Años después aún recordaba con regodeo el banquete celebrado. Aparte de lo mencionado, dedicó mención honorífica a una pepitoria de pollo con trufas y a un asado que se sirvió luego. Como postre, crema de vainilla, quesos escogidos, fruta excelente. Todo ello acompañado de vino del Hermitage y licores.
Había olvidado por completo el peligro, y al día siguiente, en casa de Proust, sedujo a la mujer de éste tocando el violto.
—Ciudadano, cuando se cultivan las bellas artes como lo hacéis vos se es incapaz de traicionar el país.
Y al día siguiente tenía el salvoconducto que necesitaba.
Brillat-Savarin marchó a Alemania y luego a Estados Unidos. En su Fisiología del gusto habla de una cacería de pavos salvajes que hace venir agua a la boca. De vuelta a Francia después del Terror, consiguió un cargo en la intendencia del estado mayor del ejército y después fue nombrado juez de la Cour de Cassation, cargo que conservó hasta su muerte. Había recuperado parte de sus bienes confiscados cuando la Revolución y se dedicó a su placer favorito, que era la mesa, sin desdeñar por eso el que podía proporcionarle el bello sexo. Permaneció soltero toda su vida. Era hombre de gran apetito, de habla difícil y tarda que no dejaba entrever la agilidad mental que desarrolló en su citado libro. Cuando murió, en 1826, hacía cuatro meses que se había publicado y sus amigos quedaron sorprendidos por su contenido. Como dice Néstor Luján en su prólogo a la Fisiología del gusto, «es el libro más inteligente e ingenioso que haya producido la gastronomía. Júzguese la sorpresa al saberse que era de Brillat-Savarin, de aquel magistrado enorme y bovino, dormilón y de paso vacilante». Brillat era a la vez un gourmet y un gourmand. Aunque en sus últimos años comía mucho y hablaba poco. En su juventud, y aun más adelante, comía mucho más, según se desprende de la lectura de su libro, del cual entresaco algunas anécdotas.
El libro va precedido por veinte aforismos, de los cuales los más célebres son los siguientes:
«I. El Universo no es nada sin la vida, y cuanto vive se alimenta.
»II. Los animales pacen, el hombre come, pero el hombre inteligente sabe comer.
»IV. Dime lo que comes y te diré quién eres.
»VII. El placer de la mesa es propio de cualquier edad, clase, nación y época; puede combinarse con todos los demás placeres y subsiste hasta lo último para consolarnos de la pérdida de los otros.
»IX. Más contribuye a la felicidad del género humano la invención de un plato nuevo que el descubrimiento de un astro.
»X. Los que tienen digestiones o los que se emborrachan no saben ni comer ni beber.
»XIV. Postres sin queso son como una hermosa a la que le falte un ojo.
»XVI. La cualidad indispensable de un cocinero es la exactitud; también la tendrá el convidado.
»XVII. Esperar demasiado al convidado que tarda es falta de consideración para los demás que han sido puntuales.
»XX. Convidar a alguien equivale a encargarse de su felicidad mientras esté con nosotros».
No hay género de duda de que estos aforismos son valederos hoy como ayer.
Y vamos con las anécdotas.
«En cierto día intentó el príncipe de Soubise celebrar una fiesta que debía terminar con una cena, para la cual reclamó la correspondiente lista.
»Al levantarse entró el jefe de cocina con un hermoso papelón dibujado, siendo el primer artículo donde fijó la vista el príncipe el siguiente: “Cincuenta jamones”.
»—Mira, Bertrand —exclamó—: creo que desatinas: ¡cincuenta jamones! ¿Piensas obsequiar a todo mi regimiento?
»—No, señor príncipe; en la mesa sólo aparecerá uno; pero los restantes son también indispensables para varios destinos, como la salsa española, los guarnecidos, rellenos…
»—¡Bertrand, esto es un robo y tal artículo no pasará!
—¡Ay, señor príncipe! —replicó el artista, que apenas podía reprimir su cólera—. Su alteza no conoce cuáles son nuestros recursos. Dé su alteza la orden y haré entrar en un frasco de cristal del tamaño de mi dedo todos esos cincuenta jamones que tanto le ofuscan.
»¿Qué podía contestarse a tan positiva afirmación? El príncipe sonrió, bajó la cabeza y aprobó la partida».
Y ahora unos ejemplos de ejemplares tragonías:
«Hace aproximadamente cuarenta años estuve de paso a visitar al cura de Bregnier, hombre de gran estatura, con un apetito que tenía fama en toda la comarca.
»Apenas dieron las doce, ya lo encontré en la mesa. Habían servido la sopa y el cocido, y después de esos dos platos de rúbrica, trajeron una pierna de carnero a la real, un capón bastante hermoso y ensalada abundante.
»Así que me vio entrar, pidió un cubierto para mí, que no acepté, e hice muy bien, porque, solo y sin ayuda de nadie, se comió con la mayor serenidad todo cuanto tenía delante; la pierna de carnero hasta el hueso, el capón hasta la osamenta y la ensalada hasta el fondo de la fuente.
»Entraron en seguida un queso blanco bastante grande, donde abrió una brecha angular de noventa grados, y todo lo humedeció con una botella de vino, más un botijo de agua, y así que terminó se puso a descansar.
»Lo que más me agradó durante toda esta operación, que ocupó tres cuartos de hora, era ver el venerable cura sin que pareciese ni siquiera levemente atareado. Los grandes trozos que llegaban a su profunda boca no eran impedimento para hablar ni reír, despachando cuanto le sirvieron con la misma indiferencia que tres alondras.
»Asimismo, cuando el general Visson bebía sus ocho botellas de vino en el almuerzo, estaba como si no probase una sola gota. El vaso que usaba era mayor que los demás, vaciándolo incesantemente, pero se diría que no prestaba atención alguna y el que sorbiera de este modo ocho litros de líquido no era obstáculo para verle de broma y transmitir sus órdenes.
»El segundo hecho que voy a referir que recuerda al valiente general Prosper Sibuet, paisano mío, que fue por mucho tiempo ayudante de campo del general Masséna y murió en 1813, al pasar el Bober, sobre el campo de honor.
»Tenía Prosper dieciocho años, con uno de esos dichosos apetitos, anunciador que la naturaleza emplea cuando intenta desarrollar completamente al hombre bien formado. Se presentó una tarde en la cocina del posadero Genin, donde los ancianos de Belley acostumbraban reunirse para comer castañas y beber vino blanco nuevo, o sea mosto.
»Acababan de retirar del asador un pavo magnífico, hermoso, bien preparado, dorado, asado a punto y con un husmillo delicioso capaz de hacer caer en tentación a un santo.
»Los viejos, que ya estaban sin hambre, apenas lo notaron, mas las facultades digestivas del joven Prosper conmoviéronse hondamente, y haciéndosele la boca agua, exclamó: “Acabo de levantarme de la mesa y, sin embargo, apuesto a que yo solo soy capaz de comerme ese gran pavo”.
»Bouvier de Bouchet, labrador de gran corpulencia, que estaba presente, respondió en el dialecto del país: “Pago si usted se lo come; pero si deja algo, usted pagará y yo me comeré lo que quede”.
»Acto continuo fue aceptada la apuesta. El joven atleta arrancó primorosamente un alón, que tragó en dos bocados; en seguida limpiándose los dientes, royendo el pescuezo del ave, y acompañando un vaso de vino por vía de entreacto.
»En breve dio ataque a una pierna, comiéndosela con igual sangre fría, y despachó el vaso de vino, a fin de preparar las vías para tragar el resto que quedaba.
»Seguidamente el segundo alón bajó por el mismo camino, desapareciendo al momento, y el operador, cada vez más animado, se apoderaba de la última extremidad, cuando el desgraciado labrador exclamó con voz doliente: “¡Ay de mí!, veo que se acabó esto; pero, señor Sibuet, puesto que yo tengo que pagar, al menos déjeme usted comer un pedazo”.
»Prosper, tan amable entonces como buen militar ha llegado a ser después, accedió a la súplica de su contrincante, al cual tocó la osamenta, todavía bastante óptima, del pájaro en cuestión, y acto continuo pagó el mismo Prosper con galantería generosa el gasto principal y los accesorios anejos».